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Perdices para la cena a Santos Sanz Villanueva
Perdices para la cena había pedico don Illán de Toledo. Perdices bien aderezadas, con salsa de abundantes nueces frescas y pimienta recién molida y albahaca desmenuzada y tomillo un poco. Que el visitante bien lo merecía. Que esa tarde había llegado de muy lejos, fatigado, el deán de Santiago. Que prometía ser buen alumno, fiel iniciado en las artes adivinatorias y en la filosofía oculta, en la magia y en la alquimia. Un hombre que se ponía humildemente bajo su servicio y que sólo pretendía aprender, a la letra, la ciencia verdadera. Que estaba dispuesto a pasar las pruebas, a enfrentar los conjuros, a alargar las horas en el estudio iluminativo, a disminuir la noche y a entretener el día. Que a cambio de la sabiduría sin precio ofrecía la promesa de hacer lo que el maestro le mandase. Pero el maestro don Illán recelaba de quien un día podría ser alto personaje que no sólo olvidara el bien sino que lo convirtiera en mal. Y exigía cumplir la promesa. Y el alumno, una y otra vez, repetía la promesa y reiteraba el mandato. Satisfecho don Illán encaminó al alumno hacia la cámara donde deberían encerrarse en estudio, sin contar las horas, los días o los meses. Luego de recorrer habitación tras habitación en busca de la puerta que daba al jardín umbrío, casi con el mismo esfuerzo que requiriera perderse en un laberinto e imaginando, a trechos, que los pasos volvían sobre sí, que las paredes reflejaban sus formas y que las habitaciones se espejeaban, llegaron ante la puerta precisa en cuya cerradura la llave precisa resbaló en silencio. Bajaron por los siete altos escalones que conducían al jardín, apoyándose en el barandal de volutas de hierro forjado que enmarcaba el paisaje. Caminaron un buen trecho entre hierbas y plantas desmedidas, rosales sin podar, ramas cargadas de fruto a ras de suelo, frondas, lianas, helechos, espinos, que con la mano había que apartar y con el pie afianzar. En un claro estaba la escalinata de piedra labrada que descendía hacia las entrañas de la tierra. Descendía y descendía. Gran espacio descendía. Tanto, que la oscuridad borraba el sentido del tiempo y el eco de las pisadas persistía. La humedad estremecía la piel y el olor a mustio desalentaba. Luego, terminaba el descenso, y el camino, ya recto, seguía un gran tramo. Tal pareciera un largo túnel que cruzara el río Tajo. Poco a poco empezaba a regresar la luz, sin que se supiera de dónde venía. Tal vez, de altos tragaluces. (O del llamado de Dios.) Entonces, el camino único se multifurcaba en tantas entradas como atributos divinos: nueve eran los accesos y uno más, el elegible. Don Illán muy bien sabía cuál era y sin titubear penetraba por el ramal de luz. No muchos pasos caminaba, seguido del deán de Santiago, cuando frente a una puerta de noble talla que acababa de abrirse por su mera presencia, invitaba a su alumno a pasar. El aposento al que habían entrado más bien eran tres cámaras espaciosas de contorno semicircular y con altos vitrales al fondo. Las divisiones correspondían, la primera, a una bien dispuesta biblioteca de abundantes volúmenes preciosamente encuadernados. La segunda, a una sala de cómodos muebles para sentarse a leer y estudiar sin contar el tiempo que pasara. La tercera, una estancia con larga mesa de nogal pulido, rimeros de papel en perfecto orden, cálamos de filo cuidado, negra tinta y fina arenilla para borrar; sillas de elevado respaldar con apoyo para las manos y asiento de cuero flexible. Don Illán escogió varios volúmenes que fue amontonando en la mesa: los primeros que iban a estudiar. Cuando se encontraba hojeando los libros para decidir por cuál habrían de empezar, he aquí que, de manera maravillosa, dos hombres aparecieron en el aposento portando un mensaje urgente para el deán de Santiago. Una carta, de su tío el Arzobispo, en donde le avisaba que se sentía ya próximo a morir y que regresara a su lado. Pero el deán, como quien tiene ante sí la mesa dispuesta con exquisitos manjares y se apresta a saborearlos, decide enviarle contestación conciliatoria a su tío y no emprender aún el viaje, por lo menos hasta que no haya iniciado sus estudios. Prosiguen, pues, maestro y alumno en la lectura y en la meditación: en el tiempo dedicado al silencio, sólo interrumpido por el dar vuelta a las hojas. Vienen después las preguntas, las dudas. De los comentarios surgen nuevas ideas. De la exégesis, las variantes. El ejercicio mental fortifica y el espíritu va encontrando su nivel. Cuando ocurre la segunda interrupción: aparecen otros dos enviados, esta vez con la triste noticia de que el Arzobispo ha fallecido. Pero también con la venturosa de que se piensa en el deán para ocupar su puesto. Con lo cual el deán no sabe qué decidir, aunque los mensajeros le aconsejan que aún no decida, pues vendrán más noticias próximamente. Y así es. Pasados siete u ocho días esta vez los que aparecen son dos escuderos con ricas vestimentas y cuidados aderezos que caen de rodillas ante el deán y le besan con fervor las manos, para luego anunciarle que ha sido escogido Arzobispo de Santiago. El maestro don Illán se alegra con la noticia y corre a abrazar a su alumno, le da unos cuantos consejos y le pide