Material de Lectura

 width= Horacio Quiroga


Selección de
Guillermo Fernández


Prólogo de Jorge
González de León



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Quiroga: La vida desde la obra
 


Aunque el grueso de la crítica parece estar de acuerdo en señalar a Quiroga como un precursor en la narrativa hispanoamericana moderna, no se ha destacado lo suficiente la resurrección continua de Quiroga en los lectores de cada generación. Se le señala como figura cumbre de nuestra cuentística y, sin embargo no se hace suficiente hincapié en el hecho de que, a diferencia de otros “precursores” y “cumbres” de nuestras letras, sigue ejerciendo una especial fascinación sobre el lector neófito y, más importante, sobre el lector joven; la fascinación es instantánea: el deslumbramiento que produce lo inesperado, lo que lo separa, por mucho, de lecturas de otros autores contemporáneos a Quiroga. El culto al escritor uruguayo, cuando menos hasta ahora, ha sobrevivido dos generaciones; este introducirse entre los lectores, sin enormes promociones, de una manera paulatina pero estable, no es gratuito; la memoria de un público lector tampoco lo es. ¿Cuántos autores célebres en su época están ya en el olvido?

De Horacio Quiroga, la crítica y los escritores han dicho cosas contrarias: “Se le puede considerar como padre de las dos tendencias principales del siglo XX (en prosa): el criollismo y el cosmopolitismo” (Seymour Menton). Borges, en cambio, con su característica ironía y predilección por las frases lapidarias, dice: “Es el hombre (Quiroga) que volvió a escribir los cuentos que Kipling ya había escrito mejor.”

Ni lo uno ni lo otro: Quiroga delinea difusamente algunos de los rasgos que habían de predominar en la narrativa hispanoamericana posterior; en cuanto al segundo comentario, es obvio que Quiroga inaugura cierto relato corto psicológico y, aún de ciencia fricción que antecederá y abrirá brecha a algunas de las mejores páginas borgeanas.

Hay en los escritores una filtración constante entre la vida y la obra; de ahí el enorme interés que despiertan, en los admiradores y los especialistas, las biografías de aquellos. Nada más natural: la obra se vive, y, en el caso de los creadores, la vida se escribe. Se ha imaginado, en la literatura, la posibilidad de que un escrito pase a la vida cotidiana, se convierta en hecho, se haga acto. En un plano literario la hipótesis es probable, amén de resultar estética, en nuestros días: el sueño pasa a la vigilia porque el sueño ha sido trasgredido y formula su venganza al negar su propia existencia, es decir, se hace vigilia, pero fuera de la lógica de ésta. La hipótesis contraria, por vulgar, no es menos probable: la vigilia influye al sueño, la vida del autor se retrata (deliberada o inconscientemente) en la obra. En pocos autores se realizan estas posibilidades con tan dramático peso como en Horacio Quiroga cualquier semejanza es mera coincidencia reza un ‘clisé’, y no hay aún elementos para juzgar la certeza de estas indagaciones. La obra de Quiroga se parece, demasiado inquietantemente, a su vida personal, si no en detalle, sí en lo desmedido de su violencia, en la aparente inevitabilidad de la desolación, de la locura, del amor, de la muerte. Habrá quien discuta que hay escritores en los que esta frontera entre obra y vida es clara y señala diferencias tan marcadas que desbaratarían cualquier hipótesis al respecto. Esto no invalida el caso de Quiroga. ¿dónde empieza la obra, qué tanto ésta no es “vida”, qué tanto vivir no es una forma extraña de escritura; y, finalmente, qué influye a qué, dónde está el hombre? El caso de Quiroga, es cierto, desborda el límite común, crea excepción, excede el denominador más usual: Prudencio Quiroga, padre del escritor, se da un tiro accidentalmente, en presencia de la madre y de Horacio (bebé de meses), éste cae y sufre una conmoción cerebral; unos años después el padrastro, herido por una penosa enfermedad, se da muerte con un arma de fuego; a Quiroga, ya escritor en formación, se le dispara una pistola de manera fortuita y mata a uno de sus más cercanos amigos y compañero de proyectos y labores literarias; en plena juventud mueren dos de sus hermanos; años después, en las selváticas soledades de Misiones, su esposa se suicida; él mismo pone fin a su vida; sin embargo, la fatalidad persigue esta sangrienta serie y dos años después se ve empujada al suicidio su propia hija Eglé.

La cuentística de Quiroga está basada en un desarrollo profundísimo (sin antecedentes) del personaje. Sin embargo, este desarrollo desemboca en su propia disolución, en una mimetización del personaje con su paisaje −y he aquí uno de los elementos más modernos de esta obra−; por momentos, en lo contrario: el paisaje se vuelve una extensión muda, implacable, de la situación interna del personaje. Para Noé Jitrik hay una técnica original que pone “entre él (el autor) y el texto la misma distancia que hay entre éste y el lector”.

