Antonio López Ortega Selección del autor y nota introductoria de Guillermo Samperio VERSIÓN PDF |
Nota introductoria a Silvia Molina
Recuerdo aquella fotografía de José Carlos Becerra donde va con un sobretodo negro, o tal vez una capa, o solamente su gabardina sobrepuesta. Aunque mira hacia el objetivo, hay algo esquivo en su gesto, un extrañamiento, como si la ráfaga de tiempo lo hubiese sorprendido. Me da gusto mirar esa foto, pues resulta una buena introducción a sus poemas, esquivos, intentando disfrazarse tras la máscara de sus metáforas, inmersos en una dinámica temporal misteriosa, la que señalara el viejo Lezama Lima. De Julio Torri no recuerdo ahora una fotografía precisa, pero viene a acompañarme la imagen aquélla de don Julio paseando en bicicleta, artefacto que homenajeó festivamente en alguna de sus pocas e inolvidables prosas breves. Este retrato hablado también me sugiere los intersticios de su literatura fundadora, lúdica y relampagueante, como el complejo dibujo que pudiéramos reconstruir a través de sus múltiples viajes en bicicleta. Del mismo Lezama y de Julio Cortázar retengo la foto aquélla donde van entrando hacia las sombras de un edificio colonial de La Habana; el hombre altísimo, como un inteligente infante desaliñado, y el hombre obeso, como quien ha atesorado en su ser de galeón bamboleante las riquezas más sutiles de la cultura milenaria. Así, las imágenes memorables van fijando una memoria extraña de correspondencias entre los hombres y los designios vitales de sus literaturas. Esas son las fotos con las que nos vamos quedando poco a poco. Al volverlas a mirar, sabemos de inmediato que el fotógrafo pudo recuperar en un instante intenso la sustancia que va delatando los signos existenciales y literarios de sus retratados. De manera contraria, bien lo sabemos, no habría en verdad retratos, esa tradición tan rica de Occidente; no tendrían más que el atractivo del registro documental, como hay tantos.
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Casa natal
Papá nos ha hablado hoy de su casa natal. Un número 69 en la parroquia San José. Incluso ha prometido llevarnos mañana domingo a visitarla. Lo hemos visto en esa esquina consecutiva de la sala (la silla de mimbre), hinchando su cuerpo para escenificarnos el color de las paredes, el patio interior, los corredores y hasta la dimensión de los cuartos. Creo que ha pateado, en algún momento, una pelota imaginaria para hacernos ver un gol clavado en perfecto ángulo sobre una portería improvisada al final de la calle ciega. Él nos mira y esa mirada me ha parecido de otra persona, es como si hubiera otro habitante en el cuerpo de papá, una mirada de aluminio, por así decirlo, un canal de luz. Claro que a mi hermana no le ha parecido lo mismo, a pesar de haberme acercado a su oído para decirle que se fijara en sus ojos, pero ella simplemente no ha comprendido, pienso que quizás cuando nos acostemos podré explicarle mejor, con más detalle.
Papá nos habla de una casa ligeramente cuadrada, de fachada ocre no muy ancha, con una gran puerta y dos altos ventanales, uno a cada lado de la entrada. La distancia que habrá de la calle a la puerta principal no sobrepasa los tres metros, espacio suficiente para las jardineras y las cayenas. Ya dentro, los cuartos están dispuestos uno tras otro en los extremos de la casa. Todos desembocan a un largo pasillo rectangular que a su vez limita el patio central. También nos ha descrito el ángel, sí, el ángel parado en un solo pie sobre la pequeña fuente del patio y también nos ha dicho cómo todas las miradas de la casa, al salir de los cuartos por las mañanas, necesariamente coincidían allí, se quedaban clavadas en el sonido fértil del agua. No sé por qué resulta emocionante saber que mañana la veremos. Esta idea me hace ir con otro ritmo a la cama: siento que la noche cuelga de mis ojos como zarcillos. Antes de acostarme he ido al baño; mamá está allí, frente al espejo, con alguna crema sobre el rostro. Mientras orino he visto sus dedos repitiéndose una y otra vez sobre la frente y los pómulos. Buenas noches, le digo. Ella voltea su cara hasta mi posición para encontrarme apoyado en el marco de la puerta. No alcanza a hablar, sólo sonríe. Me ha dado risa a mí también, en verdad no es mamá la que sonríe sino su máscara. Desde allí, antes de salir, he visto ligeramente la silueta de papá a través del marco