Thomas Bernhard |
Nota introductoria
...y el suicidio y el pensamiento del
La literatura del escritor austriaco Thomas Bernhard es una crónica viva de la asfixia existencial en que vive sumergido el hombre de finales de nuestro siglo. Su muerte acaecida el 12 de febrero de 1989 pasó tan inadvertida como su obra literaria, conformada por una serie de libros autobiográficos: El origen, Si, El sótano, El aliento, El frío y Un niño, páginas que nos remiten al punto de vista aniquilador de el niño europeo que experimentó y testimonió el derrumbe del humanismo a partir de la Segunda Guerra Mundial. Perla Schwartz |
Un niño (fragmento)
Después de la cena, que se comía de un solo cuenco grande, unos bajaban al pueblo, la mayoría se iba inmediatamente a la cama, y algunos se quedaban aún sentados a la mesa y leían algo. Había montones de calendarios y algunas novelas, en cuyas cubiertas se luchaba caballerescamente sobre corceles o abrían abdómenes los cirujanos. También se mataba el tiempo jugando a las cartas. |
El sobrino de Wittgenstein (fragmento)
Apareciera lo que apareciera ante nosotros, era acusado. Durante horas nos sentábamos en la terraza del Sacher y acusábamos. Nos sentábamos ante una taza de café y acusábamos al mundo entero y lo acusábamos a fondo. Nos sentábamos en la terraza del Sacher y poníamos en marcha nuestro mecanismo de acusación bien rodado detrás del culo de la Ópera, como lo expresaba Paul, porque si se sienta uno ante el Sacher en la terraza y mira hacia adelante, ve exactamente la parte posterior de la Ópera. Se complacía en definiciones como el culo de la Ópera, aun sabiendo que, con ello, no calificaba otra cosa que la parte posterior de aquella casa suya del Ring que amaba más que a cualquier otra, y de la que, durante tantos decenios, había extraído más o menos todo lo que necesitaba para existir. Durante horas nos sentábamos en la terraza del Sacher observando a la gente que iba y venía por allí. Realmente, aún hoy apenas hay para mí un placer (vienés) mayor que sentarme en la terraza de verano del Sacher y observar a la gente que pasa. Lo mismo que, al fin y al cabo, no conozco mayor placer que observar a la gente, y observarla sentado ante el Sacher es un manjar especialmente exquisito, que Paul compartió conmigo a menudo. El señor Barón y yo nos habíamos buscado un rincón en la terraza del Sacher especialmente adecuado para nuestros fines de observación, veíamos todo lo que queríamos ver y, a la inversa, a nosotros no nos veía nadie. Me asombraba, cuando iba con él por el llamado centro de la ciudad, a cuánta gente conocía y con cuántos de aquellos conocidos estaba realmente emparentado. Sobre su familia hablaba raras veces y, cuando lo hacía, sólo decía que, en el fondo, no quería tener nada que ver con ella, lo mismo que, a la inversa, su familia no quería tener nada que ver con él. De vez en cuando mencionaba a su abuela judía, que con intención de suicidarse se tiró por la ventana de su casa que daba al Neuer Markt, y a su tía Irmina, que en la época nazi había sido lo que se llamaba responsable de campesinas del Reich y a la que yo conocía también de varias visitas a su alquería de la colina sobre el Traunsee. Cuando decía mis hermanos, sólo decía siempre con ello mis atormentadores, y sólo de una hermana que vivía en Salzburgo hablaba con cariño. Siempre se había sentido amenazado y abandonado por su familia, los había calificado siempre sólo de enemigos del arte y del espíritu, y de ahogados por sus millones. Pero en definitiva fue esa familia la que engrendró a Ludwig y a Paul. Y la que rechazó también a Ludwig y a Paul en el momento que mejor le convino. Sentado junto al muro del patio en Nathal con mi amigo, pensaba en el camino que había recorrido Paul durante setenta años. Que había sido tan acaudalado y mimado como puede serlo nadie, se había criado en sus primeros años en una Austria por decirlo así inagotable, había ido naturalmente al famoso Theresianum pero luego, sabiendo lo que se hacía, se había abierto su propio camino, opuesto al de su familia, y había dejado atrás precisamente lo que, considerado en forma