El perro blanco
El perro blanco tiene cara de pecado. Sólo se aparece en Angagua cuando en el cielo estrellado se puede ver con nitidez la constelación del Perro Menor. Dicen que es un alma en pena que está pagando las culpas de un coprero que llegó, hace muchos años, de las costas del estado de Guerrero y que se asentó en Uruapan, donde se casó con una mujer de las mejores familias, una de las Maldonado. Resulta que de ese matrimonio nacieron tres niñas primero y luego un varoncito, y todos coinciden en afirmar que pocas veces se había visto una familia tan bien avenida, feliz y llena de prosperidad. Pasaron dos años y la señora, Encarnación me dicen que se llamaba, volvió a quedar embarazada. Ya desde el principio las cosas caminaron mal. La erupción del Paricutín le produjo estragos en los nervios, por más que su marido hizo hasta lo imposible por calmarla, inclusive mandó traer a un médico de la capital, un chochero muy conocido en Morelia, para que la atendiera del tembleque y los jesuses que la traían a mal dormir y con una inapetencia de la fregada. Después, cuando iba por el quinto mes, le brotó un lunar en la espalda, exactamente arribita de donde empiezan las nalgas, según lo testimonió la comadrona de la barranca de Zapoteprieto, de un color negro pardusco y, lo peor, enmarañado de pelos, que hasta parecía una tarántula. Ése sí que pudieron quitárselo, pero cómo les dio lata. Con fomentos de aguarrás, jabonadura de calabaza, ésa que se usa para bruñir los equípales y las sillas de montar, y una limpia que le propinó una de sus hermanas, soltera por más señales y que después se fugó con uno de los dueños de la fábrica de hilo Cadena, sin que se le volviese a ver. Al octavo mes, el marido, no me atrevo a asegurarlo, pero creo que se llamaba algo así como Ruperto o Humberto, tuvo un sueño que dio de qué hablar, pues rodó por el pueblo preguntando a quien lo quisiese escuchar qué significaba la presencia de un Cristo negro sobre un ataúd de pino blanco, flotando a la mitad de un lago que se parecía mucho a Pátzcuaro. Sin embargo, las respuestas e interpretaciones que algunos le dieron para nada lo dejaron satisfecho. ¿Y pues cómo? Si no faltó quien le dijo que lo que había soñado era el luto de la Iglesia por lo sucedido durante la guerra cristera, y que quizá Dios Padre estaba enojado con él por haberse zampado seis pambazos de papa con chorizo el viernes siendo vigilia. Y otros así por el estilo. No, pues así no se puede. Se le quedó el gusanito en la oreja y se le vio muchos días con una tristeza que daba lástima. Y pues que llega la hora del parto, y como ya habían tenido cuatro hijos bien paridos, no se alborotaron mucho. Ruperto o Mamerto trajo a una partera de Quiroga, la presentó a su señora y luego se fue a jugar dominó con sus amigos de la peña de Santa Catalina de Atocha. Ahí luego le fueron a avisar que ya era papá de un chamaquito güero que pesaba como tres kilos y que berreaba que daba gusto. Él lo tomó con parsimonia y no se levantó de la mesa hasta que pudo ahorcarle la mula de seises a uno de sus contrincantes que lo había estado chingando toda la tarde con eso de que no hay quinto malo, maliciándole con las palabras varias cosas al mismo tiempo: que el niño por nacer sería cojonudo; que andaba caliente por cogerse a su cuñada, la de Ruperto por supuesto, quien aún se conservaba soltera y, por ende, quinto, es decir virgen; y que lo iba a traer azorrillado mientras a él y a su compañero les siguiesen cayendo fichas de la serie del cinco. Se le cumplió lo del niño. ¿Cojonudo? Más que eso. El vástago le resultó albino, más blanco que la leche de cabra, que las gelatinas de vainilla que venden en el parque de Uruapan, que el jabón Palmolive que da suavidad. ¡Uy, ni a él ni a su mujer los calentaba el sol! ¿Pues por qué y de dónde les había salido así el chamaco? Si eso era cosa de negros, de africanos degenerados, y ellos ni por asomo tenían una gota de sangre que no fuera mexicana. Así estuvieron cinco meses en ascuas, e igual se hubieran seguido si no es porque la tragedia ya la traían pintada en la palma de sus manos. Bastó nomás que Ruperto o Alberto se enterara que por ahí en San Juan de las Colchas andaba un gringo negro con una expedición que estaba estudiando las lavas del volcán Paricutín y los destrozos que había ocasionado, para que las dudas primero y después los celos le afilaran el machete que traía colgado al cinto. Masacre hizo con su vieja y con el inocente albino. Machaca, tinga, picadillo dejó con el reguero que hizo por toda su casa. Moronga, fritanga con la sangre desparramada encima de las paredes. Noticia de primera plana en La Voz de Uruapan, en el Alarma! del Distrito Federal. Mas la justicia del cielo le llegó más pronto de lo que esperaba. A su celda, en la prisión de alta seguridad de Apatzingán, fue a verlo su madre que vivía en Pinotepa Nacional, en la Costa Chica guerrerense. Nariz ancha, labios gruesos y amoratados, y quien no tuvo empacho en mostrarle las palmas blanquísimas de sus manos, y ya no les cuento más. Ruperto o Gilberto se colgó de uno de los barrotes que le rayaban la cara con la luz del día. Un mes más tarde comenzó a dejarse ver el perro blanco en Angagua y la gente a persignarse al sentir el miedo que le sale de los belfos y que les impregna el cuerpo con una calambrina peor que el mal de San Vito, sobre todo cuando al amanecer el animal se va haciendo transparente, hasta desaparecer del todo.
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