Material de Lectura

Plumas

 

Bud, un compañero de trabajo, nos invitó a cenar a Fran y a mí. Yo no conocía a su esposa y él no cono­cía a Fran. Estábamos parejos. Pero Bud y yo éramos amigos. Sabía que en casa de Bud tenían un bebé. El bebé debía tener como ocho meses cuando Bud nos invitó a cenar. ¿A dónde se fueron esos ocho meses? Demonios, cómo ha pasado el tiempo desde entonces. Recuerdo el día en que Bud llegó al trabajo con unos puros. Los repartió en el comedor. Eran puros de farmacia. Dutch Masters. Pero cada uno tenía un sello rojo y una envoltura que decía ¡FUE VARÓN! Aunque no fumo puro, tomé uno.

—Toma más —me dijo Bud agitando la caja—. A mí tampoco me gustan los puros. Fue idea de ella. —Se refería a su esposa. Olla.

Nunca había visto a la esposa de Bud, pero una vez la escuché por teléfono. Fue un sábado por la tarde, no tenía nada que hacer. Así es que llamé a Bud para ver si se le ocurría algo. Su mujer descolgó el teléfono y dijo:

—Hola. —Me paralicé y no pude recordar su nombre. El nombre de la esposa de Bud. Bud me lo había dicho varias veces. Pero me entró por un oído y me salió por el otro.

—¡Hola! —repitió.

Al fondo podía escucharse el televisor. Entonces la mujer dijo:

—¿Quién habla?

Oí que un bebé empezaba a llorar.

—¡Bud! —gritó la mujer.

—¿Qué? —oí que Bud le contestó.

Todavía no lograba recordar su nombre. Así que colgué. Al verlo de nuevo en el trabajo no le dije a Bud que había llamado a su casa. Pero logré que mencionara el nombre de su esposa. —Olla—, dijo. Olla, me dije a mí mismo. Olla.

—Nada formal —me dijo Bud.

Estábamos en la cafetería tomando café.

—Sólo los cuatro. Tú y tu señora, y yo y Olla. Nada formal. Vengan como a las siete. Ella le da de comer al bebé a las seis y lo acuesta. Después podemos cenar. No es difícil encontrar nuestra casa pero aquí tienes un mapa.

Me entregó una hoja de papel con toda clase de líneas que indicaban las calles principales y secundarias, las carreteras y demás, y flechas que apuntaban hacia los cuatro puntos cardinales. Una gran X marcaba la ubicación de su casa.

—Nos daría mucho gusto —dije. Pero Fran no estaba muy entusiasmada.

Aquella tarde, mientras veíamos la televisión, le pregunté a Fran si debíamos llevar algo a casa de Bud.

—¿Como qué? —preguntó Fran—. ¿Te dijo que les lleváramos algo? Yo qué voy a saber. No tengo la menor idea. —Se encogió de hombros y me lanzó una mirada. Ya antes me había oído hablar de Bud. Pero Fran no lo conocía y no tenía el menor interés en conocerlo.

—Podríamos llevar una botella de vino —dijo—. Pero a mí me da igual. ¿Por qué no llevas vino?

Meneó la cabeza. Su largo cabello se meció sobre sus hombros. Parecía estarme diciendo: ¿Por qué necesitamos a otras personas? Nos tenemos el uno al otro.

—Ven acá —le dije.

Se arrimó un poquito de modo que pudiera abrazarla. Fran es como un buen trago de agua. Tiene este cabello rubio que le cuelga por la espalda. Acaricié su cabello y lo olfateé. Lo enredé en mi mano. Dejó que la abrazara. Puse mi rostro contra su cabello y la estreché un poco más.

A veces, cuando el cabello le estorba, Fran tiene que echárselo para atrás. Se enoja con él. —Qué cabello —dice—. Sólo me da problemas. —Fran trabaja en una lechería y tiene que recogerse el cabello cuando va a su labor. Debe lavárselo todas las noches y cepillárselo cuando estamos viendo la televisión. A veces amenaza con cortárselo. Pero no creo que lo haría. Sabe que me gusta muchísimo. Sabe que su cabello me enloquece. Le digo que me enamoré de ella por su cabellera. Le digo que podría dejar de quererla si se la cortara. En ocasiones la llamo “sueca”. Podría pasar por sueca. Aquellas veces en que estábamos juntos por las tardes, ella se cepillaba el cabello y deseábamos en voz alta todas las cosas que no teníamos. Deseábamos un automóvil nuevo, esa es una de las cosas que deseábamos tener. Y deseábamos irnos un par de semanas a Canadá. Pero una cosa que no deseábamos era tener niños. La razón por la que no tuvimos niños es porque no queríamos tener niños. Un día de estos, nos decíamos. Pero en ese momento estábamos esperando. Algunas noches íbamos al cine. Otras, nos quedábamos a ver televisión. Fran me cocinaba algo y nos comíamos lo que preparaba.

—A lo mejor no toman vino —le dije.

—Llévalo de todos modos —dijo Fran—. Si ellos no se lo toman, nos lo tomaremos nosotros.

—¿Blanco o tinto? —le pregunté.

—Llevaremos algo dulce —dijo, sin prestarme la me­nor atención—. Me tiene sin cuidado si llevamos algo o no. Es tu teatrito. No hagamos de él un acontecimiento, si no, prefiero no ir. Puedo hacer una rosca de café y frambuesas. O unos pastelitos.

—Ya tendrán el postre —le dije—. No invitas a nadie a cenar sin tener postre.

—Podrían servir budín de arroz. ¡O Jell-O! Algo que no nos guste —dijo—. No sé nada de la esposa. ¿Cómo sabemos lo que van a servir? ¿Qué tal si nos dan Jell-O?

