El imitador de voces
Difamación
Dos filósofos, sobre los que se han publicado ya más escritos que los suyos propios y que, después de no haberse visto durante decenios, se encontraron de nuevo un día, precisamente en la Casa de Goethe en Weimar, adonde, como es natural, cada uno por su cuenta y desde direcciones opuestas, se habían dirigido con el único fin de conocer mejor las costumbres de Goethe, lo que les había causado a los dos, porque era invierno y, por consiguiente, hacía mucho frío, las mayores dificultades, se aseguraron, en ese encuentro inesperado y realmente para los dos penoso, su mutua estimación y respeto, y se anunciaron también mutuamente, en seguida, que inmediatamente, en cuanto volvieran a casa, se sumergirían en los escritos del colega con la intensidad que esos escritos requerían y se merecían. Sin embargo, cuando uno de ellos dijo que, en el periódico que, en su opinión, era el mejor, hablaría de su encuentro en la Casa de Goethe en Weimar, como era natural en forma de ensayo filosófico, el otro se opuso al instante, calificando de difamación el propósito de su colega.
En nuestra última excursión al valle del Möll, en el que, en cualquier época del año, lo hemos pasado siempre bien, conversamos en un hostal de Obervellach, que nos había recomendado un médico de Linz y que no nos decepcionó, con un grupo de picapedreros que, después de la jornada, se habían reunido en el hostal y tocaban la cítara y cantaban, haciéndonos comprobar así, una vez más, los inagotables tesoros de la música popular de Carintia. A una hora avanzada, el grupo de picapedreros se sentó a nuestra mesa, y cada uno de ellos contó algo notable o algo memorable de su vida. Nos llamó especialmente la atención el picapedrero que contó que, a los siete años, para ganar una apuesta con un compañero de trabajo, trepó a la aguja de la iglesia de Tamsweg, muy alta como es sabido. Por poco me maté, dijo el picapedrero, subrayando luego expresamente que, con ello, por poco había salido en el periódico.
Un padre de familia, que fue conocido y querido durante decenios por su, así llamado, extraordinario sentido familiar y que un sábado por la tarde, aunque verdad es que con un tiempo francamente sofocante, mató a cuatro de sus seis hijos, se disculpó ante el tribunal diciendo que, de pronto, se había sentido harto de sus hijos.
En Linz murieron la semana pasada ciento ochenta personas, que tuvieron la gripe que hace estragos precisamente ahora en Linz, pero no de esa gripe, sino por una receta médica mal entendida por un farmacéutico recién empleado. El farmacéutico tendrá que responder probablemente ante los tribunales de homicidio por imprudencia, posiblemente, como dice el periódico, antes de navidades.
Un peluquero que se volvió loco de pronto y, en su salón de Londres, le cortó la cabeza con una navaja a un duque, al parecer perteneciente a la familia real, y que está ahora en el manicomio de Reading, que fue en otro tiempo la famosa cárcel de Reading, se ha manifestado dispuesto, al parecer, a legar su cabeza para fines científicos que, en su opinión, serán premiados en ocho o diez años al menos, por la Academia de Estocolmo, con el premio Nobel.
El filósofo francés mundialmente famoso, calificado durante decenios del primero de su tiempo, a su vuelta de Moscú, adonde lo había invitado la Academia de Ciencias, vino a Viena, para pronunciar en la Academia de Ciencias de Viena la misma conferencia que había pronunciado ya en Moscú. Después de la conferencia fue invitado por dos profesores y miembros de la Academia de Ciencias de Viena que, como yo, habían escuchado la conferencia del filósofo francés. Uno de ellos calificó la conferencia y, por consiguiente, también al filósofo francés, de inteligente, y el otro de imbécil y, real y convincentemente, los dos pudieron probar su aserto.
En los últimos meses se han matado tres antiguos compañeros de estudios, que fueron mis amigos y me acompañaron casi toda la vida con su arte y que, realmente, hicieron posible incluso mi propia existencia. Ahora se ha hecho de pronto el vacío a mi alrededor. El músico se mató (de un tiro) porque los hombres no tenían oído para su arte. El pintor se mató (ahorcado) porque los hombres no tenían ojos para su arte. El naturalista, con el que fui ya a la escuela primaria, se mató (envenenado) porque, en su opinión, los hombres no tenían ninguna cabeza para su ciencia. Los tres tuvieron que sustraerse a la vida por desesperación, al ver que el mundo no tenía órganos de percepción ni capacidad de percepción que correspondieran a ellos y sus artes y sus ciencias.
Como motivo del suicidio de su hermano, un médico de Wels, con el que en otro tiempo fui a la escuela primaria y que se vio alejado cada vez más por la medicina de sus aptitudes intelectuales y artísticas, siendo absorbido por su profesión, como especulación total con el cuerpo humano, me dio el que ese hermano, durante toda su vida, sufrió por haber encontrado a una compositora y pianista de concierto, como decía él, sumamente dotada, la cual poco a poco, reprimió primero y luego, realmente, suprimió el talento de él, que al parecer era extraordinario, con el suyo, lo que me recuerda al infeliz y genial Roberto Schumann.
En Viena, donde la desconsideración y la desvergüenza hacia los pensadores y hacia los artistas han sido siempre máximas y que, sin duda, puede calificarse del mayor cementerio de fantasías y de ideas, y en la que han degenerado y decaído y sido aniquilados mil veces más genios de los que realmente han salido a la luz y llegado a la fama y a la fama mundial en Viena, se encontró muerto en un hotel del centro de la ciudad a un hombre que, con mente totalmente lúcida, escribió en una nota las verdaderas causas de su muerte y sujetó la nota a su chaqueta. Durante decenios, escribió, había perseguido una idea, y realmente había podido realizar y llevar a su término esa idea suya, como es natural una idea filosófica, en una gran obra, y finalmente todas sus fuerzas habían sido devoradas por esa idea. Sin embargo, el reconocimiento que esperaba no se había producido. Aunque, finalmente, había mendigado ese reconocimiento, le había sido negado por las instancias y las personas competentes para ello. De nada había servido que demostrara la inmensidad de su obra. No sólo la envidia de sus colegas, sino toda la atmósfera enemiga del espíritu de esa ciudad lo empujaba a la muerte, su aturdida falta de humanidad. Sin embargo, como no quería renegar de su carácter, había quemado su obra antes de suicidarse, había quemado y, realmente, reducido otra vez a la nada en pocos minutos la obra de su vida, después de haber necesitado decenios para que surgiera, y no había querido dejarla a una posteridad que en ningún caso la merecía. La espantosa idea de que él, lo mismo que otros muchos como él, sólo después de su muerte sería reconocido y por consiguiente explotado y famoso, le hizo aniquilar sus logros que, realmente, había que valorar mucho más alto que todo lo pensado y escrito en esa esfera. La ciudad de Viena, así escribía en su nota para terminar, vive desde que existe de las obras de sus suicidas geniales, y él no quería ser un eslabón más de esa cadena de genios. Traducción de Miguel Sáenz
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