Esta técnica consiste en “preguntarse (‘caso aislado de 1907 a 1925’, dice Jitrik) incesantemente, ante todo, por sí mismo como forma de recuperar algo perdido y fragmentado, su realidad y lo exterior a él, sólo capaz de deslumbrarlo en lo que tiene de inasible y precario“. Y resuelve la fórmula: “En la elaboración de la pregunta (se) produce la escritura, en el trabajo de dar salida a los interrogantes va encontrando sus formas.”

Sin embargo, Quiroga nunca pierde sus orígenes modernistas; al contrario, es a través de ellos que los trasciende. En Quiroga, como en ninguna otra narrativa hispanoamericana de la época, se realiza el verso de Darío: “de desnuda que está, brilla la estrella”. O, dicho con palabras de Quiroga, en boca de uno de sus personajes, “…un arte tan sutil… tan extraño, que la idea viniera a ser como una enfermedad de la palabra”.

En efecto, Quiroga se desnuda y se descarna, y en este ritual humaniza y le da una dimensión antropomórfica, modernamente hablando, a la narrativa: muestra la grandeza y la miseria de la condición humana.

En cuanto a las influencias que recibe Quiroga (él habla de Chéjov, Maupassant, Kipling y Poe) parece claro que sólo Poe deja una huella indeleble y definitiva en él; lo diferencia del poeta norteamericano al estar más abierto al mundo concreto, incluso en el trabajo y el hastío del colono, pero los une el horror alucinado que al rozar la realidad adquiere su golpe total, desmedido.

No es difícil suponer que el porvenir de lectura de Quiroga está asegurado. Y tampoco es aventurado ensayar, sobre un puñado de sus cuentos, la definición borgeana de lo que podría ser un clásico: “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad”.
 
Jorge González de León

 

A la deriva


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, espera otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de su cintura. La víbora vio la amenaza y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sitió dos o tres fulgurantes punzadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad, una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la ruda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta seca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer, espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno, esto se pone feo… —murmuró entonces, mirando su pie, lívido ya y con un lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta, que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez— dirigió una mirada al sol, que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría llegar jamás él solo a Tacurú-Pucú y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaba disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba; pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo, y prestó oído en vano—. ¡Compadre Alves! ¡No me niegues este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

En el silencio de la selva no se oyó rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas, bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, atrás, siempre la eterna muralla lúgubre; en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía y su pecho libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona, en Tucurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón míster Dougald y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayas cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entre tanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve mese? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sitió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…

Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un Viernes Santo … ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

−Un jueves…

Y cesó de respirar.

 


 

La gallina degollada
 


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Manzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio; poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces alrededor del patio, mordiéndose la lengua y mugiendo. Pero casi siempre estaban apagados en su sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Manzzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Manzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplir su felicidad. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con atención profesional que estaba visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados de la criatura recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo. Había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre en las rodillas de su madre.

−¡Hijo, mi hijo querido! −sollozaba ésta sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desconsolado, acompañó al médico afuera.

−A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

−¡Sí!… ¡Sí!… −asentía Mazzini−. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?

−En cuanto a la herencia paterna, ya le dijo lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Manzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencedieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años, él, veintidós ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de su vida normal. Ya no pedían más belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiese el proceso de los dos mayores.

Más por encima de su inmensa amargura quedaba a Manzini y a Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuanta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer o cuando veían colores brillantes y oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años, Manzini y Berta desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó fuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había insidia, la atmósfera se cargaba.

−Me parece −díjole una noche Manzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos−, que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

−Es la primera vez −repuso al rato− que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Manzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.

−De nuestros hijos, me parece…

−Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? −alzó ella los ojos.

Esta vez Manzini se expresó claramente:

−Creo que no vas a decir que yo tengo la culpa, ¿no?

−¡Ah, no! −se sonrío Berta, muy pálida−; pero yo tampoco, supongo …¡No faltaba más!… −murmuró.

−¿Qué no faltaba más?

−¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con un brutal deseo de insultarla.

−¡Dejemos! −articuló al fin, secándose las manos.

−Como quieras, pero si quieres decir…

−¡Berta!

−¡Como quieras!

Este fue el primer choque, y le sacudieron otros: peroen las inevitables reconciliaciones sus almas se unían con doble arrebato y ansia por otro hijo.

Nació así una niña, Vivieron dos años con la angustia a flor del alma, esperando siempre otro desastre.

Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aun en los últimos tiempo Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Manzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenía por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayor afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaba casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco abandonados a toda remota caricia.

De este modo Beritita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que sus padres eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedarse idiota tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Manzini…

−¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces …?

−Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

−¡No, no te creo tanto!

−Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti …¡Tisiquilla!

−¡Qué! ¿Qué me dijiste?

−¡Nada!

−¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste, pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Manzini se puso pálido.

−¡Al fin! −murmuró con los dientes apretados−. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir!

−¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Manzini explotó a su vez.

−¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos, mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido y, como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueron los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y la mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Manzini la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo. ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…

−¡Señora! Los niños están aquí en la cocina.

Berta llegó. No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

−¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con el cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse, debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

−¡Soltáme! ¡Dejáme! −gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

−¡Mamá! ¡Ay, Mamá! ¡Mamá, papá! −lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.

−¡Mamá! ¡Ay, ma…! −no pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Manzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

−Me parece que llama −le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron nada más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar el sombrero, Manzini avanzó en el patio:

−¡Bertita!

Nadie respondió.

−¡Bertita! −alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló del horrible presentimiento.

−¡Mi hija, mi hija! −corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta, entornada y lanzó un grito de horror.

Berta, que se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Manzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola.

−¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

 

 


 

El almohadón de plumas

 

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la estatura de Jordán , mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses −se habían casado en abril− vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso −frisos, columnas y estatuas de mármol− producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a la otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado se resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada del brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ese el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.

−No sé −le dijo a Jordán en la puerta de la calle con la voz todavía baja−. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte . Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y prosegía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo para mirar a su mujer.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar una alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar y sus narices y labios se perlaron de sudor.

−¡Jordán! ¡Jordán! −exclamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.

−¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora, temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia con estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.

−Pst...−se encogió de hombros desalentado su médico−. Es un caso serio... Poco hay que hacer.

−¡Solo eso me faltaba!− resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban ante la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

−¡Señor! −llamó a Jordán en voz baja−. En el almohadón hay manchas que parecen sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

−Parecen picaduras −murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

−Levántelo a la luz −le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

−¿Qué hay? − murmuró con voz ronca.

−Pesa mucho −articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca −su trompa mejor dicho− a las sienes de aquélla chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse la succión fue vertiginosa. En cinco días. En cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlo en los almohadones de pluma.

 


 

En la noche

Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en el canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa, por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la marina de guerra inglesa que probablemente había sido pitara en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

−Está bien −me dijo al ver el río grueso.

−Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero, pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza −me señaló− sobre la corredera del Greco? Pues bien: cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirvieron para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.

La mitad, por lo menos, de los troncos, pajas podridas, espumas y animales muertos que bajaban en una gran crecida, quedan en esa profunda ensenada. Espesan el agua, cobran el aspecto de tierra firme, remontan lentamente la costa deslizándose contra ella como si fueran una porción desintegrada de la playa −porque ese inmenso remanso es un verdadero mar de sargazos.

Poco a poco, aumentando la elipse de traslación, los troncos son cogidos por la corriente y bajan por fin velozmente girando sobre sí mismos, para cruzar dando tumbos frente a la restinga final del Teyucuaré, erguida hasta 80 metros de altura.

Estos acantilados de piedra cortan perpendicularmente el río, avanzan a él hasta reducir su cauce a la tercera parte. El Paraná entero tropieza con ellos, busca salida formando una serie de rápidos casi insalvables aun con aguas bajas, por poco que el remero no esté alerta. Y tampoco hay manera de evitarlos, porque la corriente central del río se precipita por la angostura formada, abriéndose desde la restinga en una curva tumultuosa que rasa el remanso inferior y se delimita de él por una larga fila de espumas fijas.

A mi vez, me dejé coger por la corriente. Pasé como una exhalación sobre los mismos rápidos, y caí sobre las aguas agitadas de la canal, que me arrastraron de popa y de proa, debiendo tener mucho juicio con los remos que apoyaba alternativamente en el agua para establecer un equilibrio, en razón de que mi canoa medía sesenta centímetros de ancho, pesaba treinta kilos y tenía tan sólo dos milímetros de espesor en toda su obra; de modo que un firme golpe de dedo podía perjudicarla seriamente. Pero de sus inconvenientes derivaba una velocidad fantástica que me permitía forzar el río de sur a norte y de oeste a este, siempre, claro está, que no olvidará un instante la inestabilidad del aparato.

En fin, siempre a la deriva, mezclado con palos y semillas que parecían tan inmóviles como yo, aunque bajábamos velozmente sobre el agua lisa, pasé frente a la isla del Toro, dejé atrás la boca del Yabebirí, el puerto de Santa Ana, y llegué al ingenio, de donde regresé en seguida, pues deseaba volver a San Ignacio en la misma tarde.

Pero en Santa Ana me detuve, titubeando. El griego tenía razón: una cosa es el Paraná bajo o normal, y otra muy distinta con las aguas hinchadas. Aun con mi canoa, los rápidos salvados al remontar el río me habían preocupado, si no por el esfuerzo de vencerlos, sí por la posibilidad de volcar. Toda restinga, sabido es, ocasiona un rápido y un remanso adyacente; y el peligro está en esto, precisamente: al salir de una agua muerta para chocar, a veces en ángulo recto, contra una correntada que pesa como un infierno. Si la embarcación es estable, nada hay que temer, pero con la mía, nada más fácil que ir a sondar el rápido cabeza abajo, por poco que la luz me faltara. Y como la noche caía ya, me disponía sacar la canoa a tierra y esperar el día siguiente, cuando vi a un hombre y una mujer que bajaban la barranca y se aproximaban.

