Material de Lectura

Un niño (fragmento)

 

Después de la cena, que se comía de un solo cuenco grande, unos bajaban al pueblo, la mayoría se iba inmediatamente a la cama, y algunos se quedaban aún sentados a la mesa y leían algo. Había montones de calendarios y algunas novelas, en cuyas cubiertas se luchaba caballerescamente sobre corceles o abrían abdómenes los cirujanos. También se mataba el tiempo jugando a las cartas.

Aproximadamente una vez por semana me dejaban pasar la noche en la finca de los Hipping, de todas formas antes tenía que llevar a casa en la lechera los dos litros de leche que nos daban en la finca. La mayoría de las veces, por lo menos en el otoño, estaba ya muy oscuro en esas ocasiones, y tenía que recorrer al fin y al cabo medio kilómetro, primero aproximadamente la mitad del camino hasta el arroyo de abajo, y luego subiendo de nuevo por el otro lado. Entonces tenía miedo. Al salir de la granja de los Hipping cogía impulso y bajaba corriendo, tan de prisa como podía, hasta el arroyo, para, con la velocidad que gracias a la falta de miramientos con mis pulmones conseguía, subir otra vez por el otro lado tan rápidamente como pudiera y llegar por lo tanto a casa. Mi abuela esperaba ya la leche y la hervía. Un triunfo especial para mí consistía siempre, durante esas carreras con la leche, en hacer girar con fuerza la lechera mientras corría, con la mano derecha, levantándola por encima de mi cabeza y bajándola otra vez, de forma que la leche, aunque la lechera no tenía tapa, no se saliera. Una vez intenté hacerlo más lentamente. La leche se me cayó encima. Había provocado una catástrofe. A menudo me quedaba durante semanas en Hipping, y dormía junto a los mozos de las caballerías con mi nuevo amigo, el llamado Hansi de los Hipping, el mayor de los dos hijos de los Hipping. En las habitaciones sólo había camas, y en las paredes ganchos colocados en fila de los que colgaban los arneses más variados. Los colchones eran pesados, pero dormíamos sobre crin de caballo, hoy sé lo que eso significa. A las cuatro y media de la mañana nos levantábamos con los mozos de las caballerías. Los gallos cantaban, los caballos enganchados se sacudían. Después del desayuno tomado en la cocina, que se componía de café y de lo que se llamaba un bollo, yo salía afuera. Aprendía el trabajo de los campesinos. A lo lejos, hacia el mediodía, descubría a mi abuelo, y corría hacia él a través de los campos. En verano él llevaba un traje de hilo y un jipijapa. No salía sin su bastón. Nos entendíamos. Unos pasos con él, y yo estaba salvado. Había sido un acierto marcharse de Viena, él revivía. El llamado intelectual, más o menos sentado siempre, año tras año, en su cuarto de trabajo de la Wernhardtstrasse, se había convertido en un paseante infatigable que, más que cualquier otro de mi vida, hizo del pasear un arte mayor, a la altura de todas las demás artes. No siempre me dejaba acompañarlo en sus paseos, la mayor parte del tiempo quería estar solo y no ser molestado. Sobre todo cuando estaba en medio de un trabajo de cierta importancia. No debo permitirme la menor distracción, decía entonces. Pero cuando me dejaba acompañarlo yo era el más feliz de los hombres. Durante esos paseos pesaba sobre mí en principio una prohibición de hablar que sólo raras veces me levantaba. Cuando tenía que hacerme una pregunta o yo a él. Fue la persona que más me iluminó, la primera, la más importante, en el fondo la única. Me señalaba con su bastón animales y plantas, y sobre cada animal destacado de esa forma y cada planta convertida en centro de atención por su bastón me daba una pequeña conferencia. Es importante saber qué es lo que se ve. Poco a poco hay que poder nombrarlo todo al menos. Hay que saber de dónde viene. Qué es. Por otra parte, detestaba a las personas que lo sabían o querían saberlo todo. Ésas eran las más peligrosas. Había que tener al menos un concepto suficiente de todo, según él. En Viena, la mayoría de las veces sólo había dicho gris y horrible. Qué calles más espantosas, qué gentes más espantosas. Aunque él, como todos los hombres de espíritu, era, se había convertido en hombre de ciudad. Una vez estuvo enfermo del pulmón, eso pudo haber sido también lo que impulsó su decisión de marcharse de Viena a Seekirchen. Ya a los veinticinco años, por consejo de los médicos, estuvo con mi abuela un año en Merano. Allí se curó por completo. Un milagro, porque escupió sangre durante meses y tenía un gran agujero en el pulmón, y yo sé lo que es eso. La disciplina me curó, según él. En Merano, mi abuela, para hacer posible siquiera su estancia, trabajó con la familia de un inglés especialista