Fran meneó la cabeza. Me encogí de hombros. Pero ella tenía razón.

—Lleva esos viejos puros que te dio —dijo—. Así ustedes se pueden ir a la sala a fumar puros y beber oporto, o lo que tomen esas personas que salen en las películas.

—Está bien. Sólo nos llevaremos a nosotros mismos —dije. Fran dijo:

—Llevaremos una hogaza de mi pan.



Bud y Olla vivían como a unos treinta kilómetros del pueblo. Vivimos en aquel pueblo tres años, pero, maldición, Fran y yo apenas nos habíamos asomado al campo. Me sentía bien manejando por esos caminitos sinuosos. En las primeras horas de la tarde la temperatura estaba cálida y agradable, y vimos pastizales, rejas, vacas lecheras dirigiéndose lentamente hacia viejos graneros. Vimos mirlos de alas rojas sobre las cercas y palomas circundando los pajares. Había huertos y cosas por el estilo, flores silvestres en plenitud y casitas apartadas del camino. Dije:

—Ojalá tuviéramos un lugarcito aquí.

Fue sólo un pensamiento ocioso, otro deseo que no conduciría a nada. Fran no me contestó. Estaba ocupada examinando el mapa de Bud. Llegamos al cruce que había marcado. Dimos vuelta a la derecha, como decía el mapa, y avanzamos exactamente 3.6 kilómetros. A la izquierda del camino vi un maizal, un buzón y una larga entrada empedrada. Al final había unos árboles y una casa con pórtico y chimenea. Pero era verano, así que desde luego, no le salía humo. Pensé que era una bonita vista y se lo dije a Fran.

—Esto queda en el fin del mundo —dijo Fran.

Me dirigí a la entrada. El maíz crecía a ambos lados y era más alto que el automóvil. Podía oír el crepitar de la grava bajo las llantas. Conforme nos acercábamos a la casa, pudimos ver un huerto con unas enredaderas de las que colgaban unas cosas verdes del tamaño de pelotas de béisbol.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Yo qué sé —contestó—. Calabazas, tal vez, no tengo la menor idea.

—Oye Fran —le dije—. Tranquilízate.

No contestó. Se mordió un instante el labio inferior. Cuando nos acercamos a la casa apagó la radio.

En el patio delantero había un juego para bebé y algunos juguetes tirados en el pórtico. Estacioné el coche enfrente. Entonces escuchamos ese espantoso berrido. Sí, había un bebé en la casa, pero ese chillido era demasiado fuerte para ser de un bebé.

—¿Qué es eso? —preguntó Fran.

Entonces algo del tamaño de un zopilote aleteó pesadamente desde uno de los árboles y aterrizó frente al coche. Se zangoloteó. Volvió su largo cuello hacia el auto, alzó la cabeza, y nos contempló.

—Maldita sea —dije. Yo estaba sentado allí con las manos sobre el volante mirando a esa cosa.

—¿Puedes creerlo? —dijo Fran—. Nunca había visto uno de verdad.

Desde luego los dos sabíamos que era un pavorreal, pero no pronunciamos la palabra, únicamente lo observamos. El ave volvió su cabeza en el aire y emitió otra vez su áspero chillido. Se había esponjado y se veía como del doble del tamaño que cuando había aterrizado.

—Maldita sea —repetí. Nos quedamos petrificados en el asiento delantero.

El ave se adelantó un poco. Después movió la cabeza a un lado y se preparó. Mantenía su brillante ojo salvaje fijo en nosotros. Su cola estaba erguida y era como un gran abanico que se doblaba y desdoblaba. En esa cola brillaban todos los colores del arcoíris.

—Dios mío —dijo Fran quedamente. Movió su mano hacia mi rodilla.

—Maldita sea —dije. No había nada más que decir.

El ave emitió el extraño lamento una vez más. Hacía “meyó-meyó”. Si hubiera sido la primera vez que lo escuchaba en la noche, habría pensado que era el grito de un agonizante, o de algo salvaje y peligroso. La puerta delantera se abrió y Bud salió al pórtico. Se estaba abotonando la camisa. Tenía el cabello mojado como si acabara de salir de la regadera.

—¡Cállate, Joey! —le dijo al pavorreal. Dio unas palmadas y el ave retrocedió un poco—. ¡Ya basta! Eso es, ¡cállate! ¡Cállate, demonio!

Bud bajó las escaleras. Se fajó la camisa mientras se dirigía hacia el coche. Llevaba lo que siempre usaba en el trabajo: pantalones vaqueros y camisa de mezclilla. Yo llevaba mis pantalones y una camisa informal de manga corta. Mis mocasines buenos. Cuando vi lo que Bud llevaba puesto, me disgustó ir tan arreglado.

—Me alegra que hayan venido —dijo Bud mientras se acercaba al auto—. Pasen.

—¿Cómo estás, Bud? —le dije.

Fran y yo bajamos del coche. El pavorreal se apartó un poco moviendo su cabeza de un lado a otro. Tuvimos cuidado de mantener alguna distancia entre él y nosotros.

—¿No tuvieron problemas para llegar? —me preguntó Bud. No había mirado a Fran. Estaba esperando a que lo presentara.

—Tus instrucciones fueron muy buenas —le dije—. Oye Bud, te presento a Fran. Fran, te presento a Bud. Le he hablado mucho de ti, Bud.

Bud se rió y se estrecharon la mano. Fran era más alta que Bud. Bud tuvo que mirar hacia arriba.

—Jack habla mucho de ti —dijo Fran. Retrajo su mano—. Bud esto, Bud lo otro. Creo que eres la única persona de allá de la que habla. Siento como si ya te conociera.

