El auto subía lentamente, siseando la sierra por el gastado terraplén, y de pronto se detuvo ante una gran piedra negra: era el fin del camino.
—¿Es aquí? —preguntó él.
—Sí.
Apagó los faros. Los dos se bajaron.
—No veo nada de lo que me dijiste —dijo él, mirando a su alrededor y sólo divisando piedras por todas partes.
—Es más adelante —explicó ella—, tenemos que tomar por ese sendero; ven...
Ella le dio la mano y él la siguió. Se quedaron lado a lado y ella lo abrazó tiernamente, mirándolo para que la besara; él la besó.
—¿Nunca habías venido hasta aquí? —le preguntó.
—No.
—Vas a ver lo lindo que es...
La vereda pasaba entre piedras altas, de formas irregulares a las que la oscuridad de la noche daba un cierto aspecto amenazador. Se separaron de nuevo por causa del exiguo espacio, ella iba delante. Él seguía con los ojos aquel cuerpo joven y ágil que parecía deslizarse por entre las negras murallas. De vez en cuando ella le advertía de algo en el camino; su voz tenía un sonido extraño, como si no brotara de ella sino del propio aire.
Ahora, después de una curva, el camino descendía en un brusco declive, terminando en una faja de tierra donde había una vegetación baja; ése era el lugar, era desde allí que se veía todo el panorama de la ciudad allá abajo, un lago de luces en medio del valle.
—¿Qué tal? —preguntó ella—. ¿Es lindo, verdad?...
Él asintió en silencio. Se quedaron mirando. Entonces, desviando la mirada a un lugar más cercano, él vio la sombra negra del abismo: una oscuridad sin fondo. Sintió un escalofrío y el impulso de apartarse, pero no se apartó, se quedó en el lugar, mirando hacia abajo.
A pocos pasos de él, indiferente al abismo, ella continuaba absorta en la contemplación de la ciudad. Entonces, queriendo completar la belleza y la felicidad de aquel momento, se volvió para abrazarlo, pero se detuvo ante su apariencia: él estaba diferente, el rostro serio, los ojos muy fijos en ella.
—¿Qué pasó? —preguntó ella—. ¿No te sientes bien?
No respondió, se quedó parado, los ojos fijos.
—¿Qué pasa, Gil?
—Vámonos —dijo bruscamente y le dio la espalda, entrando de vuelta por el camino entre las piedras.
Ella fue detrás. Ninguno dijo nada, ni aun cuando llegaron al carro: entraron y se sentaron.
Ahora, con las manos en el volante, él miraba por el parabrisas y ella le miraba intentando entender lo que sucedía.
—¿Qué fue lo que pasó, Gil?
Él no respondió.
—¿Te sientes mal ante el abismo? Hay gente que...
—No es eso —interrumpió, pero no dijo qué sucedió, regresando al silencio.
Encendió los faros y puso el carro en movimiento; dio marcha atrás con cuidado, por las piedras, y comenzó a descender lentamente. Iba atento al camino, que era algo peligroso. Ella, en silencio, estaba segura de que cuando finalizaran el descenso y entraran en la carretera él le explicaría todo. Pero eso no sucedió: descendieron, se incorporaron a la carretera y él continuó sin decir nada. Entonces ella preguntó de nuevo:
—¿Qué fue lo que pasó, Gil, sentiste algo allá?
—No.
—Hay gente que no puede ver abismos.
—No es mi caso, tú —dudó, pero concluyó—, quizás seas tú quien no puede...
—¿Yo? —dijo extrañada—. ¿No me viste allá arriba?
—Yo hablo de otros abismos...
—¿Otros abismos? ¿Qué otros abismos? No te entendí...
—Y tal vez no me vas a entender...
Ella lo miró, muy atenta, esperando que prosiguiese, pero él se calló.
—Tú estás muy raro, Gil.
—Más raro es todavía lo que vas a ver...
Ella sintió miedo.
—¿Qué me quieres decir?
—Te quiero decir que... —la miró con una sonrisa rara —que yo te iba a matar.
—¿Matar? —dijo acentuando las sílabas, pero era tan absurdo que...—. Tú estás jugando.
—No, no estoy jugando.
—Pero...
—Es cierto.
—¡Pero eso no tiene ningún sentido!
—Puede que no tenga, pero es verdad.
—¿Matarme, por qué?
—Te iba a empujar desde allá arriba, al abismo.
Ella lo observaba, perpleja, reviviendo en su memoria con frío pavor aquel momento a orillas del abismo.
—Pero puedes estar tranquila —dijo—, no tengas miedo, sólo te cuento lo que sucedió, una cosa que sentí, a fin de cuentas no te empujé, ¿te empujé acaso?
Ella sintió una súbita ola de calor en el rostro:
—Para el carro —dijo.
—¿Que pare?
—Me voy a bajar.
—¿Tú crees que voy a dejarte aquí sola?
—Quiero bajarme.
—No voy a parar.
—Te lo estoy pidiendo, Gil.
—Puedes pedir todo lo que quieras.
Ella se agitó.
—Carajo —dijo él—, ¿sólo porque te dije eso? No hice nada, sólo te dije algo que sentí; si yo quisiera hacerte algo, ya lo habría hecho, no estaría hablando aquí contigo. Quedarte en la carretera; ¿te imaginas ahí a esta hora?, ¿te imaginas?...
Ella sacó un cigarro y se fue calmando.
—¿Por qué lo ibas a hacer? —preguntó.
—Ya te dije que no sé.
—Tú debes saber; si ibas a hacerlo, tienes que saber por qué.
—Como si uno supiera todo lo que hace...
