Angelina Muñiz-Huberman Selección y prólogo de Luz Elena Zamudio |
Nota introductoria
Angelina Muñiz-Huberman forma parte del grupo “Hispanomexicano”1 y es conocida como escritora, profesora universitaria de literatura medieval y de literatura comparada, como investigadora y ensayista. En esta ocasión se hace la presentación de la cuentista. Transcribo las siguientes palabras de la escritora porque son orientadoras con respecto a la temática y poética de sus obras: Historia y pasado surgen como un presente modificable. Existen para ser transgredidos. Mezclo, combino y opongo los recuerdos que guardo en la memoria, que abarca no sólo la mía especifica, sino la colectiva que he ido recogiendo a lo largo de la vida [...] Lo que me interesa poner de relieve es la infinita variación textual: la lucha entre lucidez e irracionalidad: la constante ambigüedad de las emociones: las pasiones ocultas: la tensión entre palabra y actuación: la falta de ley en un mundo de leyes.2 Reiteración, variaciones sobre un mismo tema, intertextualidad, intratextualidad, autobiografía y transgresión son aspectos relevantes en la obra literaria de Muñiz, los cuales se combinan entre sí. Para esta antología se eligieron ejemplos de sus cuatro libros de “cuentos” hasta ahora publicados: El libro de Miriam y primicias, Huerto cerrado, huerto sellado, De magias y prodigios. Transmutaciones, y Serpientes y escaleras.3 Las comillas puestas a la palabra “cuentos” tienen la función, en este caso, de relativizar el concepto, ya que la autora cuestiona la pureza de los géneros literarios. En ocasiones, como se ve en el subtítulo del tercer libro citado, llama “transmutaciones”4 a sus relatos. TRANSGRESIÓN-INTERTEXTUALIDAD Muñiz parte en ocasiones de textos clásicos como es el caso del Génesis en “La ofrenda más grata”,5 del del que transcribe un versículo como epígrafe. El motivo es el mismo en los dos relatos, el fratricidio ocasionado por la preferencia marcada y manifiesta de parte de la autoridad (Dios, los padres y la sociedad) hacia uno de dos hermanos, pero cada relato tiene su versión de los hechos; en el de Muñiz, el pecador Caín es transmutado por una mujer que expresa un sentimiento de amor-odio por su hermano a quien sacrifica para recuperar cuando menos su imagen, convertida en sombra desde el nacimiento de él. Se enfatiza el dolor de la hermana que lucha contra la sociedad y la tradición para conseguir un espacio que le es negado. Él, aunque hermoso y fuerte, es bastante inconsciente e insensible; no hizo nada para merecer el lugar que se le dio en la familia y en la sociedad. En esta actualización del texto bíblico, calificado por la narradora contemporánea como “relato antiguo e injusto”, aunque no tienen nombre los personajes, sabemos que sus referentes son Caín y Abel. Asimismo, la atención está centrada no en el cumplimiento fiel del rito por parte de Abel, sino en el dolor humano causado por el abandono y en la lucha de quien está en desventaja debido a criterios injustamente impuestos. VARIACIONES SOBRE UN MISMO TEMA, INTRATEXTUALIDAD Y AUTOBIOGRAFÍA Entre los temas recurrentes desarrollados por Muñiz tenemos: el exilio,6 la guerra y la muerte, los que con frecuencia se encuentran juntos por razones autobiográficas; la familia Muñiz-Sacristán sale de España exiliada al sur de Francia, y será precisamente en Hyères, Provenza, donde nazca Angelina en diciembre de 1936. En Cuba, su “paraíso perdido”, permanecerán casi tres años y a partir de 1942 reside en México. Su conocimiento de España no lo obtiene directamente, lo toma, ya sea a través del recuerdo de sus padres, marcado por el dolor de la Guerra Civil y de la muerte prematura de su hermano mayor, ya sea a través de la literatura. En los relatos “Soledad” y “La muerte revivida” sus protagonistas son exiliados españoles que tienen muy vivo el recuerdo de la guerra, en ambas historias se recuerda la muerte de un hermano niño, pero las reacciones son distintas en cada caso: en el primer relato, su protagonista, la niña Soledad, vive sin conflicto la compañía de su hermano muerto; se hace énfasis en el aislamiento que vive la pequeña en un país ajeno a su familia, donde sus características, físicas y culturales, son diferentes a las de la mayoría; sin embargo, después de un proceso de autorreconocimiento, Soledad acepta su condición y destino de exiliada. En “La muerte revivida” se presenta un autoexilio de parte de la madre del chico muerto, la que se regodea morbosamente reviviendo los hechos funestos. Otra forma de exilio se da en “La obra secreta de Andrius el pintor”. El protagonista es hombre de dos espacios, dos tiempos, dos propuestas estéticas en sus pinturas, dos atracciones afectivas; dos identidades. El narrador presenta la lucha de Andrius por unificar su identidad. Serán el amor y la pasión que siente por Álea lo que le permita acabar con el conflicto, aunque al mismo tiempo acabe con su vida terrenal. LA CÁBALA La Cábala es para Muñiz una fuente de estudio,7 y también está presente en su creación literaria, no sólo como motivo sino que en general la poética de la escritora responde a principios cabalísticos referidos a la palabra. Si “la creación del mundo fue posible por la combinación de las veintidós letras del alfabeto, que están dotadas de poder mágico”,8 la creación literaria es posible por las diferentes combinaciones que se logran con las palabras, de éstas resultan textos con significaciones distintas; continuamente se crean nuevos mundos estéticos por el acto mágico que ejerce la palabra. El “Enxemplo XI. De lo que contesció a un Deán de Santiago con D. Illán, el grand maestro de Toledo”9 es transmutado por Muñiz en “Perdices para la cena”. Se toman básicamente los mismos motivos en los dos textos, pero las técnicas narrativas son distintas, además la escritora introduce elementos nuevos, algunos pertenecientes al campo de la Cábala y de la alquimia. El tratamiento que en la transmutación se hace de los personajes revela su modernidad; los personajes evolucionan, ambos son probados en su ambición, pero sólo don Illán regresa al camino de búsqueda de la verdad. Es muy rica la temática de los relatos de Angelina Muñiz, por ejemplo tenemos la recreación de personajes históricos como Raimundo Lulio y Giordano Bruno, y de personajes literarios como Julieta y Mercucio. Temas originados en leyendas medievales y renacentistas, o en la literatura del Siglo de Oro, o en acontecimientos más recientes como la tragedia del 68 en Tlatelolco, México. Sin embargo, los textos incluidos en esta antología permiten un primer acercamiento a la cuentística de Angelina Muñiz. Luz Elena Zamudio
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1 Este nombre fue dado por Arturo Souto al grupo de exiliados españoles entre los que se encuentran el mismo, Luis Rius, Inocencio Burgos, Juan Espinasa, José de la Colina, José Pascual Buxó, Horacio López Suarez, Enrique Rivas y Ramón Xirau, entre otros. 2 Véase Angelina Muñiz-Huberman, De cuerpo entero, UNAM-ECO, 1991, pp. 36-37. 3 Publicó también Narrativa relativa. Antología personal, Conaculta, México, 1992 (Lecturas Mexicanas, tercera serie, núm. 63). 4 El concepto “transmutación” usado por Muñiz tiene su origen en la alquimia y conserva la idea de transformación de la materia, en este caso, literaria. 5 Otro ejemplo es el cuento “Yocasta confiesa”, del mismo libro Huerto cerrado, huerto sellado, que presenta una imagen distinta del personaje creado por Sófocles. 6 Angelina Muñiz en el ensayo “La poesía y la soledad del exilio”, publicado por El Colegio de México, en el libro colectivo Poesía y exilio. Los poetas del exilio español en México, R. Corral, A. Souto y J. Valender, eds., p. 66, dice: "Exilio es una palabra que indica un desplazamiento de lugar [...] Un no pertenecer al espacio. Un acto temporal [...] El exiliado [...] se enfrenta a un nuevo aprendizaje y, lo más grave, a una fragmentación de la identidad". 7 Ha publicado dos libros sobre el tema: una antología, La lengua florida, de textos sefaradíes antiguos de origen popular y de narrativa y drama contemporáneos, con un interesante ensayo preliminar. Y un libro de ensayos Las raíces y las ramas. Fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea. 8 Véase Angelina Muñiz, Las raíces y las ramas, FCE, México, 1993, p. 31. 9 Véase Don Juan Manuel, Libro de los ejemplos del Conde Lucanor y de Patronio, Losada, Buenos Aires, 1939. |
La ofrenda más grata ¿Soy yo guarda de mi hermano?
