Mariano Silva y Aceves Selección y nota de Beatriz Espejo VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Mariano Silva y Aceves (1887-1937) nació en La Piedad de Cabadas, Michoacán. Estudió bachillerato en el Colegio de San Nicolás de Morelia. Allí aprendió latín y griego. El año 1907 llegó a México para ingresar en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde conoció a otros estudiantes con los cuales integraría el Ateneo de la Juventud que conjuró a los intelectuales de la nueva hornada. Conocían varios idiomas y sacrificaban en aras de una frase atinada. Descubrieron filósofos estimulantes, comulgaron con Platón. Algunos se aficionaron a Walter Pater. Todos leyeron a Bergson, Boatroux, James, Croce, Kant, Shopenhauer, y así compartieron una cultura que había manado de las mismas fuentes. En el arte literario no se limitaron a los franceses en boga, extendieron su mirada a los ingleses, a los españoles, a la antigüedad clásica reconocida como modelo. Condenaron el temperamento palabrero de oradores incluso insignes, desacreditaron los salones, encontraron amistad en pintores y músicos aplicados a valorar lo mexicano, y desaprobaron publicaciones que revivían tendencias superadas.
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Arquilla de marfil
Ce fut une de ces cruelles
No todo ha de ser vivir y vivir sin jamás contar. Esto que cuento es cuento viejo, como viejos son los tiempos del excelentísimo virrey marqués de las Amarillas.
La colonia gozaba de paz, y los habitantes de la Nueva España partían su vida entre sus quietos oficios, sus piadosas prácticas y su obediencia fácil y diligente a las templadas órdenes del brazo secular, no menos que a las morigeradas del brazo regular de la Santa Iglesia. Tiempo era el más a propósito para que la colmena del estudio alzara su rumor sobre todos los que salían de la noble ciudad; se vivía en una de esas épocas en que, apartada toda violencia del trato de las gentes, ganaban uso los ademanes corteses y las discretas galanterías. Se afinaban los espíritus; los hombres gustaban mucho de su aseo y compostura, y las mujeres se volvían más bellas y ponían muy buena miel en sus conversaciones. De aquella gente cortesana era el conde de Santiago: un hermoso mancebo y bien nacido, venido a la Nueva España a recoger los cuantiosos bienes que de su padre había heredado. Encontró que la colonia era próspera y la vida de la ciudad lo suficiente culta para no apagar sus luces adquiridas y también lo relativamente modesta y sencilla para poder desarrollar él sus pensamientos y tendencias con mayores facilidades que en la metrópoli. Pero más que todo eso encontró, a poco de llegado a la ciudad, una hermosa mujer y un excelente amigo: doña Isabel de Ocoz y el malicioso abate don Julio Montemayor. Los haberes del conde le permitían vivir con liberalidad y hasta con lujo, de que mucho se preciaba entonces la gente. Y como había sido el único heredero, ya tenía para no ceder en nada a los mayores refinamientos de la vida que hacían los más exquisitos indianos. Entre éstos debe contarse el coronel Caballero de Barros, secretario de Su Excelencia el señor virrey, que con su alba peluca ondulante y perfumada, sus dulces ojos que se animaban hasta fulgurar cuando disertaba de historia o de política, enclavados en el gesto desdeñoso de su cara, se le veía pasar lentamente en su litera, de elegante factura, servida por cuatro criados de roja librea. Consigo llevaba el coronel de ordinario un libro, y un fino bastón en que brillaba con limpieza el puño de oro, que rara vez por cierto se ocultaba en el hueco de la mano. Por inocente afición quizá o por cómodo descanso, era costumbre del virrey visitar diariamente la casa del coronel, mientras éste se entendía con los asuntos del Gobierno. La casa era cercana del palacio de su excelencia, y no faltaba a recibir al noble personaje, ya compuesta y presumida, la esposa del coronel, mujer aunque hermosa no tan recatada que las gentes la libraran de su impuro y negro diente. Su descanso hacía el virrey en la espaciosa biblioteca del coronel, muy rica en libros de historia y navegación, y en cuyo centro, por todo mueble, había una gran mesa labrada y un cómodo sillón. Allí iba el virrey y sentábase horas largas a hojear libros de estampas. Roída y mermada traían las gentecillas la honra del coronel que, si bien sospechoso, no convencido, no encontró medio más sutil para acabar con las visitas de su excelencia que vender el vasto y cómodo sillón poniendo en su lugar una fea y pequeña silla. El virrey, que era indolente y grande amigo de su holgura, apenas notó el cambio prescindió de la dama y la visita y dejó en quietud la honra del coronel. El sillón vino a dar en poder del inquieto conde de Santiago. Por amor de doña Isabel de Ocoz metióse el conde a reclamar unos dineros que le debía el tribunal de la Santa Cruzada. El coronel secretario que era tan celoso de la Real Hacienda como de su propia casa y honra, muy mal recibió y trató la