Material de Lectura

La tarde necesaria

  

¿Se está o no se está, Graciela? ¿No ha sido esto el resumen de un segundo, la necesaria bola de carne hinchada frente al parabrisas? Desde la paloma vista sobre la entrada de tu casa, el toque de la corneta para observar (mientras bajas la escalera), primero, tus piernas, segundo, tu falda marrón, tercero, tu sonrisa como muro de piedras (entiéndase la construcción: se habla de lo que no se habla, es decir, la sonrisa como un abrazo de la roca para consigo misma); desde verte ya sentada a mi lado, hablar de los apuntes del cielo, de cómo la escritura de las nubes nos diseña un ojo común, en fin, de la tarde como una hojilla, Graciela, definitivamente metálica ante el hemiciclo infinito de nuestros rostros; hasta el posible recorrido que hago de tu cuerpo: el fuselaje de tus piernas en el semáforo de la redoma, tu brazo trémulo cuando busco alternar mi vista entre el retrovisor y la ruta, el marrón de tu falda (más que marrón, parálisis de la tierra, ¿del barro?: el agua corre bajo la ilusión del agua), también tu cabello, creer haberlo visto rojo en ese segundo interminable, como silencio y despunte de la rama, como coronación y delta necesarios, como petróleo fluyente de la epidermis.

¿Realmente nos ha sucedido esto, Graciela? Repito la secuencia una vez más. Salir de tu casa en la tarde, modificar la estructura de algún beso que me has podido dar en la autopista, porque habría que darlo sin saber de dónde se origina el labio, comprende que de buscar el origen perdería el sentido del sentido, es decir, la autopista que atravesamos para ir al cine. Habremos hablado de alguna función en particular, de la hora y del cineasta. ¿El marco de esta conversación móvil? Sería, quizás, representar al tiempo como la sucesión inalterable de los carros, cada vehículo que pasa es una memoria perdida: el producto comprado en el mercado por una señora que siempre desconoceremos, el llanto de algún niño en un autobús escolar, un reloj en la muñeca anónima, ajeno a este ritmo de mayor exactitud, a este nuevo origen de la puntualidad, para volver a tu falda marrón como proyección de lo agrícola: un buey añadiendo relieves a la pana.

¿Nos está sucediendo esto, Graciela? Reírnos mientras salimos de la autopista, reconsiderar el frágil volumen de tus brazos, el caramelo de miel que sacas de la guantera en el momento de estar ya cercanos a la sala de funciones. Un segundo ha sido también ese caramelo: el resumen cilíndrico de la escoria visto mientras tus dientes lo sustraen del espacio. Lo repito: la boca del túnel en esa imagen han sido tus labios, ¿bajo qué enzima se sostendrá ahora la alquimia, el marfil apenas asomado, la cadencia del gesto? Y esa risa continúa cuando la tarde es el sol derramado entre los edificios, cuando todo ha sido una secuencia de apenas diez minutos: salir de tu casa, atravesar la autopista, acercarnos al cine. Qué memoria interminable la nuestra en sólo diez minutos de trayecto, Graciela. Qué perfiles los tuyos vistos a través del campo elemental de mis ojos.

¿Nos ha sucedido esto, Graciela? Lo repito por última vez. La paloma sobre tu casa, tu descenso visto mil veces en cámara lenta, tu falda marrón y el intento ilusorio de la tierra, tu brazo trémulo al girar en la redoma, la película, el autor, recorrer la autopista, tu rostro otras mil veces y el beso que me has dado, que todavía siento, como si no se hubiera apartado nunca de mi pómulo, como si aún en mi piel reposara una aureola de saliva, de autopista, porque hemos salido de ella y nos estamos riendo, desde hace casi tres minutos lo hacemos y tú te multiplicas en las secuencias anteriores cuando ya estamos frente al cine, Graciela, cuando aparece el peatón necesario de esta tarde, la forma en que inesperadamente cruza y se adelanta a nuestro reflejo, porque lo hemos visto, Graciela, está allí, todavía, con su cara hinchada, anclado en el vidrio molido del parabrisas.