Entre tus dedos helados
Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar. Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aunque no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión. Entonces vi cómo de las aguas del estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención. Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto, que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres —sin duda el jefe de ellos— dio unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido penetrar allí. “Estoy soñando” —le respondí. El hombre no pareció entender lo que yo decía y repetí con fuerza: “Estoy simplemente soñando.” Apartó su mano del borde del estanque y sonrió con ganas. Los demás se le reunieron y cambiaron con él unas cuantas palabras en secreto. Cruzaron unas nubes por el cielo y nos quedamos repentinamente a oscuras. Pero tan luego apareció la luna, aquel hombre dijo: “Si es así, baje usted y acompáñenos.” Me tendió cortésmente la mano, ayudándome a bajar las escaleras. El agua era muy tibia y despedía un olor nauseabundo. Eran unas aguas turbias y espesas, en las cuales no resultaba fácil abrirse paso. El hombre parecía muy afable e iba apartando las hojas, a fin de que yo penetrara más fácilmente. Continuábamos bajando. Él me sostenía del brazo, mientras los demás nos esperaban en el fondo. Era muy sorprendente la luz que iluminaba aquel recinto, como si el resplandor de la luna, al penetrar en las aguas, adquiriese una vaga tonalidad verdosa, muy grata a la vista. Caminába mos ya bajo las aguas, pisando sobre una superficie blanda, cubierta de limo. “Tenga usted cuidado —me dijo el hombre— y no vaya a dar un traspié.” El asunto me pareció grave desde un principio y habría deseado escapar. No me atraía realmente aquello. Entonces llegaron a un rincón del estanque donde el hombre que sostenía la vela se inclinó para levantar una sábana que ocultaba algo. “¿La reconoce usted?” —me preguntó con voz muy ronca. Era la estatua de una jovencita desnuda, que aparecía decapitada. Comprendí al punto que se trataba de un horrendo crimen del cual yo debería resultar sospechoso. No sé desde qué tiempo estaría allí la estatua, pues toda ella aparecía recubierta de limo, como una estatua verde. Sin duda debía haber sido en su tiempo una bella jovencita, pese a que le faltaba el rostro. Sus dos pequeños senos parecían aún más verdes que el resto y en torno a ellos evolucionaba incesantemente gran cantidad de peces. Al verla, no dejé de sentir una viva curiosidad por adivinar cómo habría podido ser su rostro y la expresión de sus ojos. “¿La reconoce usted?” —me preguntó de nuevo el hombre. Repliqué que no, que era la primera vez en mi vida que veía semejante cosa y que además no estaba muy seguro de que todo cuanto venía aconteciendo fuese cierto. Yo era simplemente un joven común y corriente que se había quedado dormido en la cama hacía apenas unos instantes. Había apagado la luz de mi cuarto y había cerrado los ojos. Eso era todo. Los hombres proseguían muy serios, pero intentaron sonreír. Seguidamente cubrieron el cadáver con la sábana y me mostraron el camino. “Acompáñenos” —dijeron. Volvimos sobre nuestros pasos, avanzando trabajosamente hacia las escaleras. Fuera, las hojas seguían cayendo, pero se había ocultado la luna. Todo estaba profundamente oscuro, aunque los hombres parecían conocer bien el camino. Fuimos avanzando en grupo, seguidos por los perros, que se mostraban más pacíficos y habían dejado de ladrar. Tuvo un gran trabajo el hombre para introducir la llave en la cerradura y hacer girar la enorme puerta, que tuvimos que empujar los cuatro. De hecho, era una puerta descomunal para una casa como aquélla, con una sola ventana iluminada. Y en virtud de que la escalera central aparecía perfectamente alfombrada, nuestras pisadas no producían el menor ruido, igual que si unos y otros continuásemos pisando sobre las hojas. Uno de los tres hombres iba al frente de nosotros encendiendo las luces. Las puertas permanecían cerradas y los muebles ocultos bajo unas fundas de color crema. Habíamos entrado ya a un gran salón, cuando uno de mis acompañantes se me aproximó cautelosamente para rogarme que no hiciera ruido. Señaló algo al otro extremo del salón, indicándome que me