como merced, en pago de la promesa instituida, que otorgue el deanazgo que ahora queda vacante a su hijo. Que él se satisfará con eso. Pero el nuevo Arzobispo ha pensado ya en otorgarle ese puesto a un hermano suyo, por lo que le ruega a su maestro que tanto él como su hijo le acompañen a Santiago y se queden a vivir en su corte. Inicia, pues, la comitiva el camino a Santiago, recibiendo honores, agasajos, regalos y esplendidos banquetes a lo largo del trayecto. Tanto, que no quisieran que se acabara el viaje, tan bien atendido y celebrado. Ya en Santiago, cuentan las crónicas, la ceremonia de investidura sobrepaso a cuantas recordaba la memoria de los ancianos venerables y de los juglares acuciosos. Que parecía cosa de magia, como si hubiese sido conjurada por el sabio maestro don Illán. El tiempo pasa felizmente. Cuando llegan cartas selladas del Papa otorgando al Arzobispo el poderoso obispado de Tolosa y que deje en su puesto a quien mejor le plazca. Con lo cual, don Illán lo solicita para su hijo, recibiendo por respuesta que sea excusado, pero que el Arzobispo ha pensado en otorgárselo a un tío suyo muy querido. Sin embargo, don Illán no desespera y acepta, en cambio, trasladarse con su hijo a Tolosa para seguir siendo el amigo y consejero de su alumno. Después de corridos varios años, vuelven a llegar cartas del Papa, esta vez nombrando al Arzobispo Cardenal, por lo que, de nuevo, don Illán insiste en que se le cumpla la promesa a su hijo, ya que ha sido muy perjudicado con tanta posposición. Pero el ahora Cardenal falta a su palabra y le ruega que le acompañe a su nueva corte. De mal talante, don Illán acepta, aunque esta vez ni los festejos, ni las exquisitas viandas, ni los lujos del palacio logran acallar la exigencia ante su alumno. Y su alumno se las ingenia para seguir negándole, una tras otra, sus promesas. Llegó el tiempo en que el Papa falleció y ¿quién habría de ser escogido en su lugar? Pues bien, claro, nuestro Cardenal. Y ¿quién habría de exigirle que ya había llegado el momento de cumplir su promesa? Don Illán. Tanto exigió don Illán y a tanto llegó su enojo, que provocó el del nuevo Papa quien pensó en desatar la ruina y perdición de su maestro. Fue urdiendo el plan poco a poco, como sin prisa, como sin gracia. Mandó montar un laboratorio con todo lo que pudiera desear un sabio tan sutil como lo era don Illán. Ahí había todo tipo y tamaño de matraces, redomas, alambiques, atanores, fuelles, piedras de imán. Todos los minerales, mezclas y combinaciones por desear. Azufre, mercurio, oropimente, viriolo de Chipre, salitre, alumbre de Yemen, amoniaco, plata y mucho más. En un recuadro había sido grabada la Tabla de Esmeralda, con las palabras secretas de Hermes Trismegisto: Lo que hay abajo es como lo que hay arriba En otro recuadro, los poderosos signos cabalísticos y los atributos divinos. Y en otro más, la suma matemática que glosada y desglosada, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de abajo arriba y de arriba abajo y aún en diagonal, invariablemente daba el número séptimo. Con este laboratorio don Illán se mantiene entretenido y vuelve a las artes mágicas y al leer desvelado. A proseguir los experimentos que con tanto viaje ha interrumpido. A escribir y a tomar notas. A pensar, ¿por qué no?, en conformar una obra grande que ordene y recoja toda su sabiduría. Don Illán lleva consigo sus riquezas, que no son ni el poder ni la gloria de su pequeño alumno el Papa. Don Illán es aliado del tiempo, su pequeño alumno de la temporalidad. Don Illán atravesará los siglos y su pequeño alumno quedará constreñido a su breve reinado. Uno cambiará el momento por la eternidad. Otro creerá que todo lo que brilla es oro. No le servirá a don Illán cerrar la puerta a la magnificencia y ponerse a trabajar. Que esa soledad y ese deseo de estudio que nunca pudo alcanzar el que era el deán de Santiago, ahora Papa, le parece grave sospecha y crimen grande. Y de la intriga que ha tramado, va creyéndose la mentira: que es mejor mentiroso aquel que se inventa a sí. Vuelan las palabras de plagio y herejía. Lo oculto y lo prohibido se atribuye a don Illán. Su arte es pecaminosa y ofensiva a la creación. Niega la única verdad divina y pretende lo inalcanzable. Descompone la materia y diseca el alma. Su bisturí es inmisericorde y su fuego consume la pureza. Muerte y destrucción para don Illán. Su rebeldía es intolerable y la decisión del Papa es tan sencilla como lo es segar una vida. Solamente que no había contado con el arte de don Illán. He aquí que, si existe alguna realidad, el deán de Santiago aún está en el estudio de su maestro don Illán de Toledo a punto de iniciar su aprendizaje. No se ha movido de su lugar. Y todas las glorias a que aspiró alcanzar no fueron sino vanaglorias, y todos los sueños malos sueños y el poder impotencia. El pequeño alumno no ha pasado ni siquiera la primera prueba. No será de los iniciados ni avanzará en la ciencia. No supo desentrañar el tiempo ni encarnar el espacio. A su confusión unirá su vergüenza —y hasta su hambre— cuando don Illán agitando su mano ante su poco esbozado rostro, lo despida para siempre con cajas destempladas y le diga que se ha quedado sin perdices para la cena. |
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