Fran estaba vigilando al pavorreal. El pájaro se había arrimado hacia el pórtico.

—Aquí el señor es mi amigo —dijo Bud—. Debería hablar de mí. —Después de decir esto Bud sonrió y me dio una palmadita en el brazo.

Fran seguía cargando su hogaza de pan. No sabía qué hacer con ella. Se la dio a Bud.

—Les trajimos esto.

Bud tomó la hogaza. Le dio vuelta y la miró como si fuera la primera hogaza de pan que hubiera visto en su vida.

—Muy amable de su parte. —Se llevó la hogaza a la cara y la olfateó.

—Fran horneó el pan —le dije a Bud.

Bud asintió. Después dijo:

—Pasen para que conozcan a la esposa y madre.

Seguro se refería a Olla. Olla era la única madre que había por allí. Bud me había contado que su madre había muerto y su padre los había abandonado cuando él era niño.

El pavorreal se escabulló delante de nosotros y saltó al pórtico cuando Bud abrió la puerta. Estaba tratando de entrar a la casa.

—Ay —dijo Fran mientras el pavorreal se tallaba contra su pierna.

—Caramba, Joey —dijo Bud.

El pavorreal retrocedió y se sacudió. Las plumas de su cola cascabelearon mientras se sacudía. Bud hizo como que iba a patearlo, y el pavorreal retrocedió un poco más. Entonces Bud detuvo la puerta.

—Ella deja que el maldito pájaro entre en la casa. Pronto va a querer comer en la maldita mesa y dormir en la maldita cama.

Fran se detuvo justo en el umbral. Se volvió a ver los maizales.

—Tienen una casa preciosa —dijo. Bud seguía deteniendo la puerta.

—¿Verdad, Jack?

—Claro que sí —dije. Estaba sorprendido de oírla decir eso.

—Cómo no —dijo. Me sorprendió que dijera eso.

—Un lugar como éste está menos mal de lo que se supone —dijo Bud, que seguía deteniendo la puerta. Hizo un movimiento como para golpear al pavorreal.

—Le da a uno energía. No hay ni un minuto de aburrimiento. —Después añadió:

—Pasen, amigos.

Le dije:

—Oye Bud: ¿qué estás cultivando allá?

—Son jitomates —contestó.

—Esto es lo que se llama un granjero —dijo Fran y meneó la cabeza.

Bud se rió. Entramos. En la sala nos estaba esperando una mujer rellenita con el cabello recogido en un chongo. Tenía las manos metidas en el delantal. Sus mejillas eran de un rojo encendido. Al principio creí que le faltaba el aliento, que estaba loca o algo así.

Me examinó con la mirada e hizo lo mismo con Fran. No de una manera agresiva, sólo mirando. Sostuvo la mirada en Fran y se sonrojó.

Bud dijo:

—Olla, te presento a Fran. Y éste es mi amigo Jack. Ya sabes todo acerca de Jack. Amigos, les presento a Olla —y le entregó la hogaza de pan.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Ah, pan hecho en casa. Bueno, pues gracias. Siéntense donde quieran. Están en su casa. Bud, ¿por qué no les preguntas qué les gustaría tomar? Yo tengo que ir a vigilar la cena.

Dicho esto Olla se fue a la cocina con el pan en la mano.

—Siéntense —dijo Bud.

Fran y yo nos clavamos en el sofá. Saqué mis cigarros. Bud dijo:

—Aquí hay un cenicero.

Tomó un objeto pesado de encima del televisor. Dijo:

—Usa esto —y colocó esa cosa pesada frente a mí, sobre la mesita de centro.

Era uno de esos ceniceros de cristal en forma de cisne. Prendí un cigarro y dejé caer el cerillo donde comenzaba la abertura de la espalda del cisne. Vi cómo salía un hilillo de humo del interior del cisne.

El televisor de colores estaba encendido, así es que lo vimos un rato. En la pantalla unos coches se estaban despedazando mientras daban vueltas alrededor de la pista. El locutor hablaba con voz grave. Pero también parecía como si contuviera sus emociones.

—Aún esperamos confirmación oficial —dijo el locutor.

—¿Quieren ver esto? —dijo Bud, todavía de pie.

Dije que no me importaba. Y no me importaba. Fran se encogió de hombros. ¿A ella qué más le daba?, parecía decir. El día ya estaba perdido de todas maneras.

—Sólo faltan como veinte vueltas —dijo Bud. Ya va a terminar. Hace rato hubo un choquesazo. Destrozó media docena de autos. Algunos pilotos resultaron heridos. Todavía no han dicho si fue de gravedad.

—Déjalo encendido —dije—. Vamos a verlo.

—Quizá uno de esos malditos carros estalle frente a nosotros —dijo Fran—. O si no, tal vez se vayan a estrellar contra las gradas y aplasten al tipo que vende esos asquerosos hot-dogs.

Tomó una hebra de su cabello, la enrolló entre sus dedos y se quedó mirando fijamente el televisor.

Bud se volvió a ver a Fran para comprobar si estaba bromeando.

—Ese es otro asunto; el choque, eso sí fue algo. Una cosa llevó a otra. Autos, pedazos de auto, gente por todas partes. Bueno, ¿qué les sirvo? Tenemos cerveza, hay una botella de Old Crow.

—¿Qué estás tomando? —le pregunté a Bud.

—Cerveza —dijo—. Está buena y fría.

—Entonces cerveza —contesté.

—Yo un traguito de Old Crow con un poco de agua —dijo Fran—. En un vaso alto, por favor. Con unos cuantos hielos. Gracias, Bud.

Con mucho gusto —dijo Bud. Le echó una última mirada al televisor y se dirigió a la cocina.