acercara. Avanzaba yo solo, sin dejar de mirar hacia atrás ni perder de vista a los tres hombres, que se mantenían muy atentos a cuanto ocurría. Todo el interés, por lo visto, se centraba ahora en aquel alto biombo al cual iba yo aproximándome. Detrás del biombo había alguien, lo adiviné desde un principio. No es que propiamente lo hubiese visto, ni que lo hubiese oído, pero lo adiviné. De pronto, quien me observaba a través del biombo debió hacer algún movimiento, pues se hizo un gran silencio y nadie se atrevió a moverse. El silencio se prolongaba más de lo debido. Era muy angustioso todo y sospeché que estaba por amanecer. Al fin se dejó oír la voz de un hombre muy apesadumbrado, que decía: “No, francamente no lo recuerdo.” Y enseguida: “Vigílenlo, no obstante.” Fui a objetar algo, pero uno de quienes me acompañaban me hizo señas desde lejos, recomendándome la mayor prudencia. Yo iba a decir solamente: “Soy inocente. Estoy soñando.” Y el hombre que se escondía detrás del biombo prorrumpió con sorna, como si adivinara mis pensamientos: “Es lo que dicen todos.” Por lo visto la entrevista había terminado y fuimos saliendo uno tras otro. Subíamos ahora por una nueva escalera, que parecía no tener fin. Jamás hubiera imaginado que la casa fuese tan alta. La escalera se iba haciendo más y más es trecha y el techo más bajo, lo que me produjo la impresión desoladora de que explorábamos una cueva. No fue así, por fortuna, sino que llegamos a una puerta. El hombre que marchaba al frente la empujó suavemente con el pie, rogándome que penetrara. Obedecí. Al punto, él, desde la puerta, volvió a dirigirse a mí para decirme: “Procure dormir bien, porque mañana será un día muy agitado.” Uno por uno me desearon buenas noches y los sentí bajar en silencio después de haber cerrado con llave la puerta. “¡Estoy soñando!” —grité esta vez. No se me ocurría otra cosa. Había una sola ventana y me asomé. La altura era considerable y sólo alcancé a distinguir con claridad las copas entremezcladas de los árboles, formando una mullida alfombra. Por entre las ramas negras asomaba el brillo plateado del estanque. Estoy casi seguro de que pasé allí la noche entera, reflexionando. O no sé si, en realidad, me quedé dormido, porque, en un momento dado, comencé a dudar ya seriamente de si aquello que venía ocurriendo era un simple sueño o, por el contrario, lo que era un sueño era lo que yo trataba de recordar ahora. Sucedía así: me veía yo en mi cama, en la cama de mi casa, ya de día, profundamente dormido. Veía la lámpara de mi mesita de noche, el libro que había dejado sobre la alfombra, la ventana entreabierta. Alrededor de mi cama estaba toda mi familia, mientras el doctor me levantaba con cuidado un párpado y se asomaba a mirarlo. Tenía el semblante muy pálido y no me gustó la expresión de sus ojos. Todos se mantenían muy quietos, al pendiente de lo que él veía en aquel párpado. Mi padre tenía las manos en los bolsillos y mi madre daba vueltas sin cesar a su pañuelo. Estaban también mis hermanos menores, que acababan de llegar de la escuela. Y cuando el doctor dejó caer el párpado, unos y otros lo rodearon en grupo, conteniendo el aliento. Entonces él me observó con preocupación desde lejos y se volvió hacia ellos. Dijo únicamente: “Está atrapado. Seriamente atrapado.” “¿Es grave?” —preguntó mi madre. Y el doctor repitió: “Está seriamente atrapado.” Mi padre salió en compañía del médico, y mi madre, para darse ánimos tal vez, expresó en voz alta este pensamiento: “Acaso necesite dormir. Ha trabajado mucho últimamente.” Penetraba tan sólo una línea de luz, pese a que el día era luminoso y dorado. Les sentí hablar en voz baja y cerrar con temor la puerta. Se oían pasar los carruajes y alguien revolviendo algo en la cocina. Una voz ronca y muy conocida prorrumpió cerca de mí: “Recuerde. Haga memoria.” Me senté en la cama. Ya estaban allí de nuevo los policías. Se habían sentado a mi lado y no cesaban de repetir lo mismo: “Recuerde. Es conveniente que haga memoria.” Habían abierto un gran álbum, que me mostraban ahora. Pero se habían estrechado tanto contra mí y se mantenían tan apiñados, que no me permitían moverme. Es más, ni siquiera conseguía mirar con calma los retratos, pues cuando aún no había empezado a mirar uno, pasaban con