Horacio Quiroga Selección de Guillermo Fernández Prólogo de Jorge González de León VERSIÓN PDF |
Quiroga: La vida desde la obra
Aunque el grueso de la crítica parece estar de acuerdo en señalar a Quiroga como un precursor en la narrativa hispanoamericana moderna, no se ha destacado lo suficiente la resurrección continua de Quiroga en los lectores de cada generación. Se le señala como figura cumbre de nuestra cuentística y, sin embargo no se hace suficiente hincapié en el hecho de que, a diferencia de otros “precursores” y “cumbres” de nuestras letras, sigue ejerciendo una especial fascinación sobre el lector neófito y, más importante, sobre el lector joven; la fascinación es instantánea: el deslumbramiento que produce lo inesperado, lo que lo separa, por mucho, de lecturas de otros autores contemporáneos a Quiroga. El culto al escritor uruguayo, cuando menos hasta ahora, ha sobrevivido dos generaciones; este introducirse entre los lectores, sin enormes promociones, de una manera paulatina pero estable, no es gratuito; la memoria de un público lector tampoco lo es. ¿Cuántos autores célebres en su época están ya en el olvido? De Horacio Quiroga, la crítica y los escritores han dicho cosas contrarias: “Se le puede considerar como padre de las dos tendencias principales del siglo XX (en prosa): el criollismo y el cosmopolitismo” (Seymour Menton). Borges, en cambio, con su característica ironía y predilección por las frases lapidarias, dice: “Es el hombre (Quiroga) que volvió a escribir los cuentos que Kipling ya había escrito mejor.” Ni lo uno ni lo otro: Quiroga delinea difusamente algunos de los rasgos que habían de predominar en la narrativa hispanoamericana posterior; en cuanto al segundo comentario, es obvio que Quiroga inaugura cierto relato corto psicológico y, aún de ciencia fricción que antecederá y abrirá brecha a algunas de las mejores páginas borgeanas. Hay en los escritores una filtración constante entre la vida y la obra; de ahí el enorme interés que despiertan, en los admiradores y los especialistas, las biografías de aquellos. Nada más natural: la obra se vive, y, en el caso de los creadores, la vida se escribe. Se ha imaginado, en la literatura, la posibilidad de que un escrito pase a la vida cotidiana, se convierta en hecho, se haga acto. En un plano literario la hipótesis es probable, amén de resultar estética, en nuestros días: el sueño pasa a la vigilia porque el sueño ha sido trasgredido y formula su venganza al negar su propia existencia, es decir, se hace vigilia, pero fuera de la lógica de ésta. La hipótesis contraria, por vulgar, no es menos probable: la vigilia influye al sueño, la vida del autor se retrata (deliberada o inconscientemente) en la obra. En pocos autores se realizan estas posibilidades con tan dramático peso como en Horacio Quiroga cualquier semejanza es mera coincidencia reza un ‘clisé’, y no hay aún elementos para juzgar la certeza de estas indagaciones. La obra de Quiroga se parece, demasiado inquietantemente, a su vida personal, si no en detalle, sí en lo desmedido de su violencia, en la aparente inevitabilidad de la desolación, de la locura, del amor, de la muerte. Habrá quien discuta que hay escritores en los que esta frontera entre obra y vida es clara y señala diferencias tan marcadas que desbaratarían cualquier hipótesis al respecto. Esto no invalida el caso de Quiroga. ¿dónde empieza la obra, qué tanto ésta no es “vida”, qué tanto vivir no es una forma extraña de escritura; y, finalmente, qué influye a qué, dónde está el hombre? El caso de Quiroga, es cierto, desborda el límite común, crea excepción, excede el denominador más usual: Prudencio Quiroga, padre del escritor, se da un tiro accidentalmente, en presencia de la madre y de Horacio (bebé de meses), éste cae y sufre una conmoción cerebral; unos años después el padrastro, herido por una penosa enfermedad, se da muerte con un arma de fuego; a Quiroga, ya escritor en formación, se le dispara una pistola de manera fortuita y mata a uno de sus más cercanos amigos y compañero de proyectos y labores literarias; en plena juventud mueren dos de sus hermanos; años después, en las selváticas soledades de Misiones, su esposa se suicida; él mismo pone fin a su vida; sin embargo, la fatalidad persigue esta sangrienta serie y dos años después se ve empujada al suicidio su propia hija Eglé. La cuentística de Quiroga está basada en un desarrollo profundísimo (sin antecedentes) del personaje. Sin embargo, este desarrollo desemboca en su propia disolución, en una mimetización del personaje con su paisaje −y he aquí uno de los elementos más modernos de esta obra−; por momentos, en lo contrario: el paisaje se vuelve una extensión muda, implacable, de la situación interna del personaje. Para Noé Jitrik hay una técnica original que pone “entre él (el autor) y el texto la misma distancia que hay entre éste y el lector”. Esta técnica consiste en “preguntarse (‘caso aislado de 1907 a 1925’, dice Jitrik) incesantemente, ante todo, por sí mismo como forma de recuperar algo perdido y fragmentado, su realidad y lo exterior a él, sólo capaz de deslumbrarlo en lo que tiene de inasible y precario“. Y resuelve la fórmula: “En la elaboración de la pregunta (se) produce la escritura, en el trabajo de dar salida a los interrogantes va encontrando sus formas.” Sin embargo, Quiroga nunca pierde sus orígenes modernistas; al contrario, es a través de ellos que los trasciende. En Quiroga, como en ninguna otra narrativa hispanoamericana de la época, se realiza el verso de Darío: “de