Fran me dio un ligero codazo y señaló con la cabeza el televisor.

—Mira lo que hay encima —susurró—. ¿Ves lo que yo veo?

Me volví hacia donde me señalaba. Había un largo florero rojo en el que alguien había puesto unas cuantas margaritas del jardín. Junto al florero, sobre el tapetito, había un viejo molde de yeso de los dientes más chuecos y cariados del mundo. Esa cosa horrenda no tenía labios ni encías ni mandíbula, sólo esos viejos dientes de yeso amontonados sobre algo que parecía gruesas encías amarillentas.

Justo en ese momento Olla regresó con una lata de nueces surtidas y una botella de cerveza de raíz. Se había quitado el delantal. Puso la lata de nueces sobre la mesa, junto al cisne.

—Sírvanse —dijo—. Bud está preparando sus be­bidas.

Olla se sonrojó al decir esto. Se sentó en una vieja mecedora de bejuco y se empezó a mecer. Le dio un sorbo a su cerveza y miró hacia el televisor. Bud regresó con el vaso de whisky con agua que había pedido Fran y mi botella de cerveza. En la charola traía otra botella para él.

—¿Quieres vaso? —me preguntó.

Negué con la cabeza. Me dio un golpecito en la rodilla y se volvió a ver a Fran.

Ella tomó el vaso y le dio las gracias. De nuevo dirigió su mirada hacia la dentadura. Bud se dio cuenta de qué era lo que estaba mirando. Los autos rugían alrededor de la pista. Tomé mi cerveza y dediqué mi atención a la pantalla. La dentadura no era de mi incumbencia.

—Así se veían los dientes de Olla antes de que le pusieran frenos —Bud le dijo a Fran.

—Yo ya me acostumbré, pero supongo que se ven algo raros allá arriba. Les juro que no sé por qué los guarda.

Se volvió a ver a Olla. Entonces me miró y me hizo un guiño. Se sentó en su sillón reclinable y cruzó las piernas. Bebió de su cerveza y se le quedó viendo a Olla.

Una vez más Olla se sonrojó. Sostenía su lata de cerveza de raíz. Le dio un sorbo. Luego dijo:

—Son para recordarme lo mucho que le debo a Bud.

—¿Qué dijiste? —preguntó Fran.

Comía unas nueces, sobre todo nueces de la India. Fran dejó de hacer lo que hacía y miró a Olla.

—Perdóname pero no escuché lo que acabas de decir.

Fran se le quedó mirando a la mujer y esperó a que dijera lo que tuviese que añadir.

Olla volvió a sonrojarse.

—Tengo muchas cosas de qué estar agradecida —dijo—. Ésa es una de ellas. Mis dientes me recuerdan lo mucho que le debo a Bud. Por eso los tengo ahí.

Tomó otro sorbo de su cerveza de raíz. Después asentó la botella y dijo:

—Fran, tú tienes bonitos dientes. Lo noté de inmediato. Pero cuando era niña me salieron los dientes todos chuecos.

Con la uña les dio un par de golpecitos a sus incisivos. Dijo:

—Mis padres no tuvieron para arreglarme los dientes. Me salieron como les dio la gana. A mi primer marido no le importaba en lo absoluto cómo me veía. No, no le importaba. A él no le importaba nada excepto conseguir el próximo trago. En este mundo sólo tenía una amiga: la botella. —Meneó la cabeza—. Entonces llegó Bud y me sacó de ese lío. Cuando nos unimos lo primero que me dijo fue: “Vamos a componerte esos dientes”. Ese molde que ven me lo hicieron justo después de que Bud y yo nos conocimos; se hizo con motivo de mi segunda visita al ortodoncista. Antes de que me pusieran frenos.

La cara de Olla todavía estaba sonrojada. Miró la imagen en la pantalla de televisión. Bebió su cerveza de raíz y no pareció tener nada más que agregar.

—Ese ortodoncista debe de haber sido un genio —dijo Fran. Se volvió a ver los dientes que estaban sobre el televisor y que parecían salidos de un espectáculo de terror.

—Era maravilloso —dijo Olla. Se remolinó en su silla y dijo:

—¿Ven? —Abrió la boca y nos enseñó sus dientes una vez más, ahora sin la menor timidez.

Bud se dirigió al televisor para recoger la dentadura. Caminó hacia Olla y colocó los dientes junto a la mejilla de su esposa.

—Antes y después —dijo Bud.

Olla tomó el molde de manos de Bud.

—¿Saben qué? El ortodoncista quería quedarse con esto. —Sostenía la dentadura en su regazo mientras hablaba—. Le dije que no. Le señalé que eran mis dientes. Así que le tomó fotos al molde. Me dijo que las iba a publicar en una revista.

Bud dijo:

—Imagínense qué tipo de revista sería. No creo tener mucho interés en verla. No, creo que no —dijo y todos nos reímos.

—Después que me quitaron los frenos seguía tapándome la boca cada vez que me reía.  Así —dijo—. A veces todavía lo hago. Por costumbre. Un día Bud me dijo:

—No vuelvas a hacerlo. Ya tienes dientes bonitos.

Olla miró a Bud. Bud le hizo un guiño. Ella sonrió y bajó la mirada.

Fran bebió de su vaso. Tomé un poco de mi cerveza. No sabía que decir ante esto. Tampoco Fran. Pero supe que Fran tendría mucho que agregar.

Dije:

—Olla, una vez llamé. Tú contestaste el teléfono. Pero colgué. No sé por qué colgué.

Dije eso y le di un traguito a mi cerveza. No sé por qué lo mencioné en ese momento.

—No me acuerdo —dijo Olla—. ¿Cuándo fue eso?

—Hace tiempo.

