Material de Lectura

 width= Luiz Vilela


Selección de Francisco
Hernández Avilés
y Eduardo Langagne

Nota introductoria
de Eduardo Langagne


VERSIÓN PDF

Nota introductoria

 

Resulta importante esta primera edición en México de algunos de los cuentos de Luiz Vilela. Su escritura ofrece al lector una serie de elementos novedosos en este difícil género: Vilela abrirá otras puertas a los que escriben. A los lectores, simples lectores, valiosos lectores, heroicos lectores de literatura, ofrecerá una aventura distinta y seguramente fresca.

Callado, silencioso, acatando la fama popular que dice que el Mineiro no habla, Vilela logra en su escritura un tono particularmente suave y convincente, expresivo y nítido, con el que atiende desde ópticas variadas y complejas, temas íntimos que no obstante pertenecen a la colectividad.

Nacido en Ituiutaba, una pequeña población del estado brasileño de Minas Gerais, el último día de diciembre de 1942, Luiz Vilela comenzó a escribir a los 13 años, edad en la que ya poseía una amplia experiencia como lector.

A partir de entonces, Vilela no se detuvo, fue a Belo Horizonte, la capital de su estado natal, y posteriormente estudió filosofía en la Universidad Federal de Minas Gerais.

Con otros jóvenes editó la revista de cuentos Estória y un periódico literario de vanguardia: Texto.

En 1967, a los 24 años, publicó en edición de autor su primer libro de cuentos Tremor de terra. La modesta edición concursó entonces en Brasilia, y obtuvo el Premio Nacional de Ficção, disputado entre 250 escritores del país, entre los que se contaban varios monstruos sagrados de la literatura brasileña. Una vez reeditado el libro en Río de Janeiro, Vilela fue conocido en todo Brasil.

En 1968, Vilela se mudó a Sao Paulo para trabajar como redactor y reportero en el Jornal da tarde, posteriormente viajó a los Estados Unidos para participar en el International Writing Program, en Iowa City, Iowa.

En seguida recorrió Europa y se estableció durante algún tiempo en Barcelona. De regreso en Brasil, continuó publicando cuentos. En 1971 apareció Os novos, la primera novela de las cuatro que Luiz Vilela ha publicado hasta la fecha. Según la crítica, Os novos es la mejor obra de ficción producida por su generación.

El libro retrata el convulsivo periodo posterior a la Revolución de 64 y debido a ello los editores temían represalias, por lo que tuvo numerosas dificultades para ser publicado. Cuando finalmente apareció, Os novos recibió desde los más violentos ataques hasta los más exaltados elogios.

En 1990 Luiz Vilela estuvo en Cuba como jurado de literatura brasileña del Premio Casa de las Américas, y en 1991 participó en nuestro país en el VI Encuentro Internacional de Narrativa.

Actualmente radica en su ciudad natal y dedica todo su tiempo a escribir.

Vilela ha sido traducido a diversos idiomas, sus cuentos aparecen en numerosas antologías, tanto en Brasil como en otros países de América y de Europa. Su obra ha sido motivo de constantes estudios.

En este breve volumen se incluyen cuentos de diferentes libros, que pueden dar idea de la creatividad de Vilela y de su manera de tratar los temas.

Vilela, según sus propias palabras, desearía que el lector comprendiera todo lo que está en sus libros y aunque sabe que eso es imposible, supone que si algo de lo leído logra hacer del lector una persona mejor, más sencilla o más inteligente, habrá valido la pena escribir.


Eduardo Langagne


Nota bibliográfica

 

Novelas


O inferno é aqui mesmo, 1979
Entre amigos, 1982
Graça, 1989


Cuentos

Tremor de terra, 1967
No bar, 1968
Tarde da noite, 1970
O fim de tudo, 1973
Lindas pernas, 1979


Noveleta


O choro no travesseiro, 1979


Françoise

 

Dos veces ya había pasado frente a mí. Yo la había observado: era bonita, rubia, con su cabello desaliñado y la ropa un poco descuidada. Pero no parecía que fuera a viajar; era más probable que estuviese esperando a que alguien llegase. O quizás, como ahí no era el lugar más apropiado para eso, pues el lugar donde llegaban los autobuses quedaba en el otro extremo, tal vez ella estuviese simplemente aguardando a otra persona con quien se había citado en la terminal, en un punto como cualquier otro. El hecho de que el lugar donde yo estaba era uno de los más visibles y con menos movimiento en la terminal —una banca en el camino hacia los guardaequipajes— me confirmó esa hipótesis. Así, cuando se aproximó un simpático muchacho, sin maletas y sin pinta de viajero, sonreí ligeramente hacia adentro, satisfecho con mi perspicacia de observador. Pero la muchacha, que estaba a pocos pasos de mí, viendo un autobús que acababa de llegar, no se movió —y el muchacho pasó de largo. Genial mi perspicacia.

—¿Ya la conoce? —le escuché decir.

Sorprendido, miré hacia los lados: no había nadie más ahí, era conmigo con quien estaba hablando.

—¿Qué cosa? —le dije.

Ella estaba un poco de lado, con su mano izquierda tomando la cadena que delimitaba el pasillo, la cual colgaba pesadamente de pequeñas pilastras de concreto armado, colocadas en intervalos de unos dos metros a la altura de las rodillas, para evitar que los transeúntes caminaran fuera del corredor por un lugar peligroso a donde llegaban los autobuses; señaló uno que había llegado: “Lindóia”.

—¿Que si conozco ese lugar?

Ella sonrió.

—No —le dije.

Ella se acercó despacio, aventando un poco los pies como si jugase con ellos, como queriendo acercarse a mí. Preguntó si podía sentarse junto. Yo afirmé, “claro”.

Ella se sentó, después metió sus manos entre las piernas, encogiendo la cabeza como si sintiera mucho frío. Esta posición le daba cierto aire de niña.

—Me gustaría ir para allá —dijo.

—¿A dónde? ¿A Lindóia?

Ella asintió con la cabeza.

—Cuando yo era pequeña, mi mamá cantaba mucho aquella canción que comienza así: Tardes silenciosas de Lindóia. ¿La conoce?

Dije que sí.

—A ella le gustaba mucho esa canción. A mí también me parecía bonita y me la pasaba pidiéndole que la cantara. Lo gracioso es que yo no sabía que Lindóia era una ciudad, que existía realmente en algún lugar como las otras ciudades, ¿no es gracioso? Yo pensaba que Lindóia solamente existía en canción. Después entré a la escuela y aprendí que era una ciudad donde había aguas medicinales y adonde iba mucha gente. Entonces yo también tuve ganas de ir hacia allá. Pero no por ese motivo, el de las aguas y el de la gente; la causa fue esa canción. Todavía ahora tengo esa inquietud. A veces vengo a la terminal y observo los autobuses que llegan o salen para allá. Éste que llegó es el de las seis; el de las dieciocho horas. ¿Todavía será la misma?