superficial, eran los valores de los Wittgenstein, es decir, ser rico y acaudalado y mimado, para llevar en fin de cuentas lo que se llama una existencia intelectual, a fin de salvarse a sí mismo. Como puede decirse, había puesto ya pronto pies en polvorosa, lo mismo que su tío Ludwig decenios antes, y había dejado atrás todo lo que, como a aquél, lo había hecho posible en definitiva, y lo mismo que antes ya su tío Ludwig, se había convertido para su familia en un desvergonzado. Mientras que Ludwig se convirtió en filósofo desvergonzado, Paul se convirtió en loco desvergonzado y al fin y al cabo en ninguna parte está dicho que un filósofo sólo puede calificarse como tal cuando, como Ludwig, escribe y publica su filosofía, también es filósofo cuando no publica nada de lo que ha filosofado, y por consiguiente también cuando no escribe nada ni publica nada. Al fin y al cabo, la publicación sólo hace comprensible y causa sensación por lo que se ha hecho comprensible, que sin publicación no puede hacerse comprensible ni causar sensación. Ludwig era el publicador (de su filosofía), Paul el no publicador (de su filosofía), y lo mismo que Ludwig en fin de cuentas era el publicador nato (de su filosofía). Paul era el no publicador nato (de su filosofía). Pero los dos, cada uno a su manera, fueron los grandes pensadores, siempre estimulantes y obstinados y subversivos, de los que su época, y no sólo su época, puede estar orgullosa. Naturalmente es una lástima que Paul no nos haya dejado como Ludwig pruebas realmente escritas e impresas y por consiguiente publicadas de su filosofía, mientras que tenemos en nuestras manos y nuestra cabeza esas pruebas de su tío Ludwig. Pero es absurdo hacer una comparación entre Ludwig y Paul. Con Paul nunca hablé de Ludwig, ni mucho menos de la filosofía de éste. Sólo a veces y de forma para mí bastante inesperada, decía Paul: ya conoces a mi tío Ludwig. Nada más. Ni una sola vez hablamos del Tractatus. Pero una sola vez Paul dijo que su tío Ludwig era el más loco de la familia. Un multimillonario como maestro de aldea es sin duda una perversión, ¿no crees?, dijo Paul. Hasta hoy no sé nada de la verdadera relación entre Paul y su tío Ludwig. Tampoco le pregunté nunca nada al respecto. Ni siquiera sé si los dos se encontraron nunca. Sólo sé que Paul defendía siempre a su tío Ludwig cuando la familia Wittgenstein caía sobre él, cuando se burlaba del filósofo Ludwig Wittgenstein, que, por lo que yo sé, les resultó penoso durante toda la vida. Ludwig Wittgenstein fue siempre para ella, lo mismo que Paul Wittgenstein, un bufón, al que el extranjero, que siempre ha prestado oídos a lo excéntrico, engrandeció. Sacudiendo la cabeza se divertían por el hecho de que el mundo se dejase engañar por los bufones de su familia de que aquel inútil se hiciera de pronto célebre en Inglaterra y se convirtiera en una eminencia intelectual. En su arrogancia, los Wittgenstein rechazaron sencillamente a sus filósofos y no les tuvieron el menor respeto, sino que los castigaron, hasta hoy, con su desprecio. Lo mismo que en Paul, hasta hoy no ven en Ludwig más que un traidor. Lo mismo que a Paul, eliminaron también a Ludwig. Lo mismo que, mientras existió, se avergonzaron de su Paul, se han avergonzado hasta hoy de su Ludwig, ésa es la verdad, y ni siquiera la celebridad, entretanto considerable, de Ludwig ha podido conmover su desprecio habitual hacia el filósofo, en un país en el que, al fin y al cabo, Ludwig Wittgenstein no cuenta hasta hoy casi para nada y en el que, hasta hoy, casi nadie lo conoce. Los vieneses, ésa es la verdad, ni siquiera han reconocido hoy a Sigmund Freud, en efecto, ni siquiera han tomado nota de él, ésa es la realidad, porque para eso son demasiado pérfidos. No ocurre otra cosa con Wittgenstein. Mi tío Ludwig, ésa era siempre para Paul una observación de lo más respetuosa, que sin embargo nunca se atrevió a desarrollar y que él, igualmente marcado, prefería dejar así. Su relación con su tío, convertido en gran hombre en Inglaterra, no me resultó en verdad nunca clara. Y mis contactos con Paul, que tuvieron su comienzo en la habitación de la