en selvas vírgenes que vivía la mayor parte del año en Kenya y, según mi abuela, sólo dos veces al año volvía a su casa a Merano con pieles de pantera y de león. La mujer del especialista en selvas vírgenes, que tenía una espléndida villa, parecida a un castillo, en la parte más bella de Maia Alta, hizo que mi abuela aprendiera la profesión de comadrona. Eso iba a resultar rentable para su vida ulterior. Mi abuelo se sentaba en un tocón de árbol y decía: ¡Allí está la iglesia! Qué sería de este lugar sin la iglesia. O bien: ¡Ahí está ese pantano! Qué sería de este yermo sin ese pantano. Durante horas nos sentábamos sobre todo a orillas del Fischach, que corre desde Wallersee en dirección a Salzach, en una inteligencia completa. Tener algo grande ante los ojos, era su exhortación constante, ¡lo más alto! Pero, ¿qué era lo más alto? Cuando miramos a nuestro alrededor sólo vemos ridiculez y mezquindad. Hay que escapar de esa ridiculez y esa mezquindad. ¡Tener ante los ojos lo más alto! A partir de entonces tuve siempre lo más alto ante los ojos. Pero no sabía qué era lo más alto. ¿Lo sabía él? Mis paseos con él no eran nunca otra cosa que historia natural, filosofía, matemáticas, geometría, enseñanzas que hacían feliz. Es una pena, decía él, que con todo lo que sabemos no podamos avanzar. La vida era una tragedia, decía, en el mejor de los casos podíamos convertirla en comedia. Con el Hansi de los Hipping me unía una estrecha amistad. Tenía la misma edad que yo, y mi abuelo le reconocía una gran inteligencia y le profetizaba una carrera intelectual. Se equivocó, Hansi tuvo que hacerse cargo en definitiva de la granja y enterrar sus ambiciones de espíritu. Cuando lo visito hoy, nos estrechamos la mano y no tenemos nada que decirnos. Mi recuerdo indica sin embargo que durante muchos años de nuestra vida, no los menos importantes, y quizás incluso los decisivos, fuimos uña y carne, como suele decirse. Una conspiración contra el mundo circundante, que sabíamos hermoso y también malvado. Guardábamos los secretos más estrictos, hacíamos los planes más descomunales. Estábamos continuamente en marcha hacia aventuras que exigían ser realizadas en nuestros sueños. Nos inventábamos un mundo que nada tenía que ver con el mundo que nos rodeaba. Nos acurrucábamos en el heno y nos contábamos mutuamente nuestras dudas exteriores y miedos interiores. Rivalizábamos en el trabajo de los campos, de la cuadra, del establo, con los cerdos y en medio de las gallinas, y ya a los cinco años, con lo que se llamaba un carricoche, llevábamos la leche a la lechería. Bajábamos con la leche y volvíamos con una lechera llena de suero. La severidad de sus padres se me aplicaba también, en la granja de los Hipping reinaba el orden y la disciplina, y a menudo las personas no se trataban a sí mismas tan bien como al ganado. El padre pegaba a su hijo por cualquier motivo con una vieja correa de cuero que él mismo había probado, en manos de su padre, cincuenta años antes. Hansi gritaba, y a mí me echaban los Hipping cuando se trataba de algún delito que Hansi había cometido conmigo. Los límites de la tolerancia se traspasaban fácilmente en la granja de los Hipping. Durante las horas de trabajo no había motivo para reírse, y por la noche la mayoría estaba demasiado cansada para ello. Y yo, mientras viví en ese paraíso, tuve plena conciencia del hecho. Bajo aquella severidad sin reservas, estábamos sin embargo seguros, nos sentíamos en casa, yo me sentía tan en mi casa en la granja de los Hipping como en la nuestra, en la llamada casita de campo Mirtel, que llevaba el nombre de su propietario; era un imperio gigantesco donde el sol no se ponía. Las tormentas eran sólo breves, la franqueza con que se aclaraba todo en la granja de los Hipping, una necesidad absoluta, no toleraba que nada se oscureciese. Una bofetada, un correazo, y la cosa quedaba resuelta. La comida siguiente se hacía otra vez en medio de una normalidad completa. Los domingos había las mejores tortitas de requesón que he comido nunca, llegaban a la mesa directamente en grandes sartenes pesadas. Aquello era la coronación. Muy de mañana se iba a la iglesia. Con lo que se llamaba el traje de los domingos. Yo me estremecía bajo las maldiciones que venían del pulpito. No comprendía el espectáculo, y cada vez me hundía en la apretada multitud, que a cada instante se arrodillaba y se levantaba otra vez, no sabía por qué ni para qué, y no me atrevía a preguntarlo. El incienso se me metía en las narices, pero me acordaba de la muerte. Las palabras ceniza y vida eterna se me grabaron en la cabeza. El espectáculo se prolongaba los comparsas se persignaban.