—¿La misma?

—Lindóia; ¿todavía será igual a la canción?

Hice un gesto vago con la cabeza; no estaba entendiendo bien lo que ella quería decir.

—Tengo ganas de viajar y ver... —dijo pensativamente.

—¿Nunca le pediste a tu mamá que te llevara?

—¿Mamá? Ella murió. Murió hace mucho tiempo. Yo tenía nueve años.

—¿Y tu papá?

—Ni siquiera llegué a conocerlo; murió antes de que yo naciese. Beto es el que sí lo conoció. Beto es mi hermano. Es tres años más grande que yo. En octubre va a cumplir veintiún años. El quince de octubre.

—Y tú, ¿cómo te llamas?

—Françoise.

—Françoise —repetí. Siempre tuve ganas de conocer una niña que se llamara Françoise...

Ella sonrió, mirando sus manos que continuaban metidas entre las piernas.

—¿Eres francesa? ¿O tus papas?

—No. Así se llamaba mi abuela; Françoise era su nombre. Pero ella tampoco era francesa, quien era francesa era mi bisabuela, ella sí.

Quedamos un momento en silencio. Encendí un cigarro.

—¿Va a viajar? —preguntó.

—Así es. A las diecinueve horas —miré el reloj— Aún falta una hora.

—¿Hacia dónde va?

—A Río.

—Río... —repitió ella pensativa.

—¿Y tú?...

—Estoy nada más aquí. A veces acostumbro venir. Me gusta la terminal. Se ven tantas cosas diferentes. Personas diferentes, cosas diferentes... Me gusta venir. También los autobuses, el movimiento, gente llegando, gente saliendo... Pero a veces esto también me entristece. ¿Usted estaba triste?

—¿Yo?

—Desde que llegué lo vi. Parecía triste. Todo quietecito, sentado en este banco, lejos de la gente.

—Lo que pasa es que estoy muy cansado. Viajé una noche entera y casi no duermo cuando viajo; no dormí casi nada. Además, estuve caminando todo el día. Estaba cansado. Quería ver si dormitaba aquí un poco.

—¿Quiere decir que lo molesté? —preguntó con aire asustado.

—No, de ningún modo —aclaré rápido—. Ya descansé algo antes de que llegaras. Y como también voy a seguir viajando, puedo dormir en el autobús.

—¿Y si mejor se durmiera otra vez? Dice que no puede dormir cuando viaja...

—Cansado de la manera como estoy, creo que voy a dormirme rápido —me pasé la mano por el rostro, mi barba estaba crecida.

—Si quiere, me voy—dijo ella, amenazando levantarse. Pero yo le repetí que no y le pedí que se quedase: me agradaba conversar con ella. Se quedó, volviendo a poner sus manos entre las piernas, continuando en aquella posición de frío.

—¿Tienes frío? Tengo una bufanda, ¿quieres usarla? —y me llevé la mano a la bolsa del saco.

—Gracias —negó rápidamente con la cabeza—, no es necesario, gracias; así soy, vivo sintiendo frío; siento frío el año entero. Incluso cuando el día es caluroso, a veces siento frío, ¿no es gracioso?

Sonreí.

—Voy a pedirle otra cosa —dijo sonriendo con una cara misteriosa.

—¿Qué?

Ella señaló con los ojos hacia mi mano.

—Le voy a pedir una fumadita...

—Aquí tengo cigarros, te doy uno —dirigí mi mano hacia el bolsillo.

—No —dijo, deteniéndome—. Sólo una fumadita, yo no fumo; sólo quiero una fumadita.

Extendí el cigarro con el filtro volteado hacia ella, pero en vez de tomarlo, me cogió la mano y se inclinó para chupar el cigarro; su mano estaba fría. Después inhaló y soltó lentamente el humo, acompañándolo con los ojos.

—Si me viese mi tío, me mataría...

—¿Tu tío? —pregunté.

—Sí. Nosotros vivimos con él: Beto y yo. El nos crió después de la muerte de mi mamá; era su hermano. No le gusta que fume. Dice que una mujer decente no fuma... —se rió divertida.

Fue la primera vez que la vi reír; riendo era aún más bonita y realmente parecía tener diecisiete años. Seria, parecía mayor; tenía una arruga en la frente. Era extraño cómo tenía al mismo tiempo un aspecto tan infantil y tan maduro; creo que era eso lo que hacía que me pareciera tan bonita, pues sus rasgos eran comunes. Sus ojos eran lo que más sobresalía, grandes y brillantes.

—¿Qué pasa?... —preguntó, notando que la observaba.

—Me estoy fijando en tus ojos... son tan bonitos...

Ella, un poco tímida, bajó la cabeza. Volvió a poner sus manos entre las piernas. Bajito, dijo algo que no entendí, como si hubiese hablado apenas para sí misma; pregunté qué decía. Ella me miró:

—Son versos, Beto me los escribió. ¿Le dije que es poeta? Él me ha escrito muchos versos. Los que estaba diciendo ahora van así: Tus húmedos ojos como dos mitades de naranja partida. ¿No es bonito? ¿Cree que así son mis ojos?

Dije que sí.

—Hay otro que dice así: tu boca coca. ¿Sabe lo que es coca? Es la mujer del coco. ¿Sabía que las frutas también tienen macho y hembra? Él me lo dijo. Yo nunca había pensado en eso. Dice que es necesario tener imaginación, las cosas no son como se ven. Él me enseñó. Tomó una banana y me dijo: “fíjate bien, Fran”, él me llama Fran; Fran, cuando no está enojado conmigo; cuando está, soy Francita. ¿No es gracioso?, debía ser al contrario ¿no? Francita debía de ser cuando no está enojado; pero él es poeta y los poetas son así; “mira bien, Fran, míralo bien: ahora dime si es una banana o un banano”. Me fijé bien. “Es un banano”, dije; y él dijo que sí, que era un banano. Desde entonces siempre observo las frutas, y sé rápidamente cuando es uno u otra. ¿Cree que esto es tonto?

Sonreí.

—No, creo que es divertido.