Génesis 4:9
En algún libro estaba escrito, en algún libro grande y denso que tuviera toda la historia del hombre, un libro que marcara cada destino, que enseñara todos los caminos a elegir, un libro que a fuerza de gritar la palabra de Dios cantara al hombre pleno y débil, poderoso e impotente, amante y asesino. En algún libro, en ese tal vez, estaba también escrito mi acto. Así como la mayoría se preocupa por dejar su huidiza sombra en el curso deleznable de la historia, yo, en cambio, sabía que mi vida ya había sido vivida y que sólo repetía un relato antiguo e injusto. Pero saberlo no me evitaba el sufrimiento. Por eso, desde niña, desde el día en que naciste empezó mi odio por ti. ¿Por qué tenía que ser alabado tu nacimiento? ¿Por qué los regalos y las predicciones, las palabras, los deseos y la felicidad? Yo no sentía nada y tu presencia me desagradaba: ahí estabas, pequeño, indefenso, amoratado. Imposible amarte. Mi lugar me lo habías quitado sin ningún esfuerzo, sin siquiera dejarme luchar, mi lugar que había ido ganando con dolor y lentamente, pero que me pertenecía y que todos respetaban hasta que tú llegaste. ¿De dónde venías y por qué me alejabas tan fácil y cruelmente? Nuestras sangres no eran las mismas: la mía hervía en odio y en pasión; la tuya, dulce y apacible, creaba el amor. Caí en la soledad y en el olvido. Nadie preguntaba por mí, nadie recordaba que yo era la primogénita. Y lo peor, oír las palabras que antes eran para mí sola, repetidas para ti solo. ¿Qué tenías tú, acabado de nacer, indefenso, amoratado, que hacías recaer la maldición sobre mí? Porque yo había sido maldecida. Por alguna razón, para mí oculta, había caído del favor de los demás. Lo mío no valía: mi llanto, mis gritos y mis juegos eran desagradables. Para mí era la orden del silencio y el hastío constante. No, nunca pude quererte, y aún se atrevían a preguntármelo. ¿Cómo quererte si me lo prohibieron? ¿Cómo jugar contigo si me lo negaban? Y pasó el tiempo y llegó el momento en que las primicias debían ser recogidas, y en que alguna ofrenda debía ser entregada, a la vista de todos, por nosotros dos. Tú habías crecido y eras fuerte y hermoso; yo siempre en la sombra, sin luz propia y sin que nadie me descubriera. Tu belleza, ya de hombre joven, era apacible y segura, tranquila como un paisaje de pinos y césped alto. Poseías un halo sagrado: quien se enamoraba de ti no se atrevía a decírtelo. Tu nombre iba de boca en boca, palabra mágica y redonda. Murmullo de agua que corre acompañaba tu caminar y los rostros se encendían al verte. Tu caminar, pausado y armónico, reflejaba la proporción exacta de tus miembros y el peso suave de tu sexo. Seguramente no lo sabías y la inocencia te daba otra aureola más. El día de nuestras ofrendas se acercaba y yo pensaba en algo bello y grandioso, algo inalcanzable, perfecto, preciso. Tú, en cambio, no pensabas, sabías que cualquier cosa resultaría magnífica. Yo odiaba tu serenidad, la confianza de tu triunfo, tu conciencia de lo sublime, y empezaba a germinar en mí una idea, informe aún, subrepticia, que iba arrastrándose por mi mente sin apenas advertirla. Esa idea perdidiza iba convirtiéndose en un dolor punzante que hacía palpitar aceleradamente mi corazón. Y esas punzadas iban acostumbrándome poco a poco a la idea y la idea iba tomando forma, crecía, brillaba, resplandecía. Hasta que adquirió su madurez y conocí su integridad y su frescura. El día de la ofrenda todos conocerían esa forma perfecta y plena que yo buscaba y que atraería sobre mí el centro del universo. En ese momento nadie me amaría, igual que ahora, pero en cambio todos me odiarían, existiría para ellos, no sería la sombra indefinible en que me había convertido, y mi vida valdría. Ahora estoy en su cuarto. Lo esperé desnuda en la cama. Cuando entró y me vio, no dijo nada: empezó lentamente a desvestirse y nuestros cuerpos limpios conocieron las caricias del amor por primera vez. Éxtasis y marejadas envolvieron nuestros sentidos: todo lo olvidamos y nos hundimos en un mar lejano y ondulante. Sólo cuando empezábamos a iniciar el retorno a las orillas perdidas, antes del relajamiento total, fue cuando le clavé el cuchillo. Su imagen de perfección no se ha destruido, a pesar del asombro y del dolor: ha sonreído levemente y sus miembros se han aflojado con dulzura: su cabeza reposa sobre mi hombro, y su cuerpo desnudo, extendido sobre el mío, se desgana tibiamente. Ya no le odio; siento un inmenso amor por él: es todo mío, mío, mío, y le amo eternamente. Mañana, cuando vengan a abrir la puerta, conocerán todos mi ofrenda. |
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Soledad Soledad llegó de España, como muchos otros niños y niñas. Sabía quee lo había perdido todo: casa, tierra, hermanos. El principio era cada día, en cada país, en cada cara. Atrás quedaba lo irreparable. Adelante la incertidumbre. Había sido derrotada: a sus espaldas estaba el fin, ante sus ojos la vida. De los padres aprendió a hablar en pasado y a creer en el futuro como esperanza del regreso. Apenas contaba el presente, como no fuera por su carácter de tránsito, de puente ineludible, de gesto incierto. El día que llegó a México llovía. Serían las cinco o las seis de la tarde. Bajó del avión, y unos hombres con paraguas la protegieron hasta la sala de inmigración. Fue extraña esta llegada. El olor a mojado impregnaba todo elemento: tierra, carne, pelo. El gris cubría los demás colores, el agua se encargaba de borrarlos. Las palabras que oía Soledad eran de sonido cadencioso, pero secas, a veces melosas y a veces desleídas. Faltaba algo, ésa era la sensación punzante de la niña. Algo faltaba: perdida, desconocida, diferente. Sin darse cuenta buscaba protección, y al mismo tiempo le placía ser como era. Siempre sola, siempre viva, siempre ella. A la salida del aeropuerto, camino del centro de la ciudad, todo lo que veía era novedoso. Nunca olvidaría las calles inundadas y la lluvia persistente, la tierra oscurecida y la gente caminando descalza, los zapatos en las manos, el agua a media pierna. Después, la llegada al hotel. Cierta sensación de alegría por estar en un hotel: idas y venidas, sentimiento de temporalidad, de dinamismo indefinido, caras de un solo día, palabras iguales unas a las otras. Falta de seguridad, vagabundeo por las calles. Soledad siente un temor grande: la falta de peligro la asusta. Aquí nadie persigue, no hay soldados, no hay bombardeos. Se vuelve a sobresaltar si ve un policía o si oye la sirena de la ambulancia. ¿Pudiera ser acaso la guerra? No, sólo en sueños la revive. (Gritos, sangre, heridas, cuerpos incompletos, cadáveres putrefactos, casas desplomadas, manos de niños entre los escombros, ojos eternos que miran al vacío sin comprender, piernas sin cuerpos, bayonetas, fusiles, ametralladoras, cascos de acero, soldados, soldados, uniformes, uniformes, uno, dos, la muerte marcha). De día brilla el sol nada más. Una nueva casa. La niña recorre con la mano las paredes: tersas, altas, calientes. Todo se organiza. La vida sigue. Lo que cuenta es el mañana. La casa es grande y tiene un patio. La niña se siente libre y