Vladimir Costa te anda buscando...
Y ello no sería tan malo si sólo fuese una amenaza velada, un alarde para meterme una perica entre las piernas y provocarme una zurrada de marca en los pañales desechables que me pongo de miércoles a martes, por aquello de que son más baratos que los Calvin Klein de algodón y, sobre todo, porque no hay que lavarlos, y así mi madre, la Gorda Napoleón no tiene murria ni pretexto para estárseme jodiendo cada vez que entra al boliche y me huele el bote igual que se lo husmeaba a mi padre, que en paz descanse, hasta que lo hartó al viejo y éste se fue lejos en estampida pedorra y se tropezó con la tumba del marido desconocido y ahí planchó para siempre y forever. Costa viene formal a por mí. Se la debo en serio como la Cruz del Sur se la debe al Navegante Errante, casi náufrago en su buque fantasma, igual que pelota de pelos incendiados en medio de la mar océana, por haberlo dejado con la brújula desorbitada en el canal de La Plata, entre Ríos y la penumbra uruguaya, esa que destempla los ojos de los marineros nomás se cruza de borrasca y limonada de chicha peruana, una mariguanada por Dios. Viene encharrascado, el muy cabrón. Aunque se tome dos meses, unos tres años, yo sé que no hay perdón para mi pellejo, menos para la tripa que me sirve de comedero. Me la va a reventar con un coraje que ya una vez le vi usar cuando destazó a un negro cachimbero que entumecía las sombras de la pampa chica con su ausencia de luz, con el carbón que rodeaba a sus encías moradas, y que se decía ser el guasón más pelotudo para bolearle los huevos a cuanto catrín con cachetes de leche de magnesia se le atravesara en la rielada de los ñandúes. No le duró dos fintas el cambujo. Vladimir lo fueteó recio por encima de las cejas y le hizo un coco de agua para beberse los sesos. Luego, mientras el divino carburo caía de hinojos para dizque despedirse de la tierra que lo había amamantado con sus chiches de piedra, Costa le cuarteó los zancos con la fuerza de las ancas de la yegua del mismito diablo. Ahí quedaron regados para los gallinazos los pedúnculos del presumido, su prosapia y su muerte renegrida. A mí, yo creo que me tiene prometido ganchuelo para colgarme del mero culo de la tranca que parte la estancia en dos, por más que a mí me surge el deseo de que fuera en cuatro y chance y hasta se le resbalaba el encono y lo hacía reconsiderar que no está bien parcharse al que una vez fue su hermano, su carnal de hueso y uña, aunque éste, yo para no confundir, le haya hecho la canallada de cogérsele a la mujer, por muy bien cogida que ésta lo anduviese proclamando por todo el viento que nunca descansa en estas tierras. Mas él tuvo la culpa, digo yo. A nadie le es afirmativo traerse a una gabacha a estos confines del silencio, instalarla en el chiquero en medio de la prole salvaje de puñeteros que somos quienes no divisamos hembra en meses a causa del acarreo de ganado por los inmensos pastizales donde nadie, ni los gusanos ni los perros brutos, cree en Dios, en la Virgen María o en pinga alguna del santoral gregoriano, aun se trate del mero San Sebastián con sus flechas clavadas en salva sea la parte y que a muchos, eso lo sé porque los he visto con la manuela meneando el cachivache pellejudo que les cubre la cabeza de la perinola, les eriza la lascivia, la puritita cachondería; y aluego dejarla sola durante tres semanas con el pretexto de irse a curar un móndrigo morado que le salió en la espalda por haberse cargado solo un costal con cuarenta kilos de harina de anchoveta que nos trajeron para deshuesarla, ponerla en salmuera y hacer galleta para los reos del presidio de Lumbreras de la provincia de Río Negro. No, la verdad eso no se hace. Si nomás la vimos adelantando esas tetas como mascarón de su vestido de chorlitos rosas, ajustado para reventar con un suspiro toda la botonadura nacarada del almirantazgo; meneando el trasero con el donaire de una jaca madrugona, pajarera, más picarona que nuestra santa madre, la Gorda Napoleón, cuando todavía era capaz de levantar la vía del tren con el simple desliz de su nalgatorio proceloso y seducir al tinterillo de la garita, que fue el apá de nuestro hermano Benjamín, y ya la carne se nos puso chinita, chinita, ebullente como agua de Séltzer, ganosa de desafíos, arrebatos, duelos, pillonadas a calzón batiente. Tres semanas con la mujer ahí rondando, haciéndose la interesante con sus abalorios y la lencería dizque de París que había sustraído del burdel donde Costa había regado bastos de oro para encandilarle el ojo y convencerla de que más le valía ser su mujer que un perdigón desvalido de la escopeta de doña Castra, la mandulona de la carpa itinerante que hacía las veces de serrallo. Días eternos imaginando mis manos, mis labios recorriendo su geografía prohibida, sus rincones almizclados, sus volúmenes circulares rebeldes a la lógica de cualesquier teorema o logaritmo casado con hipotenusas. Desesperantes días sin poder tocarla, tan sólo murmurarle al oído y en oportunidades precarias, harto peligrosas, el desvarío en que me tenía suspenso, la insania de mis calenturas; hasta que mi porfía o los efluvios del pantanal que nos rodea o los oscuros designios de la Luna lograron aflojar los goznes de su simulada resistencia y desatar su proclividad a la entrega. No voy a entrar en pormenores de cuándo, cómo y dónde nos refocilamos en goces e indecencias porque ello fue público y notorio, y no hubo alguien en kilómetros a la redonda que no estuviese enterado de nuestro impío adulterio y del daño, tácito y expreso, que le estábamos causando nada menos que a mi hermano. Por ello, desde el momento en que me avisaron que Vladimir me estaba buscando tomé las de Villadiego y me interné en los confines del sur. Dejé todo, familia y patria, peculio y amante, deseo y nostalgia, a sabiendas de que habrá una frontera que no podré cruzar y que será ahí donde Vladimir Costa me va a cobrar lo que de tan mala manera le hurté, con esa saña que bien saben amolar las piedras de la venganza. Y que Dios me perdone.
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