—Si tuviese aquí una fruta, le preguntaría, para saber si tiene imaginación. Mi tío cree que eso es tonto. Cree que Beto y yo somos unos tontos. Dice que le damos lástima. Decía antes, ahora no me dice nada, parece que se cansó de hablar. Lo único que nos dice ahora es buenos días y buenas noches, y nos ordena hacer cosas. Piensa que Beto debería estudiar medicina; como su padre o nuestro papá, que era médico. Pero a Beto no le gusta estudiar, le apasiona escribir poesía. Yo creo que hace bien. Mi tío dice que la poesía no sirve para nada y que Beto nunca será un hombre rico. ¿Sabe lo que Beto le respondió? Que él no quería ser rico. Mi tío le dijo que era un tonto.

—¿Qué es lo que hace tu tío?

—¿Mi tío? ¿Que qué hace? Tiene un barecito. Aquí, en una calle cercana. Yo le ayudo por las tardes. En la mañana voy a la escuela, estoy en primaria. Quiere que estudie contabilidad y entre después a las oficinas de alguna fábrica. Dice que ésa es la mejor carrera para una muchacha de ahora, en una gran ciudad. La carrera más provechosa... Creo que esa palabra es horrible: “provechosa”. ¿No lo cree? Hay palabras que son bonitas y otras que son feas. A ésta yo la encuentro fea, horrible: “provechosa”. Nostalgia es una palabra bonita. Lindóia también... Si yo no me llamara Françoise, me gustaría llamarme Lindóia. ¿No cree que es una palabra bonita?

—Lo es; muy bonita.

—Las palabras son como las personas, hay de muchos tipos: bonitas, feas, gordas, flacas, simpáticas, antipáticas, serias, graciosas, alegres, tristes; de todas las clases. Beto dice que la gente puede aprender todo con las palabras, pero para eso es necesario que ellas le gusten a la gente, como si fueran personas. Yo también ya pensé eso una vez. ¿Ha notado qué gracia tiene una palabra si nos fijamos en ella mucho tiempo y la seguimos pensando? Es gracioso, parece que ella comienza a balancearse, a vivir; parece una cosa viva. Las palabras son como un montón de animalitos jugando; jugando a ser palabras; ¿lo ha notado? Diga una palabra que piense que sea bonita...

Pensé y dije:

—Françoise.

Ella bajó la mirada.

—¿Usted cree que mi nombre es bonito?... —preguntó, viendo hacia el suelo.

Iba a decir que sí, pero creo que no dije nada.

Quedamos en silencio.

De repente ella me miró y sonrió:

—¿Y si fuese un nombre brasileño? Entonces sería Francisca.

—Chica.

—Sí, Chica.

—Chiquita. También te llamarían Chiquita. ¿Te parecería bonito?

Ella se sonrió.

María Chiquinha. O quê que você foi fazer no mato, María Chiquinha —canté mirándola; ella se reía con el rostro sonrojado. Continué cantando, y ella riendo, cada vez más. Después me miró y pidió que me detuviera.

—Usted es igual a Beto, él también me mata de risa, se parecen mucho... —dijo, con los ojos aún mojados de la risa.

Miré el reloj.

—¿Ya es hora? —preguntó.

—No, tengo mucho tiempo todavía.

—¡Qué gracioso! —dijo—, ya no siento frío; usted me hizo reír tanto que ya me dio calor.

—¿Cómo es Beto, tu hermano? Háblame más sobre él, parece ser un muchacho interesante; lo quieres mucho, ¿verdad?

—Sí, mucho —se volvió hacia mí con la mirada brillante.

—Creo que usted también es poeta, ¿verdad?

—No —respondí—. No lo soy. Pero me gusta mucho la poesía. Leo mucho.

—¿Cuál es el que más le gusta? ¿Qué poeta?

—Hay muchos.

—El que más le gusta a Beto es un alemán. Todavía ahora no me he aprendido su nombre. Es un nombre difícil de decir.

—¿Hölderlin?

—¡Ése! ¿Cómo lo sabe?

—También yo lo leí y me gusta. Es un gran poeta. Murió loco.

—Casi todos los poetas mueren así... debe ser bueno ser poeta... —dijo ella pensativa.

—¿Por qué crees que debe ser bueno?

—Un loco no ve lo que sucede...

—¿Y eso es bueno?

—¿Qué otro le gusta? —preguntó de repente, sin responder a mi pregunta. Cuando hacía preguntas, sus ojos se iluminaban como si algo se encendiese dentro de ellos.

—Hay muchos. Me gustan Drummond, Manuel Bandeira...

—¿Y Vinícius de Morais?

—También.

—A Beto no le gusta mucho. A mí sí.

—¿Lees mucho? ¿Y te gusta divertirte?

—¿Divertirme? No tengo dinero. Mi tío no me da. Muy poco, casi no me alcanza. Cree que divertirse es desperdiciar el dinero. Pero también él no es rico. Beto es el que a veces me lleva con él al cine, o al bar: ahí tomo cerveza con él, pero poquita, para no llegar mareada a la casa. A Beto no le importa. También deja que yo fume. No me dice que haga esas cosas, pero si le pido que me deje hacerlas me lo permite. No es como mi tío, nuestro tío. Beto piensa que eso no tiene nada de malo, que no importa que una mujer haga esas cosas. Yo también lo creo. ¿Qué tiene de malo beber o fumar? Pero a mi tío no le gusta. Me mata si me ve haciendo esas cosas.

—¿Qué es lo que hace? ¿Te pega?...

—¿Pegar? No... ni me grita, sólo me observa. Pero la manera como me observa es peor que si me pegase...

—¿Y tus amigas?

—¿Amigas?—miró otro autobús que venía llegando. —Yo no tengo amigas. Ando sola —volteó hacia mí, sonriendo—: ¿No es gracioso? ¿Que yo esté sola?

No sonreí. Pregunté:

—¿Por qué estás así, sola?

Ella desvió la mirada. Me arrepentí de haber preguntado; no debí haber preguntado eso. Pero ella respondió, sin mirarme:

—No sé por qué. Es porque así soy. ¿No hay todo tipo de personas? Pues sí. Yo soy así: solitaria —volteó hacia mí—: ¿No cree que soy un poco extraña?

—¿Extraña?

—¿Ha deseado ser un autobús, por ejemplo? ¿O un rascacielos? Yo sí. ¿No es extraño? Hasta quise ser la cadena que está ahí. ¿Se fijó cuando yo estaba ahí, antes de sentarme aquí? Yo estaba pensando en eso: que debía ser bueno ser esa cadena. Mírela, ¿no le parece que sería bueno? Ella no se mueve en todo el día, no habla, nadie platica con ella, está en el mismo lugar, siempre igual; y si algún día la quitan de ahí, ella seguirá siendo esa cadena, ¿no sería bueno? ¿Pero, no es extraño que yo quiera ser una cadena? ¿No es algo ilógico?