reclamación presentada, y en las discusiones que tuvo con el conde (que también era doctor en ambos derechos) se agriaron bastante los ánimos sin resultado alguno. El conde, herido en su amor, pensó en la venganza y la meditó con ayuda de su dama, que era mujer de tono y muy dueña de su regalo y hecha para soplar la malicia de los hombres. Llamó ésta a un indio criado suyo que conocía muchas propiedades de las hierbas y curaba de ordinario con ellas. Pidiéronle un veneno que fuera el más disimulado, y él presentó un polvo rojizo de flores, que a través de un paño de seda y con algún calor, según explicó, se convertía en fuertes y sutiles vapores que a poco de absorbidos causaban la muerte. Intentaron atraer al secretario a la biblioteca del conde, donde había buen número de manuscritos y crónicas de los conquistadores, que siempre habían tentado la codicia del coronel, y un archivo numeroso de todos los autos acordados y leyes expedidas por aquel Consejo de Indias, no menos que preciosas cartas de varones ilustres, con pretexto de discutir una última vez sobre tan variados textos el pleito consabido. El secretario avisó al virrey de la tenacidad de la reclamación, y le demandó su venia para concurrir, aunque estaba seguro de que no había de convencerle la entrevista. El virrey, que era indolente, tuvo el capricho de ir en su lugar, pensando que su presencia obligaría a los reclamantes en beneficio de las arcas reales, y que su secretario no le ayudaba en los asuntos del gobierno. Fuese su excelencia, pasada la siesta, a la casa del conde de Santiago, y sintiéndose con fatiga no quiso subir a los salones que le hubieran convenido, y llamado también de la noble arquitectura y extremado aseo del corredor que tenía enfrente, prefirió pasar allí, curioso de las comodidades del conde. Así entró en la rica biblioteca que daba a un bello jardín cuya frescura aliviaba el calor de aquella tarde. Doña Isabel y el conde todo lo habían preparado en espera del coronel, disponiendo en el centro del gran salón, que decoraban lucidas estanterías y alfombraba un rojo tapete de oriente, una mesa de nogal de fina labor y tres sillones: uno en el puesto de honor, que era cómodo y tanto invitaba al cansado a la plática o al sueño, como al descansado a la lectura o al estudio; y los otros de mejor estilo, aunque menos cualidades, en sendas cabeceras. El virrey fue recibido en vez de su secretario, y pudo ver con el placer de encontrar un familiar amigo que se nos había perdido, al viejo sillón que de biblioteca en biblioteca le traía el resabio de sus buenas horas de placer y de aventura. Tomó desde luego por suyo aquel asiento y se arrellanó muellemente en él, como quien ya conoce los secretos de su comodidad, mientras el conde y doña Isabel se veían desde las cabeceras con temor. Su excelencia conversó muy largo rato con animación y agrado, y estornudó después. Se hizo de noche, y al tomar su litera, su excelencia sintió frío. Al día siguiente, sin esperar la luz del sol, su excelencia expiró sin alcanzar a saber cómo había sido tan rápida su muerte. Justo será decir que, al día siguiente, cuando la noticia circuló por toda la noble ciudad, la gente ni se alarmó ni se entristeció; y por ahí se oía sonar el retintín de las viejas murmuradoras diciendo a hurtadillas que Dios manejaba bien su Providencia, cuando tan poco tiempo había dejado gobernar a su excelencia y muerte tan oscura le había dado; que en sus altos juicios para más diligente gobernante tendría reservado el puesto. El secretario tampoco lo sintió, pues desde que supo la muerte de su excelencia, no soltó la esperanza de encontrarse nombrado sucesor en el pliego de mortaja, que el difunto alcanzó a dejar. La mujer del secretario tampoco lloró la muerte del virrey, recordando quizá cómo sobre las buenas prendas de amor que ella le tenía ofrecidas y aun con las mil molestias del recato dadas, había puesto aquél su comodidad y displicencia. El conde y doña Isabel deploraron la inexplicable muerte del virrey mientras temieron que fuera notada; pero después que vieron que nadie paraba mientes, acataron también los altos designios de la Providencia. Los médicos, como de costumbre, no supieron de la enfermedad, y por decir algo dijeron que un ataque de apoplejía había dado cuenta de su excelencia. Pero yo que con mi biblioteca he heredado un antiguo sillón de ancho respaldo todo labrado y torcidos brazos y blando asiento de cuero sujetado por dorados clavos, lo diré tal como lo encontré registrando el asiento de mi sillón en busca de algún tesoro que aquellos señores solían dejar a los afortunados, ya en el suelo, ya en un muro, ya en un mueble, según la agudeza de su espíritu. Lo que encontré fue un tenue lienzo de la China con estas terribles palabras, escritas muy buena escritura: “Este sillón tan cómodo, causó la muerte a un virrey indolente, por equivocación.”
—Femme, qui est tu? El indio Juan Diego tomó las rosas con ambas manos y partió corriendo del árido peñón para mostrarlas al obispo.