Blumenstockgasse de nuestra amiga Irina, eran como es natural difíciles, no una amistad sin reconquista y renovación diarias, y con el paso del tiempo se revelaron de lo más fatigoso; estaban aferrados a sus momentos altos y bajos y a las pruebas de amistad. Se me ocurre, por ejemplo, el papel que desempeñó Paul en la llamada concesión del premio Grillparzer. Cómo fue el único, junto al ser de mi vida, que percibió todo el penetrante absurdo de esa concesión del premio y calificó aquella cosa grotesca de lo que era: una auténtica perfidia austríaca. Recuerdo que para esa concesión del premio en la Academia de Ciencias me compré un traje nuevo, porque creía que sólo podía presentarme en la Academia de Ciencias con un traje nuevo, y fui con el ser de mi vida a un almacén de confección del Kohlmarkt y busqué, me probé y me quedé con un traje apropiado. El nuevo traje era gris marengo, y pensé: con este traje nuevo gris marengo podré desempeñar mi papel en la Academia de Ciencias mejor que con el viejo. Todavía en la mañana de la concesión del premio consideraba esa concesión del premio como un acontecimiento. Había sido el centenario de la muerte de Grillparzer, y ser galardonado con el premio Grillparzer precisamente en ese centenario de su muerte lo consideraba algo extraordinario. Ahora los austríacos, mis compatriotas, que hasta este momento sólo me han pisoteado, me distinguen incluso con el premio Grillparzer, pensaba, y creía realmente haber alcanzado un punto culminante. Posiblemente me temblaban incluso las manos por la mañana, y puede ser también que tuviese la frente caliente. Que los austríacos, que hasta entonces sólo habían hecho caso omiso o burla de mí, me dieran de repente su más alto premio lo consideraba como una reparación definitiva. No sin orgullo salí del almacén de confección con mi traje nuevo y entré en el Kohlmarkt, para ir a la Academia de Ciencias, jamás en mi vida he recorrido el Kohlmarkt y el Graben y he pasado junto al monumento de Gutenberg con tal exaltación. Sentía exaltación, pero no puedo decir que me sintiera bien con mi traje nuevo. Siempre es un error comprar una prenda de vestir por decirlo así bajo vigilancia y acompañado, y yo había vuelto a cometer ese error, el traje nuevo me estaba demasiado estrecho. Sin embargo, probablemente tengo muy buen aspecto con este traje nuevo, pensé, al llegar con el ser de mi vida y con Paul ante la Academia de Ciencias. Las concesiones de premios, si prescindo del dinero que reportan, son lo más insoportable del mundo, había tenido ya esa experiencia en Alemania, no ensalzan, como creí antes de recibir mi primer premio, sino que rebajan, y por cierto de la forma más humillante. Sólo porque pensaba siempre en el dinero que traen las soportaba, sólo por esa razón fui a los más diversos ayuntamientos viejos y a todos esos salones de actos de mal gusto. Hasta los cuarenta años. Me sometí a la humillación de esas concesiones de premios. Hasta los cuarenta años. Dejé que me defecaran en la cabeza en esos ayuntamientos y salones de actos, porque una entrega de premios no es otra cosa que una defecación en la cabeza de uno. Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello. He sentido siempre las concesiones de premios como la mayor humillación que cabe imaginar, no como una exaltación. Porque un premio se lo entregan a uno siempre sólo personas incompetentes, que quieren defecar en la cabeza de uno y que defecan abundantemente en la cabeza de uno si se acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo como para aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo. Sin embargo, cuando me dirigía a recoger el premio Grillparzer, pensaba que aquello era distinto. La Academia de Ciencias era algo, y su premio era algo, pensaba cuando me dirigía a la Academia de Ciencias. Y pensaba, cuando los tres, el ser de mi vida, Paul y yo, llegamos a la Academia de Ciencias, que aquel premio, porque se llamaba Grillparzer y era concedido por la Academia de Ciencias, era una excepción. Y realmente pensaba, cuando me dirigía a la Academia de Ciencias, que probablemente me recibirían ya delante