La bruma viene del Atlántico; trepa los riscos, escurre hacia el continente. Quisiera llamar a éstas, líneas de Cascais. Dos semanas han sido insuficientes para que el esplendor de la primavera se apodere de la costa. Cascais. Así denomina el mapa a este lugar, distante veinte kilómetros de Lisboa. Me han servido una cerveza, amarga, densa, que difícilmente logro pasar. Son las once de la mañana y la niebla no deja ver más allá de la carretera. En otras circunstancias desde aquí lograría mirar la vastedad oceánica, los pinos marítimos en el acantilado, cuatro casas veraniegas de color amarillo.
He comprado una postal. Me costó cuarenta escudos. En la fotografía Cascais aparece como una playa donde yacen varadas siete barcas pesqueras; los mástiles desnudos, los remos tendidos al cielo como las antenas muertas de una langosta. Alrededor de una parroquia en estilo manuelino, dos hileras de casas blancas, de cal y canto, comparten largos tejados bajo el asedio de un sol a mediodía. Así debe ser Cascais. He comprado esta postal para ti.
En la terraza habemos dos personas: el autor de estas líneas y un viejo de gorra a cuadros. La terraza está protegida por un biombo de cristal que nos escuda del viento. La postal me hace suponer que en el verano pliegan los lienzos para dejar que la música y el bullicio de los niños bronceados corran por el lugar con el vaivén de la brisa.
Pero hoy no es verano, y allá se desliza la bruma para confirmarlo. Qué escribir. “Soy un hombre triste.”
He leído el periódico de hoy, es decir, lo he interpretado pues no hablo portugués. El periódico habla de todo y de nada. Ha muerto Francisco Sá Carneiro en un accidente de aviación, pero no hay ninguna referencia tuya.
Bueno, es una estupidez buscarte en las columnas de un diario lisboeta. Aquí, a tu ausencia le llaman saudades... condición de nosotros, los hombres tristes. Y para hablar de tristeza.
(El viejo a dos mesas de la mía levantó la cabeza y dijo de pronto: “turismo”. Ha vuelto a callar. Bebe un vaso de vermut.)
Reviso mi pasaporte, me adivino en la fotografía del documento, observo los sellos aduanales y trato de reconstruir el itinerario de mis recientes pasos: Madrid, Milán, Berlín, Ámsterdam, y otra vez Madrid. Un breve rayo de sol ha venido a cobijarnos. Entró por la cristalería, invadió la mesa donde reposa la cerveza, deslumbró mis retinas y contagió a mis hombros un calorcillo maternal. En lo que escribo estas líneas el sol ha vuelto a retirarse. La niebla sigue deslizándose allá afuera y deja entrever, a ratos, un letrero que anuncia la bifurcación de la carretera. Por la izquierda se va hacia Sintra y Mafra, por la derecha a Tamariz y Estoril.
Con la bruma ha llegado una súbita llovizna. Los cristales de la terraza, el domo de acrílico sobre mi cabeza, se impregnan de múltiples impactos líquidos. Algunos comienzan a escurrir. Su rumor es como un siseo de cafetera. “Llueve”, ha vuelto a decir el viejo, luego de alzar la cabeza. Y tiene razón, la lluvia es un ronroneo húmedo que nos hermana aquí dentro, en la terraza de Cascais.
Quisiera mirar el mar. A eso he venido. Supongo que allá, al otro lado del Atlántico, tú mirarás esta postal que necesariamente recuerda las barcas de Van Gogh. Leerás después estas líneas; sólo que ahora el océano es inexistente y lo único cierto, visible, tangible, es la bruma que escurre por el biombo encristalado de la terraza. Lo único cierto soy yo y mi pasaporte.
El viejo ha vuelto a hablar. Aunque permanece de espaldas a mí, alcanzo a mirarle el perfil de la quijada, una barba canosa de tres días, la gorra a cuadros embozando su desaliño; alguien que convalece de una bronquitis. Ha dicho: “Fiat”, y tiene razón, porque el auto se ha detenido frente a la puerta del local y permanece con el motor encendido. Escuchamos el rumor de la máquina mientras el conductor pide unos cigarrillos en la caja. Tiene que llamar en voz alta, pues el mozo del lugar es también cocinero y parece dormitar allá adentro, en algún sillón ignoto.
El tipo se va con su Fiat, y mientras el mozo guarda el dinero en la caja, el viejo lo llama sin voltear a mirarlo: “Un Fiat, Manuel”. El mesero se aleja, regresa a la siesta en la cocina y va mascullando algo que yo interpreto como “sí, abuelo; carajo, un Fiat”. Quién sabe.