desnuda que está, brilla la estrella”. O, dicho con palabras de Quiroga, en boca de uno de sus personajes, “…un arte tan sutil… tan extraño, que la idea viniera a ser como una enfermedad de la palabra”. En efecto, Quiroga se desnuda y se descarna, y en este ritual humaniza y le da una dimensión antropomórfica, modernamente hablando, a la narrativa: muestra la grandeza y la miseria de la condición humana. En cuanto a las influencias que recibe Quiroga (él habla de Chéjov, Maupassant, Kipling y Poe) parece claro que sólo Poe deja una huella indeleble y definitiva en él; lo diferencia del poeta norteamericano al estar más abierto al mundo concreto, incluso en el trabajo y el hastío del colono, pero los une el horror alucinado que al rozar la realidad adquiere su golpe total, desmedido. No es difícil suponer que el porvenir de lectura de Quiroga está asegurado. Y tampoco es aventurado ensayar, sobre un puñado de sus cuentos, la definición borgeana de lo que podría ser un clásico: “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad”. Jorge González de León
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A la deriva
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña! |
La gallina degollada
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Manzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio; poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces alrededor del patio, mordiéndose la lengua y mugiendo. Pero casi siempre estaban apagados en su sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Manzzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación? Así lo sintieron Manzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplir su felicidad. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con atención profesional que estaba visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres. Después de algunos días los miembros paralizados de la criatura recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo. Había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre en las rodillas de su madre. −¡Hijo, mi hijo querido! −sollozaba ésta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. El padre, desconsolado, acompañó al médico afuera. −A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá. −¡Sí!… ¡Sí!… −asentía Mazzini−. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…? −En cuanto a la herencia paterna, ya le dijo lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente. Con el alma destrozada de remordimiento, Manzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencedieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota. Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años, él, veintidós ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de su vida normal. Ya no pedían más belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos! Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiese el proceso de los dos mayores. Más por encima de su inmensa amargura quedaba a Manzini y a Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuanta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes y oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años, Manzini y Berta desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó fuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había insidia, la atmósfera se cargaba. −Me parece −díjole una noche Manzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos−, que podrías tener más limpios a los muchachos. Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. −Es la primera vez −repuso al rato− que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Manzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada. −De nuestros hijos, me parece… −Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? −alzó ella los ojos. Esta vez Manzini se expresó claramente: −Creo que no vas a decir que yo tengo la culpa, ¿no? −¡Ah, no! −se sonrío Berta, muy pálida−; pero yo tampoco, supongo …¡No faltaba más!… −murmuró. −¿Qué no faltaba más? −¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. Su marido la miró un momento, con un brutal deseo de insultarla. −¡Dejemos! −articuló al fin, secándose las manos. −Como quieras, pero si quieres decir… −¡Berta! −¡Como quieras! Este fue el primer choque, y le sacudieron otros: peroen las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y ansia por otro hijo. Nació así una niña, Vivieron dos años con la angustia a flor del alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aun en los últimos tiempo Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Manzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenía por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayor afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaba casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco abandonados a toda remota caricia. De este modo Beritita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que sus padres eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedarse idiota tornó a reabrir la eterna llaga. Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Manzini… −¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces …? −Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. Ella se sonrió, desdeñosa: −¡No, no te creo tanto! −Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti …¡Tisiquilla! −¡Qué! ¿Qué me dijiste? −¡Nada! −¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste, pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! Manzini se puso pálido. −¡Al fin! −murmuró con los dientes apretados−. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir! −¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! Manzini explotó a su vez. −¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos, mi padre o tu pulmón picado, víbora! Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido y, como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueron los agravios. Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y la mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Manzini la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo. ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo… −¡Señora! Los niños están aquí en la cocina. Berta llegó. No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos. −¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca. De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con el cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse, debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo. −¡Soltáme! ¡Dejáme! −gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. −¡Mamá! ¡Ay, Mamá! ¡Mamá, papá! −lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó. −¡Mamá! ¡Ay, ma…! −no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo. Manzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. −Me parece que llama −le dijo a Berta. Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron nada más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar el sombrero, Manzini avanzó en el patio: −¡Bertita! Nadie respondió. −¡Bertita! −alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló del horrible presentimiento. −¡Mi hija, mi hija! −corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada y lanzó un grito de horror. Berta, que se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Manzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola. −¡No entres! ¡No entres! Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro. |
El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la estatura de Jordán , mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. |
En la noche
Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en el canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.
−¡Así fue, señor! Estuve dos meses en cama, y ya vió como me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es por ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor −concluyó, poniéndole la mano en le hombro a su mujer. |
Más allá
−Yo estaba desesperada −dijo una voz−. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso! Yo le había dicho a mamá la semana antes: −¿Pero qué le hallan tú y mi papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite? Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás: −Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo −¿lo oyes bién?− preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto. Esto dijo papá. −Muy bien− le respondí volviéndome más pálida, creo, que el mantel mismo−; nunca más les volveré a hablar de él. Y entré a mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, por que en ese instante había decidido morir. ¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba? me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él. ¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá. −Muerta mil veces −decía él−, antes que darla a ese hombre. Pero él, papá, ¿qué me daba a cambio?, ¿si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenándome a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante? Morir era preferible; sí, morir juntos. Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría la muerte mil veces juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más. Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en un sitio convenido y ocupábamos una pieza del mismo hotel. No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si en el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis sueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio. No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, mareada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa. A un tiempo tomamos el veneno. En ese brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir, se asomaron de golpe al borde de mi destino, a contenerme… ¡Tarde ya! Bruscamente todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos. Permanecí dos segundos más inmovil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad. ¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante! El veneno era atroz, y Luis inicio el primer paso que nos llevaba juntos y abrazados a la tumba. −Perdóname −me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello−. Te amo tanto, que te llevo conmigo. −Y yo te amo −le respondí− y muero contigo. No pude hablar más. Pero ¿qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la puerta misma? −Me han seguido y nos vienen a separar… −murmuré aún−. Pero ya soy toda tuya. Al concluir me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente, pues en ese momento perdí el conocimiento. * * *
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El hombre muerto*
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanle aún dos calles; pero como en estas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó en consecuencia una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
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La insolación
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del campo y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y se extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos. |