Françoise
Dos veces ya había pasado frente a mí. Yo la había observado: era bonita, rubia, con su cabello desaliñado y la ropa un poco descuidada. Pero no parecía que fuera a viajar; era más probable que estuviese esperando a que alguien llegase. O quizás, como ahí no era el lugar más apropiado para eso, pues el lugar donde llegaban los autobuses quedaba en el otro extremo, tal vez ella estuviese simplemente aguardando a otra persona con quien se había citado en la terminal, en un punto como cualquier otro. El hecho de que el lugar donde yo estaba era uno de los más visibles y con menos movimiento en la terminal —una banca en el camino hacia los guardaequipajes— me confirmó esa hipótesis. Así, cuando se aproximó un simpático muchacho, sin maletas y sin pinta de viajero, sonreí ligeramente hacia adentro, satisfecho con mi perspicacia de observador. Pero la muchacha, que estaba a pocos pasos de mí, viendo un autobús que acababa de llegar, no se movió —y el muchacho pasó de largo. Genial mi perspicacia. —¿Ya la conoce? —le escuché decir. Sorprendido, miré hacia los lados: no había nadie más ahí, era conmigo con quien estaba hablando. —¿Qué cosa? —le dije. Ella estaba un poco de lado, con su mano izquierda tomando la cadena que delimitaba el pasillo, la cual colgaba pesadamente de pequeñas pilastras de concreto armado, colocadas en intervalos de unos dos metros a la altura de las rodillas, para evitar que los transeúntes caminaran fuera del corredor por un lugar peligroso a donde llegaban los autobuses; señaló uno que había llegado: “Lindóia”. —¿Que si conozco ese lugar? Ella sonrió. —No —le dije. Ella se acercó despacio, aventando un poco los pies como si jugase con ellos, como queriendo acercarse a mí. Preguntó si podía sentarse junto. Yo afirmé, “claro”. Ella se sentó, después metió sus manos entre las piernas, encogiendo la cabeza como si sintiera mucho frío. Esta posición le daba cierto aire de niña. —Me gustaría ir para allá —dijo. —¿A dónde? ¿A Lindóia? Ella asintió con la cabeza. —Cuando yo era pequeña, mi mamá cantaba mucho aquella canción que comienza así: Tardes silenciosas de Lindóia. ¿La conoce? Dije que sí. —A ella le gustaba mucho esa canción. A mí también me parecía bonita y me la pasaba pidiéndole que la cantara. Lo gracioso es que yo no sabía que Lindóia era una ciudad, que existía realmente en algún lugar como las otras ciudades, ¿no es gracioso? Yo pensaba que Lindóia solamente existía en canción. Después entré a la escuela y aprendí que era una ciudad donde había aguas medicinales y adonde iba mucha gente. Entonces yo también tuve ganas de ir hacia allá. Pero no por ese motivo, el de las aguas y el de la gente; la causa fue esa canción. Todavía ahora tengo esa inquietud. A veces vengo a la terminal y observo los autobuses que llegan o salen para allá. Éste que llegó es el de las seis; el de las dieciocho horas. ¿Todavía será la misma? —¿La misma? —Lindóia; ¿todavía será igual a la canción? Hice un gesto vago con la cabeza; no estaba entendiendo bien lo que ella quería decir. —Tengo ganas de viajar y ver... —dijo pensativamente. —¿Nunca le pediste a tu mamá que te llevara? —¿Mamá? Ella murió. Murió hace mucho tiempo. Yo tenía nueve años. —¿Y tu papá? —Ni siquiera llegué a conocerlo; murió antes de que yo naciese. Beto es el que sí lo conoció. Beto es mi hermano. Es tres años más grande que yo. En octubre va a cumplir veintiún años. El quince de octubre. —Y tú, ¿cómo te llamas? —Françoise. —Françoise —repetí. Siempre tuve ganas de conocer una niña que se llamara Françoise... Ella sonrió, mirando sus manos que