He venido a mirar el mar para suponer más próxima tu existencia. Sí, he venido a mirar el océano, pero la niebla no deja ver más allá del acotamiento gris de la carretera. Llegué a Cascais esta mañana, en el primer tren de Lisboa. Durante el trayecto miré el estuario del Tajo, su cuerpo de agua colosal; imaginé este sitio cuando reclamaba ante el expendedor de boletos: “A la playa, al lugar más próximo que tenga una playa”. Y llegué, pues, inapetente. Desconfiado de la tersura de la leche en mi paladar, pedí esta cerveza. Hace varios días que no logro comer nada. Solamente la cerveza puede pasar por mi garganta. No preguntes por qué.
Vine a mirar al Atlántico y lo único que puedo referirte es la disposición de la mesa junto al cristal de la terraza, esta madera manchada de vino y quemaduras de cigarrillo, el mantel a cuadros verdes y blancos que apenas cubre su lacerada superficie. Miento; he pedido también un bocadillo de pan y queso: lo tengo frente a mí, desafiando al apetito. Miro la corteza de cera cubriendo aún el lomo de la rebanada y afuera, ya lo sabes, la niebla, empujada por la brisa, sigue remontando el continente.
Un par de roncos mugidos viene quién sabe de dónde; es decir... el viejo los acaba de identificar. Ha dicho: “Un carguero”, y luego, “un carguero va a subir por el Tajo”, y después: “Manuel, Manuel, ¿ves al carguero?”.
Pero el mozo no asoma de su cubil en la cocina, así que el viejo y yo seguimos aislados aquí, como pacíficos mutilados, protegiéndonos de la fresca bruma.
Una sombra blanca pasó rasante por la carretera. El autobús nos ha legado su presencia de combustible quemado en el aire, pero antes de eso el viejo lo describió al decir: “turismo”.
Sí; un turismo, otro, acaba de transitar por la carretera, desvaneciéndose después, rumbo al norte, en la neblinosa distancia. Jamás visitaré Sintra.
Miraba los hilachos del mantel cuando otro olor peculiar atacó mi nariz. Es el olor del mediodía en Portugal: las sardinas asadas. Como reloj nacional, en cientos de miles de sartenes el olor de las sardinas viaja de cocina en cocina, de mesa en mesa, de siesta en siesta... y algo de cierto debe haber en ello, porque el viejo alzó la cabeza como olfateando el rastro. Voltea hacia la caja donde el mozo no está, y lo llama: “Manuel; Manuel”. Sólo que el otro, supongo, sigue tumbado en su tibia poltrona, y éste lo persigue con la voz: “¡Manuel, Manuel; ven acá!”.
El ruido de cacerolas en la cocina es la respuesta del mesero, quien momentos después llega junto al viejo, apoya una mano en su mesa y le dice con tono cansado algo que no logro entender. “¿Viene ya?”, pregunta entonces el viejo, dirigiendo el rostro hacia la carretera. El mozo le responde que no, que todavía no. Así esperan unos minutos, en silencio. Quisiera fumar, pero hace días que no existo en Portugal ni en ningún otro sitio, y los fantasmas, que yo sepa, no fuman. Solamente he venido a escribirte unas líneas aquí, junto al Atlántico.
“Ya viene”, ha dicho el mozo.
Discretamente volteo hacia la cristalería del biombo, la carretera transitada por la bruma y su humedad salitrosa. “¿Lleva el pan sobre la cabeza?”, ha preguntado el viejo; y el otro responde: “No, lleva la canasta bajo el brazo”. El viejo permanece unos segundos en silencio, luego vuelve a preguntar: “¿De qué color es su falda?”, y el otro, sin variar la postura, mirándose las uñas de la mano, tarda un momento en responder: “Azul”. El viejo dibuja una ligera sonrisa, comenta para sí: “Ah, azul”, y como animándose por fin, vuelve a preguntar: “¿Se ve hermosa?” El otro mira su reloj, dice luego al rascarse un párpado: “Como siempre, abuelo. Lleva el pelo recogido”. El viejo agacha súbitamente la cabeza, tentalea hasta encontrar el vaso, detiene el vermut entre sus manos, repite como avergonzado, sin animarse a voltear más hacia la carretera: “El pelo recogido... debe ser por la humedad”; y luego, con gesto inquisitivo: “Manuel; ¿ya pasó? ¿Me ha visto?”. El mozo responde esta vez mirándome a mí, con un guiño cómplice: “Sí, abuelo; ya pasó. Ha sonreído”.
El viejo bebe entonces el vaso a fondo. Al depositarlo en la mesa, ordena con jovialidad: “Otro Cinzano, Manuel; por favor”. El mesero se retira mascullando que sí, que ahora se lo trae.
Otra vez el silencio entre los dos.
Miro el bocadillo sobre la mesa. En Cascais la bruma sigue fluyendo desde el Atlántico, ese mar inexistente que hoy vine a reconocer. El viejo se ha puesto a fumar calladamente. Debe ser tabaco de segunda. Soy un turista que adquiere postales. Muerdo el pan; destruyo estas líneas.