precipitación la hoja y ya me estaban señalando otro. Era un álbum muy voluminoso, forrado de terciopelo gris, con una inscripción dorada que no me había sido posible leer, pues cuantas veces intenté hacerlo, ellos retenían fuertemente el álbum o procuraban distraerme de algún modo, mostrándome un nuevo retrato. Tan sólo cuando les hice saber que no me hallaba dispuesto a continuar mirando más retratos si no me permitían leer la inscripción aquella, convinieron en cerrar el álbum para que yo pudiese leer libremente. Era la historia del crimen, y esto sí lo encontré interesante, al comprender que había llegado la hora de poner ciertas cosas en claro. Les rogué que me autorizasen para pasar yo mismo las hojas, a lo cual accedieron gentilmente. Los retratos aparecían muy bien ordenados y como colocados allí por una mano maestra. En el primero de todos se veía a un niño y una niña, de pocos meses, en brazos de su madre. Después, a estos mismos niños lanzándose una pelota o sentados sobre el césped del parque, mientras un caballero muy alto los contemplaba sonriente. Había infinidad más de retratos de este género en los que podía apreciarse que los niños iban creciendo. Ahora se les podía ver en sus bicicletas, o columpiándose alegremente, o sentados sobre el borde del estanque, pescando. Debían haber pasado algunos años y las criaturas eran ya dos bellos adolescentes que se paseaban bajo los árboles o leían juntos un libro, o permanecían pensativos y tristes, uno al lado del otro. Algunos de los retratos mostraban unas tiernas leyendas escritas con tinta violeta. “De vacaciones” —decía una de ellas. “Mi hermano y yo en aquella tarde de mayo” —decía otra. Realmente no parecían hermanos, sino el propio espíritu de la tragedia, y así se lo hice ver a los policías, preguntándoles, de paso, si podrían facilitarme algún informe más preciso sobre el asunto. Replicaron al tiempo que no, invitándome a pasar la hoja. No fue sino hasta mucho más adelante que empecé a darme cuenta de que había en todo aquello algo en extremo comprometedor para mí, ya que aquel joven, que sostenía, riendo, la sombrilla de su hermana, era justamente yo. Se me antojó tan descabellada la coincidencia, que me eché a reír con ganas. Los policías me taparon la boca e incluso uno de ellos se encaminó hasta la puerta, con objeto de cerciorarse de si estaba bien cerrada. Ahora era ya la primavera y aparecían los dos jóvenes bajo un árbol, sentados sobre la hierba. Tenían las cabezas muy juntas y los ojos iluminados por un dulce bienestar. Se iba adivinando el secreto, aunque yo seguía sin descifrar lo esencial. Aquellas fotografías me delataban, esto era incuestionable, y yo no dejaba de preguntarme de qué medios podría valerme para salir con bien del aprieto. Esta vez la sostenía él por el talle, amenazando con arrojarla al agua. Llevaba ella un vestido muy vaporoso y los cabellos enmarañados, como después de una fuerte lucha. Debía haber sido una jovencita muy alegre y provocativa, con sus claros ojos soñadores y aquellas formas tan delicadas, que se adivinaban bajo su vestido. Lo que aparecía ahora escrito sobre la arena de una calzada era simplemente esto: “Te amo, te amo, te amo.” Pero, de pronto, dejaba yo de aparecer en los retratos y en mi lugar se veía a otro joven. Bien visto, parecían ser los mismos retratos, aunque yo había dejado de existir. Pasaba y pasaba las hojas y siempre aparecía el mismo joven. Esto se me antojó misterioso, máxime que los policías se habían apartado de mí con disimulo y fingían mirar por la ventana. Obviamente la seductora joven había olvidado su primer amor. Sólo hasta la penúltima página volvía yo a aparecer en lo que pudiera representar acaso la clave del siniestro enredo, pues en este nuevo retrato se nos veía a los dos fundidos en un doloroso abrazo de despedida, al pie de un coche de caballos que se disponía a partir. Supuse que en la página siguiente estaría el retrato definitivo, aquel que explicaría, por fin, el enigma. Pero no fue como me esperaba, puesto que la página estaba vacía y el enigma, por tanto, seguía en pie. Ello me desilusionó y, cuando fui a objetar algo al respecto, los policías abandonaron la ventana y me rogaron que me vistiera cuanto antes. No parecían muy satisfechos, sino más