continuaban metidas entre las piernas. —¿Eres francesa? ¿O tus papas? —No. Así se llamaba mi abuela; Françoise era su nombre. Pero ella tampoco era francesa, quien era francesa era mi bisabuela, ella sí. Quedamos un momento en silencio. Encendí un cigarro. —¿Va a viajar? —preguntó. —Así es. A las diecinueve horas —miré el reloj— Aún falta una hora. —¿Hacia dónde va? —A Río. —Río... —repitió ella pensativa. —¿Y tú?... —Estoy nada más aquí. A veces acostumbro venir. Me gusta la terminal. Se ven tantas cosas diferentes. Personas diferentes, cosas diferentes... Me gusta venir. También los autobuses, el movimiento, gente llegando, gente saliendo... Pero a veces esto también me entristece. ¿Usted estaba triste? —¿Yo? —Desde que llegué lo vi. Parecía triste. Todo quietecito, sentado en este banco, lejos de la gente. —Lo que pasa es que estoy muy cansado. Viajé una noche entera y casi no duermo cuando viajo; no dormí casi nada. Además, estuve caminando todo el día. Estaba cansado. Quería ver si dormitaba aquí un poco. —¿Quiere decir que lo molesté? —preguntó con aire asustado. —No, de ningún modo —aclaré rápido—. Ya descansé algo antes de que llegaras. Y como también voy a seguir viajando, puedo dormir en el autobús. —¿Y si mejor se durmiera otra vez? Dice que no puede dormir cuando viaja... —Cansado de la manera como estoy, creo que voy a dormirme rápido —me pasé la mano por el rostro, mi barba estaba crecida. —Si quiere, me voy—dijo ella, amenazando levantarse. Pero yo le repetí que no y le pedí que se quedase: me agradaba conversar con ella. Se quedó, volviendo a poner sus manos entre las piernas, continuando en aquella posición de frío. —¿Tienes frío? Tengo una bufanda, ¿quieres usarla? —y me llevé la mano a la bolsa del saco. —Gracias —negó rápidamente con la cabeza—, no es necesario, gracias; así soy, vivo sintiendo frío; siento frío el año entero. Incluso cuando el día es caluroso, a veces siento frío, ¿no es gracioso? Sonreí. —Voy a pedirle otra cosa —dijo sonriendo con una cara misteriosa. —¿Qué? Ella señaló con los ojos hacia mi mano. —Le voy a pedir una fumadita... —Aquí tengo cigarros, te doy uno —dirigí mi mano hacia el bolsillo. —No —dijo, deteniéndome—. Sólo una fumadita, yo no fumo; sólo quiero una fumadita. Extendí el cigarro con el filtro volteado hacia ella, pero en vez de tomarlo, me cogió la mano y se inclinó para chupar el cigarro; su mano estaba fría. Después inhaló y soltó lentamente el humo, acompañándolo con los ojos. —Si me viese mi tío, me mataría... —¿Tu tío? —pregunté. —Sí. Nosotros vivimos con él: Beto y yo. El nos crió después de la muerte de mi mamá; era su hermano. No le gusta que fume. Dice que una mujer decente no fuma... —se rió divertida. Fue la primera vez que la vi reír; riendo era aún más bonita y realmente parecía tener diecisiete años. Seria, parecía mayor; tenía una arruga en la frente. Era extraño cómo tenía al mismo tiempo un aspecto tan infantil y tan maduro; creo que era eso lo que hacía que me pareciera tan bonita, pues sus rasgos eran comunes. Sus ojos eran lo que más sobresalía, grandes y brillantes. —¿Qué pasa?... —preguntó, notando que la observaba. —Me estoy fijando en tus ojos... son tan bonitos... Ella, un poco tímida, bajó la cabeza. Volvió a poner sus manos entre las piernas. Bajito, dijo algo que no entendí, como si hubiese hablado apenas para sí misma; pregunté qué decía. Ella me miró: —Son versos, Beto me los escribió. ¿Le dije que es poeta? Él me ha escrito muchos versos. Los que estaba diciendo ahora van así: Tus húmedos ojos como dos mitades de naranja partida. ¿No es bonito? ¿Cree