pasa muchas horas sola: juega, juega siempre con el recuerdo de su hermano. Su hermano muerto, enterrado lejos, del otro lado del mar. Su polvo con el polvo que pisan otros pies. Su silencio entre las voces de hombres y mujeres extraños. Su olvido en los olvidos de los demás. Su muerte entre las vidas. La ausencia del hermano sirve de compañía a Soledad. Tiene con quien hablar, con quien reír, con quien ir a los sitios. Su constancia sólo puede igualarse a su vacío. Los dos hermanos suelen ser felices. Ella, para agradarle, juega a los soldados, a los guerrilleros. Desprecia las muñecas y quiere ser fuerte como él. Se sube a los árboles porque a él le gusta que sean iguales. Le habla en voz alta: —Mañana voy a ir a la escuela. ¿Qué te parece? —Está bien, pero no debes tener miedo. —¿Miedo? ¿Por qué? —Hay muchos niños y algunos son malos. Debes ser valiente. —Yo soy valiente como tú. —Pero tienes que saber lo que está bien y lo que está mal. —Tú me lo dirás. —Sí, estaré a tu lado y te defenderé. La niña va a la escuela al día siguiente. Empiezan días difíciles: una niña española. Todos vienen a verla. La acosan. La vuelven diferente y luego se empeñan en curiosear esa diferencia. Ella permanece aparte. No se siente igual: le parece ver niños de juguete, niños que no han visto la guerra, niños más pequeños que ella aunque sean mayores. No comprenden su soledad y no le queda más remedio que acudir a su hermano. Él le da fuerza y él la comprende. Lo demás puede olvidarse. —¿Sabes, hermano? Hoy un niño me ha imitado porque pronuncio la ce. —Y tú, ¿qué has hecho? —He pronunciado la ce más fuerte todavía. —Está bien. Nunca te dejes vencer. —Oye, hermanito, ¿crees que regresaremos pronto a España? —Sí, tal vez dentro de uno o dos años. —Pero eso es mucho tiempo. —No, qué va. Todavía habrá heridos y las flores de los cementerios empezarán a brotar. —Entonces te iré a ver y pondré flores en tu tumba. —Jazmines, que huelen tan bien. —Sí, serán jazmines. La niña no encuentra amigos en la escuela. De su soledad nació el orgullo: quiso ser la mejor de todos. Cuando lo logró, la soledad fue aún mayor. Surgió entonces la envidia contra ella. Parecía condenada al silencio. Pero el silencio no puede durar: siempre hay una voz que lo rompe, y entonces surge la esperanza. ¿Sería eso la amistad? La posibilidad de la esperanza propicia la búsqueda, y al final aparece la amiga. Está allí, al alcance de la mano. Se sienta en la misma banca, es también una extraña, es una niña judía. He aquí dos pequeños seres afines que han conjugado el momento preciso. Se han hallado. Lo demás resulta fácil: las coincidencias son múltiples. Vienen huyendo de la guerra, de la persecución; saben que la razón está de su lado; son fuertes, son valientes y además son dos. Eso es lo mejor: han descubierto el número perfecto para amar. No necesitan más. Piensan que el mundo ha empezado a girar en ese momento. Antes, las tinieblas, después las tinieblas, en medio, la raya de luz cuyos extremos lleva cada una en la mano. Creen que así será la eternidad: nada las separará, los juramentos suceden a los juramentos. La una al lado de la otra, siempre presentes, sin descuidos, sin olvidos. Empieza la suave angustia del pensar y del imaginar; el temor a las separaciones: el teléfono, las cartas y los dibujos para recordar. Soledad empieza a confiar: quiere y es querida. Su amiga le ha enseñado a dibujar la estrella de David y ella le ha confiado su secreto más íntimo: se irá de guerrillera a España. Han hecho entonces un pacto las dos: —Si tú te vas a España me iré contigo. —Claro, yo no me iría dejándote. Para no perdernos dibujaremos la estrella de David por donde pasemos. —Sí, y bordaremos una sobre nuestra ropa. —Y acabaremos con los franquistas. —¿Cuándo nos vamos? —Habrá que esperar a que salga un barco de Veracruz. Calla, que se acercan esas niñas. “Esas niñas” traen la discordia consigo. No quieren a la españolita ni a la judía. No les gusta verlas juntas: se imaginan que se ríen de ellas. Se acercan a molestarlas. Es entonces cuando surge una duda en Soledad. —A ver, dinos qué prefieres, dormir en el pasto o en un lecho de espinas. —En el pasto. —Pues qué mala eres. Jesucristo escogió las espinas. ¿Jesucristo? ¿Las espinas? ¿Tiene eso que ver con Dios? Y Dios, ¿qué es? Le tendrá que preguntar a su madre. El concepto de Dios es oscuro, difícil de explicar y de entender. Dios castiga. ¿Será ella castigada por Dios? Porque es bonita, porque se sabe inteligente, ¿será fea y tonta cuando haya muerto? Esta idea la atemoriza y atormenta en las noches. La cama no es el descanso, sino el recuento de los temores de cada día. En la otra vida —¿pero habrá otra vida?—, será fea y tonta como María, la enana. María, que es más baja que ella y gorda y que tiene veinticinco años: es vieja, habla con dificultad y no entiende lo que ella le dice. Lo que sí hace bien María es jugar con plastilina: las canastitas que ha hecho, llenas de frutas de colores, adornan el cuarto de la niña. Pero la noche es mala: las sombras asustan. Dios huye. Los recuerdos de la guerra la persiguen. Sueña que unos soldados la van a matar. Siente el dolor frío de la bayoneta clavada en su cuerpo. Ni siquiera un grito puede escapar de su garganta seca. Después ya no es ella, flota invisible y ve que unos hombres se han escondido en un pajar, que unos soldados vienen a buscarlos y obligan a los campesinos a escarbar con picos y horcas por entre la paja: chorros de sangre sobre amarillo (es ésa la bandera franquista), pero ni un solo grito. La muerte viene silenciosa. Soledad despierta palpitante y da vueltas en la cama. Quiere que sea de día. Teme el dormir. Teme el soñar. ¿Cuándo amanecerá? Faltan muchas horas. Hablará con su hermano y su hermano la tranquilizará. —¿Verdad que Anita será siempre mi amiga? —Sí, es muy buena y nadie las separará. —Óyeme, ¿es cierto que tú estás con Dios? —¿Dios? Nunca lo he visto. Estoy solo. —No estás solo. Vienes conmigo siempre que te llamo. —Sí, pero me olvidarás cuando seas grande y te enamores. —No, no te olvidaré. Yo me enamoraré de ti. —No, aún no sabes lo que es amar. —Sí, como a ti y a Anita. —No, para eso falta mucho. Apenas estás aprendiendo. —Pero yo amo por ti. Cuando sea grande buscaré quien se parezca a ti y sólo a él lo amaré. —Será entonces cuando desaparezca. —Mentira, tú serás el otro, habrás tomado forma humana. ¿No es eso lo que dicen las niñas que hizo Jesucristo? —Sí, también era amor. —Entonces, ¿tú eres como Dios? Dime, ¿qué es Dios? —Como yo. —Pero nadie más que yo te tiene a ti. —Es suficiente, soy tu hermano nada más. —Y, ¿el hermano de los demás? —Ése no existe, ¿dónde lo encontrarías? —No existe. Y tú, ¿existes? —Tampoco. —¿Y yo? —Creo que sí. Si te clavas las uñas en las palmas de las manos y te duele, existes. —Existo. —Duerme y olvida. —¿Dormir? La noche pasa. Soledad despierta contenta: ha vuelto a hablar con su hermano y olvidó los malos sueños. Se viste y desayuna rápido. Sale a esperar el camión de la escuela. Pero ese día es un día especial. Su madre no la ha podido acompañar y está sola a la puerta de su casa nueva. No