—No me acuerdo —dijo y meneó la cabeza. Estaba manoseando los dientes de yeso que tenía sobre el regazo. Vio la carrera de autos y se volvió a mecer.

Fran se volvió a verme. Tenía el labio caído pero no dijo nada.

Bud dijo:

—Bueno, ¿qué más novedades?

—Toma más nueces —dijo Olla—. La cena ya casi está lista.

Se escuchó un llanto que provenía de una habitación al fondo de la casa.

—Él, no —dijo Olla y le hizo una mueca a Bud.

—El nene —dijo Bud. Se recostó en su silla y vimos lo que faltaba de la carrera, tres o cuatro vueltas, sin sonido.

Una o dos veces volvimos a oír al bebé. Se escuchaban molestos chilliditos que provenían de la habitación que estaba en la parte posterior de la casa.

—No lo sé —dijo Olla. Se levantó de su silla—. Ya casi está todo listo para que nos sentemos. Sólo tengo que preparar la salsa. Pero mejor voy a revisarlo primero. Por qué no se van sentando a la mesa. No tardo.

—Me gustaría conocer al bebé —dijo Fran.

Olla aún sostenía los dientes en la mano. Fue a ponerlos en su lugar encima del televisor.

—Ahora podría molestarse —dijo—. No está acostumbrado a los extraños. Déjame ver si puedo dormirlo. Entonces puedes asomarte. Mientras está dormido.

Terminó de decir esto y se dirigió al pasillo hacia una habitación donde abrió una puerta. Se deslizó al interior y cerró la puerta tras ella. El bebé dejó de llorar.


Bud apagó el televisor y nos fuimos a sentar a la mesa. Bud y yo platicamos de cosas del trabajo. Fran escuchaba. De vez en cuando preguntaba algo. Pero yo sabía que estaba aburrida, y quizá molesta con Olla porque no la había dejado ver al bebé. Husmeó en la cocina de Olla. Enredó una hebra de cabello alrededor de sus dedos y examinó las cosas de Olla.

Olla regresó a la cocina y dijo:

—Lo cambié y le di su patito de hule. A ver si así nos deja cenar. Pero no hagan apuestas.

Alzó una tapa y sacó una cazuela de la estufa. Vertió la salsa roja en un recipiente y lo puso sobre la mesa. Alzó las tapas de otras cazuelas y revisó que todo estuviera listo. En la mesa había jamón cocido, camotes, puré de papas, habas, elotes, ensalada. La hogaza de Fran ocupaba un lugar prominente junto al jamón.

—Se me olvidaron las servilletas —dijo Olla—. Ustedes empiecen. ¿Qué quieren de tomar? Bud toma leche en todas las comidas.

—Leche está bien —dije.

—Para mí, agua —dijo Fran—. Pero yo puedo ir por ella. No te molestes atendiéndome. Ya bastante quehacer tienes. —Hizo como si se levantara de su silla.

Olla dijo:

—Por favor. Son nuestros huéspedes. No te pares. Yo voy. —Otra vez se estaba sonrojando.

Nos quedamos sentados con las manos en el regazo y esperamos. Yo estaba pensando en los dientes de yeso. Olla regresó con servilletas, vasos grandes de leche para Bud y para mí, y un vaso de agua helada para Fran. Fran dijo:

—Gracias.

—De nada —contestó Olla.

Después se sentó. Bud carraspeó. Inclinó la cabeza y dijo unas cuantas palabras de agradecimiento. Hablaba en voz tan baja que yo apenas podía descifrar lo que estaba diciendo. Pero le agarré el hilo: daba las gracias al Poder de Dios por la comida que estábamos a punto de embaularnos.

—Amén —dijo Olla cuando él hubo terminado.

Bud me pasó el plato con jamón y se sirvió puré de papas; entonces empezamos a comer. Casi no hablábamos, sólo que de vez en cuando Bud o yo decíamos:

—Este jamón está buenísimo. O bien:

—Este maíz es el mejor que he comido en toda mi vida.

—Lo mejor es este pan —dijo Olla.

—Olla, si me haces favor, sírveme otro poquito de ensalada —dijo Fran, quizá suavizándose un poco.

—Toma más de esto —decía Bud mientras me pasaba el plato del jamón, o el recipiente de la salsa roja.

De vez en cuando oíamos los ruidos del bebé. Olla se volvía para escuchar y, satisfecha de que el bebé nada más estuviera jugueteando, volvía a concentrarse en la comida.

—El bebé está de malas esta noche —le dijo Olla a Bud.

—De todos modos me gustaría verlo —dijo Fran—. Mi hermana tiene un bebito. Pero ella y el bebé viven en Denver. ¿Cuándo voy a ir a Denver? Tengo una sobrina a la que ni siquiera he visto. —Fran reflexionó sobre esto un minuto y después siguió comiendo.

Olla se metió un poco de jamón en la boca.

—Esperemos que se duerma —dijo.

Bud dijo:

—Hay más de todo. Tomen un poco más de jamón y camote.

—No me cabe un bocado más —dijo Fran. Asentó el tenedor en el plato—. Está delicioso, pero no puedo más.

—Guarda un lugarcito —dijo Bud—. Olla hizo pastel de ruibarbo.

Fran dijo:

—Cuando todos hayan terminado, creo que tomaré un pedacito.

—Yo también —dije.

Pero lo dije por amabilidad. Desde los trece años había odiado el pastel de ruibarbo: me enfermé comiéndolo con helado de fresa y me daba ganas de vomitar.

Nos terminamos lo que quedaba en nuestros platos. Entonces oímos al maldito pavorreal otra vez. Esa cosa estaba sobre el techo. Podíamos escucharlo caminar sobre nuestras cabezas. Producía un tic-tac mientras iba y venía sobre las tejas.

