Sucede que cuando se realiza una selección, la lectura de los textos abre un universo narrativo insospechado y particular, donde seres, imágenes, colores, momentos, estados emotivos, visiones personales cobran una dimensión singular. Ya no es la obra total: un volumen de cuentos, una novela; se trata ahora de un territorio delimitado por el gusto, la impresión, las virtudes artísticas, la manera en que la vida es descubierta, el tono y la ciencia de los acontecimientos. Todo ello no necesariamente coincidente, quizás contrastante, sin duda elocuente.
Una vez conocida más de una docena de libros durante veinte años, acotado este lapso por Las rojas son las carreteras (1976) y El hombre del Iztac (1996), tal mural narrativo se reduce, en aras de lo representativo, en tres grabados y una litografía. Y es que el relato breve y la estampa mucho tienen en común: el espacio reducido, la economía expresiva, la impuesta seguridad del trazo. El fragmento de novela visto como una litografía responde a una clasificación arbitraria porque bien podría ser una pintura al óleo o una acuarela; sólo se estiman las dimensiones, aunque por sus inclinaciones pictóricas, a David no le han de disgustar estas cercanías estéticas.
Las páginas parciales de El año del fuego (1996) son una mínima muestra de las cualidades novelísticas de David Martín del Campo, cuya mirada social, generacional, histórica, lúdica, alimentada por el amor, la pasión, el sueño, la ensoñación, el mar, la montaña, la ciudad, se extiende segura y certera por la dilatada jurisdicción de la novela, donde el escritor aparece como dueño pleno de sus fines y confines. La temperatura humana es siempre elevada, lo físico y lo natural sustentan vigorosamente las acciones, las distintas geografías enmarcan los impulsos. También han de hallarse lo político, lo policial, el suspenso, el testimonio, la aventura, lo que produce un juego de estructuras que conceden variedad e intensidad a las tramas.
Categóricamente he de afirmar que David Martín del Campo es un novelista nato, pero con tal declaración no indico que no pueda enfrentar las exigencias y los requisitos cuentísticos, satisfechos en El cerro del ruido (1982) y Los hombres tristes (1995). “El sentadito”, proveniente del primero, es recogido en el segundo, y de éste son tomados “La ciudad de la noche” y el que le da título al volumen. Obvia y cuantitativamente, las novelas son más que los cuentos, y ésta es una provechosa oportunidad para que cualitativamente la brevedad narrativa ponga de manifiesto sus distintivos atributos, ya reconocidos para el caso de larguezas mayores.
Se ha señalado que un cuento ofrece dos historias. Veamos: “El sentadito”, la del inválido y la de las prostitutas. “La ciudad de la noche”, una de ruidos y temores, otra de relaciones maritales y extramaritales. “Los hombres tristes”, la destruida y reconstruida por el escritor, la vivida por el viejo, más con el corazón que con los ojos. Así, cada personaje, cada figura principal, desde su interior inocente, trastornado o melancólico, otea lo que se exhibe ante sus ojos, ya sean las luces de la tarde, ya las sombras de la noche, ya la bruma y la niebla que hacen desaparecer al mar, ya los colores que intrínsecamente tiñen cada uno de los sitios, sobre todo y ante todo el amarillo, ya el ir y venir de las figuras, ya el sonido de las cosas, ya los hechos sencillos de la cotidianidad. Y es que desde su inmovilidad no sólo física sino también ambiental, la realidad emerge fabricada con trazos seguros y definitivos, tal vez con un único dejo de misterio, el del final de “La ciudad de la noche”, donde el temor intenta alterar lo establecido. El no desplazarse a otros lugares, al permanecer sujetos a la calle, a una habitación, a una terraza, los respectivos personajes imprimen una mayor fuerza a su protagonismo y a las conductas que observan o recuerdan. El tiempo transcurrido contribuye notoriamente a la condenación literaria, pues son pocas las horas que pasan.
Los tres cuentos, entonces, forman un aparente conjunto que resulta no de una intención consciente del autor, sino más bien del ejercicio de lectura que resalta los aspectos compartidos tanto en el tratamiento de los temas como en el empleo de la poética genérica. Indudablemente, constituyen ejemplos iluminadores de la visión del mundo que posee David Martín del campo, considerada como un todo, aunque cada texto conserve su autonomía artística. Igual ocurre con las novelas, las que se emparentan según los asuntos y las criaturas.
Los asuntos de El año del fuego son enmarcados por las erupciones del Paricutín en los años cuarenta, que convocaron a los más variados espectadores, pero principalmente a quienes eran capaces de atestiguar, de acuerdo con sus propias capacidades, el portentoso fenómeno. Uno de ellos, real y verdadero, el Dr. Atl; los otros, una periodista y un fotógrafo, desdoblamiento del propio David, quien, en el fragmento aquí incluido, al contar el encuentro de los tres, que deviene en una parranda de llamas alcohólicas y sexuales, tácitamente apunta que un múltiple proceso creador ha de servir para la transmisión del suceso: el de la novela, el del reportaje, el de la fotografía y el de la pintura.
Además, como se trata de una novela, se ilustran los variados recursos descriptivos, indispensables para hacer saber del estado que guardan las circunstancias y el uso de un léxico identificador de la región y de sus pobladores, así como de un vocabulario que científica y literariamente dibuja el paisaje: “el magma revirtiéndose como pleamar, la ceniza disuelta en la llanura, los sembradíos reverdeciendo una vez que el llano restañara esas grietas de miasmas sulfurosos”.
Esta selección de la obra de David Martín del Campo (ciudad de México, 1952) evidencia una factura narrativa de sólida y sensible concepción, que habrá de ser ratificada por el lector, si así lo desea, al transitar por otras páginas y otras historias. Anticipo que será altamente gratificante.