Parecían marido y mujer, extranjeros a ojos vistas, aunquefamiliarizados con la ropa del país. Él traía la camisa arremangada hasta el codo, pero no se notaba en los pliegues del remango la menor mancha de trabajo. Ella llevaba un delantal enterizo y un cinturón de hule que le ceñía muy bien. Pulcros burgueses, en suma, pues de tales era el aire de satisfacción y bienestar asegurado a expensas del trabajo de cualquier otro.

Ambos, tras un familiar saludo, examinaron con gran curiosidad la canoa de juguete, y después examinaron el río.

−El señor hace muy bien en quedarse −dijo él−. Con el río así, no se anda de noche.

Ella ajustó su cintura.

−A veces −sonrió coqueteando.

−¡Es claro! −replicó él−. Esto no reza con nosotros… Lo digo por el señor.

Y a mí:

−Si el señor piensa quedar, le podemos ofrecer buena comodidad. Hace dos años que tenemos un negocio; poca cosa, pero uno hace lo que puede… ¿Verdad señor?

Asentí de buen agrado, yendo con ellos hasta el boliche aludido, pues no de otra cosa se trataba. Cené sin embargo mucho mejor que en mi propia casa, atendido con una porción de detalles de confort que parecían un sueño en aquel lugar. Eran unos excelentes tipos mis burgueses, alegres y limpios, porque nada hacían.

Después de un excelente café me acompañaron a la playa, donde interné aún más mi canoa, dado que el Paraná, cuando las aguas llegan rojas y cribadas de remolinitos, suben dos metros en una noche. Ambos consideraron de nuevo la masa del río.

−Hace muy bien en quedarse, señor −repitió el hombre−. El Tuyucuaré no se puede pasar así como así de noche, como está ahora. No hay nadie que sea capaz de pasarlo… con excepción de mi mujer.

Yo me volví bruscamente a ella, que coqueteó de nuevo con el cinturón.

−¿Usted ha pasado el Tuyucuaré de noche? −le pregunté.

−¡Oh, sí, señor!... Pero una sola vez… y sin ningún deseo de hacerlo. Entonces éramos un par de locos.

−¿Pero el río?... −insistí.

−¿El río? −cortó él−. Estaba hecho un loco también.

−¿El señor conoce los arrecifes de la isla del Toro, no? Ahora están cubiertos por la mitad. Entonces no se veía nada… Todo era agua, y el agua pasaba por encima bramando, y la oíamos desde aquí. ¡Aquél era otro tiempo señor! Y aquí tiene un recuerdo de aquel tiempo… ¿El señor quiere encender un fósforo?

El hombre se levantó el pantalón hasta la corva, y en la parte interna de la pantorrilla vi una profunda cicatriz, cruzada como un mapa de costurones duros y plateados.

−¿Vió, señor? Es un recuerdo de aquella noche. Una raya; y no muy grande, tampoco…

Entonces recordé una historia, vagamente entreoída, de una mujer que había remado un día y una noche enteros llevando a su marido moribundo. ¿Y era ésa la mujer, aquella burguesita arrobada de éxito y pulcritud?

−Sí, señor, era yo −se echó a reír ante mi asombro que no necesitaba palabras−. Pero ahora me moriría cien veces antes de intentarlo siquiera. ¡Eran otros tiempos; eso ya pasó!

−¡Para siempre! −apoyó él−. Cuando me acuerdo… ¡Estábamos locos, señor! Los desengaños, la miseria si no nos movíamos… ¡Eran otros tiempos, sí!

¡Ya lo creo! Eran otros los tiempos, si habían hecho eso. Pero no quería dormirme sin conocer algún pormenor; y allí en la oscuridad y ante el mismo río del cual no veíamos sino la orilla tibia, pero que sentíamos subir y subir hasta la otra orilla, me di cuenta de lo que había sido aquella epopeya nocturna.


* * *

Engañados respecto de los recursos del país, habiendo agotado en yerros de colono recién llegado el escaso capital que trajeran, el matrimonio se encontró un día en el extremo de sus recursos. Pero como eran animosos emplearon los últimos pesos en una chalana inservible cuyas cuadernas recompusieron con infinita fatiga, y con ella emprendieron un tráfico ribereño, comprando a los pobladores diseminados en la costa miel, naranjas, tacuaras, paja −todo en pequeña escala− que iban a vender a la playa de Posadas, malbaratando casi siempre su mercancía, pues ignorantes al principio del pulso del mercado, llevaban litros de miel de caña, cuando habían llegado barriles de ella el día anterior, y naranjas cuando la costa amarilleaba.