Bud meneó la cabeza.

—Joey no tarda en cansarse e irse —dijo Bud—. Duerme en uno de esos árboles.

El ave volvió a emitir su lamento una vez más.

“Meyó”, gritaba. Nadie dijo nada. ¿Qué podíamos decir?

Entonces Olla dijo:

—Quiere entrar, Bud.

—Pues no puede entrar —dijo Bud—. Por si no te habías dado cuenta, tenemos visitas. Estas personas no quieren ver a un viejo pajarraco en la casa. ¡Ese pájaro apestoso y tus viejos dientes! ¿Qué van a decir estas personas? —Meneó la cabeza. Se rió. Todos nos reímos. Fran se rió con nosotros.

—No apesta, Bud —dijo Olla—. ¿Qué te pasa? Joey te cae bien. ¿Desde cuándo empezaste a llamarlo pájaro apestoso?

—Desde esa vez que se cagó en la alfombra —dijo Bud—. Perdón por hablar en francés  —le dijo a Fran—. Pero les juro que a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo a ese pajarraco. Ni siquiera vale la pena matarlo, ¿verdad, Olla? A veces me despierta a medianoche con su grito. No vale ni un centavo, ¿verdad, Olla?

Olla meneó la cabeza ante las tonterías que Bud estaba diciendo. Movió unas cuantas habas en su plato.

—En primer lugar, ¿cómo consiguieron un pavo­rreal? —Fran quería saber.

Olla alzó la vista de su plato. Dijo:

—Siempre soñé con tener un pavorreal. Desde que era niña y vi una fotografía en una revista. Pensé que era lo más hermoso que había visto en mi vida. Recorté la foto y la colgué sobre mi cama. Guardé esa fotografía durante muchísimo tiempo. Después cuando Bud y yo nos mudamos a esta casa, vi mi oportunidad. Dije: “Bud, quiero un pavorreal”. Bud pensó que era una buena idea.

—Finalmente pregunté por ahí —dijo Bud—. Oí hablar de un fulano que los criaba en el condado vecino. Los llamaba aves del paraíso —dijo golpeándose la frente con la mano—. Por Dios Santo que me conseguí una mujer con gustos caros. —Le sonrió a Olla.

—Bud —dijo Olla— sabes que eso no es cierto. Aparte de todo lo demás, Joey es un buen perro guardián —le dijo a Fran—. Con Joey no necesitamos perro guardián. Puede oír casi cualquier cosa.

—Si los tiempos se ponen difíciles, como es posible que suceda, pondré a Joey en la sartén —dijo Bud—. Con todo y plumas.

—¡Bud! No me hace ninguna gracia —dijo Olla—. Pero se rió y nuevamente pudimos echarle un buen vistazo a sus dientes.

De nuevo el bebé empezó a hacer ruido. Esta vez era un llanto en serio. Olla asentó su servilleta y se levantó de la mesa.

Bud dijo:

—Cuando no es una cosa es otra. Tráelo, Olla.

—Eso voy a hacer —dijo Olla y fue a traer al bebé.


El pavorreal volvió a lamentarse y se me erizaron los cabellos de la nuca. Miré a Fran. Levantó su servilleta y la asentó de nuevo. Miré hacia la ventana de la cocina. Afuera todo estaba oscuro. La ventana se hallaba abierta y había una alambrera en el marco. Creí escuchar al ave en el pórtico.

Fran se volvió hacia el corredor. Estaba esperando a que salieran Olla y el bebé.

Al poco rato Olla regresó con él. Miré al bebé y respiré hondo. Olla se sentó a la mesa con el bebé. Lo sostenía por debajo de los brazos de manera que pudiera pararse sobre su regazo y nos diera la cara. Olla miró a Fran y después a mí. Ahora no se estaba sonrojando. Esperó a que uno de los dos hiciera algún comentario.

—¡Ah! —dijo Fran.

—¿Qué te sucede? —dijo Olla rápidamente.

—Nada —dijo Fran—. Creo que vi algo en la ventana. Creo que vi un murciélago.

—Por aquí no hay murciélagos —dijo Olla.

—A lo mejor era una polilla —dijo Fran—. Era algo. Bueno —dijo— qué lindo está tu bebé.

Bud estaba viendo al bebé. Después miró a Fran. Se recargó sobre las patas traseras de su silla y asintió con la cabeza. Volvió a asentir y dijo,

—Está bien, no se preocupen. Sabemos que por ahora no ganaría ningún concurso de belleza. No se parece a Clark Gable. Pero denle tiempo. Saben, con suerte se va a parecer a su papá cuando crezca.

El bebé estaba parado contra el regazo de Olla, mirando la mesa y a nosotros. Olla había puesto sus manos en la cintura del bebé, de manera que pudiese mecerse sobre sus rollizas piernas. Sin ninguna excepción, era el bebé más feo que había visto en mi vida. Era tan horrible que no podía decir nada. Ninguna palabra salía de mi boca. No quiero decir que el bebé estuviera enfermo o desfigurado. Nada de eso. Solamente era horrendo. Tenía una gran cara roja, ojos saltones, frente ancha y labios muy gruesos. En vez de cuello tenía tres o cuatro papadas gordas. Sus papadas se enrollaban hasta debajo de las orejas que salían disparadas de su cabeza calva. La grasa le colgaba de las muñecas. Sus brazos y sus dedos eran gordos. Decir que era feo equivalía a elogiarlo.


El bebé feo hacía ruido y brincaba contra el regazo de su madre. Dejó de brincar. Se inclinó hacia adelante y trató de agarrar el plato de Olla con su mano gorda.

