Recuerdo aquella fotografía de José Carlos Becerra donde va con un sobretodo negro, o tal vez una capa, o solamente su gabardina sobrepuesta. Aunque mira hacia el objetivo, hay algo esquivo en su gesto, un extrañamiento, como si la ráfaga de tiempo lo hubiese sorprendido. Me da gusto mirar esa foto, pues resulta una buena introducción a sus poemas, esquivos, intentando disfrazarse tras la máscara de sus metáforas, inmersos en una dinámica temporal misteriosa, la que señalara el viejo Lezama Lima. De Julio Torri no recuerdo ahora una fotografía precisa, pero viene a acompañarme la imagen aquélla de don Julio paseando en bicicleta, artefacto que homenajeó festivamente en alguna de sus pocas e inolvidables prosas breves. Este retrato hablado también me sugiere los intersticios de su literatura fundadora, lúdica y relampagueante, como el complejo dibujo que pudiéramos reconstruir a través de sus múltiples viajes en bicicleta. Del mismo Lezama y de Julio Cortázar retengo la foto aquélla donde van entrando hacia las sombras de un edificio colonial de La Habana; el hombre altísimo, como un inteligente infante desaliñado, y el hombre obeso, como quien ha atesorado en su ser de galeón bamboleante las riquezas más sutiles de la cultura milenaria. Así, las imágenes memorables van fijando una memoria extraña de correspondencias entre los hombres y los designios vitales de sus literaturas. Esas son las fotos con las que nos vamos quedando poco a poco. Al volverlas a mirar, sabemos de inmediato que el fotógrafo pudo recuperar en un instante intenso la sustancia que va delatando los signos existenciales y literarios de sus retratados. De manera contraria, bien lo sabemos, no habría en verdad retratos, esa tradición tan rica de Occidente; no tendrían más que el atractivo del registro documental, como hay tantos.
De Antonio López Ortega conozco dos fotografías interesantes. En la que viene en la contraportada de Calendario (Monte Ávila, 1990), mira hacia la cámara, medio ladeado, desde unos ojos que se diluyen en las sombras; el hombre de cabello ondulado lleva un saco tal vez marrón y una corbata oscura. En la que viene en la solapa de Naturalezas menores (Alfadil, 1991), está de suéter, un poco más embarnecido, de frente al objetivo, pero viendo hacia abajo, como leyendo, de tal suerte que su mirada se desliza hacia el borde inferior de la placa. Aunque muy distintas, descubrí que los fotógrafos, Vasco Szinetar en la primera y Enrique Butti en la segunda, habían buscado realizar imágenes ciertamente literarias, quiero decir que sus registros se introducen hasta los bordes de ese algo especial que hace de un hombre un escritor. Me confirmaban el atractivo casual que desde el comienzo habían provocado en mí los retratos. Los dos tienen una pigmentación polvosa en que de pronto las figuras resultan delicadamente huidizas. Y ambos dieron en el punto exacto, a pesar de que los ojos de mi amigo Antonio estuviesen eludidos en la foto de Butti, lo que implicaba mayor dificultad, pero fue la que me puso en el camino de la final conjetura.
Si los ojos no eran el centro del mensaje, como pasa en muchos retratos, era el gesto completo de López Ortega la clave. Como si una gestualidad estuviese oculta, contenida, tras la primera. Como si un hombre se estuviese viendo a sí mismo en un diálogo constante y pesaroso. Tanto Szinetar como Butti habían fotografiado el ensimismamiento de Antonio López Ortega, peculiaridad central en su estilo literario.
“Ese sendero cósmico en el que voy cayendo me ayuda a desconocerme, a ser otro, a mirarme desde afuera y descubrir nuevos rasgos. Hay toda una otredad en mí que sólo puede percibir desde afuera”, escribe en Calendario el narrador venezolano nacido en 1957. Es precisamente en este volumen donde la conversación consigo mismo cobra mayor expresividad y es más intensa, más valientemente cercana a San Agustín que a Job, abriéndose paso ya desde tres primeros libros, Larvario (1978), Armar los cuerpos (1982) y Cartas de relación (1982). Al dialogar Antonio con Antonio, confesando la circunstancia desde la que escribe, ninguna de sus ideas, ninguna de sus metáforas, ninguna de sus descripciones, se nos imponen. Hasta Calendario asistimos a una intimidad de la escritura que el prosista devela a sus lectores, para ser juzgado, o para que el texto continúe en las grafías ignotas que la lectura nos va permitiendo. No pretende Antonio complicidad alguna ni complacencias. En sucesivas prosas breves —escenas, cuentos, prosas poéticas, fragmentos— nos muestra el universo que el narrador quiere ser: tras de sí, en sí y fuera de sí, el impulso de la visión múltiple. De ahí que los ojos no sean lo más importante de la señal, pues Antonio ha heredado la dolorida posibilidad de una visión que le toma la corporeidad completa, en un gesto móvil, introyectivo, en la reflexión y creador al mismo tiempo.