siente miedo. Falta un buen rato para que aparezca el camión. Entonces pasa lo inesperado, lo que rompe la excesiva tranquilidad de los confiados, el hilo de seda que el gusano no hilvanó bien. La niña es confiada: ve que un hombre se le acerca y nada teme. El hombre camina vacilante, va sucio y roto, gesticula y se tambalea, despide un olor agrio. La niña ha atraído su atención: ese pequeño ser que salta a la puerta de una casa. Odia su equilibrio y su piel suave, su falta de temor y su diferencia. ¡Esa niña es distinta! —¡Güereja judía! —le grita. Soledad no comprende al principio. Se ha quedado paralizada —como en sueños— y su corazón, pájaro enjaulado, golpea con fuerza. El grito se vuelve a oír: —¡Güereja judía! Eso es todo. El borracho no se detiene más. Sigue en busca del suelo que huye, de las paredes que se doblan y de los postes que se esquinan. Soledad se ha sentido más pequeña. Quisiera correr con la madre. Ha conocido el odio del hombre, el insulto. Sabe que ha querido humillarla. Aunque para ella hay cierto orgullo en lo que le ha dicho. Judía. Como Anita. Lo es, porque se lo ha dicho alguien. La han confundido. (Los nazis la hubieran matado.) En cuanto vea a Anita se lo contará. Pero sobre todo en ese momento se ha vuelto consciente de su diferencia. Es otra entre las niñas. Siempre la confundirán o con judía o con española. Y siempre acertarán. ¡Es distinta! No necesita la estrella de David para que le digan judía, ni necesita hablar para que le digan española. Ha comprendido que es una extraña para los demás. Nadie penetrará en su mundo. Lo mejor será callar. Sólo Anita conocerá sus secretos. (Los conocerá hasta el día en que se separen. Todo amor viene a dar en separación. Todo lo que nace, en muerte.) Pero Anita es también otro mundo impenetrable y lleno de sorpresas. Por ejemplo, su familia. Un rabino en ella. Soledad se ha vuelto a preguntar por Dios al verle, tan imponente, todo de negro y con una barba espesa. ¿Será Dios como él? ¿Por qué Dios le da miedo? También Anita siente temor ante el rabino y retarda lo más que puede el beso que le da cuando llega de visita. Soledad ni siquiera se atreve a acercarse. Lo ve de lejos —como se ve a Dios—. Pero olvida su temor al recordar la vez en que María, la enana, la metió en la iglesia de Santa Rosa, a un costado de la casa. Se sintió encogida, tanta vela, tanta imagen, la gente de rodillas, el silencio, el respeto, el incienso, el cura, el crucificado. María le dijo: —Pídele, pídele lo que quieras. Luego se trataba de pedir. ¿A Él se le pedía nada más? Pero, ¿qué exigiría luego? ¿Iría al infierno y sería como María? Si se trataba de pedir ya lo sabía, pediría regresar a España. Pero no estaba bien, ella no creía en peticiones. No era posible que algo fuera tan simple y que con una palabra se obtuviera. No, no era posible lo bello y lo fácil. Soledad empezaba a comprender —con su mano en la mano regordeta y sudorosa de María— que sólo es posible lo diferente, que ella había escogido el camino difícil y el camino difícil carecía de Dios que lo guiara. Al salir de la iglesia su idea fue más clara: el cielo puro y azul —las cinco o las seis de la tarde, como cuando llegó a México, pero sin lluvia—, sin una nube que pudiera ocultar algo: ¿Dios? Tras del azul sólo el espejismo, el horizonte, el aire. La niña estaba sola frente a su camino. Sí, su camino sería el de las espinas —mas no las de Jesucristo, como decían las niñas— y el de los solitarios, aquel que levanta polvo porque pocos lo transitan y que ofrece apenas el breve amor de otras huellas, que hay que correr a alcanzar antes de que se desdibujen en la fina arena. La niña sonrió ante el largo camino y deseó amar las breves huellas. Apretó la mano de María y se dirigió a su casa: fueron los primeros pasos de una larga jornada. |
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La muerte revivida Había sido el eje de su vida: presencia constante: ni un momento de olvido. Siempre: en el fondo de su mente aparecía la imagen: los rasgos de su cara: los movimientos: los colores: el recuerdo de su voz. La presencia muerta era presencia viva. Puede construirse toda una vida alrededor de una muerte. Puede recobrarse el sentido de lo cotidiano y absorberse en la más fútil tarea con el peso —verdadero peso— de un vacío. La muerte, que no es nada, es la razón de la sinrazón. Es la fuente del verdadero estrago. Por lo tanto, de la profunda frivolidad. (No me cuentes lo que es la muerte.) (Sí: voy a contártelo.) (Yo sí sé lo que es la muerte.) (Sss: Silencio.) (Eso no se difunde.) (¿Por qué no?: es simple.) (Oirás esta historia.) Miranda en el exilio. Miranda en tierra extraña. Contemplando las cosas. En cada una de ellas ve la muerte: en el humo del cigarro: en la cucharilla que menea el café: en la fotografía dejada a un lado. Para vivir tiene que luchar contra la transparencia del mismo cristal en el que se estrella la mariposa. La imagen de él aparece en el fondo de cualquier taza en la que beba cualquier líquido: su cara, con el mechón de pelo lacio caído hacia el lado derecho: su sonrisa nunca perdida: el brillo de los ojos: la boca dispuesta a hablar. Y, sin embargo, el silencio: el silencio de la absoluta ausencia: Y la inmovilidad: tal y como quedó en la última fotografía que le tomaron. Miranda ha llevado consigo, de país en país, el álbum en el que están todas sus fotos. Miranda es peregrina que no ha olvidado el único testimonio que puede asegurarle que él sí existió. Porque los demás pueden dudarlo. ¿Qué historia es ésa? ¿Quién cree lo que cuenta esa mujer? ¿Cómo comprobarlo? ¿Cómo comprobar que él existió? En España sí existía. Pero aquí, en México, nadie lo conoció. Todo lo que se oyó fueron historias acerca de él. Miranda va por las calles: parte del Monumento a la Revolución: camina todo Juárez: y desemboca en Madero hasta el Zócalo. Va gritando: Vean: éstas son sus fotografías: él vivió. Nadie hace caso: qué importa que él viviera: ¿quién es él? Para Miranda es importante: su vida depende de eso. Pero no es verdad: Miranda no grita por las calles. Miranda guarda silencio por las calles. Es una buena ciudadana. Aprendió a serlo en los bombardeos de Madrid. Lo que sí es verdad es que lleva su foto consigo. No sólo su foto. Lleva también un relicario de oro con un mechón de pelo. Miranda ha aprendido a vivir en el nuevo país: ríe en los mercado y sabe qué verduras comprar: dónde venden el mejor pescado y dónde la fruta escogida. Es tan buena ciudadana: cruza las esquinas en orden: respeta los semáforos: ayuda a cruzar a los ancianos y a los ciegos. Merecería un premio. No, no le interesan los premios. Cierta inclinación natural la lleva a notar las debilidades y las flaquezas. Disfruta los dolores ajenos y así mitiga el suyo. Los disfruta incorporándoselos: no es que llore con las víctimas, sino que las víctimas lloran ante ella. Ella solamente recoge las lágrimas: para su tesoro de incompatibilidades. Ella dejó de llorar hace muchos años: cuando morían los jóvenes y sobrevivían los viejos o los niños. Se fue quedando sola por el camino, porque al final murieron los viejos y