Ella comenzó a llorar, tan de repente que me asusté.

—¿Qué tienes? ¿Qué pasa...? —ella se quedó con su cara entre las manos. Extendí la mano sobre su hombro, pero antes de que pudiese tocarla, ella volvió a mirarme: ya no estaba llorando.

—Disculpe —dijo—. A veces me pasa eso; lloro así de repente, sin ninguna razón: no pasa nada; no debe preocuparse. ¿Qué hora es?

Vi: faltaban veinticinco minutos.

—¿Ya es la hora?

—Casi.

Había puesto sus manos otra vez entre las piernas, y encogía la cabeza. Temblaba un poco. La miré y quise decir cualquier cosa, pero no supe qué.

—¿Sabe? —dijo en un tono en que aún no la había oído hablar, con mucha gravedad—: hay momentos en que pienso que Beto nunca regresará.

—¿Regresar? ¿De dónde?

—¿No le dije que está de viaje?

—No.

—Sí, él está viajando. Pero desde hace mucho tiempo y hay momentos en que pienso que no va a volver nunca. Mi tío dice que sí, que va a regresar; pero a veces ya no le creo mucho; mi tío me ha mentido ya muchas veces, ¿sabe? No creo mucho en él.

De repente vi que sus ojos se abrían mucho y su rostro se volvía miedo; miré hacia donde dirigía la mirada y vi a un hombre gordo y fuerte que caminaba hacia nosotros. Cuando me volví para mirarla, ella ya se había levantado y corrido en esa dirección, pero no se detuvo y continuó corriendo hasta que desapareció entre la gente.

En esta ocasión mi perspicacia —si es que esto merece ser llamado perspicacia— no falló: aquel hombre sólo podía ser su tío.

Continuó caminando hacia mí, con el mismo paso lento y cadencioso, sin que la fuga de la muchacha lo hubiese hecho detenerse o volverse atrás.

Se paró frente a mí y sin sonreír, sin dar un nombre o preguntar el mío, habló, en el tono medio ronco y cansado de un cardiaco:

—¿Usted es amigo de Françoise?

—No —respondí, con su mismo aire neutro—. Estoy viajando. No la conocía. Yo estaba sentado aquí y empezamos a conversar.

—Soy el tío de la muchacha —dijo lo que yo ya sabía—. No me gusta que ella se quede conversando con extraños.

Debo haber tenido una reacción hostil, pues rápido pasó a explicarse, haciéndose más amable.

—Usted comprende: ella es una niña, una muchacha aún joven e inexperta; no es aconsejable que ande caminando por cualquier lugar, o conversando con quien se le ocurra. Usted sabe cómo son las cosas: hay mucha gente por ahí, uno no debe descuidarla. Y además, ella no es una muchacha cuerda.

—¿Está enferma? —me extrañé—. No lo noté.

—Una persona ajena no lo nota. Ella tiene una perturbación psíquica. Sus facultades mentales no están completas. ¿No le habló de un hermano de ella?

—¿Beto?

—Sí. Beto. ¿Qué es lo que le dijo?

Hice un gesto vago, dando a entender que ella había hablado sobre varias cosas, mientras intentaba imaginar dónde, en medio de aquello, estaba la perturbación psíquica que yo no había notado; pero no tuve tiempo de concluir nada: el tío dijo todo en una sola frase:

—Pues Beto ya murió.

Lo miré:

Murió hace un año. Un accidente. Ella quedó muy abatida, Françoise. De sus nervios. Quedó medio perturbada. Al principio fue mucho peor, yo no sabía qué hacer con ella, cómo hacer algo. Pero después, ella fue mejorando por sí misma. Inventó esa historia de que él está viajando, ¿habló de eso? Ella misma lo inventó y cree que es verdad, ¿no es admirable? Yo la dejé. Fue así como mejoró. Ahora ya está bien; quiero decir: está así, pero creo que no tardará en acabar de estar bien. Va poco a poco.

Le pregunté por qué no buscaba un especialista, pero no me acuerdo bien de la pregunta ni de cómo respondió; sólo recuerdo que habló de falta de necesidad de eso, pues ella se desenvolvía como una persona normal y no le daba problemas a nadie, y hasta era una muchacha feliz, de esa expresión yo me acuerdo bien: “una muchacha feliz”.

Después de esto me despedí de él, pero tampoco recuerdo cómo fue, lo que dijo o lo que dije, y si me sonrió o continuó con aquel aire de pocos amigos; recuerdo que yo me quedé solo otra vez y al levantarme para irme, me quedé algún tiempo apretando la cadena que perfilaba el pasillo.


Traducción de Francisco Hernández Avilés


La feijoada*

 

Entró y se quedó parado, observando: ninguna mesa vacía, el restaurante completamente lleno. Se sintió molesto; sabía que los sábados así era y siempre intentaba llegar temprano, pero aquel día se presentó un contratiempo que lo hizo retrasarse. ¿Se quedaría sin su feijoada sólo por eso? No era justo, no podía.

Vino el mesero:

—Buenos días, Licenciado.

—¿Qué tal?... —dijo expresando en estas palabras todo lo que sentía.

—Hoy la casa está un poco llena —dijo el mesero, con evidente eufemismo—; pero si a usted no le importa esperar un poco, pronto habrá una mesa aguardando por ahí...

—No puedo irme sin comer feijoada —respondió categórico.

Se quedó esperando próximo a la puerta con el cuerpo medio inclinado hacia atrás y la panza de fuera. Se abrió el abrigo: la corbata colorida sobre la camisa muy blanca. La mano izquierda asegurando el cinturón y la derecha con un cigarro, mientras miraba la calle: ya era mediodía y el sol estaba muy intenso, había una luminosidad casi excesiva en las cosas. Era pleno mes de diciembre, hacía ya varios días que no llovía y según el pronóstico del meteorológico toda­vía tardaría en llover. Volvió a mirar hacia adentro, ansioso e impaciente. Y entonces se alegró: unas personas se levantaban de una mesa del fondo.

Pronto vino el mesero:

—Ya hay una mesa.

—Maravilloso.

El hombre siguió al mesero y en recorrido hasta la mesa algunas veces inclinó la cabeza —de modo formal y algo solemne— hacia personas que lo saludaban.

Al fin se sentó: seguro de sí y suspiró contento estirando las piernas.

—¿Qué tal está la de hoy, Fernando?... —preguntó con familiaridad al mesero, que acababa de limpiar la mesa.

—Está muy buena, Licenciado.

