Tres días después, acabado el prólogo para la antología de cuentos ingleses, dejé las habitaciones que había rentado en Oxford durante todo aquel tiempo y, llevando conmigo la fotocopia de El sátiro, me dirigí hacia Dillington, el pueblo del reverendo. La abadía de Westcott se hallaba en las afueras, junto a un arroyo cristalino y frente a los restos de un puente por el que, muchos siglos atrás, habían pasado legionarios romanos. La abadía era una construcción gótica tardía que en los ramajes de sus frisos, en los adornos de hierro forjado, en las vidrieras multicolores, en los capiteles, en las gárgolas e incluso en la aldaba de la puerta principal mostraba las exageraciones más turbadoras. Lo alto de la fachada estaba ocupado por un carillón con figuras mecánicas de grifos y de quimeras. Bajo el sol, casi tropical, esos animales fulguraban siniestramente. Por un momento, creí que alguien me acechaba tras las ojivas... Riendo, hice funcionar la aldaba. Me recibió un hombre afable, muy elegantemente vestido, alto, delgado, de facciones cadavéricas, de ojos apagados y azules, de pelo cano y de maneras exquisitas. Pasamos a su estudio, abarrotado de libros viejos, de incensarios de plata, de túnicas episcopales bordadas en oro, de cruces que abigarraban —altas o medianas— ángulos claves, de relicarios tallados laberínticamente, de arcas de hierro enmohecido y de efigies sacras de madera, algunas con incrustaciones metálicas y vestimentas fastuosas. El reverendo me mostró un grabado en tinta sepia de Félicien Rops, perteneciente a la serie Les sataniques: enormes falos exangües en un paisaje de pantanos humeantes. Por las pocas ventanas abiertas entraba el aroma de los rosales del patio interior, el patio que las diminutas ojivas ambarinas de vidrio emplomado, situadas alrededor de las ventanas, desfiguraban agradablemente. El reverendo me ofreció una taza de té negro chino. Sentado en un cómodo sofá de terciopelo rojo y después de aceptar un cigarrillo egipcio, escuché la voz un tanto amanerada del religioso, quien no dejaba de caminar, como un entertainer, junto a los libreros:
—Esta pieza —dijo sacando un cuaderno verde, largo y delgado de uno de los estantes—, es una de mis joyas más raras (recordé las idénticas palabras de José cuando me escribió acerca de El sátiro). Tiene que ver con la historia del edificio en que nos hallamos. Antes de alojarme a mí, esta abadía sirvió de convento a una secta católica muy poco ortodoxa, dirigida por una tal Helen Mencken, secta que poco a poco fue perdiendo la confianza de ciertos obispos y finalmente del Vaticano, hasta lograr la excomunión. Esto último sucedió cuando una pareja de jóvenes periodistas, disfrazadas de aspirantes, se colaron hasta penetrar el misterio máximo (los rituales que, alrededor de una esfera giratoria de cristal resplandeciente, se llevaban a cabo en una capilla subterránea) y publicaron un libelo en donde se describían prácticas horrendas.
Poco después de la publicación del libelo vino el fallo del Vaticano y, enseguida, la muerte para Mencken y sus secuaces, pues sólo gracias al libelo pudo resolverse el misterio de los robos de cadáveres que nos ocupaba entonces. Yo formé parte del grupo que, integrado por monjas y por religiosos, abrió la puerta que conducía, luego de escalones roídos, al altar subterráneo. Había en el centro una esfera irregular compuesta por fragmentos de espejos que un mecanismo eléctrico hacía girar con lentitud. Queríamos verla mejor, pero al hacerlo retrocedimos, simultáneamente: reflejados en ella, los rostros y los cuerpos de las monjas y de mis colegas se desfiguraban de una manera pesadillezca. El obispo que la desatornilló propuso que redujéramos a polvo aquel objeto abominable, que insultaba a los hombres y a Dios. Antes de que alguien respondiera, arrojó la pesada esfera desde lo alto del altar. Ésta sólo rodó y se cuarteó un poco. Unas monjas fueron por herramientas y comenzó el martilleo... Bajo la primera, resistente, capa de espejos apareció otra, idéntica. Bajo ésa, otra. Bajo la séptima capa, intacto, apareció este manuscrito.
—¿Adoraban el manuscrito?
—En cierta manera, sí. Lo importante es que las siete capas de espejos lo protegían. Los interrogatorios sólo consiguieron extraer de las sectarias una confesión: la esfera era la imagen de la divinidad de los Privilegiados (los Privilegiados era el nombre de la secta) y reflejaba “el verdadero rostro de los hombres”. De los rituales perversos y del manuscrito no dijeron nada...
—¿Y qué pasó con Mencken y sus secuaces?
—Murieron en un convento muy antiguo, todas al mismo tiempo, en las mismas circunstancias extrañas y en sus respectivas celdas. La noche antes, habían sido interrogadas en vano por rudas y fornidas monjas. En la mañana, cada una de las satanistas fue hallada en su celda, muerta... pero en un estado de descomposición tal que los médicos salieron erizados: los cadáveres parecían de mujeres que hubieran muerto, no ese día, sino muchos meses antes...
Hubo un silencio lleno de horror. Luego, el reverendo dijo:
—Pero supongo que a usted le sorprenderá mucho más el hecho de que... ¡el manuscrito está firmado por Aurelio Summers!
Casi salté de mi asiento. El reverendo sonrió, alargándome el manuscrito. Lo tomé, con manos trémulas.
—Tal vez mi sorpresa de hace unos días fue menor que la suya ahora —dijo el reverendo—, pero no sabía yo que Summers fuera autor de cuentos de miedo.