los niños, y ella no podía morirse. Quería que la muerte descendiera especialmente para ella. Un rayo que la tocara como don divino. Y eso era pedir demasiado. La última paletada de tierra sobre el ataúd resuena en sus noches y en sus despertares al amanecer. Sabe que ha pasado el tiempo porque muchas cosas cambian a su alrededor. Lo que no entiende en esta medida del tiempo es por qué ella ha vivido tanto en un seco lamentar. Tampoco es que se quedara sola a la muerte de él. Ahí estaban su marido y su hijo pequeño. ¿Qué más quería entonces? ¿Era tan liviana —o de tanto peso— su carga de amor que se le agotó en un solo ser? No lo sabía y no se lo preguntaba. Las personas que la rodeaban no ocupaban el lugar que deberían ocupar: eran inútiles y despreciables. A la muerte de él: del único querido. Escapó y desapareció meses. Para hundirse en la desesperación y el olvido. Para borrar la existencia misma. Para ser otra persona. Y no sufrir. (Caminó con una idea fija: regresar a España y recoger la jaula del canario que quedó abandonada en la casa al salir huyendo.) Había soportado dos años de bombardeos y se había salvado. También él se había salvado: lo había cuidado y lo había abrazado. Para llegar a tierras de Francia y morir allí: donde no había peligro: donde era la cita con la muerte: la segura. El tipo de muerte escogida: la madre dijo que sí salga a la calle: el padre dijo que no salga a la calle. Había terminado las tareas del colegio y quería ir a jugar con su amigo. Nada más tenía que cruzar la calle. Eso era todo. La madre dijo que sí salga. El padre dijo que no. Miranda volvió a insistir: que sí salga: hoy ha trabajado mucho. Ferrán cedió: está bien, que salga, y el niño salió. Apenas bajó las escaleras corriendo. Apenas llegó a la esquina. Apenas empezaba a cruzar cuando ocurrió. No vio que el camión arrastraba un remolque y quedó prensado en medio. El niño fue arrastrado varias cuadras: el camionero no había notado nada. La gente de la calle le gritaba horrorizada que se parara y él no entendía qué pasaba. Cuando lo hizo fue tarde. Los padres también tardaron en darse cuenta. Oían gritos pero no sabían de qué se trataba: jugaban con el hijo pequeño. Miranda y Ferrán enterraron a su hijo mayor en el cementerio de Montrouge: una pequeña tumba: 1930-1938. Y ése era el eje de la vida de Miranda: la presencia constante de su hijo muerto. Miranda oyó a Ferrán: la culpa es de ella: ella quiso que él bajara a la calle. Y Ferrán lo contaba una y otra vez: la culpa es de ella. Miranda hubiera querido morir ahí mismo. Pero el cuerpo es fuerte y se resiste. La mente tiene otras maneras de escapar: la imposibilidad de volver a querer: la indiferencia: el rechazo. Ya no importaban Ferrán ni el hijo sobreviviente. Los meses de su desaparición debieron ser de olvido tenaz, de sumidero continuo, de malquerencia. Pero ella no recordó nada de ese tiempo. Regresó, con la memoria recobrada en el punto de su partida, a no mencionar más. A esperar una cierta liberación que habría de llegarle no sabía cómo. Parecía resignada y casi en vías de curación. Salvo por cierta dificultad en pronunciar nombres propios: a su hijo el pequeño no pudo darle otro nombre que el de sobreviviente. Ya en México, los tres, Miranda, Ferrán y el sobreviviente iniciaron vidas discontinuas, vidas maltrechas, encarnizadas. Indisolublemente unidos, inseparables: con el odio y el refinamiento en atroz inmisericordia. Crearon un ambiente cerrado: no se podía salir de la casa: nadie venía a visitarlos. Todo era rechazo al mundo externo y regodeo en su propia impiedad. Diálogos ritualistas: Saquemos las prendas del dolor. Una por una extendamos las iniquidades. Recordemos el cuerpo muerto. Tú, sobreviviente, prepara la oración. Tú, madre, corta la piel. Tú, padre, recoge la sangre. Tú, hijo, recibe la herencia. En tierra de obsidiana, repitamos el sacrificio. Sobre la piedra solar estiremos los músculos y rompamos los nervios. Que los huesos se pulvericen y venga el fin de los tiempos. En la oscuridad, sola la luz de la muerte. Entona, sobreviviente, la oración. Encadena, heredero, la palabra de la vida. Comprende, hijo, el perfecto mundo del encierro. Prepara, madre, el aborto obligado. Derrama, padre, el semen infértil. Sobreviviente: te convertirás en desecho, en inmundicia, en desolación. He aquí que somos el juego de un pequeño tablero de ajedrez: para comernos los unos a los otros. Amén. Amén. Amén. La ceremonia se enardecía y Miranda se tranquilizaba. No importaban las palabras pronunciadas al borde de la tumba, ni los telegramas recibidos, ni las cartas de condolencia. Todo fue guardado celosamente en un cofre de madera olorosa junto con las flores blancas del entierro. Los papeles atados cuidadosos con cinta de seda. Los pétalos aprisionados entre cartones sepia. Las fotos, repasadas y vueltas a repasar, en el álbum de piel oscura con grabados de antiguos jarrones enlazados por guirnaldas. Las fotos en blanco y negro pegadas sobre grueso papel de un verde azabachado. Cajas y más cajas con reliquias. Los tesoros habían sido concertados. Durante la ceremonia se exponían. Durante la ceremonia o fuera de su orden: simplemente por el placer de gozarlos. Los juguetes eran limpiados y pulidos, pero nunca permitidos tocar por el sobreviviente. Los soldaditos de plomo que habían viajado de país en país hasta llegar a México. Soldaditos europeos: de Napoleón: de la Primera Guerra Mundial: ahora en clima cálido: anatópicos: anacrónicos. Con los que tampoco jugará el sobreviviente. Los patines con las correas de cuero endurecidas y que hay que frotar con pulimento especial cada semana para que no se oxiden, mientras el sobreviviente los contempla. Los lápices de colores, los cuadernos y los libros, que no podrá usar, ni escribir, ni leer el sobreviviente. Las maravillosas latas policromas de galletas o de puros que no encerrarán los secretos del sobreviviente. Y luego, la ropa perfectamente doblada entre bolitas de naftalina, sacada a airear de vez en vez, para que no se pudra, para que las manchas de sangre seca no atraigan a insectos voraces. Y los zapatos, retorcidos, de color irreconocible, piel, hierro, asfalto. Miranda vive entre los recuerdos, las reliquias, como entre las compras del mercado o los paseos al bosque de Chapultepec. Aunque parece que el tiempo pasa y que la lejanía del cementerio de Montrouge persiste, la coraza y la imagen rígida de Miranda se han detenido: no parece que el tiempo pase ni que la lejanía del cementerio de Montrouge persista. Los actos se han estilizado y se han esculpido en hielo. Épocas glaciales han descendido sobre su frente. La edad de su muerte se acerca: son muchos ya los años y la separación: ¿quién cuidará de aquella tumba? ¿Quién la reconocerá? No regresó ni a España ni a Francia. Vivió en México más que en ningún otro país y no se dio cuenta. A su alrededor fueron muriendo los demás: ella que quiso morir el mismo día que su hijo. Murió Ferrán. El sobreviviente no contaba. Sólo quedaba ella: ¿cuándo, cuándo iba a morir? Tenía que suceder ya: no podía esperar. Pero no: no moriría. Aún le quedaba una prueba por pasar. Aún recobraría el sentido de la vida. Y fue así como sucedió. El sobreviviente iba manejando el automóvil por la calle de Patriotismo. Ella iba sentada a su lado, sin qué cosa pensar. De pronto fue el frenazo y el niño que se atravesó delante del automóvil, que se tropezó, que se incorporó y que pudo llegar a la esquina contraria sano y salvo. Miranda, en el automóvil con su hijo el sobreviviente, que sí tenía nombre, que se llamaba Bendito, rompió en llanto irrefrenable con todas las lágrimas acumuladas durante cuarenta años. |
