Nota introductoria
En un tiempo (en la ya no tan noble ni leal Ciudad de México), allá por los años cuarenta y cincuenta del siglo XX las familias Paz Garro y Peláez Farell eran vecinas. Las calles en donde vivían aún permanecen en la geografía metropolitana; las guías actuales las ubican en la colonia Hipódromo Condesa. Coincidían una y la otra por su respectivo patio trasero. En una casa, la de los Paz Garro en la calle Saltillo, había frecuentes tertulias de tono decididamente poético a las que acudían las máximas figuras de la lírica mexicana de ese entonces; en la otra casa, la de los Peláez Farell en la calle de Etla, y según testimonio de los propios poetas, continuamente se escuchaban por las noches ruidos extraños (extravagantes, decía Octavio Paz), como si de la epifanía del verso se pudiera ir, con sólo saltarse la barda, a Transilvania o uno de esos sitios que la literatura de terror ha vuelto míticos y en donde el grito o el aullido pueblan la atmósfera nocturna. De esos muros salía también música, cual si un pianista melancólico viviera ahí encarcelado por un vampiro o una siniestra criatura de laboratorio. ¿Qué pasa en ese lugar?, ¿qué clase de locos viven junto a ustedes?, les preguntaban sus invitados a Octavio Paz y Elena Garro. No sabemos, respondían ellos, habrá que averiguarlo. Y lo hicieron. Se trataba de los Peláez Farell: él, de nombre Francisco, había publicado ya algunos libros bajo el seudónimo de Francisco Tario; y ella, Carmen, era una mujer hermosa y feliz, madre de dos hijos (Sergio y Julio) y atenta escucha de los relatos de su marido, en los que aparecían féretros con la sexualidad en crisis, ropas de vestir excitadas y deseosas o gallinas con instinto asesino, entre otros personajes de una galería singular… Pero los gritos y los aullidos no salían de los libros sino que se debían a una costumbre curiosa: había comprado el hombre de la casa un gran aparato para grabar discos de gramófono, lo que hoy equivaldría a un quemador para computadora pero del tamaño de un ropero, y por las noches montaba dramatizaciones hogareñas con su hermano Antonio Peláez (de oficio pintor) y otros figurantes, quizá Rosenda Monteros (actriz) o José Luis Martínez (historiador y crítico literario). Llegó a estar con ellos en varias ocasiones el torero Manolete al que, ya pasado de copas, le daba por cantar esta tonada: “Ya se murió el burro que acarreaba la vinagre,/ ya se lo llevó Dios de esta vida miserable”. En esos discos hay una adaptación del Drácula de Bram Stocker, una lectura de poemas realizada por el propio Paz (el vecino curioso cayó en la trampa y su voz fue grabada, acaso por vez primera) e interpretaciones pianísticas a cargo de Francisco Peláez… al que a partir de aquí llamaré con su nombre de pluma que era, como dije arriba, Francisco Tario. Algunas de esas grabaciones hace poco fueron restauradas y digitalizadas por la Fonoteca Nacional y pronto se podrán escuchar. Alimentarán la leyenda de un autor raro o marginal de las letras mexicanas, un extravagante, como lo calificaría Paz. O, para decirlo con Julio Cortázar, un cronopio auténtico. De esos modos podría definirse, en efecto, la obra y la persona de Francisco Tario (1911-1977), quizá empezando por apuntar que fue portero de futbol en el equipo Asturias (cuando el balompié en México era semiprofesional), pianista amateur y administrador en Acapulco de un par de cines. En la madurez su aspecto físico (musculoso, la cabeza rapada a lo Yul Brynner) imponía cierta distancia. Como escritor, su labor cuentística se inicia en el año 1943 con La noche, en donde objetos, animales o fantasmas llevan la voz narrativa; por ejemplo: un féretro explica los rituales que guían su vida y la de sus semejantes, y asegura que ese momento de gravedad para el humano que es el entierro tiene para ellos, los féretros, un ángulo distinto, pues es el momento en donde un féretro masculino se casa con un cuerpo de mujer, una hembra humana muerta, o al revés… El entierro es para los féretros una ceremonia religiosa de comunión entre la cosa en sí y el ser en proceso de ser cosificado. Hay en Tario la costumbre de sorprender. Su escritura consiste en una o muchas vueltas de tuerca humorísticas o