Vida muy dura y fracasos diarios, que alejaban de su espíritu toda otra preocupación que no fuera llegar de madrugada a Posadas y remontar en seguida el Paraná de puño. La mujer acompañaba siempre al marido, y remaba con él.

En uno de los tantos días de tráfico, llegó un 23 de diciembre, y la mujer dijo:

−Podríamos llevar a Posadas el tabaco que tenemos, y las bananas de Francés-cué. De vuelta traeremos tortas de navidad y velitas de color. Pasado mañana es Navidad, las venderemos bien en los boliches.

A lo que el hombre contestó:

−En Santa Ana no venderemos muchas pero en San Ignacio podremos vender el resto.

Con lo cual descendieron la misma tarde hasta Posadas, para remontar a la madrugada siguiente, de noche aún.

Ahora bien, el Paraná estaba hinchado con sucias aguas de creciente que se alzaban por minuto. Y cuando las lluvias tropicales se han descargado simultáneamente en toda la cuenca superior, se borran los lagos remansos, que son los más leales amigos del remero. En todas partes, el agua se desliza hacia abajo, todo el inmenso volumen del río es una huyente masa líquida que corre en una sola pieza. Y si a la distancia el río aparece en la canal terso y estirado en rayas luminosas, de cerca, sobre él mismo, se ve el agua revuelta en pesado moaré de remolinos.

El matrimonio, sin embargo, no titubeó un instante en remontar tal río en un trayecto de quince leguas, sin otro aliciente que el de ganar unos cuántos pesos. El amor nativo al centavo que ya llevaban en las entrañas se había exasperado ante la miseria entrevista, y aunque estuvieran ya próximos a su sueño dorado −que habrían de realizar después−, en aquellos momentos hubieran afrontado el Amazonas entero ante la perspectiva de aumentar en cinco pesos sus ahorros.

Emprendieron pues el viaje de regreso, la mujer en los remos y el hombre el la pala de la proa. Subían apenas, aunque ponían en ello su esfuerzo sostenido, que debían duplicar cada veinte minutos en las restingas, donde los remos de la mujer adquirían una velocidad desesperada, y el hombre se doblaba en dos con lento y profundo esfuerzo sobre su pala hundida un metro en el agua.

Pasaron así, diez, quince horas, todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral, la canoa remontaba imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual la diminuta embarcación, rasando la costa, parecía bien poca cosa.

El matrimonio estaba en perfecto tren, y no eran remeros a quienes catorce o diez y seis horas de remo podían abatir. Pero cuando ya, a la vista de Santa Ana, se disponían a atrancar para pasar la noche, al pisar el barro, el hombre lanzó un juramento y saltó a la canoa: más arriba del talón, sobre el tendón de Aquiles, un agujero negruzco, de bordes lívidos y ya abultados, denunciaba el aguijón de la raya.

La mujer sofocó un grito.

−¿Qué?... ¿Una raya?

El hombre se había cogido el pie entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.

−Sí…

−¿Te duele mucho? −agregó ella, al ver su gesto. Y él, con los dientes apretados:

−De un modo bárbaro.

En esa áspera lucha que había endurecido sus manos y sus semblantes, había eliminado de su conversación cuanto no propendiera a sostener su energía. Ambos buscaron vertiginosamente un remedio. ¿Qué? No recordaban nada. La mujer de pronto recordó: aplicaciones de ají macho, quemado.

−¡Pronto, Andrés! −exclamó recogiendo los remos−. Acuéstate en popa; voy a remar hasta Santa Ana.

Y mientras el hombre, con la mano siempre aferrada al tobillo, se tendía en popa, la mujer comenzó a remar.

Durante tres horas remó en silencio, concentrando su sombría angustia en un mutismo desesperado, aboliendo de su mente cuánto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre devoraba a su vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la picadura de un raya −sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso. Sólo de vez en cuando dejaba escapar un suspiro que, a despecho suyo, se arrastraba al final en bramido. Pero ella no lo oía, o no quería oírlo, sin otra señal de vida que las miradas atrás para apreciar la distancia que faltaba aún.

Legaron por fin a Santa Ana; ninguno de los pobladores de la costa tenía ají macho. ¿Qué hacer? Ni soñar siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad, la mujer recordó de pronto que en el fondo del Teyucuaré, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma, vivía desde meses atrás un naturista. Alemán de origen, pero al servicio del museo de París. Recordaba también que había curado a dos vecinos de mordedura de víboras, y era por lo tanto más probable que pudiera curar a su marido.

Reanudó pues la marcha, y tuvo lugar entonces la lucha más vigorosa que pueda entablar un pobre ser humano −¡una mujer!− contra la voluntad implacable de la naturaleza.