—Ah ¿sí?—preguntó, con confianza hacia el mesero, que acababa de limpiar la mesa.

El mesero meneó el trapo doblado sobre el brazo:

—¿Con qué va a comenzar? ¿Lo de siempre?

—Sí, pero me traes de la buena.

—Licenciado, usted es como de la casa.

El hombre agradeció con una sonrisa.

—¿Y también me traes una cervecita?

—También.

—Casco oscuro.

—Claro.

—¿Claro?

—Quiero decir que claro que casco oscuro.

—Ah —el mesero rió.

—Creí que traerías del casco claro.

—No. Me extraña —dijo el mesero— usted siempre pide casco oscuro.

—Pues sí —dijo.

El mesero se fue.

El hombre descansó los brazos sobre la mesa, se acomodó reanimado en la silla, miró hacia todo el salón: se sentía feliz, verdaderamente feliz; y se sintió aún más al ver a unas personas recién llegadas esperando en la puerta como él esperaba unos minutos antes. Ahora estaba ahí, tranquilo, sentado en medio de aquel ruidal de conversaciones y risas, esperando su deliciosa feijoada, por la que él venía religiosamente todos los sábados a comer. No había nada mejor.

Allá venían las bebidas.

El mesero colocó el vaso de aguardiente en la mesa; la cerveza y los cubiertos. Abrió la botella de cerveza, guardando la tapa en la bolsa de su mandil blanco; llenó el vaso, la cerveza espumó.

El hombre dio un sorbo al aguardiente.

—¿Qué tal? —preguntó el mesero.

—Divina.

—Es la mejor que tenemos por el momento.

—Excelente, de primera.

—Sólo un minutito más y viene la feijoada —dijo el mesero yéndose nuevamente.

El hombre probó una aceituna negra. Después co­mió una rodajita de rábano. Untó mantequilla en un pedazo de pan. Tomó entonces un buen trago de cer­veza: “Eh...” —exclamó de placer.

Al poco tiempo vino el mesero, lacayo real, transportando por entre las mesas la charola con la precio­sa feijoada.

El mesero se inclinó y puso la charola en un rincón de la mesa, comenzando a vaciarla. La feijoada humeaba olorosa en el tazón de cerámica, al hombre se le hizo agua a la boca.

—¡Ah! Qué aroma... —enjugándose las manos.

—¿Una cañita más? —preguntó el mesero, repa­rando en la botella vacía.

—Puedes traerla, puedes traer una más.

El mesero se fue.

El hombre se contuvo un instante aún para verifi­carlo todo. “Veamos”, dijo para sí mismo, como si estuviera allá en la oficina revisando una factura: “arroz, col, harina, salsa...” Todo ahí.

Sumergió entonces la cuchara en el tazón, dio unas meneadas y se sirvió con mucha educación. Después un poco de cada cosa, en proporciones iguales. Tomó un trago de cerveza, mirando vagamente alrededor. Cogió el tenedor, tomó la comida y se la llevó a la boca: “Huin...”, qué delicia. Otra porción; un trago más de cerveza: “Ah...” Una ramita; sus dientes y lengua limpiaron rápido el hueso redondo; lo soltó en el plato, un batidero en la vajilla. Salsa picante y la cerveza apagando el incendio, enfriando la garganta, un eructo que sube: “Ah...” Se sintió aliviado, ahora comería otro tanto. Fue llenando de nuevo su plato.

Llegó el otro aperitivo:

—Tardó un poco —se disculpó el mesero.

—No hay problema, llegó a tiempo.

—¿Quiere que le dé una calentadita más a la feijoada? Es más sabrosa.

El hombre aceptó; el mesero colocó el tazón en la charola.

—¿Una cerveza más?...

El hombre vio la botella casi vacía.

—Puedes traerla.

El mesero se fue.

El hombre tomó un trago de caña; “excelente...” Sentía calor; se quitó el abrigo y lo colgó en la parte trasera de la silla. Saboreó el plato, puso una cucharada más de salsa y recomenzó. Así prosiguió, a un ritmo continuo, interrumpiendo sólo para tomar nue­vos tragos de aguardiente. Al terminar limpió el gusto en la boca con el resto de la cerveza; se reclinó entonces sobre la silla y respiró profundo: se sentía lleno, casi empanzonado. Comió de más. Si eructara, sólo un eructito... Y entonces lo sintió venir, venía llegando: “Oahh...”, eructó con libertad. Después todavía se enderezó un poco en la silla y —“ah...”— se acabó de aliviar. Ahora sí se sentía otro, se sentía muy bien. Pero no comería más. ¿O lo haría? Tal vez sólo un poquito más... sólo un poquito... Miró en dirección a la cocina, buscando al mesero: tuvo dificultades para ver las cosas, su vista no se fijaba. “¿Será que ya estoy ebrio?”, se preguntó con una repentina y extraña voluntad de reír. “Sí, creo que estoy ebrio”, concluyó y entonces comenzó a reír, sacudiéndose todo, como si aquello fuera la cosa más chistosa del mundo.

El mesero vino de otro lado, surgió frente a él con la charola. El aún reía, enjugándose los ojos con el pañuelo, y el mesero viéndolo así, rió también. Puso la feijoada en la mesa, y la nueva botella de cerveza, recogiendo enseguida la botella vacía. El hombre se inclinó sobre el tazón, como si fuera a meter la cara adentro:

—¡Ay! Dios mío, ese olor...

—¿Una cañita más?

—Quieres matarme, Fernando —se lamentó—, me voy a quejar a la policía de que quieres matarme...

El mesero rió.

—¿Qué podemos hacer? Trae, trae cuantos tragos haya —y se carcajeó— ¡me voy a hastiar, Fernando, me voy a saciar!...

El mesero se apartó riéndose junto con una pareja de jóvenes de la mesa vecina que observaba al hombre y también reía.

—¡Ay, ay! —habló sólito el hombre— estoy bo­rracho, completamente ebrio, no queda la menor duda.

Tomó la cuchara para servirse, pero en vez de eso la soltó de repente. Se levantó a tropezones y fue en dirección del mingitorio, esforzándose por equilibrarse y no chocar con las mesas —los ojos de la pareja de jóvenes junto con los de otras personas lo siguieron con la expectativa de algún accidente, pero nada ocurrió.

Volvió minutos después, con un paso más firme, pero su rostro tenía una expresión de languidez y alejamiento. Se sentó, sirvió la feijoada y los otros ingredientes, de un modo muy pausado. Tomó un trago de cerveza y se dispuso nuevamente a comer. Lo hacía despacio, demorándose, mirando la mesa al masticar —como si estuviera en un lugar tranquilo y silencioso. Y cuando el mesero llegó con el nuevo trago, apenas levantó el rostro para decir gracias, sin nada de la confianza de antes.