Quizá este acto de aguda atención, parsimonioso en sus movimientos, como un faro que alumbra y se alumbra, haga que se concentre en su cuerpo ese bullir en el que López Ortega va existiendo inevitablemente de esa manera. Han dicho de su prosa que es “densa, limpia y precisa”; la densidad obedece a la circunstancia del ensimismamiento; la limpieza y la precisión, a una necesidad de justeza en el decir. Pareciera que Antonio impidiese lastimar las cosas que sus palabras van nombrando, casi un tacto, porque hay una empatía radical entre el mundo y el escritor, ambos son uno finalmente y la escritura fluye desde esa inexorable comunión. “No quiero que el pájaro que canta en la mañana venga a mí, a mi oído, a mi pecho. Tampoco quiero ir a él, a su vuelo, a su algarabía mañera. Quiero como un espacio neutro, como un horizonte fronterizo”, donde la voz de lo que transcurre y la del que lo percibe y lo metamorfosea se conviertan en la misma voz, sin que ninguno lo deplore ni pierda su riqueza. “Y todo comulga en un breve segundo para alcanzar su rostro momentáneo.”
López Ortega sabe bien que esa suerte de confluencias sólo se hace visible en la intuición profunda de la palabra, o de la sensación, y aún más del inevitable vuelo abstracto de la reflexión filosófica. Por ello, a la instancia del juego de vocablos le aplica una sentencia saludable, la de la duda: “Toda buena escritura fomenta un asedio, una rebelión contra sí misma”.
Esta declaración de odio contra el texto literario que se regodea en sus hallazgos, pone a Antonio López Ortega en la tradición de escritores que llevan la conciencia crítica al espacio de las letras. El Paul Claudel de Arte poética, el Octavio Paz ensayista literario y el de las prosas narrativas, el también venezolano José Antonio Ramos Sucre, de cuyas prosas poéticas se puede decir asimismo que son densas, limpias y precisas (muy latinas), o el Lezama Lima, o el Julio Torri, o el otro venezolano Guillermo Meneses, a quien el mismo López Ortega hace un discreto homenaje en la prosa que inicia diciendo: “El rostro se desliza sudoroso sobre el muro”. Homenaje que otros jóvenes narradores de su generación han hecho en Venezuela, entre ellos José Balza, Humberto Mata y Ednodio Quintero, a quienes el crítico peruano Julio Ortega brinda un sitio especial, junto con Antonio López Ortega.
Como literatura reflexiva e inmersa en un cosmos cultural punzante, hay algunas resonancias que valdría mencionar, como la del último Heidegger, en la visión múltiple y respetuosa sobre las cosas del mundo, la del para ambos querido Hölderlin, en cuanto hombre por el que transcurren los rayos de las revelaciones, la del Julio Cortázar en las apreciaciones enigmáticas y en cierto ritmo narrativo. La variedad de espacios, mujeres, instantes, cosas, atmósferas, tratamientos, personajes de distintas edades, me hace suponer que alguno de estos días nos regale también Antonio con una novela donde puedan explotar los perdigones de su prosa tan apretada. Tal vez hacia allá apunte su último libro, * Naturalezas menores (1991), donde hay una disminución de la intensidad a favor de la glosa ligera; tal vez se trate sólo de un libro de transición.
Sobre este magma mundano, de pensamiento y de creaciones, se levanta la voz de Antonio López Ortega para ofrecerse ahora a los lectores mexicanos, quienes, si pudieran mirar con detenimiento las fotografías de Antonio, estarían de acuerdo conmigo en que cuando el prosista dice: “Debe haber un poco de fatiga en algún rincón del universo” es porque de alguna manera un epicentro de tal magnitud está latiendo bajo ese gesto un tanto apesadumbrado que la película fotográfica de Szinetar y Butti concentró en un breve segundo para alcanzar ese rostro momentáneo de Antonio, quien a su vez se disipa bajo el diverso rostro de este mundo.