Todo: el río creciendo y el espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral, sobre la canoa, cuando en realidad ésta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuación de la mujer y sus manos que mojaban el puño del remo de sangre y agua serosa; todo: el río, noche y miseria la empujaban hacia atrás.
Hasta la boca del Yabebirí pudo aún ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable cancha desde el Yabebirí hasta los primeros cantiles del Teyucuaré, no tuvo un instante de tregua, porque el agua corría entre las pajas como en la canal, y cada tres golpes de remo levantaban camalotes en vez de agua; los cuales cruzaban sobre la proa sus tallos nudosos y seguían a la rastra, por lo cuál la mujer debía ir a arrancarlos bajo el agua. Y cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a las manos, pasando por la cintura y los brazos, era un único y continuo sufrimiento.

Por fin, al norte, el cielo nocturno se entenebrecía ya hasta el cenit por los cerros del Tuyucuaré, cuando el hombre, que desde hacía un rato había abandonado su tobillo para asirse con las dos manos a la borda, dejó escapar un grito.

La mujer se detuvo.

−¿Te duele mucho?

−Sí…−respondió él, sorprendido a su vez y jadeando−. Pero no quise gritar… Se me escapó…

Y agregó más abajo, como si temiera sollozar si alzaba la voz:

−No lo voy a hacer más…

Sabía muy bien lo que era en aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando lo imposible, perder el ánimo. El grito se le había escapado, sin duda, por más que allá abajo, en el pie y el tobillo, el atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que lo enloquecían.

Pero ya había caído bajo la sombra del primer acantilado, rasando y golpeando con el remo de babor la dura mole ascendía a pico hasta cien metros. Desde allí hasta la restinga sur del Teyucuaré, el agua está muerta y remansa a trechos. Inmenso desahogo del que la mujer no pudo disfrutar, porque de popa se había alzado otro grito. La mujer no volvió la vista. Pero el herido empapado de sudor frío y temblando hasta los mismo dedos adheridos al listón de la borda, no tenía ya fuerza para contenerse y lanzaba ya un nuevo grito.

Durante largo rato, el marido conservó un resto de energía, de valor, de conmiseración por aquella otra miseria humana a la que robaba de ese modo sus últimas fuerzas, y sus lamentos rompían de largo en largo. Pero, al fin, toda su resistencia quedó deshecha en una papilla de nervios destrozados, y desvariado de tortura, sin darse él mismo cuenta, con la boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se repitieron a intervalos regulares y acompasados en un ¡ay! de supremo sufrimiento.

La mujer entre tanto, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia. No pensaba, no oía, no sentía: remaba. Sólo cuándo un grito más alto, un verdadero clamor de tortura rompía la noche, las manos de la mujer se desprendían del remo.

Hasta que, por fin, soltó los remos y echó los brazos sobre la borda.

−No grites … −murmuró.

−¡No puedo! −clamó él−. ¡Es demasiado sufrimiento!

Ella sollozaba:

−¡Ya se!... ¡Comprendo!... Pero no grites…¡No puedo remar!

Y él:

−Comprendo también….¡Pero no puedo! ¡Ay!

Y enloquecido de dolor y cada vez más alto:

−¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!...

La mujer quedó largo rato aplastada sobre los brazos, inmóvil, muerta. Al fin se incorporó y reanudó la marcha.

Lo que la mujer realizó entonces, esa misma mujercita que llevaba ya diez y ocho horas de remo en las manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que no se tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rápido sur del Tuyucuaré, que la lanzó diez veces a los remolinos de la canal. Intentó otras diez veces sujetarse al peñón para doblarlo con la canoa a la rastra, y fracasó. Tomó al rápido, que logró por fin incidir con el ángulo debido, y ya en él se mantuvo sobre el lomo del rápido treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remó todo ese tiempo con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el peñón que no podía doblar, ganando apenas centímetros cada cinco minutos, y con la desesperante sensación de batir el aire con los remos, pues el agua huía velozmente.

Con qué fuerzas, que estaban agotadas; con que increíble tensión de sus últimos nervios vitales pudo sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podría decirlo. Y sobre todo, si se piensa que por único estimulante, la lamentable mujercita no tuvo más que el acompasado alarido de su marido en popa.

El resto del viaje −dos rápidos más en el fondo del golfo y uno al final al costear el último cerro, pero sumamente largo− no requirió un esfuerzo superior aquél. Pero cuándo la canoa embicó por fin sobre la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendió bajar para asegurar la embarcación, se encontró de repente sin brazos, sin piernas y sin cabeza: −nada sentía de sí misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella −y cayó desmayada.


* * *

−¡Así fue, señor! Estuve dos meses en cama, y ya vió como me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es por ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor −concluyó, poniéndole la mano en le hombro a su mujer.

La mujercita dejó hacer, riendo. Ambos sonreían, por lo demás, tranquilos, limpios y establecidos por fin con su boliche lucrativo, que había sido su ideal.