—¿Alguna otra cosa?— preguntó el mesero.

—No, es todo —dijo.

Afuera el sol ardía, comenzaba la tarde, la calle ya con poco movimiento, las personas reunidas en sus casas. Dentro del restaurante las mesas quedaban va­cías y los meseros se movían rápido en el salón, pro­cediendo a la limpieza. Sólo había una mesa ocupada en el fondo: en ella el hombre parecía acompañar aquel trabajo, pero con un aire distraído.

Cuando vio vaciarse la botella, su mesero fue hasta él:

—¿Una más, Licenciado?

—No, ésta fue la última —dijo él.

Tenía la cara derrotada. El mesero lo observó.

—¿Está usted bien?

—A mi edad es difícil que uno esté bien —respondió— ...comí demasiado, no debí haber comido así.

—Tome un Alka-Seltzer.

—Eso no ayuda.

—Es muy bueno —dijo el mesero, con un énfasis sincero.

—El problema no es el estómago —explicó el hombre, y levantó los ojos desalentados hacia el mesero —el problema es aquí —y puso la mano en su pecho.

—¿El corazón? —preguntó alarmado el mesero.

—El alma —dijo el hombre.

El mesero se quedó mirándolo: le caía bien aquel hombre, era rico e importante pero siempre lo trataba con bondad, y tuvo pena de que se sintiera así, quería hacer o decir algo que lo aliviara, pero no sabía qué. No era la primera vez que se quejaba al final de una feijoada; buscaba algo para decirle que lo animase, y eso algunas veces resultaba. Pero ahora no había nada que decir. Esto parecía más profundo. El hombre estaba abatido.

—Tal vez sea el hígado —intentó todavía—, si usted toma un Xantinon-B-12, hace efecto en poco tiempo, es un excelente remedio.

El hombre meneó la cabeza desconsolado:

—No hay remedio para esto, hijo.

Entonces el mesero calló, no sabiendo más que decir.

El hombre miró hacia las mesas vacías del salón y hacia el sol que calentaba afuera —y todo aquel sába­do que él tenía por delante sin nada que hacer.

—¿Sabes? —dijo levantando los ojos hacia el mesero—: me siento miserable; es así como me siento: miserable.
 

Traducción de Ángeles Godínez Guevara

* Plato típico brasileño.

Rasurando

  

El barbero terminó de acomodar la toalla alrededor del cuello del cliente. Tocó su rostro con el dorso de la mano:

—Está caliente todavía...

—¿A qué hora sucedió? —preguntó el aprendiz.

El barbero no respondió. En la camisa semiabierta del muerto algunos vellos grisáceos aparecían. El aprendiz observaba atentamente. Entonces el barbero lo miró.

—¿A qué hora murió? —el aprendiz volvió a preguntar.

—De madrugada —dijo el barbero—; murió de madrugada.

Extendió la mano:

—La brocha y la crema.

El aprendiz tomó con rapidez la crema de la valija de cuero que permanecía sobre la mesa. Después tomó la jarra de agua que había traído al entrar al cuarto: vertió un poco de agua en la taza de la crema y la movió hasta hacer espuma. Era siempre rápido en el servicio, sin embargo en aquel momento su rapidez parecía acompañada de algún nerviosismo.

La brocha terminó por escapar de su mano y fue a caer encima de la pierna del barbero, que estaba sen­tado junto a la cama. El aprendiz pidió disculpas, descontrolado todavía y sin gracia alguna.

—No fue nada—dijo el barbero, limpiando la mancha de espuma de su pantalón—; eso sucede...

El muchacho, después de limpiar la brocha, todavía la removió un poco más en la taza y hasta entonces la entregó al barbero, que todavía le dio una rápida meneada. Antes de comenzar el trabajo, miró al muchacho:

—¿Te gustaría esperar allá afuera? —preguntó de manera amable.

—No, señor.

—La muerte no es un espectáculo agradable para los jóvenes. Mejor dicho, para nadie.

Comenzó a pasar la brocha por el rostro del muer­to. La barba, de unos cuatro días, estaba cerrada.

A través de la puerta cerrada venía el murmullo ahogado de voces que rezaban el rosario. Ahí afuera el cielo estaba acabando de clarear; un aire fresco entraba por la ventana abierta del cuarto.

El barbero le regresó la brocha y la taza llena de espuma; el muchacho ya tenía la navaja y el afilador en la mano; puso la taza con la brocha encima del buró.

El barbero afilaba la navaja. En el salón era bien conocido su estilo de afilar, acompañándose de alegres melodías de música clásica que iba silbando. Ahí en el cuarto, al lado de un muerto, afilaba en un ritmo diferente, más espaciado y lento; alguien podría casi deducir que en su cabeza el barbero silbaba una mar­cha fúnebre.

—Es tan extraño —dijo el muchacho.

—¿Extraño?—el barbero dejó de afilar la navaja.

—Sí, que lo estemos rasurando...

El barbero miró al muerto:

—¿Qué cosa no es extraña?—dijo—. Él, nosotros, la muerte, la vida; ¿qué es lo que no es extraño?

Comenzó a rasurarlo. Detenía la cabeza del muerto con la mano izquierda y con la derecha iba raspando.

—Dios me ayude a morir rasurado —dijo el mu­chacho; el barbero tan sólo observaba cómo iba que­dando su trabajo.

—¿Será que él nos está viendo desde algún lugar? —preguntó el aprendiz.

Miró hacia arriba, el techo todavía tenía la luz prendida como si el alma del muerto estuviera por ahí, observándolos; no vio nada, pero sentía como si el alma estuviera por ahí.

La navaja iba ahora limpiando debajo del mentón. El muchacho observaba el rostro del muerto, sus ojos cerrados, la boca, el color pálido: sin la barba, ahora parecía más muerto.

—¿Por qué muere la gente? —preguntó—. ¿Por qué la gente tiene que morir?

El barbero no dijo nada. Había acabado de rasurar. Limpió la navaja y la cerró, dejándola en la orilla de la cama.

—Dame la toalla —pidió— y moja el trapito.

El muchacho mojó el trapito en la jarra y lo expri­mió para escurrir el exceso. Lo entregó al barbero, junto con la toalla.

El barbero fue limpiando y enjuagando cuidadosamente el rostro del muerto. Con la puntita del trapo quitó un poco de espuma que había entrado en el oído.