He visto muchos bebés. Entre mi infancia y mi adolescencia mis dos hermanos tuvieron seis bebés en total. Cuando era niño casi siempre estaba con bebés. He visto muchos bebés en tiendas y todo eso. Pero este bebé les ganaba a todos. Fran también se le quedó viendo. Supongo que tampoco sabía qué decir.

—Es un muchachote, ¿verdad? —dije.

Bud dijo:

—Por Dios que dentro de poco va a ser futbolista. De seguro que en esta casa no le faltará alimento.

Como para cerciorarse de esto, Olla hundió su tenedor en los camotes y lo llevó hasta la boca del bebé.

—¿Quién es mi bebecito? —le dijo a la cosa gorda, ignorándonos.

El bebé se inclinó y abrió la boca para recibir el camote. Alcanzó el tenedor de Olla a medida que ella guiaba el camote hacia su boca, y luego lo afianzó. El bebé masticó y se meció un poco más contra el regazo de Olla. Tenía ojos tan saltones que parecía conectado a algo.

Fran dijo:

—Qué bebé, Olla.

El bebé arrugó la cara. Empezó a protestar de nuevo.

—Deja que entre Joey —Olla le dijo a Bud.

Bud dejó que las patas de su silla bajaran al piso.

—Creo que al menos deberíamos preguntarles a estas personas si no tienen inconveniente —dijo Bud.

Olla se volvió a ver a Fran y después a mí. Se había sonrojado de nuevo. El bebé seguía cabriolándose y retorciéndose en el regazo de Olla para bajarse.

—Somos amigos —dije—. Como ustedes gusten.

Bud dijo:

—A lo mejor no les gusta que un viejo pajarraco como Joey entre en la casa. ¿No se te ha ocurrido, Olla?

—¿Les importa, amigos? —nos dijo Olla—. ¿Les importa que entre Joey? Esta noche las cosas no andan muy bien con ese pájaro. Con el bebé tampoco, creo. Está acostumbrado a que Joey entre y juegue un poquito con él antes de acostarse. Ninguno de los dos está tranquilo esta noche.

—A nosotros no nos preguntes —dijo Fran—. A mí no me importa que entre. Nunca he estado cerca de un pavorreal. Pero no me importa. —Me miró. Supongo que quería oírme decir algo.

—Claro que no —dije—. Déjenlo entrar. —Tomé mi vaso y me acabé la leche.

Bud se levantó de su silla. Fue hacia la puerta y la abrió. Encendió las luces del patio.

—¿Cómo se llama tu bebé? —Fran quería saber.

—Harold —respondió Olla. Le dio a Harold un poco más de camote de su plato—. Es muy vivo. Es un águila. Siempre sabe lo que uno le está diciendo. ¿Verdad, Harold? Espera a que tengas tu bebé, Fran. Ya verás.

Fran sólo se quedó mirándola. Escuché la puerta abrirse y volverse a cerrar.

—Vaya que si es listo —dijo Bud mientras regresaba a la cocina—. Se parece al papá de Olla. Ése sí que era vivo.


Me volví a ver atrás de Bud y pude ver que el pavorreal estaba rezagado en la sala, volviendo su cabeza para uno y otro lado, como si fuera un espejo de mano. Se sacudió y el sonido que produjo fue como el de alguien que estuviera barajando unos naipes en la otra habitación.

Avanzó un paso. Después otro.

—¿Puedo cargar al bebé? —preguntó Fran. Lo dijo como si Olla fuera a hacerle un favor al permitírselo.

Olla le paso al bebé por encima de la mesa.

Fran trató de que el bebé se quedara en su regazo. Pero el bebé comenzó a retorcerse y a hacer sus ruidos.

—Harold —le dijo Fran.

Olla observaba a Fran con el bebé. Dijo:

—Cuando el abuelito de Harold tenía dieciséis años, se propuso leer la enciclopedia de la A a la Z. Y lo hizo. Terminó cuando tenía veinte años. Justo antes de conocer a mi mamá.

—¿Dónde está él ahora? —pregunté—. ¿A qué se dedica?

Quería saber qué había pasado con un hombre capaz de fijarse una meta como ésa.

—Murió —dijo Olla.

Estaba vigilando a Fran que a esas alturas tenía al bebé recostado sobre sus rodillas. Fran le hizo cariñitos al bebé bajo una de sus papadas. Le empezó a balbucear.

—Trabajaba en el bosque —dijo Bud—. Los taladores le dejaron caer un árbol encima.

—Mi mamá recibió algo del seguro —dijo Olla—. Pero se lo gastó. Bud le manda algo cada mes.

—No es gran cosa —dijo Bud—. No tenemos mucho. Pero es la mamá de Olla.

Para entonces el pavorreal se había envalentonado y empezaba a moverse lentamente hacia la cocina, sacudiéndose con un ligero vaivén. Mantenía la cabeza erguida pero en ángulo, y sus ojos rojos estaban fijos en nosotros. Su cresta, un mechoncito de plumas, estaba a unos cuantos centímetros sobre su cabeza. El plumaje de su cola estaba erguido. El ave se detuvo a unos cuantos metros de la mesa y nos revisó.

—No en balde los llaman aves del paraíso —dijo Bud.

Fran no levantó la mirada. Toda su atención se concentraba en el bebé. Había empezado a jugar manitas calientes con él, lo que agradó ligeramente al bebé. Bueno, cuando menos dejó de molestar.

Fran lo levantó hasta la altura de su cuello y le susurró algo al oído.

—No vayas a decirle a nadie lo que te dije —comentó Fran.