opuesto. Está acostado. También lo está mi hermana, ahora que la veo después de dar media vuelta. Como siempre, la luz prendida y la revista de modas de mamá reposando sobre su cama, apenas movida por los leves movimientos de su respiración. Yo me hundo en esta almohada, me hundo con las manos bajo la cabeza después de apagar la luz de nuestro cuarto y esperando a que mamá se quite su máscara. Desde aquí la veo sumergir su rostro en la toalla. Se seca por completo y mira hacia acá, como esperando encontrarse con una mirada, pero desde el baño no puede alcanzar nuestros ojos, así que sale por la puerta contraria rumbo a su dormitorio y apaga la luz. Me ha gustado eso, cuántas noches no se habrá repetido; esa última imagen de mamá, su larga dormilona, multiplicadamente blanca, untada o absorbida junto con su cuerpo, en un solo segundo de total oscuridad, por la noche; podría decir que hasta me ha parecido ver su silueta borrándose a mordiscos, mordiscos de dientes de asfalto, claro, tan rápidos e imperceptibles como el comienzo de mi sueño. Tengo la cabeza apoyada en la puerta del carro, mi barbilla reposa en ese punto donde termina lo metálico y comienza el vidrio, a la misma altura del seguro. Mi hermana y yo estamos contentos desde esta mañana porque papá ha prometido llevarnos a su casa por la avenida Boyacá, claro que no es la vía directa, pero con eso vemos la ciudad desde lo alto y paseamos otro poco, además, meterse por la Libertador en un día como éste es desperdiciar la memoria del sol. Y es eso lo que hago ahora, ver la ciudad desde esta avenida, sintiendo cómo la amortiguación del carro se transmite al paisaje siempre y cuando yo mantenga mi cabeza sobre la puerta. De esta manera la ciudad parece rebotar en ella misma; y todo este movimiento de brusca coincidencia escenificándose bajo una inmensa cúpula de cristal en la cual parece yacer. Mi hermana está del otro lado, en la ventana derecha, la que da hacia los orígenes del relieve. Ella mira hacia arriba, hacia arriba. Papá y mamá conversan. La ciudad... no sé por qué la veo como un inmenso quiste gris; a veces he pensado (en otros paseos, en esta misma posición), que si de pronto llegara a desaparecer, nada tendría sentido, ni siquiera este pequeño viaje que ahora hacemos al centro; la verdad es que también me río (el vidrio se humedece) con esta idea, me aterra un poco esta suposición, cierro los ojos y trato de imaginarme un inmenso valle en su lugar; no es la inexistencia lo que me asusta sino la pérdida de toda interacción posible, de toda relación. La distancia se acorta. Hemos salido de la avenida Boyacá. Ahora atravesamos San Bernardino. Cada cambio de dirección papá lo anuncia en voz alta, mi hermana y yo nos reímos. A pesar de estar ya atravesando la avenida Panteón y que, desde allí, con sólo cruzar la primera calle a la derecha nos encontraríamos con la casa, claro está, después de doblar en la parte superior a la izquierda, yo me he quedado detenido en cierto follaje de San Bernardino, en cierto ángulo de visión que, iniciándose a través de las ramas secas de un árbol, me ha mostrado el cielo; y a mí se me ocurre pensar en la palabra cartílago mientras esa especie de azul cóncavo exige retener mis ojos. Y tengo presente ese instante (el cielo como la tela de las ramas, las ramas como el esqueleto del cielo), cuando papá anuncia finalmente el nombre de la calle; caigo entonces en cuenta de haber cruzado ya en la avenida Panteón y que ahora lo estamos haciendo una segunda vez a la izquierda. Y allí está, la calle ciega, el muro de ladrillos, al fondo, en donde papá improvisaba porterías. El carro avanza lentamente, todos vamos mirando el frágil discurrir de las casas, la sucesión de las fachadas sobre la margen izquierda de nuestros hombros. Estamos ya casi estacionándonos, al final de la calle, cuando sucede algo que realmente me asusta y es que, intentando bajarnos, no encontramos el número 69, ni la casa ocre, ni los ventanales, ni las cayenas. Es decir, la descripción de papá no coincide con casa alguna. He tenido el tiempo suficiente de voltear y ver a mi hermana arrinconada en su asiento, como abrazándose a sí misma. También he visto el perfil de papá, cómo ha estado mirando fijamente el lugar que debería corresponder a la geografía de su infancia. Pero no hay casa 69 allí y papá mueve ligeramente su cabeza de un lado para otro, como ejerciendo