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Quiroga: La vida desde la obra
Aunque el grueso de la crítica parece estar de acuerdo en señalar a Quiroga como un precursor en la narrativa hispanoamericana moderna, no se ha destacado lo suficiente la resurrección continua de Quiroga en los lectores de cada generación. Se le señala como figura cumbre de nuestra cuentística y, sin embargo no se hace suficiente hincapié en el hecho de que, a diferencia de otros “precursores” y “cumbres” de nuestras letras, sigue ejerciendo una especial fascinación sobre el lector neófito y, más importante, sobre el lector joven; la fascinación es instantánea: el deslumbramiento que produce lo inesperado, lo que lo separa, por mucho, de lecturas de otros autores contemporáneos a Quiroga. El culto al escritor uruguayo, cuando menos hasta ahora, ha sobrevivido dos generaciones; este introducirse entre los lectores, sin enormes promociones, de una manera paulatina pero estable, no es gratuito; la memoria de un público lector tampoco lo es. ¿Cuántos autores célebres en su época están ya en el olvido? De Horacio Quiroga, la crítica y los escritores han dicho cosas contrarias: “Se le puede considerar como padre de las dos tendencias principales del siglo XX (en prosa): el criollismo y el cosmopolitismo” (Seymour Menton). Borges, en cambio, con su característica ironía y predilección por las frases lapidarias, dice: “Es el hombre (Quiroga) que volvió a escribir los cuentos que Kipling ya había escrito mejor.” Ni lo uno ni lo otro: Quiroga delinea difusamente algunos de los rasgos que habían de predominar en la narrativa hispanoamericana posterior; en cuanto al segundo comentario, es obvio que Quiroga inaugura cierto relato corto psicológico y, aún de ciencia fricción que antecederá y abrirá brecha a algunas de las mejores páginas borgeanas. Hay en los escritores una filtración constante entre la vida y la obra; de ahí el enorme interés que despiertan, en los admiradores y los especialistas, las biografías de aquellos. Nada más natural: la obra se vive, y, en el caso de los creadores, la vida se escribe. Se ha imaginado, en la literatura, la posibilidad de que un escrito pase a la vida cotidiana, se convierta en hecho, se haga acto. En un plano literario la hipótesis es probable, amén de resultar estética, en nuestros días: el sueño pasa a la vigilia porque el sueño ha sido trasgredido y formula su venganza al negar su propia existencia, es decir, se hace vigilia, pero fuera de la lógica de ésta. La hipótesis contraria, por vulgar, no es menos probable: la vigilia influye al sueño, la vida del autor se retrata (deliberada o inconscientemente) en la obra. En pocos autores se realizan estas posibilidades con tan dramático peso como en Horacio Quiroga cualquier semejanza es mera coincidencia reza un ‘clisé’, y no hay aún elementos para juzgar la certeza de estas indagaciones. La obra de Quiroga se parece, demasiado inquietantemente, a su vida personal, si no en detalle, sí en lo desmedido de su violencia, en la aparente inevitabilidad de la desolación, de la locura, del amor, de la muerte. Habrá quien discuta que hay escritores en los que esta frontera entre obra y vida es clara y señala diferencias tan marcadas que desbaratarían cualquier hipótesis al respecto. Esto no invalida el caso de Quiroga. ¿dónde empieza la obra, qué tanto ésta no es “vida”, qué tanto vivir no es una forma extraña de escritura; y, finalmente, qué influye a qué, dónde está el hombre? El caso de Quiroga, es cierto, desborda el límite común, crea excepción, excede el denominador más usual: Prudencio Quiroga, padre del escritor, se da un tiro accidentalmente, en presencia de la madre y de Horacio (bebé de meses), éste cae y sufre una conmoción cerebral; unos años después el padrastro, herido por una penosa enfermedad, se da muerte con un arma de fuego; a Quiroga, ya escritor en formación, se le dispara una pistola de manera fortuita y mata a uno de sus más cercanos amigos y compañero de proyectos y labores literarias; en plena juventud mueren dos de sus hermanos; años después, en las selváticas soledades de Misiones, su esposa se suicida; él mismo pone fin a su vida; sin embargo, la fatalidad persigue esta sangrienta serie y dos años después se ve empujada al suicidio su propia hija Eglé. La cuentística de Quiroga está basada en un desarrollo profundísimo (sin antecedentes) del personaje. Sin embargo, este desarrollo desemboca en su propia disolución, en una mimetización del personaje con su paisaje −y he aquí uno de los elementos más modernos de esta obra−; por momentos, en lo contrario: el paisaje se vuelve una extensión muda, implacable, de la situación interna del personaje. Para Noé Jitrik hay una técnica original que pone “entre él (el autor) y el texto la misma distancia que hay entre éste y el lector”. Esta técnica consiste en “preguntarse (‘caso aislado de 1907 a 1925’, dice Jitrik) incesantemente, ante todo, por sí mismo como forma de recuperar algo perdido y fragmentado, su realidad y lo exterior a él, sólo capaz de deslumbrarlo en lo que tiene de inasible y precario“. Y resuelve la fórmula: “En la elaboración de la pregunta (se) produce la escritura, en el trabajo de dar salida a los interrogantes va encontrando sus formas.” Sin embargo, Quiroga nunca pierde sus orígenes modernistas; al contrario, es a través de ellos que los trasciende. En Quiroga, como en ninguna otra narrativa hispanoamericana de la época, se realiza el verso de Darío: “de desnuda que está, brilla la estrella”. O, dicho con palabras de Quiroga, en boca de uno de sus personajes, “…un arte tan sutil… tan extraño, que la idea viniera a ser como una enfermedad de la palabra”. En efecto, Quiroga se desnuda y se descarna, y en este ritual humaniza y le da una dimensión antropomórfica, modernamente hablando, a la narrativa: muestra la grandeza y la miseria de la condición humana. En cuanto a las influencias que recibe Quiroga (él habla de Chéjov, Maupassant, Kipling y Poe) parece claro que sólo Poe deja una huella indeleble y definitiva en él; lo diferencia del poeta norteamericano al estar más abierto al mundo concreto, incluso en el trabajo y el hastío del colono, pero los une el horror alucinado que al rozar la realidad adquiere su golpe total, desmedido. No es difícil suponer que el porvenir de lectura de Quiroga está asegurado. Y tampoco es aventurado ensayar, sobre un puñado de sus cuentos, la definición borgeana de lo que podría ser un clásico: “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad”. Jorge González de León
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