que así son mis ojos? Dije que sí. —Hay otro que dice así: tu boca coca. ¿Sabe lo que es coca? Es la mujer del coco. ¿Sabía que las frutas también tienen macho y hembra? Él me lo dijo. Yo nunca había pensado en eso. Dice que es necesario tener imaginación, las cosas no son como se ven. Él me enseñó. Tomó una banana y me dijo: “fíjate bien, Fran”, él me llama Fran; Fran, cuando no está enojado conmigo; cuando está, soy Francita. ¿No es gracioso?, debía ser al contrario ¿no? Francita debía de ser cuando no está enojado; pero él es poeta y los poetas son así; “mira bien, Fran, míralo bien: ahora dime si es una banana o un banano”. Me fijé bien. “Es un banano”, dije; y él dijo que sí, que era un banano. Desde entonces siempre observo las frutas, y sé rápidamente cuando es uno u otra. ¿Cree que esto es tonto? Sonreí. —No, creo que es divertido. —Si tuviese aquí una fruta, le preguntaría, para saber si tiene imaginación. Mi tío cree que eso es tonto. Cree que Beto y yo somos unos tontos. Dice que le damos lástima. Decía antes, ahora no me dice nada, parece que se cansó de hablar. Lo único que nos dice ahora es buenos días y buenas noches, y nos ordena hacer cosas. Piensa que Beto debería estudiar medicina; como su padre o nuestro papá, que era médico. Pero a Beto no le gusta estudiar, le apasiona escribir poesía. Yo creo que hace bien. Mi tío dice que la poesía no sirve para nada y que Beto nunca será un hombre rico. ¿Sabe lo que Beto le respondió? Que él no quería ser rico. Mi tío le dijo que era un tonto. —¿Qué es lo que hace tu tío? —¿Mi tío? ¿Que qué hace? Tiene un barecito. Aquí, en una calle cercana. Yo le ayudo por las tardes. En la mañana voy a la escuela, estoy en primaria. Quiere que estudie contabilidad y entre después a las oficinas de alguna fábrica. Dice que ésa es la mejor carrera para una muchacha de ahora, en una gran ciudad. La carrera más provechosa... Creo que esa palabra es horrible: “provechosa”. ¿No lo cree? Hay palabras que son bonitas y otras que son feas. A ésta yo la encuentro fea, horrible: “provechosa”. Nostalgia es una palabra bonita. Lindóia también... Si yo no me llamara Françoise, me gustaría llamarme Lindóia. ¿No cree que es una palabra bonita? —Lo es; muy bonita. —Las palabras son como las personas, hay de muchos tipos: bonitas, feas, gordas, flacas, simpáticas, antipáticas, serias, graciosas, alegres, tristes; de todas las clases. Beto dice que la gente puede aprender todo con las palabras, pero para eso es necesario que ellas le gusten a la gente, como si fueran personas. Yo también ya pensé eso una vez. ¿Ha notado qué gracia tiene una palabra si nos fijamos en ella mucho tiempo y la seguimos pensando? Es gracioso, parece que ella comienza a balancearse, a vivir; parece una cosa viva. Las palabras son como un montón de animalitos jugando; jugando a ser palabras; ¿lo ha notado? Diga una palabra que piense que sea bonita... Pensé y dije: —Françoise. Ella bajó la mirada. —¿Usted cree que mi nombre es bonito?... —preguntó, viendo hacia el suelo. Iba a decir que sí, pero creo que no dije nada. Quedamos en silencio. De repente ella me miró y sonrió: —¿Y si fuese un nombre brasileño? Entonces sería Francisca. —Chica. —Sí, Chica. —Chiquita. También te llamarían Chiquita. ¿Te parecería bonito? Ella se sonrió. —María Chiquinha. O quê que você foi fazer no mato, María Chiquinha —canté mirándola; ella se reía con el rostro sonrojado. Continué cantando, y ella riendo, cada vez más. Después me miró y pidió que me detuviera. —Usted es igual a Beto, él también me mata de risa, se parecen mucho... —dijo, con los