sarcásticas, y a la vez serias y terribles, en las ceremonias de la humanidad. Se ríe del hombre y su circunstancia. Toma asuntos como el deseo y lo transporta, sea al ataúd (cuya sexualidad se frustra cuando recibe un cuerpo masculino, al que escupe en pleno velorio) o a un traje gris que para no espantar a los mortales asesina a un hombre en la carretera y se viste con su cuerpo, y de esa forma, con ese disfraz, poder acechar vestidos coquetos en un cabaret. Igualmente en La noche, recoge Tario el testimonio de una gallina que se presume platillo navideño y decide, como acto final, comer frutos envenenados que llevarán a la tumba a quienes se la merienden. Lo extravagante acompaña a lo monstruoso. Para huir de las definiciones a la mano (que conciben al monstruo como anormalidad, algo que se sale de la norma o de un sentido, por lo común estrecho, de lo normal), acudo a una distinción surgida de la propia obra de Tario, poblada de monstruos y fantasmas, y separo a los unos de los otros. Lo que mata al fantasma, decía Tario, es el olvido. Es decir, la esencia del fantasma es el recuerdo y su permanencia incorpórea se mantiene en el mundo sólo a partir de la memoria. El fantasma es un recuerdo a punto de ser olvidado, pero que se obstina en continuar vivo. Hay fantasmas en la obra de Tario. Está el cuento magistral que se llama “La noche de Margaret Rose”, aquí incluido; en “El éxodo”, refiere una redada de fantasmas ocurrida en Inglaterra en el año 1928; y dedica Una violeta de más a su mujer ausente, Carmen Farell, a la que llama “mágico fantasma”. También están esas otras presencias inquietantes, a las que me he referido antes (féretros, gallinas, perros, trajes grises…), y que no entran en ese terreno de lo fantasmal sino que representan a lo “otro” alterado, lo que probablemente definiríamos como monstruoso. Los monstruos tienen, literariamente hablando, una aura romántica. Es un concepto que ha perdido en la actualidad ese halo, pues la noticia diaria está llena de personajes monstruosos y de hechos que pueden ser así calificados. Lo anormal es la norma en estos tiempos. En Tario hay aún el anhelo de sorprender. Su tercer libro de relatos (el primero fue La noche, el segundo Tapioca Inn: mansión para fantasmas, de 1952), que se titula Una violeta de más (1968), se inicia con “El mico”, en donde asistimos al parto singular de una especie de animal anfibio (o enano con características zoomórficas) que sale expulsado del grifo, al abrir la llave del agua, y se convierte, a lo Cortázar, en el inquilino inesperado de un hombre soltero. El mico, escribe Tario, “era pequeño y rojo como una zanahoria”; también lo llama “un mísero renacuajo”; y “un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo”. El mico es el otro; el monstruo es el otro. O quizá se trata, más bien, del reconocimiento de lo semejante en los otros, el enfrentarse a espejos inesperados en donde se descubren rasgos comunes, pero ocultos, que nos espantan. Lo que aterra al narrador de “El mico” es la convivencia, y cómo sus costumbres solitarias se alteran por este monstruillo nacido absurdamente en la bañera que incluso llega a decirle “mamá”. En el cuento “El mico” vemos al hombre en soledad enfrentado a sus propios fantasmas: de forma inesperada, al abrir la llave del agua, se convierte no en padre sino en madre; y más tarde se dará cuenta, el hombre, de que está preñado… Es el terror ante lo femenino, que termina por ser expulsado de la casa del modo menos honroso, vía la taza del baño. Esas dos recurrencias en Tario, la del fantasma y la del monstruo, tienen quizá estas características: en un caso, el de los fantasmas, se trata del recuerdo y su obstinada lucha por permanecer; en el otro, el del monstruo, es la semejanza informe la que nos aterra al confrontarnos con el espejo. Entre una cosa y la otra está el sueño, motor de la fantasía, que ata y desata (una y otra vez, como ocurre en el cuento “Entre tus dedos helados”, hasta conformar un laberinto) esas presencias. Aun ahora, la obra de Francisco Tario es una casa vecina en la que, por las noches, los poetas tertulianos siguen escuchando ruidos extravagantes.
Alejandro Toledo
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