de la Academia de Ciencias, como es debido, según pensaba, con el necesario respeto. Pero nadie me recibió en absoluto. Después de haber esperado con los míos su buen cuarto de hora en la sala de entrada de la Academia de Ciencias, sin ser reconocido por nadie, ni mucho menos recibido; aunque, con los míos, miraba continuamente a mi alrededor, nadie me había hecho caso, mientras las personas que afluían y venían para aquella ceremonia habían tomado ya asiento en el abarrotado salón de actos, y pensé, entraré sencillamente con los míos en el salón de actos, lo mismo que los otros que han entrado ya. Y tuve la idea de sentarme exactamente en el centro del salón de actos, donde todavía quedaban algunos asientos libres, y entré con los míos y nos sentamos. Cuando nos sentamos, el salón de actos estaba ya lleno, y hasta la Ministra había ocupado ya su asiento en primera fila, bajo el estrado. La orquesta filarmónica pulsaba ya nerviosa sus instrumentos y el Presidente de la Academia de Ciencias, que se llamaba Hunger* iba excitado de un lado a otro por el estrado, y nadie, salvo yo y los míos, sabía por qué no comenzaba la ceremonia. Varios miembros de la Academia corrían de un lado a otro por el estrado, mirando al centro de la sala. También la Ministra volvía la cabeza hacia todos los lados de la sala. Traducción de Miguel Sáenz
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El imitador de voces
Difamación
Dos filósofos, sobre los que se han publicado ya más escritos que los suyos propios y que, después de no haberse visto durante decenios, se encontraron de nuevo un día, precisamente en la Casa de Goethe en Weimar, adonde, como es natural, cada uno por su cuenta y desde direcciones opuestas, se habían dirigido con el único fin de conocer mejor las costumbres de Goethe, lo que les había causado a los dos, porque era invierno y, por consiguiente, hacía mucho frío, las mayores dificultades, se aseguraron, en ese encuentro inesperado y realmente para los dos penoso, su mutua estimación y respeto, y se anunciaron también mutuamente, en seguida, que inmediatamente, en cuanto volvieran a casa, se sumergirían en los escritos del colega con la intensidad que esos escritos requerían y se merecían. Sin embargo, cuando uno de ellos dijo que, en el periódico que, en su opinión, era el mejor, hablaría de su encuentro en la Casa de Goethe en Weimar, como era natural en forma de ensayo filosófico, el otro se opuso al instante, calificando de difamación el propósito de su colega.
En nuestra última excursión al valle del Möll, en el que, en cualquier época del año, lo hemos pasado siempre bien, conversamos en un hostal de Obervellach, que nos había recomendado un médico de Linz y que no nos decepcionó, con un grupo de picapedreros que, después de la jornada, se habían reunido en el hostal y tocaban la cítara y cantaban, haciéndonos comprobar así, una vez más, los inagotables tesoros de la música popular de Carintia. A una hora avanzada, el grupo de picapedreros se sentó a nuestra mesa, y cada uno de ellos contó algo notable o algo memorable de su vida. Nos llamó especialmente la atención el picapedrero que contó que, a los siete años, para ganar una apuesta con un compañero de trabajo, trepó a la aguja de la iglesia de Tamsweg, muy alta como es sabido. Por poco me maté, dijo el picapedrero, subrayando luego expresamente que, con ello, por poco había salido en el periódico.
Un padre de familia, que fue conocido y querido durante decenios por su, así llamado, extraordinario sentido familiar y que un sábado por la tarde, aunque verdad es que con un tiempo francamente sofocante, mató a cuatro de sus seis hijos, se disculpó ante el tribunal diciendo que, de pronto, se había sentido harto de sus hijos.
En Linz murieron la semana pasada ciento ochenta personas, que tuvieron la gripe que hace estragos precisamente ahora en Linz, pero no de esa gripe, sino por una receta médica mal entendida por un farmacéutico recién empleado. El farmacéutico tendrá que responder probablemente ante los tribunales de homicidio por imprudencia, posiblemente, como dice el periódico, antes de navidades.