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La obra secreta de Andrius el pintor Pacientemente, Andrius el pintor, fue apartando su obra secreta. Durante años se dedició al color, al trazo, al claroscuro. En el sótano de su casa de campo la luz tenue, dorada, se infiltraba lo suficiente para que el mayor esfuerzo fuera el de su imaginación y para que la penumbra fuera fuente de la nitidez y de la claridad. Andrius gozaba con su doble obra: una era la difícil: a escondidas de todos: guardada bajo llave. Mientras que arriba, en el piso primero, a la luz radiante y a la vista de quien quisiera asomarse, crecía —también— su obra expuesta: la conocida por los demás. Andrius había dividido en dos su vida: con toda serenidad: con toda lucidez: la terrenal y la soterrada: la angélica y la luciferina. En ambas se absorbía como si cada una fuera la única. Como si cada una fuera la presente. Podía pasar de la una a la otra sin transición, sin preparación ni ritual previo alguno. Ambas eran tan naturales que una se continuaba en la otra negando los opuestos. Eran el complemento imperioso, acerado, casi violento, para que cada una de ellas existiera. En su alma la integración era precisa. Nada lo separaría de sus obras. Sin embargo, una era secreta. Así estaba propuesto. Invadía el sol el piso primero y Andrius abría la puerta y salía al campo, a los árboles, al suave aire de otoño que desprende el olor de las hojas secas. Se sentaba en el soto a la sombra apacible para recoger las líneas y las formas entreveladas, los pequeños rasgos olvidados, las curvas reptantes. Respiraba en plenitud y dilataba las aletas de la nariz para mejor absorber la lujuria de las fragancias. Con la mano acariciaba las texturas de corteza, hierba, pétalo para guardar en su memoria. Deslizaba la vista sobre la creación y no sabía dónde detenerla: tanta era la belleza. Escuchaba aún el mínimo sonido y se maravillaba de la armonía de su entorno. Si estuviera a su lado Álea, saborearía su piel y bebería su saliva. Cuando llegara. En el sótano Álea se desnudaba y Andrius deslizaba los colores de su pincel. En el piso primero los lienzos reproducían el ala translúcida de la libélula, el ojo móvil, la pata nerviosa. O bien cada brizna, cada maleza, cada ortiga, cada heno, cada césped, cada prado en su desmenuzamiento. En el sótano el cuerpo era la tersura. El cuerpo se derramaba en oros. Andrius iba a las ciudades y transitaba entre los hombres. Era reconocido y sus cuadros adornaban la casa. Era preferido y solicitado. Ocupaba su lugar y todo estaba en orden. En las ciudades Andrius opacaba sus sentidos. Se aturdía. Se confundía. El laberinto de las calles no conducía a los lugares previstos. Entre hombres y mujeres sus pasos no levantaban eco y perdía su sombra en lo gris del asfalto. Su cuerpo era un cuerpo en movimiento sin saber cómo y su piel perdía la sensibilidad. A su lado trepidaban las paredes y el cemento se desmoronaba. La lluvia no lo empapaba y el sol no lo calentaba. No encontraba qué hacer y regresaba pronto a su casa en el campo. A los cuartos abiertos. Y al sótano con llave. A su doble pintura. A su quehacer promiscuo. Lo esperaban su mujer y su hijo. Pero él lo que quería era bajar al sótano. Hundirse en el sillón de cuero y contemplar a Álea: Álea de las mil formas: Álea de las mil partes: Álea de las mil maravillas. Álea vestida: Álea desnuda: Álea cotidiana: Álea prodigiosa. Álea: Álea. Álea: otra. Lo esperaban su mujer y su hijo y las palabras diarias. Y la buena carne asada para la cena, con papas al horno y confitura de arándano. Vino tinto. Y copa de coñac frente a la chimenea. Su perro a los pies, calentándose al fuego crepitante. Pero Andrius lo que quiere, lo que se desespera por hacer es bajar al sótano y contemplar a Álea. La nieve empieza a caer y en el invierno Álea desaparece. La nieve cae y Andrius pinta de memoria. Imagina. ¿Dónde estará Álea? Andrius la pinta en donde pueda estar: en todas partes y en ninguna. Se arrebuja en el sillón, se tapa con la manta que le ha tejido su mujer y Álea desfila ante él. Álea y todas las Áleas. Álea hoy. Álea ayer. Álea mañana. Álea hace un siglo, dos siglos, tres siglos: un milenio. Dos milenios. Tres milenios. Álea eterna. Álea en silencio: para él. El invierno será largo. Muy largo sin Álea. Lo pasará sentado en el sillón o frente a la chimenea de leños desmoronables. Cuando quiera desperezarse o sacudir su inercia volverá a tomar el pincel y la paleta de colores. Entonces la pintará a ella: en su infinitud y en su variedad: en todas sus vidas y en todas sus regeneraciones. En la presencia de su imagen: de sus imágenes. En la pasión y en la obsesión. Sin ella no hay calor. En diciembre, en enero, en febrero es la hibernación. El acopio de fuerzas para su regreso. El sopor inducido. La pinta vestida de telas cálidas, lanas espesas, terciopelos púrpura, brocados de hilo de oro. La pinta con el largo pelo recogido en algo y una gargantilla de perlas. O con el camafeo de su abuela prendido en el pañuelo de seda que envuelve su cuello. O la viste de encajes y la coloca de espaldas. O la sienta de perfil, con una mano sosteniendo el antiguo mantón. En el invierno Andrius recurre a los espacios sin límite de su memoria y se esfuerza en representar cada rasgo del rostro de Álea: cada músculo imperceptible: cada sinuosidad: cada iniciada arruga: cada vello sutil: cada movimiento atrapado: cada luz: cada relieve: cada fino vaso sanguíneo: cada palpitar: cada coloración cambiante de la piel. De los ojos quisiera rememorar el tono de iluminación preciso y su reflejo en matiz no encontrado. La apertura de la pupila y su variación inasible. El iris colorido y los pequeños pigmentos negros. El blanco del globo y su curvatura móvil con restos de capilares enrojecidos. Las pestañas, gruesas y largas, en fiel protección. El párpado, de tan delicado, temible; de tan veloz, amable. La poderosa ceja dominante en el hueso alero, espesa, segura. El ojo abierto y el ojo cerrado. Álea despierta. Álea dormida. Álea de las mil formas: Álea de las mil partes: Álea de las mil maravillas. Álea vestida: Álea desnuda: Álea cotidiana: Álea prodigiosa. Álea: Álea. Álea: otra. Álea de las mil imágenes. En el invierno arrastrado Andrius sale a la nieve y al pequeño lago de hielo. Lleva a su hijo de la mano y le enseña a esquiar, a patinar. Cree así olvidarse de Álea. Cree así recordarla mejor. Su presencia se vuelve más fuerte y cambia la mano de su hijo por la de Álea. Y es con ella con quien camina en la nieve. Al regreso a su casa es ella quien le