El bebé se le quedó mirando con sus ojos saltones. Después llenó su mano de bebé con el cabello rubio de Fran. El pavorreal se acercó más a la mesa. Nadie dijo nada. Sólo permanecimos sentados y quietos. El bebé vio el pavorreal. Soltó el cabello de Fran y se paró contra su regazo. Con sus dedos gordos señalaba al pavorreal. Brincaba haciendo ruidos.

El pavorreal dio la vuelta rápidamente a la mesa y fue hacia donde estaba el bebé. Talló su largo cuello contra las piernas del bebé. Metió su pico bajo la parte superior de la piyama del bebé y movió su cabeza rígida para adelante y para atrás. El bebé reía y pataleaba. Poniéndose rápidamente de espaldas, el bebé logró bajarse de las piernas de Fran. El pavorreal continuaba embistiendo al bebé, como si estuvieran jugando. Fran sostenía al bebé contra sus piernas mientras el bebé se estiraba hacia adelante.

—Sencillamente no puedo creerlo —dijo Fran.

—Lo que pasa es que este pavorreal está loco —dijo Bud—. El maldito pájaro no sabe que es un pájaro; ése es su gran problema.

Olla sonrió y mostró sus dientes de nuevo. Se volvió a ver a Bud. Bud retiró su silla de la mesa y asintió.

Era un bebé horrible. Pero, por lo que vi, parecía no importarles mucho a Bud y a Olla. O si les importaba quizá simplemente pensaron; muy bien, es un bebé feo. Es nuestro bebé. Y ésta es sólo una etapa. Muy pronto vendrá otra etapa. Hay esta etapa y luego viene otra etapa. A la larga todo va a estar bien, una vez que hayamos pasado por todas las etapas. A lo mejor pensaron algo así.

Bud tomó al bebé y lo meció sobre su cabeza hasta que Harold gritó. El pavorreal encrespó sus plumas y observó.

Fran volvió a menear la cabeza. Alisó su vestido en el lugar donde había estado el bebé. Olla levantó su tenedor para ensartar las habas en su plato.

Bud pasó al bebé a su cadera y dijo:

—Faltan el pastel y el café.

Aquella noche en casa de Bud y Olla había sido especial. Yo sabía que había sido especial. Aquella noche me sentí bien acerca de casi todo en mi vida. Me moría de ganas de estar a solas con Fran para decirle lo que estaba pensando. Aquella noche pedí un deseo. Sentado allí en la mesa, cerré los ojos un minuto y pensé con todas mis fuerzas. Lo que pedí fue nunca olvidar o dejar ir aquella noche. Ese fue un deseo que sí se me cumplió. Y me cayó de malas el que se me cumpliera. Pero, desde luego, en ese momento no podía saberlo.

—¿En qué estás pensando, Jack? —me preguntó Bud.

—Sólo estoy pensando —le dije con una sonrisa.

—¿En qué? —dijo Olla—: ¿En la inmortalidad del cangrejo?

Sonreí otro poco y meneé la cabeza.


Aquella noche cuando regresamos de casa de Bud y Olla y estábamos bajo las sábanas, Fran me dijo:

—Amor, cólmame con tu semilla.

Cuando dijo eso, la escuché hasta la punta de mis pies, y grité y me dejé ir.

Más tarde, cuando las cosas habían cambiado entre nosotros, había llegado el niño y todo eso, Fran vería aquella noche como el inicio del cambio. Pero está equivocada. El cambio vino después; y cuando vino era como algo que le estuviera pasando a otra gente, no como algo que nos hubiera podido pasar a nosotros.

—Malditas sean esas personas y su horrible bebé —decía Fran, sin ninguna razón aparente, mientras veíamos la televisión en la noche.

—Y ese pajarraco apestoso. Por Dios, ¡quién lo necesita!

Dice mucho este tipo de cosas, aunque no ha vuelto a ver a Bud ni a Olla desde esa única vez.

Fran ya no trabaja en la cremería y hace tiempo se cortó el cabello. Se ha puesto gorda también. No decimos nada al respecto. ¿Qué podríamos decir?

Sigo viendo a Bud en la planta. Trabajamos juntos y juntos abrimos nuestras loncheras. Si le pregunto me habla de Olla y de Harold. Joey quedó fuera del panorama. Una noche voló a su árbol y ese fue su fin. No volvió a bajar. Quizá fue la edad, dice Bud. Después los búhos se encargaron de él. Bud se encoge de hombros. Se come su sándwich y dice que algún día Harold va a ser defensor de línea.

—Deberías ver a ese niño —dice Bud.

Yo asiento con la cabeza. Todavía somos amigos. Eso no ha cambiado. Pero tengo cuidado con lo que le digo. Y sé que él se da cuenta y desearía que fuera de otro modo. Yo también.

Una vez cada mil años me pregunta por mi familia. Cuando lo hace le digo que todos están bien.

—Todos están bien —le digo.

Cierro mi lonchera y saco mis cigarros. Bud asiente y bebe traguitos de café. La verdad es que mi niño tiene cierta tendencia confabulatoria. Pero no lo menciono. Ni siquiera a su madre. Especialmente no a ella. La verdad es que ella y yo hablamos cada vez menos. Vemos la televisión casi todo el tiempo. Pero recuerdo aquella noche. Recuerdo la manera en que el pavorreal recogió sus patas grises y avanzó poco a poco alrededor de la mesa. Y después mi amigo y su mujer diciéndonos buenas noches en el pórtico. Olla dándole unas plumas de pavorreal a Fran para que se las llevara a casa. Recuerdo a todos estrechándonos las manos, abrazándonos, diciendo cosas. Cuando partimos Fran se sentó a mi lado en el coche. A todo lo largo del trayecto conservó su mano en mi pierna. Así fue como regresamos de casa de mi amigo.