—Por lo menos debes saber el motivo.
—No sé si lo tengo, sólo sé que... —la miró— fue un impulso, ¿comprendes?, algo que sentí de repente, unos deseos de empujarte allá, desesperadamente.
—Para eso no era necesario matarme —dijo con un tono amargo—, bastaba que me lo dijeras y yo desaparecería.
—No es eso, es que... Vamos, tú me gustas, Virginia, sabes que me gustas, mucho. Y quién sabe, quién sabe si no sería por eso mismo.
—¿Por eso?...
—Por quererte tanto; quién sabe si no sería por eso, que tuve deseos de hacerlo.
—No entiendo.
—No es fácil de entender. Es que... querer mucho a una persona, ¿entiendes?, sentir que la vida de uno está atada a la de esa persona, que todo lo que uno haga, todo lo que uno piense, todo lo que uno sienta, tendrá esa persona, que... no sé, y entonces son esos deseos de librarse de eso, acabar con eso, pero acabar de un modo total, arrojando a esa persona al abismo, haciéndola desaparecer para siempre.
—Gil, detén el carro.
La miró:
—¿Qué pasa?
—Para el carro.
—Ya te dije que no voy a parar.
—Si no paras, abro la puerta y salto.
—¿Tú te quieres matar?
—¿No es eso lo que tú quieres?
—No.
—Eso fue lo que dijiste.
—No, lo que yo dije es que eso fue lo que sentí allá arriba.
—Allá arriba o aquí abajo, ¿cuál es la diferencia?
—Vamos, Virginia, ¿tú no entiendes? Ya te dije: fue algo que sentí, que sentí. No te maté, ¿te maté?
—Afortunadamente no.
—¿Entonces? Sólo te dije lo que pasó, algo que sentí. ¿O preferirías que te hubiera mentido?
—Tal vez lo preferiría...
—¿Sí? Está bien, entonces la próxima vez te miento. Pero entérate, el amor que necesita de la mentira... —no concluyó, pensando: “¿habrá algún amor que no necesita de la mentira?, ¿existirá amor sin mentira?”.
En la oscuridad de la noche desfilaban espectros de sierras y árboles repentinos, de vez en cuando la lucecita de alguna casa distante.
—El ser humano es muy complejo —dijo él—, el ser humano tiene profundidades a las que tal vez nadie haya descendido todavía. Por eso dije que no ibas a entender...
—Es que no puedo entender; no puedo entender que una persona que dice quererme, que siempre lo ha dicho, de pronto quiera matarme. No puedo entender eso.
—¿Tú nunca sentiste deseos de matarme?
—No.
—Entonces es que nunca me amaste de veras
—¿No?...
—Al menos como yo entiendo el amor.
—Yo tal vez lo entienda diferente de ti.
—Sí...
—Yo nunca pensé en matarte.
—Quizás lo pienses algún día.
—Puede ser.
—Ese día vas a comprender lo que es realmente el amor; lo que es la felicidad y el infierno de sentir tu vida profundamente y tal vez para siempre ligada a la de alguien.
Hubo un silencio entre los dos.
—¿Y si me hubieras empujado realmente? —le preguntó, segura ahora de que no corría ningún peligro—. ¿Estarías contento?
—No lo sé; es probable que no.
—“Probable”...
—No puedo hablar con certeza de algo que no ocurrió, ¿puedo?
—No —dijo ella—, obvio que no.
La miró:
—Me parece una estupidez de tu parte esa ironía, Virginia.
—Debe ser eso; además, ¿qué he hecho yo hasta ahora que no sea estúpido?
—Yo no dije eso.
—Pero yo lo estoy diciendo.
El movió la cabeza con aire molesto:
—Ya te dije que no lo ibas a entender.
—No tengo inteligencia.
—No es cuestión de inteligencia, es cuestión de...
—Soy muy estúpida, sólo hago salvajadas, está probado: salir de casa esta noche, caminar toda esta distancia, dañarme los pies con las piedras, sólo para mostrarte una mierda de paisaje y luego...
Se llevó las manos al rostro, y toda la tensión contenida se desbordó en un llanto nervioso, agitando la cabeza descompasadamente.
Él desvió el carro, lo acercó a la orilla y se detuvo. La contempló varios minutos esperando a que se calmara; entonces puso una mano en el hombro de ella:
—Virginia, disculpa, yo...
Ella sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas con dolor.
—Mira, fue bueno haber subido allá, ¿entiendes?
—Bueno... —repitió ella con voz ahogada.
—Sí, sí, fue bueno. Ahora, es necesario que entiendas que... Que lo que te conté es sólo algo que fue, que ya pasó; estamos aquí juntos, como antes, nada cambió...
—Nada cambió...
—Nada —repitió él—, o... ¿sabes?, tal vez haya cambiado algo, sí, cambiado para ser mejor, para algo más... —no encontró la palabra— más...
—Gil, quiero irme.
—¿Irte? —la miró, sorprendido con aquel tono de voz, duro y casi hostil—. Si nos estamos yendo, ¿no?...
—Quiero irme ahora —dijo, mirando hacia adelante.
Él no supo qué decir; se quedó mirándola, examinando la expresión de su rostro. Entonces sacudió la cabeza.
—Bueno, si es así...
Se enderezó en el asiento, agarró de nuevo el volante y encendió los faros. El carro entró en la carretera y siguió.
Poco después, al final de una recta, asomaban las primeras luces de la ciudad, aquellas mismas luces que habían admirado desde lo alto y que allí, de cerca, nada tenían de extraordinario.
Traducción de Arsenio Cícero Sancristóbal