—¿Por qué será que no nos podemos acostumbrar a la muerte? —preguntó el aprendiz—. ¿Qué no tenemos que morir algún día? ¿No es que todo mundo se muere? ¿Entonces por qué no podemos acostumbrar­nos?

El barbero lo miró durante un segundo:

—Así es —dijo, y volvió el rostro nuevamente hacia el muerto; comenzó entonces a recortarle el bigote.

—¿No es extraño? —preguntó el aprendiz—, yo no entiendo.

—Hay muchas cosas que no entendemos —dijo el barbero.

Extendió la mano:

—Las tijeras.

En la casa, el movimiento y el ruido de las voces parecían aumentar; de vez en cuando se escuchaba a alguien que rompía en llanto. El muchacho pensó alegremente que ya casi estaban acabando y que dentro de algunos minutos más él estaría ahí afuera, en la calle, caminando en el aire fresco de la mañana.

Se levantó de la silla y contempló el rostro del muerto.

—Las tijeras de nuevo —pidió el barbero.

El muchacho volvió a abrir la valija y a tomar las tijeras. El barbero se inclinó y cortó una pequeña punta de un pelo del bigote.

Los dos permanecieron observando.

—La muerte es una cosa muy extraña —dijo el barbero.

Ahí afuera el sol ya iluminaba la ciudad, que se iba moviendo hacia un día más de trabajo: las tiendas abrían, los estudiantes iban a la escuela, los carros pasaban con diferentes rumbos.

Los dos caminaron un buen tiempo en silencio; hasta que a la puerta de un bar el barbero se detuvo:

—¿Vamos a tomar un trago?

El muchacho lo miró con timidez; hasta ahora sólo había bebido a escondidas, no sabía qué responder.

—Un traguito es siempre bueno para recobrar los nervios —dijo el barbero mirándolo con una sonrisa bondadosa.

—Bueno... —dijo el muchacho.

El barbero puso su mano sobre el hombro del muchacho y los dos entraron juntos al bar.

 

Traducción de Eduardo Langagne


Abismos

  

 

El auto subía lentamente, siseando la sierra por el gastado terraplén, y de pronto se detuvo ante una gran piedra negra: era el fin del camino.

—¿Es aquí? —preguntó él.

—Sí.

Apagó los faros. Los dos se bajaron.

—No veo nada de lo que me dijiste —dijo él, mi­rando a su alrededor y sólo divisando piedras por to­das partes.

—Es más adelante —explicó ella—, tenemos que tomar por ese sendero; ven...

Ella le dio la mano y él la siguió. Se quedaron lado a lado y ella lo abrazó tiernamente, mirándolo para que la besara; él la besó.

—¿Nunca habías venido hasta aquí? —le preguntó.

—No.

—Vas a ver lo lindo que es...

La vereda pasaba entre piedras altas, de formas irregulares a las que la oscuridad de la noche daba un cierto aspecto amenazador. Se separaron de nuevo por causa del exiguo espacio, ella iba delante. Él seguía con los ojos aquel cuerpo joven y ágil que parecía deslizarse por entre las negras murallas. De vez en cuando ella le advertía de algo en el camino; su voz tenía un sonido extraño, como si no brotara de ella sino del propio aire.

Ahora, después de una curva, el camino descendía en un brusco declive, terminando en una faja de tierra donde había una vegetación baja; ése era el lugar, era desde allí que se veía todo el panorama de la ciudad allá abajo, un lago de luces en medio del valle.

—¿Qué tal? —preguntó ella—. ¿Es lindo, verdad?...

Él asintió en silencio. Se quedaron mirando. Entonces, desviando la mirada a un lugar más cercano, él vio la sombra negra del abismo: una oscuridad sin fondo. Sintió un escalofrío y el impulso de apartarse, pero no se apartó, se quedó en el lugar, mirando hacia abajo.

A pocos pasos de él, indiferente al abismo, ella continuaba absorta en la contemplación de la ciudad. Entonces, queriendo completar la belleza y la felicidad de aquel momento, se volvió para abrazarlo, pero se detuvo ante su apariencia: él estaba diferente, el rostro serio, los ojos muy fijos en ella.

—¿Qué pasó? —preguntó ella—. ¿No te sientes bien?

No respondió, se quedó parado, los ojos fijos.

—¿Qué pasa, Gil?

—Vámonos —dijo bruscamente y le dio la espalda, entrando de vuelta por el camino entre las piedras.

Ella fue detrás. Ninguno dijo nada, ni aun cuando llegaron al carro: entraron y se sentaron.

Ahora, con las manos en el volante, él miraba por el parabrisas y ella le miraba intentando entender lo que sucedía.

—¿Qué fue lo que pasó, Gil?

Él no respondió.

—¿Te sientes mal ante el abismo? Hay gente que...

—No es eso —interrumpió, pero no dijo qué suce­dió, regresando al silencio.

Encendió los faros y puso el carro en movimiento; dio marcha atrás con cuidado, por las piedras, y co­menzó a descender lentamente. Iba atento al camino, que era algo peligroso. Ella, en silencio, estaba segu­ra de que cuando finalizaran el descenso y entraran en la carretera él le explicaría todo. Pero eso no sucedió: descendieron, se incorporaron a la carretera y él continuó sin decir nada. Entonces ella preguntó de nuevo:

—¿Qué fue lo que pasó, Gil, sentiste algo allá?

—No.

—Hay gente que no puede ver abismos.

—No es mi caso, tú —dudó, pero concluyó—, quizás seas tú quien no puede...

—¿Yo? —dijo extrañada—. ¿No me viste allá arriba?

—Yo hablo de otros abismos...

—¿Otros abismos? ¿Qué otros abismos? No te entendí...

—Y tal vez no me vas a entender...

Ella lo miró, muy atenta, esperando que prosiguiese, pero él se calló.

—Tú estás muy raro, Gil.

—Más raro es todavía lo que vas a ver...

Ella sintió miedo.

—¿Qué me quieres decir?

—Te quiero decir que... —la miró con una sonrisa rara —que yo te iba a matar.

—¿Matar? —dijo acentuando las sílabas, pero era tan absurdo que...—. Tú estás jugando.

—No, no estoy jugando.

—Pero...

—Es cierto.

—¡Pero eso no tiene ningún sentido!

—Puede que no tenga, pero es verdad.

—¿Matarme, por qué?

—Te iba a empujar desde allá arriba, al abismo.

Ella lo observaba, perpleja, reviviendo en su memoria con frío pavor aquel momento a orillas del abismo.

—Pero puedes estar tranquila —dijo—, no tengas miedo, sólo te cuento lo que sucedió, una cosa que sentí, a fin de cuentas no te empujé, ¿te empujé acaso?