Y mientras quedábamos de nuevo mirando el río oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunté que cantidad de ideal en la entraña misma de la acción cuando prescinde en un todo del móvil que la ha encendido, pues allí , tal cual, desconocidos de ellos mismos, estaba el heroísmo a la espalda de los míseros comerciantes.

 


 

Más allá
 

−Yo estaba desesperada −dijo una voz−. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

−¿Pero qué le hallan tú y mi papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:

−Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo −¿lo oyes bién?− preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.

−Muy bien− le respondí volviéndome más pálida, creo, que el mantel mismo−; nunca más les volveré a hablar de él.

Y entré a mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, por que en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba? me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá. −Muerta mil veces −decía él−, antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba a cambio?, ¿si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenándome a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?

Morir era preferible; sí, morir juntos.

Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría la muerte mil veces juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.

Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en un sitio convenido y ocupábamos una pieza del mismo hotel.

No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si en el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis sueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.

No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, mareada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.

A un tiempo tomamos el veneno. En ese brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir, se asomaron de golpe al borde de mi destino, a contenerme… ¡Tarde ya! Bruscamente todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.

Permanecí dos segundos más inmovil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inicio el primer paso que nos llevaba juntos y abrazados a la tumba.

−Perdóname −me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello−. Te amo tanto, que te llevo conmigo.

−Y yo te amo −le respondí− y muero contigo.

No pude hablar más. Pero ¿qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?

−Me han seguido y nos vienen a separar… −murmuré aún−. Pero ya soy toda tuya.

Al concluir me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente, pues en ese momento perdí el conocimiento.

* * *


Cuándo volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba dónde apoyarme. Me sentía leve y tan cansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto de hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.

¿Me había salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acababa de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente el uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban la felicidad de habernos encontrado.

Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él: muerta.

Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha… Y allí, en la cama, mi madre desesperada, me sacudía a gritos, mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.

Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?

−¡Amada mía…! −me decía Luis−. ¡A qué poco precio hemos comprado la felicidad de ahora!

−¡Y yo −le respondí− te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaran más, ¿verdad?

−¡Oh, no…! Ya lo hemos probado.

−¿E irás todas las noches a visitarme?

Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá, que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.

Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.

Nuestros cadáveres… ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ello?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor…

Antes… no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.

−¿Desde cuándo irás a visitarme? −le pregunté.

−Mañana −repuso él−. Dejemos pasar hoy.

−¿Por qué mañana? −pregunté angustiada−. ¿no es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar contigo en la sala!

−¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?

−Sí. Hasta luego, amor mío…

Y nos separamos. Volvía a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera cita de amor que se repetía esa noche.

A las nueve en punto corrí a la puerta de la calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él, en casa, de visita!

−¿Sabes que la sala está llena de gente? −le dije−.

Pero no nos incomodarán…

−Claro que no... ¿Estás tú allí?

−Sí.

−¿Muy desfigurada?

−No mucho… ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!

Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de mi nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.

−Estás muy parecida −dijo él.

−¿Verdad? −le respondí yo, muy contenta. Y nos olvidamos de todo, arrullándonos.

Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el entrar y salir de la gente. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.

−¡Mira! −le dije−. ¿Qué pasará?

En efecto, la agitación de la gente, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, vistas aún allí, lo acompañaban.

−Soy yo −dijo Luis con ligera sorpresa−. Vienen también mis hermanos.

−¡Mira, Luis! −observé yo−. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón… Como estábamos al morir.

−Como debíamos de estar siempre− agregó él. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:

−Pobres chicas… −murmuró con grave ternura.

Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento, de expiación, que venciendo quién sabe que dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.

Enterrándonos… ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.

−También ellos −dijo mi amado: estarán eternamente juntos.

−Pero yo estoy contigo −murmuré, alzando a él mis ojos, feliz.

Y nos olvidamos otra vez de todo.

* * *


Durante tres meses −prosiguió la voz− viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media y unas las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.

Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.

Yo vivía −sobrevivía−, le he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de su presencia, de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo, se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba mil leguas.

Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.

Una de esas noches, como si nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio donde yacía bajo tierra lo que habíamos sido.

Entramos en el basto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de marmol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.

−Como recuerdo de nosotros −observó Luis− no puede ser más breve. Así y todo −añadió después de una pausa− encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.

Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elevábase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.

Estas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrazarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida, comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuándo nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuándo ya en casa todos dormían, y cada vez al irse, acortábamos más la despedida.

Salíamos y retornábamos mudos, por que yo sabía que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo contestaría cualquier cosa para evitar mirarlo.

Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma, y como sus manos no soltaban las mías:

−¡Luis!− murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con su valor del que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraban la clara ternura de otra veces.

−¡Hasta mañana amor…! −murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.

Porque en ese instante, acababa de comprender que no podría pronunciar esa palabra nunca más.

Luis volvió a la mañana siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en la noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin mirarnos la mano, alejados a un metro uno de otro.

¡Ah! Preferible era...

La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.

−Mi amor… −murmuró.