una negación de pocos grados, al mismo tiempo que exige que nos quedemos dentro, que él quiere ir a investigar a lo largo de la calle. Mamá permanece con la boca abierta, nos pide silencio, nos dice: papá descubrirá lo que pasa. Yo lo veo alejarse hasta la esquina; allí comienza a detallar, comienza por acercarse a cada casa, por mirar para todos lado como atando nudos en la historia. Y cuenta, comienza desde la esquina a contar. La 65... y avanza en la medida en que el número se eleva. La 66... y camina con paso calcado sobre los pasos de antiguas travesuras que ya no reconoce como suyas. La 67... y se acerca cada vez más a nosotros. La 68... y ya está frente al carro, pasándolo de largo para llegar al muro final de... La 70. En efecto, no hay número 69, quizás nunca lo ha habido. Papá entra rápidamente al carro, no habla (ninguno de nosotros se atreve a decir algo, a sugerir alguna posibilidad). Retrocede en el acto y a una velocidad en que hemos tenido que sujetarnos de los asientos. Desde la esquina alcanza a mirar la calle por última vez, y allí sí he podido ver su rostro con claridad, quizás para asustarme más de lo que ahora estoy porque me ha parecido que en sus ojos se originaba la asfixia de la carne, por así decirlo, una pequeña cuchilla que lacera los dedos abiertos de su cuerpo. Hemos regresado por la Libertador. De alguna forma la velocidad no nos ha permitido hablar. El acto de entrar a nuestra casa y de instalarnos en el silencio de los cuartos ha sido automático. Papá y mamá lo han hecho en el suyo cerrándose por dentro. Mi hermana tampoco quiere hablar, se limita a quitarse los zapatos y sentarse en la cama. Yo no puedo soportarlo, tengo que ver a papá, tengo que hablar con él, preguntarle qué ha podido pasar. Abro entonces la puerta del baño que nos comunica con la otra habitación y veo la segunda puerta cerrada. Me detengo con el oído sobre la madera, tratando de escuchar lo que se murmura en el cuarto de mis padres. Pero no alcanzo a oír nada, al menos sólo ruidos habituales, el abrirse de las gavetas, algún paso sobre la alfombra. Y estoy allí, detenido, pensando si tocar o no, si empujar la puerta... Estoy allí detenido cuando oigo un gemido de papá, agudo, algo así como un sonido exterior a su cuerpo, como el ejercicio de una lanza gutural inclinándose sobre su cuello. He empujado entonces la puerta para encontrarlo con su bata púrpura acostado bocabajo a lo largo de la cama. Creo haber visto a mamá acariciándole el revés de la cabeza antes de levantarse ágilmente para venir a mi encuentro y taparme la vista, para pedirme que me vaya, que salga rápidamente del cuarto, habiéndolo hecho yo de inmediato, casi empujado por los brazos de mamá al no comprender nada, al tratar de caminar, de atravesar los tres metros de losa del baño para sentir lo que ahora siento, es decir, una aguja clavada sobre mi nuca, lo suficientemente penetrante como para que me lleve al suelo, como para gatear hasta la salida del baño, como para caer de boca en la entrada del cuarto y solamente alcanzar a retener esa última imagen de mi hermana, distraída sobre su cama, pasando las páginas de la revista de modas. |
La tarde necesaria
¿Se está o no se está, Graciela? ¿No ha sido esto el resumen de un segundo, la necesaria bola de carne hinchada frente al parabrisas? Desde la paloma vista sobre la entrada de tu casa, el toque de la corneta para observar (mientras bajas la escalera), primero, tus piernas, segundo, tu falda marrón, tercero, tu sonrisa como muro de piedras (entiéndase la construcción: se habla de lo que no se habla, es decir, la sonrisa como un abrazo de la roca para consigo misma); desde verte ya sentada a mi lado, hablar de los apuntes del cielo, de cómo la escritura de las nubes nos diseña un ojo común, en fin, de la tarde como una hojilla, Graciela, definitivamente metálica ante el hemiciclo infinito de nuestros rostros; hasta el posible recorrido que hago de tu cuerpo: el fuselaje de tus piernas en el semáforo de la redoma, tu brazo trémulo cuando busco alternar mi vista entre el retrovisor y la ruta, el marrón de tu falda (más que marrón, parálisis de la tierra, ¿del barro?: el agua corre bajo la ilusión del agua), también tu cabello, creer haberlo visto rojo en ese segundo interminable, como silencio y despunte de la rama, como coronación y delta necesarios, como petróleo fluyente de la epidermis.