Doña Sofía de Aguayo, la víspera de sus segundas bodas, buscaba con ansiedad en la arquilla de marfil calado que le servía de joyero, y sobre su lecho caían rosas de diamantes, perlas desgranadas, pesados aretes, cadenas de oro y cintillos con mil adornos produciendo un alegre sonido. Allí creía tener guardada una prenda de su primer amor, que su confesor le pedía con exigencia, so pena de impedir el matrimonio.
Los jinetes mozos revolvían sus cabalgaduras al montar en el gran patio de la casa y cambiaban entre sí propósitos alegres. Otros ayudaban a montar a las damas prestándoles de escabel sus propias manos, mientras algunas de ellas, teniendo recogido el espeso terciopelo de sus vestiduras, pedían a los criados los caballos más fogosos.
A través de los vidrios del balcón colonial, corrida una ligera cortinilla blanca, el rostro del anciano aparecía distrayendo sus cansados ojos con mirar el vaivén incesante de la calle.
Se terminaba el año de 180…, bajo la dirección de Tolsá, la cúpula de la iglesia catedral de México, que sobresale airosamente del edificio y deja ver el poniente despejado con un fondo de montañas. |
Animula
El ser más distraído de una ciudad, que después de una mujer es un niño vagabundo, no puede menos de padecer pequeños raptos de las cosas que son otras tantas débiles atracciones de la tierra que lo sostienen y lo impulsan para llegar algún día al fin incierto de su vida.
En medio de la inquieta movilidad de los hombres es dulce y consoladora la indolente lentitud de los ganados. Los pastores de las églogas son apasionados y tiernos como las ovejas en tiempo de crías; y los rústicos, que para tanto entran en la novela y el cuento mexicanos, son fieros y sumisos como una vaca de ordeña o rencorosos y vengativos como el buey taciturno de una fábula.
No es indiferente la hora del día en que se visite una iglesia aunque sólo sea para satisfacer un pensamiento infantil: Dios vive en las iglesias y allí hemos de ir a platicar con él.
Las calles tienen alegrías y ratos de malhumor como tienen dioses y esclavos. En México, la torcida del Apartado se alegraría seguramente si una cortesana, con quien bromea familiarmente, al atravesarla, pierde la pisada y viene a enlodar su magnífica bota en un inmundo charco. ¿Quién podrá negar el desagrado de la Santa Veracruz con la presencia de un sombrero alto? Si por acaso se detiene allí largo rato, le descargará la lluvia y el trueno para hacerlo doblar la primera esquina. La de Medinas, grave, se paga de los carruajes elegantes; si un tranvía llegara a pasarla se cambiaría de nombre. |
Campanitas de plata
Mientras sus pequeños nietos gritan asomados a una gran pila redonda, en el patio humilde que decora un añoso limonero; mientras dos palomas blancas se persiguen con amor entre las macetas que lucen al sol las anchas hojas y las flores vivas de sus malvas; en tanto que la cabeza noble de “La Estrella”, su yegua favorita, aparece por encima de la carcomida puerta del corral, mi tío el armero, enamorado eterno de las pistolas finas, bajo el ancho portalón, levanta a contra luz, con elegancia, el cañón de un rifle que está limpiando devotamente, y mete por allí el ojo sagaz.
Se le veía de la calle desde una ventana bajita y siempre tenía la misma actitud: inclinado sobre una grande y pesada mesa, atento a mil objetos pequeñitos. Hasta la ventana llegaba, del patio interior de su casa, el aroma de unos jazmines que parecían en éxtasis bañados por el brillo del sol.
Éste era un señor Juez de pueblo, joven, madrugador y grande amigo de la caza. En las claras mañanas primaverales, después de una noche de buen sueño, o en las rojas tardes de otoño, cumplida su tarea de justicia, se le veía salir al campo por las callejas del pueblo con su escopeta al hombro, y rodeado de muchachos a quienes por el camino explicaba pacientemente las matemáticas.
Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvorosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países.
Cuando el bastón salía de las manos temblorosas del abuelo era para quedarse firme en un rincón, siempre lejos del ruido y de las gentes. En la calle se animaba un poco más, pero nunca azotaba a un perro ni hacía rodar por el suelo una hoja de árbol.
Era en el atardecer, hacia el Poniente. El sol lanzaba unos destellos vivos al ocultarse en un macizo de nubes ya casi tocando el horizonte. El dragón estaba echado sobre la montaña lejana con la cabeza hundida en las dos gruesas manos y sólo dejaba perfilar sus dosorejaspuntiagudas. |
De Muñecos de cuerda
El novio muerto A Emma Cuéllar El panteón acabó por imponerse en la voluntad de aquellas dos hermanas y de constituir para ellas un lugar de distracción, y un refugio, una defensa, en contra de los bostezos lánguidos de las tardes ociosas de los sábados y también en contra de cualquiera visita impertinente que desatentadamente se apoderara por largas horas de la libertad en que ansiaba vivir el espíritu.
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