Un peluquero que se volvió loco de pronto y, en su salón de Londres, le cortó la cabeza con una navaja a un duque, al parecer perteneciente a la familia real, y que está ahora en el manicomio de Reading, que fue en otro tiempo la famosa cárcel de Reading, se ha manifestado dispuesto, al parecer, a legar su cabeza para fines científicos que, en su opinión, serán premiados en ocho o diez años al menos, por la Academia de Estocolmo, con el premio Nobel.
El filósofo francés mundialmente famoso, calificado durante decenios del primero de su tiempo, a su vuelta de Moscú, adonde lo había invitado la Academia de Ciencias, vino a Viena, para pronunciar en la Academia de Ciencias de Viena la misma conferencia que había pronunciado ya en Moscú. Después de la conferencia fue invitado por dos profesores y miembros de la Academia de Ciencias de Viena que, como yo, habían escuchado la conferencia del filósofo francés. Uno de ellos calificó la conferencia y, por consiguiente, también al filósofo francés, de inteligente, y el otro de imbécil y, real y convincentemente, los dos pudieron probar su aserto.
En los últimos meses se han matado tres antiguos compañeros de estudios, que fueron mis amigos y me acompañaron casi toda la vida con su arte y que, realmente, hicieron posible incluso mi propia existencia. Ahora se ha hecho de pronto el vacío a mi alrededor. El músico se mató (de un tiro) porque los hombres no tenían oído para su arte. El pintor se mató (ahorcado) porque los hombres no tenían ojos para su arte. El naturalista, con el que fui ya a la escuela primaria, se mató (envenenado) porque, en su opinión, los hombres no tenían ninguna cabeza para su ciencia. Los tres tuvieron que sustraerse a la vida por desesperación, al ver que el mundo no tenía órganos de percepción ni capacidad de percepción que correspondieran a ellos y sus artes y sus ciencias.
Como motivo del suicidio de su hermano, un médico de Wels, con el que en otro tiempo fui a la escuela primaria y que se vio alejado cada vez más por la medicina de sus aptitudes intelectuales y artísticas, siendo absorbido por su profesión, como especulación total con el cuerpo humano, me dio el que ese hermano, durante toda su vida, sufrió por haber encontrado a una compositora y pianista de concierto, como decía él, sumamente dotada, la cual poco a poco, reprimió primero y luego, realmente, suprimió el talento de él, que al parecer era extraordinario, con el suyo, lo que me recuerda al infeliz y genial Roberto Schumann.
En Viena, donde la desconsideración y la desvergüenza hacia los pensadores y hacia los artistas han sido siempre máximas y que, sin duda, puede calificarse del mayor cementerio de fantasías y de ideas, y en la que han degenerado y decaído y sido aniquilados mil veces más genios de los que realmente han salido a la luz y llegado a la fama y a la fama mundial en Viena, se encontró muerto en un hotel del centro de la ciudad a un hombre que, con mente totalmente lúcida, escribió en una nota las verdaderas causas de su muerte y sujetó la nota a su chaqueta. Durante decenios, escribió, había perseguido una idea, y realmente había podido realizar y llevar a su término esa idea suya, como es natural una idea filosófica, en una gran obra, y finalmente todas sus fuerzas habían sido devoradas por esa idea. Sin embargo, el reconocimiento que esperaba no se había producido. Aunque, finalmente, había mendigado ese reconocimiento, le había sido negado por las instancias y las personas competentes para ello. De nada había servido que demostrara la inmensidad de su obra. No sólo la envidia de sus colegas, sino toda la atmósfera enemiga del espíritu de esa ciudad lo empujaba a la muerte, su aturdida falta de humanidad. Sin embargo, como no quería renegar de su carácter, había quemado su obra antes de suicidarse, había quemado y, realmente, reducido otra vez a la nada en pocos minutos la obra de su vida, después de haber necesitado decenios para que surgiera, y no había querido dejarla a una posteridad que en ningún caso la merecía. La espantosa idea de que él, lo mismo que otros muchos como él, sólo después de su muerte sería reconocido y por consiguiente explotado y famoso, le hizo aniquilar sus logros que, realmente, había que valorar mucho más alto que todo lo pensado y escrito en esa esfera. La ciudad de Viena, así escribía en su nota para terminar, vive desde que existe de las obras de sus suicidas geniales, y él no quería ser un eslabón más de esa cadena de genios. Traducción de Miguel Sáenz
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