ojos aún mojados de la risa. Miré el reloj. —¿Ya es hora? —preguntó. —No, tengo mucho tiempo todavía. —¡Qué gracioso! —dijo—, ya no siento frío; usted me hizo reír tanto que ya me dio calor. —¿Cómo es Beto, tu hermano? Háblame más sobre él, parece ser un muchacho interesante; lo quieres mucho, ¿verdad? —Sí, mucho —se volvió hacia mí con la mirada brillante. —Creo que usted también es poeta, ¿verdad? —No —respondí—. No lo soy. Pero me gusta mucho la poesía. Leo mucho. —¿Cuál es el que más le gusta? ¿Qué poeta? —Hay muchos. —El que más le gusta a Beto es un alemán. Todavía ahora no me he aprendido su nombre. Es un nombre difícil de decir. —¿Hölderlin? —¡Ése! ¿Cómo lo sabe? —También yo lo leí y me gusta. Es un gran poeta. Murió loco. —Casi todos los poetas mueren así... debe ser bueno ser poeta... —dijo ella pensativa. —¿Por qué crees que debe ser bueno? —Un loco no ve lo que sucede... —¿Y eso es bueno? —¿Qué otro le gusta? —preguntó de repente, sin responder a mi pregunta. Cuando hacía preguntas, sus ojos se iluminaban como si algo se encendiese dentro de ellos. —Hay muchos. Me gustan Drummond, Manuel Bandeira... —¿Y Vinícius de Morais? —También. —A Beto no le gusta mucho. A mí sí. —¿Lees mucho? ¿Y te gusta divertirte? —¿Divertirme? No tengo dinero. Mi tío no me da. Muy poco, casi no me alcanza. Cree que divertirse es desperdiciar el dinero. Pero también él no es rico. Beto es el que a veces me lleva con él al cine, o al bar: ahí tomo cerveza con él, pero poquita, para no llegar mareada a la casa. A Beto no le importa. También deja que yo fume. No me dice que haga esas cosas, pero si le pido que me deje hacerlas me lo permite. No es como mi tío, nuestro tío. Beto piensa que eso no tiene nada de malo, que no importa que una mujer haga esas cosas. Yo también lo creo. ¿Qué tiene de malo beber o fumar? Pero a mi tío no le gusta. Me mata si me ve haciendo esas cosas. —¿Qué es lo que hace? ¿Te pega?... —¿Pegar? No... ni me grita, sólo me observa. Pero la manera como me observa es peor que si me pegase... —¿Y tus amigas? —¿Amigas?—miró otro autobús que venía llegando. —Yo no tengo amigas. Ando sola —volteó hacia mí, sonriendo—: ¿No es gracioso? ¿Que yo esté sola? No sonreí. Pregunté: —¿Por qué estás así, sola? Ella desvió la mirada. Me arrepentí de haber preguntado; no debí haber preguntado eso. Pero ella respondió, sin mirarme: —No sé por qué. Es porque así soy. ¿No hay todo tipo de personas? Pues sí. Yo soy así: solitaria —volteó hacia mí—: ¿No cree que soy un poco extraña? —¿Extraña? —¿Ha deseado ser un autobús, por ejemplo? ¿O un rascacielos? Yo sí. ¿No es extraño? Hasta quise ser la cadena que está ahí. ¿Se fijó cuando yo estaba ahí, antes de sentarme aquí? Yo estaba pensando en eso: que debía ser bueno ser esa cadena. Mírela, ¿no le parece que sería bueno? Ella no se mueve en todo el día, no habla, nadie platica con ella, está en el mismo lugar, siempre igual; y si algún día la quitan de ahí, ella seguirá siendo esa cadena, ¿no sería bueno? ¿Pero, no es extraño que yo quiera ser una cadena? ¿No es algo ilógico? Ella comenzó a llorar, tan de repente que me asusté. —¿Qué tienes? ¿Qué pasa...? —ella se quedó con su cara entre las manos. Extendí la mano sobre su hombro, pero antes de que pudiese tocarla, ella volvió a mirarme: ya no estaba llorando. —Disculpe —dijo—. A veces me pasa eso; lloro así de repente, sin ninguna razón: no pasa nada; no debe preocuparse. ¿Qué hora es? Vi: faltaban veinticinco minutos. —¿Ya es la hora? —Casi. Había puesto sus manos otra vez entre las piernas, y encogía la cabeza. Temblaba un poco. La miré y quise