Ella sintió una súbita ola de calor en el rostro:

—Para el carro —dijo.

—¿Que pare?

—Me voy a bajar.

—¿Tú crees que voy a dejarte aquí sola?

—Quiero bajarme.

—No voy a parar.

—Te lo estoy pidiendo, Gil.

—Puedes pedir todo lo que quieras.

Ella se agitó.

—Carajo —dijo él—, ¿sólo porque te dije eso? No hice nada, sólo te dije algo que sentí; si yo quisiera hacerte algo, ya lo habría hecho, no estaría hablando aquí contigo. Quedarte en la carretera; ¿te imaginas ahí a esta hora?, ¿te imaginas?...

Ella sacó un cigarro y se fue calmando.

—¿Por qué lo ibas a hacer? —preguntó.

—Ya te dije que no sé.

—Tú debes saber; si ibas a hacerlo, tienes que saber por qué.

—Como si uno supiera todo lo que hace...

—Por lo menos debes saber el motivo.

—No sé si lo tengo, sólo sé que... —la miró— fue un impulso, ¿comprendes?, algo que sentí de repente, unos deseos de empujarte allá, desesperadamente.

—Para eso no era necesario matarme —dijo con un tono amargo—, bastaba que me lo dijeras y yo desaparecería.

—No es eso, es que... Vamos, tú me gustas, Virgi­nia, sabes que me gustas, mucho. Y quién sabe, quién sabe si no sería por eso mismo.

—¿Por eso?...

—Por quererte tanto; quién sabe si no sería por eso, que tuve deseos de hacerlo.

—No entiendo.

—No es fácil de entender. Es que... querer mucho a una persona, ¿entiendes?, sentir que la vida de uno está atada a la de esa persona, que todo lo que uno haga, todo lo que uno piense, todo lo que uno sienta, tendrá esa persona, que... no sé, y entonces son esos deseos de librarse de eso, acabar con eso, pero acabar de un modo total, arrojando a esa persona al abismo, haciéndola desaparecer para siempre.

—Gil, detén el carro.

La miró:

—¿Qué pasa?

—Para el carro.

—Ya te dije que no voy a parar.

—Si no paras, abro la puerta y salto.

—¿Tú te quieres matar?

—¿No es eso lo que tú quieres?

—No.

—Eso fue lo que dijiste.

—No, lo que yo dije es que eso fue lo que sentí allá arriba.

—Allá arriba o aquí abajo, ¿cuál es la diferencia?

—Vamos, Virginia, ¿tú no entiendes? Ya te dije: fue algo que sentí, que sentí. No te maté, ¿te maté?

—Afortunadamente no.

—¿Entonces? Sólo te dije lo que pasó, algo que sentí. ¿O preferirías que te hubiera mentido?

—Tal vez lo preferiría...

—¿Sí? Está bien, entonces la próxima vez te miento. Pero entérate, el amor que necesita de la mentira... —no concluyó, pensando: “¿habrá algún amor que no necesita de la mentira?, ¿existirá amor sin mentira?”.

En la oscuridad de la noche desfilaban espectros de sierras y árboles repentinos, de vez en cuando la lucecita de alguna casa distante.

—El ser humano es muy complejo —dijo él—, el ser humano tiene profundidades a las que tal vez na­die haya descendido todavía. Por eso dije que no ibas a entender...

—Es que no puedo entender; no puedo entender que una persona que dice quererme, que siempre lo ha dicho, de pronto quiera matarme. No puedo entender eso.

—¿Tú nunca sentiste deseos de matarme?

—No.

—Entonces es que nunca me amaste de veras

—¿No?...

—Al menos como yo entiendo el amor.

—Yo tal vez lo entienda diferente de ti.

—Sí...

—Yo nunca pensé en matarte.

—Quizás lo pienses algún día.

—Puede ser.

—Ese día vas a comprender lo que es realmente el amor; lo que es la felicidad y el infierno de sentir tu vida profundamente y tal vez para siempre ligada a la de alguien.

Hubo un silencio entre los dos.

—¿Y si me hubieras empujado realmente? —le preguntó, segura ahora de que no corría ningún peligro—. ¿Estarías contento?

—No lo sé; es probable que no.

—“Probable”...

—No puedo hablar con certeza de algo que no ocurrió, ¿puedo?

—No —dijo ella—, obvio que no.

La miró:

—Me parece una estupidez de tu parte esa ironía, Virginia.

—Debe ser eso; además, ¿qué he hecho yo hasta ahora que no sea estúpido?

—Yo no dije eso.

—Pero yo lo estoy diciendo.

El movió la cabeza con aire molesto:

—Ya te dije que no lo ibas a entender.

—No tengo inteligencia.

—No es cuestión de inteligencia, es cuestión de...

—Soy muy estúpida, sólo hago salvajadas, está probado: salir de casa esta noche, caminar toda esta distancia, dañarme los pies con las piedras, sólo para mostrarte una mierda de paisaje y luego...

Se llevó las manos al rostro, y toda la tensión con­tenida se desbordó en un llanto nervioso, agitando la cabeza descompasadamente.

Él desvió el carro, lo acercó a la orilla y se detuvo. La contempló varios minutos esperando a que se calmara; entonces puso una mano en el hombro de ella:

—Virginia, disculpa, yo...

Ella sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas con dolor.

—Mira, fue bueno haber subido allá, ¿entiendes?

—Bueno... —repitió ella con voz ahogada.

—Sí, sí, fue bueno. Ahora, es necesario que entiendas que... Que lo que te conté es sólo algo que fue, que ya pasó; estamos aquí juntos, como antes, nada cambió...

—Nada cambió...

—Nada —repitió él—, o... ¿sabes?, tal vez haya cambiado algo, sí, cambiado para ser mejor, para algo más... —no encontró la palabra— más...

—Gil, quiero irme.

—¿Irte? —la miró, sorprendido con aquel tono de voz, duro y casi hostil—. Si nos estamos yendo, ¿no?...

—Quiero irme ahora —dijo, mirando hacia adelante.

Él no supo qué decir; se quedó mirándola, examinando la expresión de su rostro. Entonces sacudió la cabeza.

—Bueno, si es así...

Se enderezó en el asiento, agarró de nuevo el volante y encendió los faros. El carro entró en la carretera y siguió.

Poco después, al final de una recta, asomaban las primeras luces de la ciudad, aquellas mismas luces que habían admirado desde lo alto y que allí, de cerca, nada tenían de extraordinario.

 

Traducción de Arsenio Cícero Sancristóbal