abre la puerta y quien lo lleva abrazado hasta el sótano. Objetos van y vienen. El invierno se prolonga. Luego, en el nacimiento de los primeros brotes: en el deshielo: en la primavera que se inicia, Andrius se vivifica. Estira su cuerpo, arquea su columna, casi como el gato, casi como el perro. Y como el caballo saldría a trotar y a correr por las laderas. Andrius se interna en el bosque porque quisiera perderse toda la primavera y al regreso encontrar a Álea, la desaparecida. Pero Andrius siempre recuerda el camino de vuelta. A su pesar. Alterna y se concentra en su obra del piso primero: la que todos ven. Los primeros brotes, empujando la nieve blanda, están ya coloreándose de sus pinturas. Su amor minucioso por los campos fructifica. Olvidar sus cuadros del sótano es recobrar la inmensidad. (También quisiera olvidar a Álea.) Es ser parte del todo: ya no resentir la fragmentación. (Álea ¿será parte o será todo?) Andrius se mece en un estado de tibiezas incorporadas. Ahora pinta con suavidad como si la pasión no se manifestara. Casi se alegra de que Álea no esté cerca. Casi se acomoda a la idea de no verla más. (Su mujer y su hijo pasan al lado.) La primavera se impone pronto. El verdor gana la batalla. Luego el mundo no había muerto: la nieve era un disfraz: un manto apenas. Debajo la vida rebullía y se preparaba. Lista a ocupar su lugar. El agua de río se calienta al sol y el lago es mar ondulado. Ahora Andrius se lleva en la barca a su hijo y le enseña a pescar. Con paciencia colocan el cebo en el anzuelo y prueban la flexibilidad de la caña y el largo del hilo. Se maravillan de los varios peces atrapados: escogen sólo unos para la cena y el resto lo lanzan de regreso a las aguas. La mujer de Andrius lava los pescados, raspa las escamas, hace unos pequeños cortes sobre la piel de plata que rellena de mantequilla, exprime jugo de limones, adorna con perejil y mete al horno la apetecida cena. Andrius juega con el perro arrojándole una rama seca. Pasa la primavera y Andrius se fatiga. En las noches padece de insomnio y sale a dar largos paseos a la luz de la luna. Su perro le acompaña. Las sombras se alargan. Las aves nocturnas sobrevuelan. Canta el mochuelo y responde la lechuza. El búho observa. Baten las alas los murciélagos. Álea aparecerá una noche en el sendero iluminado por la luna y Andrius la llevará al sótano. Al día siguiente despertarán con el claro sol estival. Álea ya no se irá. Andrius busca a Álea cada noche. La noche que no la busca, bajo el árbol donde se ha sentado a acariciar al perro, al levantar la vista la ve ahí. Descendida del brillo de las estrellas. En el sótano todo es luz de oro. Álea ríe al ver las otras Áleas de los cuadros. ¿Qué va a hacer con tantas Áleas, Álea? Nada. Reír. Andrius también ríe. Y Álea ríe. Y los dos ríen. El verano estalla en fuerzas de la tierra. En todos los brotes y en todos los colores. Los del campo y los de los cuadros de Andrius. Álea ya no se ira. Pero Álea entristece con la caída de las hojas que cierra el verano. Y como llegó se va. Andrius no enfrentará otro otoño, otro invierno, otra primavera sin Álea. Su obra está completa. Su vida también. Poco a poco languidece arrebujado en el sillón. Repasa con la vista a Álea de los cuadros. Repasa con el alma a Álea de las pieles desnudas. A Álea de oro. Llama a la muerte y es él quien le dice que su tiempo ha llegado. Felizmente. Que el placer es confín inviolable. Que la beatitud es este momento. Que se entrega a Álea para siempre. Quien abra la puerta del sótano encontrará un espacio deshabitado, un sillón viejo de cuero y la obra secreta de Andrius el pintor desbordada en revelación de cada rincón, de cada esquina, de cada resquicio. |
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Perdices para la cena a Santos Sanz Villanueva
Perdices para la cena había pedico don Illán de Toledo. Perdices bien aderezadas, con salsa de abundantes nueces frescas y pimienta recién molida y albahaca desmenuzada y tomillo un poco. Que el visitante bien lo merecía. Que esa tarde había llegado de muy lejos, fatigado, el deán de Santiago. Que prometía ser buen alumno, fiel iniciado en las artes adivinatorias y en la filosofía oculta, en la magia y en la alquimia. Un hombre que se ponía humildemente bajo su servicio y que sólo pretendía aprender, a la letra, la ciencia verdadera. Que estaba dispuesto a pasar las pruebas, a enfrentar los conjuros, a alargar las horas en el estudio iluminativo, a disminuir la noche y a entretener el día. Que a cambio de la sabiduría sin precio ofrecía la promesa de hacer lo que el maestro le mandase. Pero el maestro don Illán recelaba de quien un día podría ser alto personaje que no sólo olvidara el bien sino que lo convirtiera en mal. Y exigía cumplir la promesa. Y el alumno, una y otra vez, repetía la promesa y reiteraba el mandato. Satisfecho don Illán encaminó al alumno hacia la cámara donde deberían encerrarse en estudio, sin contar las horas, los días o los meses. Luego de recorrer habitación tras habitación en busca de la puerta que daba al jardín umbrío, casi con el mismo esfuerzo que requiriera perderse en un laberinto e imaginando, a trechos, que los pasos volvían sobre sí, que las paredes reflejaban sus formas y que las habitaciones se espejeaban, llegaron ante la puerta precisa en cuya cerradura la llave precisa resbaló en silencio. Bajaron por los siete altos escalones que conducían al jardín, apoyándose en el barandal de volutas de hierro forjado que enmarcaba el paisaje. Caminaron un buen trecho entre hierbas y plantas desmedidas, rosales sin podar, ramas cargadas de fruto a ras de suelo, frondas, lianas, helechos, espinos, que con la mano había que apartar y con el pie afianzar. En un claro estaba la escalinata de piedra labrada que descendía hacia las entrañas de la tierra. Descendía y descendía. Gran espacio descendía. Tanto, que la oscuridad borraba el sentido del tiempo y el eco de las pisadas persistía. La humedad estremecía la piel y el olor a mustio desalentaba. Luego, terminaba el descenso, y el camino, ya recto, seguía un gran tramo. Tal pareciera un largo túnel que cruzara el río Tajo. Poco a poco empezaba a regresar la luz, sin que se supiera de dónde venía. Tal vez, de altos tragaluces. (O del llamado de Dios.) Entonces, el camino único se multifurcaba en tantas entradas como atributos divinos: nueve eran los accesos y uno más, el elegible. Don Illán muy bien sabía cuál era y sin titubear penetraba por el ramal de luz. No muchos pasos caminaba, seguido del deán de Santiago, cuando frente a una puerta de noble talla que acababa de abrirse por su mera presencia, invitaba a su alumno a pasar. El aposento al que habían entrado más bien eran tres cámaras espaciosas de contorno semicircular y con altos vitrales al fondo. Las divisiones correspondían, la primera, a una bien dispuesta biblioteca de abundantes volúmenes preciosamente encuadernados. La segunda, a una sala de cómodos muebles para sentarse a leer y estudiar sin contar el tiempo que pasara. La tercera, una estancia con larga mesa de nogal pulido, rimeros de papel en perfecto orden, cálamos de filo