¿Realmente nos ha sucedido esto, Graciela? Repito la secuencia una vez más. Salir de tu casa en la tarde, modificar la estructura de algún beso que me has podido dar en la autopista, porque habría que darlo sin saber de dónde se origina el labio, comprende que de buscar el origen perdería el sentido del sentido, es decir, la autopista que atravesamos para ir al cine. Habremos hablado de alguna función en particular, de la hora y del cineasta. ¿El marco de esta conversación móvil? Sería, quizás, representar al tiempo como la sucesión inalterable de los carros, cada vehículo que pasa es una memoria perdida: el producto comprado en el mercado por una señora que siempre desconoceremos, el llanto de algún niño en un autobús escolar, un reloj en la muñeca anónima, ajeno a este ritmo de mayor exactitud, a este nuevo origen de la puntualidad, para volver a tu falda marrón como proyección de lo agrícola: un buey añadiendo relieves a la pana. ¿Nos está sucediendo esto, Graciela? Reírnos mientras salimos de la autopista, reconsiderar el frágil volumen de tus brazos, el caramelo de miel que sacas de la guantera en el momento de estar ya cercanos a la sala de funciones. Un segundo ha sido también ese caramelo: el resumen cilíndrico de la escoria visto mientras tus dientes lo sustraen del espacio. Lo repito: la boca del túnel en esa imagen han sido tus labios, ¿bajo qué enzima se sostendrá ahora la alquimia, el marfil apenas asomado, la cadencia del gesto? Y esa risa continúa cuando la tarde es el sol derramado entre los edificios, cuando todo ha sido una secuencia de apenas diez minutos: salir de tu casa, atravesar la autopista, acercarnos al cine. Qué memoria interminable la nuestra en sólo diez minutos de trayecto, Graciela. Qué perfiles los tuyos vistos a través del campo elemental de mis ojos. ¿Nos ha sucedido esto, Graciela? Lo repito por última vez. La paloma sobre tu casa, tu descenso visto mil veces en cámara lenta, tu falda marrón y el intento ilusorio de la tierra, tu brazo trémulo al girar en la redoma, la película, el autor, recorrer la autopista, tu rostro otras mil veces y el beso que me has dado, que todavía siento, como si no se hubiera apartado nunca de mi pómulo, como si aún en mi piel reposara una aureola de saliva, de autopista, porque hemos salido de ella y nos estamos riendo, desde hace casi tres minutos lo hacemos y tú te multiplicas en las secuencias anteriores cuando ya estamos frente al cine, Graciela, cuando aparece el peatón necesario de esta tarde, la forma en que inesperadamente cruza y se adelanta a nuestro reflejo, porque lo hemos visto, Graciela, está allí, todavía, con su cara hinchada, anclado en el vidrio molido del parabrisas. |
Lapso Homenaje a Juan Carlos Onetti El Renault rojo pega un salto al abandonar el tramo recién asfaltado de la calle, levanta un polvo fino al entrar en el camino de tierra, da una vigorosa vuelta en U que le permite quedar en privilegiada posición a la hora de emprender el regreso. Procurando no dejarse caer del todo en el espaldar del asiento —Álvaro ya le ha hablado del calor que concentra la tapicería negra—, Matías abre la portezuela del auto, asoma unas piernas vellosas, lleva los ojos hasta el grupo de cocoteros que, a unos trescientos metros de allí, cede sus palmas al viento vespertino. No sin cierta lentitud se calza las sandalias que Álvaro le ha prestado a tiempo —¡cuidado, que hay botellas rotas en el camino!—. Mira en torno preguntándose si será buena idea dejar las llaves pegadas al encendido. Una última decisión lo sorprende metiéndoselas en el bolsillo izquierdo de la guayabera mientras infla el pecho para verificar la pureza del aire. Cierra la portezuela y, al darle media vuelta al carro, pega un pequeño brinco que lo coloca del otro lado de una zanja seca, al comienzo del camino empedrado, casi amarillento, que lo conducirá hasta la playa. La zanja —quizás la ausencia de agua— lo traslada a Lagunillas. Se ve con un par de amigos de infancia, sumergidas las piernas hasta las rodillas, cazando sapos para disecarlos al día siguiente en el laboratorio de biología. El profesor Alonso lo mira de arriba abajo al entregarle el premio, le estrecha la mano de fin de curso. Más allá, en una de las primeras filas del auditorio y aparentemente sonrojada, su madre aplaude con fuerza. |
Carta conyugal Je ne veux plus vivre auprès
de toi dans la crainte Antonin Artaud
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Retrato de Patricia
Andrés anunció haber conocido a una francesa en Châtelet. En pleno verano, hurgándola con los ojos desde una mesa cercana, le buscó conversación. Andrés echó mano de sus habituales artificios: se inventó una vida de administrador de empresas, confesó estar de paso por París, admitió ser un conocedor de arte contemporáneo. Del café fueron caminando hasta una fuente cercana donde sobresalían unas imitaciones de esfinges egipcias. La francesa terminó bajando las defensas y Andrés logró su objetivo: penetrar en su apartamento de la avenida Parmentier y gozarla hasta el amanecer. |