decir cualquier cosa, pero no supe qué. —¿Sabe? —dijo en un tono en que aún no la había oído hablar, con mucha gravedad—: hay momentos en que pienso que Beto nunca regresará. —¿Regresar? ¿De dónde? —¿No le dije que está de viaje? —No. —Sí, él está viajando. Pero desde hace mucho tiempo y hay momentos en que pienso que no va a volver nunca. Mi tío dice que sí, que va a regresar; pero a veces ya no le creo mucho; mi tío me ha mentido ya muchas veces, ¿sabe? No creo mucho en él. De repente vi que sus ojos se abrían mucho y su rostro se volvía miedo; miré hacia donde dirigía la mirada y vi a un hombre gordo y fuerte que caminaba hacia nosotros. Cuando me volví para mirarla, ella ya se había levantado y corrido en esa dirección, pero no se detuvo y continuó corriendo hasta que desapareció entre la gente. En esta ocasión mi perspicacia —si es que esto merece ser llamado perspicacia— no falló: aquel hombre sólo podía ser su tío. Continuó caminando hacia mí, con el mismo paso lento y cadencioso, sin que la fuga de la muchacha lo hubiese hecho detenerse o volverse atrás. Se paró frente a mí y sin sonreír, sin dar un nombre o preguntar el mío, habló, en el tono medio ronco y cansado de un cardiaco: —¿Usted es amigo de Françoise? —No —respondí, con su mismo aire neutro—. Estoy viajando. No la conocía. Yo estaba sentado aquí y empezamos a conversar. —Soy el tío de la muchacha —dijo lo que yo ya sabía—. No me gusta que ella se quede conversando con extraños. Debo haber tenido una reacción hostil, pues rápido pasó a explicarse, haciéndose más amable. —Usted comprende: ella es una niña, una muchacha aún joven e inexperta; no es aconsejable que ande caminando por cualquier lugar, o conversando con quien se le ocurra. Usted sabe cómo son las cosas: hay mucha gente por ahí, uno no debe descuidarla. Y además, ella no es una muchacha cuerda. —¿Está enferma? —me extrañé—. No lo noté. —Una persona ajena no lo nota. Ella tiene una perturbación psíquica. Sus facultades mentales no están completas. ¿No le habló de un hermano de ella? —¿Beto? —Sí. Beto. ¿Qué es lo que le dijo? Hice un gesto vago, dando a entender que ella había hablado sobre varias cosas, mientras intentaba imaginar dónde, en medio de aquello, estaba la perturbación psíquica que yo no había notado; pero no tuve tiempo de concluir nada: el tío dijo todo en una sola frase: —Pues Beto ya murió. Lo miré: Murió hace un año. Un accidente. Ella quedó muy abatida, Françoise. De sus nervios. Quedó medio perturbada. Al principio fue mucho peor, yo no sabía qué hacer con ella, cómo hacer algo. Pero después, ella fue mejorando por sí misma. Inventó esa historia de que él está viajando, ¿habló de eso? Ella misma lo inventó y cree que es verdad, ¿no es admirable? Yo la dejé. Fue así como mejoró. Ahora ya está bien; quiero decir: está así, pero creo que no tardará en acabar de estar bien. Va poco a poco. Le pregunté por qué no buscaba un especialista, pero no me acuerdo bien de la pregunta ni de cómo respondió; sólo recuerdo que habló de falta de necesidad de eso, pues ella se desenvolvía como una persona normal y no le daba problemas a nadie, y hasta era una muchacha feliz, de esa expresión yo me acuerdo bien: “una muchacha feliz”. Después de esto me despedí de él, pero tampoco recuerdo cómo fue, lo que dijo o lo que dije, y si me sonrió o continuó con aquel aire de pocos amigos; recuerdo que yo me quedé solo otra vez y al levantarme para irme, me quedé algún tiempo apretando la cadena que perfilaba el pasillo.
Traducción de Francisco Hernández Avilés
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