−¡Cállate! −le dije yo.

−Amor mío… −recomenzó él.

−¡Luis! ¡Cállate! −lancé yo, aterrada−. Si repites eso otra vez…

Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros −¡es horrible decir esto!− se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.

−¿Qué? −preguntó Luis− ¿Qué pasa si repito?

−Tú lo sabes bien −respondí yo.

−¡Dímelo!

−¡Lo sabes! ¡me muero…!

Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo, pasaron por ellas, corriendo por un hilo del destino, infinitas historias de amor truncadas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.

−Me muero… −torné a murmurar, respondiente con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.

−No nos queda sino una cosa que hacer… −dijo.

−Eso pienso −repuse yo.

−¿Me comprendes? −insistió Luis.

−Sí, te comprendo −contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporar. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.

−¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable si se la trocó por una copa de cianuro, al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!

* * *


Ese beso nos cuesta la vida −concluye la voz−, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis así, hubiera dado el alma por ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco…

 


 

El hombre muerto*

 

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanle aún dos calles; pero como en estas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó en consecuencia una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pies izquierdo, resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas, y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo de cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorablemente, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera aspiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo?, ¡qué trastorno de la naturaleza trasuda a el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El Hombre resiste −¡es tan imprevisto ese horror! Y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy relajado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma de mediodía; pronto deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda, entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo de la calle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar.

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su Malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que pasará el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió las distancias.

¿Qué pasa entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en su bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tienen ya que ver con el potrero, que formó él mismo a azadas, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por la obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vigente. Hace dos minutos: se muere.

El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos lo días acaba de pasar sobre el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años, de bosque, él sabe muy bien como se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba?... ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno del otro! ¡Y ése es su bananal; y ése es su Malacara resoplando cauteloso sobre las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos… y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que los demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

−¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz del hijo…

¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al Malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuándo él llegó, y que antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente en la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja; el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acomoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un bosque descascarado, echando sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la granilla, descansando, porque está muy cansado…

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear al bananal, como desearía. Ante las voces que ya están próximas −¡Piapiá!−, vuelve un largo rato las orejas inmóviles al bulto; y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido −que ya ha descansado.

 


* Monólogo mental convertido en narración que fluctua entre la realidad y el sueño. En La Nación, 27 de junio de 1920, y en Los desterrados (1926)

 

 


 

La insolación

 

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del campo y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y se extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana del confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura, que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.

Milk el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

−La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un momento dijo:

−En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando por costumbre las cosas.

Entre tanto el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

−No podía caminar− exclamó, en conclusión.

Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

−Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompetear de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por el coatí, dejaba ver los dos dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos de bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos −el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet− había sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba los perros se acercaron y olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera de su amo. Se alejaron con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante, que parecía mantener el cielo en fusión y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda la mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde que el invierno pasado hubieran aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes de la azada.

Entre tanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.

Reverberaba ahora, delante de ellos, un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones, que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso de pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también pero erizados.

−¡Es el patrón!− exclamó el cachorro, sorprendido de la actitud de aquellos.

−No, no es él− replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los ojos del míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

−No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

−¿Es el patrón muerto?− preguntó ansiosamente.

Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud de miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aire ondulante.

Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir aparece antes.

−¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? −preguntó.

−Porque no era él− le respondieron displicentes.

¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber a dónde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada los perros se estacionaron al rededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos, luego la doble caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos −bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder−, continuaban llorando su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara un momento. Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox-terriers.

−No ha aparecido más −dijo Milk.

Old, al oír aparecido levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló con el grupo, entregado a su defensiva cacería de moscas.

−No vino más −agregó Isondú.

−Había una lagartija bajo el raigón −recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.

−¡Viene otra vez! −gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladraron con prudente furia a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo y se degradó progresivamente a la luz.

Míster Jones bajó, no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con evasivas razones. Apenas libre y concluida la misión el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló agachando la cabeza y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón a la chacra, con el rebenque aún en la mano, para echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.

Pero los perros lo acompañaron estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación y en consecuencia diponíanse a ir a la chacra trás el peón cuando ayeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacen estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utencilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros lo acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo: hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor de la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las mantas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible mantenerse quieto ante ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardiaca que no permitía concluir la respiración.

Míster Jones se convenció que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos los latidos de las carótidas. Setíase en el aire, como si dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje; había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.

Entre tanto los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Fue en ese momento cuando Old, que iba delante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.

−¡La Muerte, la Muerte! −aulló.

Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó delante.

−¡Que no camine ligero el patrón! −exclamó Prince.

−¡Va atropezar con él! −aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos, como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo y el encuentro se produjo; Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil toda el agua: murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue de Buenos Aires, estuvo una hora en la charca y en cuatro días liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos e iban todas las noches, con hambriento sigilo, a robar espigas de maíz en las charcas ajenas.