cuidado, negra tinta y fina arenilla para borrar; sillas de elevado respaldar con apoyo para las manos y asiento de cuero flexible. Don Illán escogió varios volúmenes que fue amontonando en la mesa: los primeros que iban a estudiar. Cuando se encontraba hojeando los libros para decidir por cuál habrían de empezar, he aquí que, de manera maravillosa, dos hombres aparecieron en el aposento portando un mensaje urgente para el deán de Santiago. Una carta, de su tío el Arzobispo, en donde le avisaba que se sentía ya próximo a morir y que regresara a su lado. Pero el deán, como quien tiene ante sí la mesa dispuesta con exquisitos manjares y se apresta a saborearlos, decide enviarle contestación conciliatoria a su tío y no emprender aún el viaje, por lo menos hasta que no haya iniciado sus estudios. Prosiguen, pues, maestro y alumno en la lectura y en la meditación: en el tiempo dedicado al silencio, sólo interrumpido por el dar vuelta a las hojas. Vienen después las preguntas, las dudas. De los comentarios surgen nuevas ideas. De la exégesis, las variantes. El ejercicio mental fortifica y el espíritu va encontrando su nivel. Cuando ocurre la segunda interrupción: aparecen otros dos enviados, esta vez con la triste noticia de que el Arzobispo ha fallecido. Pero también con la venturosa de que se piensa en el deán para ocupar su puesto. Con lo cual el deán no sabe qué decidir, aunque los mensajeros le aconsejan que aún no decida, pues vendrán más noticias próximamente. Y así es. Pasados siete u ocho días esta vez los que aparecen son dos escuderos con ricas vestimentas y cuidados aderezos que caen de rodillas ante el deán y le besan con fervor las manos, para luego anunciarle que ha sido escogido Arzobispo de Santiago. El maestro don Illán se alegra con la noticia y corre a abrazar a su alumno, le da unos cuantos consejos y le pide como merced, en pago de la promesa instituida, que otorgue el deanazgo que ahora queda vacante a su hijo. Que él se satisfará con eso. Pero el nuevo Arzobispo ha pensado ya en otorgarle ese puesto a un hermano suyo, por lo que le ruega a su maestro que tanto él como su hijo le acompañen a Santiago y se queden a vivir en su corte. Inicia, pues, la comitiva el camino a Santiago, recibiendo honores, agasajos, regalos y esplendidos banquetes a lo largo del trayecto. Tanto, que no quisieran que se acabara el viaje, tan bien atendido y celebrado. Ya en Santiago, cuentan las crónicas, la ceremonia de investidura sobrepaso a cuantas recordaba la memoria de los ancianos venerables y de los juglares acuciosos. Que parecía cosa de magia, como si hubiese sido conjurada por el sabio maestro don Illán. El tiempo pasa felizmente. Cuando llegan cartas selladas del Papa otorgando al Arzobispo el poderoso obispado de Tolosa y que deje en su puesto a quien mejor le plazca. Con lo cual, don Illán lo solicita para su hijo, recibiendo por respuesta que sea excusado, pero que el Arzobispo ha pensado en otorgárselo a un tío suyo muy querido. Sin embargo, don Illán no desespera y acepta, en cambio, trasladarse con su hijo a Tolosa para seguir siendo el amigo y consejero de su alumno. Después de corridos varios años, vuelven a llegar cartas del Papa, esta vez nombrando al Arzobispo Cardenal, por lo que, de nuevo, don Illán insiste en que se le cumpla la promesa a su hijo, ya que ha sido muy perjudicado con tanta posposición. Pero el ahora Cardenal falta a su palabra y le ruega que le acompañe a su nueva corte. De mal talante, don Illán acepta, aunque esta vez ni los festejos, ni las exquisitas viandas, ni los lujos del palacio logran acallar la exigencia ante su alumno. Y su alumno se las ingenia para seguir negándole, una tras otra, sus promesas. Llegó el tiempo en que el Papa falleció y ¿quién habría de ser escogido en su lugar? Pues bien, claro, nuestro Cardenal. Y ¿quién habría de exigirle que ya había llegado el momento de cumplir su promesa? Don Illán. Tanto exigió don Illán y a tanto llegó su enojo, que provocó el del nuevo Papa quien pensó en desatar la ruina y perdición de su maestro. Fue urdiendo el plan poco a poco, como sin prisa, como sin gracia. Mandó montar un laboratorio con todo lo que pudiera desear un sabio tan sutil como lo era don Illán. Ahí había todo tipo y tamaño de matraces, redomas, alambiques, atanores, fuelles, piedras de imán. Todos los minerales, mezclas y combinaciones por desear. Azufre, mercurio, oropimente, viriolo de Chipre, salitre, alumbre de Yemen, amoniaco, plata y mucho más. En un recuadro había sido grabada la Tabla de Esmeralda, con las palabras secretas de Hermes Trismegisto: Lo que hay abajo es como lo que hay arriba En otro recuadro, los poderosos signos cabalísticos y los atributos divinos. Y en otro más, la suma matemática que glosada y desglosada, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de abajo arriba y de arriba abajo y aún en diagonal, invariablemente daba el número séptimo. Con este laboratorio don Illán se mantiene entretenido y vuelve a las artes mágicas y al leer desvelado. A proseguir los experimentos que con tanto viaje ha interrumpido. A escribir y a tomar notas. A pensar, ¿por qué no?, en conformar una obra grande que ordene y recoja toda su sabiduría. Don Illán lleva consigo sus riquezas, que no son ni el poder ni la gloria de su pequeño alumno el Papa. Don Illán es aliado del tiempo, su pequeño alumno de la temporalidad. Don Illán atravesará los siglos y su pequeño alumno quedará constreñido a su breve reinado. Uno cambiará el momento por la eternidad. Otro creerá que todo lo que brilla es oro. No le servirá a don Illán cerrar la puerta a la magnificencia y ponerse a trabajar. Que esa soledad y ese deseo de estudio que nunca pudo alcanzar el que era el deán de Santiago, ahora Papa, le parece grave sospecha y crimen grande. Y de la intriga que ha tramado, va creyéndose la mentira: que es mejor mentiroso aquel que se inventa a sí. Vuelan las palabras de plagio y herejía. Lo oculto y lo prohibido se atribuye a don Illán. Su arte es pecaminosa y ofensiva a la creación. Niega la única verdad divina y pretende lo inalcanzable. Descompone la materia y diseca el alma. Su bisturí es inmisericorde y su fuego consume la pureza. Muerte y destrucción para don Illán. Su rebeldía es intolerable y la decisión del Papa es tan sencilla como lo es segar una vida. Solamente que no había contado con el arte de don Illán. He aquí que, si existe alguna realidad, el deán de Santiago aún está en el estudio de su maestro don Illán de Toledo a punto de iniciar su aprendizaje. No se ha movido de su lugar. Y todas las glorias a que aspiró alcanzar no fueron sino vanaglorias, y todos los sueños malos sueños y el poder impotencia. El pequeño alumno no ha pasado ni siquiera la primera prueba. No será de los iniciados ni avanzará en la ciencia. No supo desentrañar el tiempo ni encarnar el espacio. A su confusión unirá su vergüenza —y hasta su hambre— cuando don Illán agitando su mano ante su poco esbozado rostro, lo despida para siempre con cajas destempladas y le diga que se ha quedado sin perdices para la cena. |
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