bien compungidos. Cuando ya estuve vestido, me indicaron que me sentara y escribiese con toda calma esta sencilla misiva: “A las seis en el estanque.” Comprendí de sobra sus maquinaciones y lo que se jugaba allí de mi destino. Cogí el papel que me ofrecían y, con la mayor desconfianza, empecé a escribir muy parsimoniosamente, procurando que mi caligrafía fuese lo más complicada posible, a fin de evitar que, por mala suerte, pudiera coincidir con la del homicida. Pero aún no había terminado, cuando uno de los policías exclamó: “¡Lo siento!” Y sin decir una palabra más, se guardó el papel en un bolsillo. Lo que dijeron después fue esto: “Le daremos todas las garantías, pero usted deberá restituir la cabeza. Es de todo punto indispensable que confiese sin rodeos dónde escondió la cabeza.” “¡Estoy soñando!” —prorrumpí a mi vez; y sólo alcancé a distinguir al doctor, que en aquel instante daba media vuelta y salía del cuarto en compañía de mi padre. A primera hora de la mañana siguiente, inicié la búsqueda. Habían caído por aquellos días más hojas y yo me preguntaba, perplejo, cómo sería posible dar con nada de provecho entre tal cantidad de hojas. Quizá, más bien, conviniera evadirse, saltar el muro, una noche, y regresar a casa. Pero jamás recordaba haber visto un muro de semejante altura, sin una miserable puerta, y al que únicamente podía mirarse protegiéndose del sol con la mano. Los perros me acompañaban siempre, sin perder uno solo de mis movimientos. Sacaban sin cesar la lengua y parecían sonreír entre sí con burla. Tal vez estuviesen seguros de que jamás encontraría lo que buscaba o posiblemente sólo ellos conociesen el secreto. Hasta pudieran ser muy bien los homicidas aquellos perros del demonio. Tenía a mi servicio un gran número de jardineros que iban removiendo la tierra allí donde yo les indicaba. Eran sumamente activos y en un abrir y cerrar de ojos habían cavado una sima. Los policías, desde la terraza, no me perdían de vista. Cuando me decidía a mirarles, dejaban de hablar un instante o me hacían señas amistosas con la mano. La ventana del edificio continuaba iluminada, pese a que era de día. Y una vez que sentí la tentación de bajar por mi cuenta al estanque para echarle un nuevo vistazo a la decapitada, los perros se sublevaron, formando un cerco en torno mío y enseñándome los dientes. Esto era desolador y me originaba una profunda tristeza. Entonces me sentaba en una banca y miraba sin cesar al estanque, tratando de recordar algo. Desde el lugar en que me encontraba no se alcanzaba a distinguir gran cosa, pues las aguas durante el día centelleaban con el sol y se volvían más impenetrables. De tarde en tarde el viento las removía o cruzaban unos peces de colores, persiguiéndose. Todo ello tenía lugar en mitad de un gran silencio, pero seguido ocasionalmente de unas leves risas, como si los peces fueran capaces de reír o fuese ella misma quien no lograba contener la risa al sentir los peces evolucionar alrededor de su cuerpo desnudo. Yo no conseguía apartarme del estanque ni apartar de él siquiera la vista, aunque los policías me invitaban desde lejos a proseguir la búsqueda. Los jardineros aguardaban a mi lado, con los brazos cruzados, fumando. Pero yo continuaba allí sin moverme. Sentía necesidad de no moverme, de mantenerme el mayor tiempo posible próximo a ella. Había un extraño placer en imaginar cómo los peces darían vueltas y más vueltas en torno suyo, golpeándola delicadamente con sus colas rojas y negras, asediándola, impacientándola, haciéndola reír de aquel modo. No pensaba en otra cosa de día y de noche, a toda hora. Comenzaba a desconfiar de mí mismo, a adentrarme en las entrañas del crimen. Ni remotamente suponía qué había ocurrido conmigo aquella noche en que me quedé dormido de pronto. Tal vez ni me interesaba saberlo. Había empezado a notar un peculiar sabor en la boca e intuía que era el sabor de los medicamentos que el doctor me iba prescribiendo. De un modo pasajero, solía oír a mi madre pedirme: “¡Despierta! ¡Haz un esfuerzo!” Oía también el roce de sus faldas. Cuando era niño, llevaba ella unas faldas muy ruidosas, a fin de que la advirtiera de lejos y no sintiera miedo de la oscuridad. Solía también sacarme a pasear por las mañanas; o por las tardes. Comenzaba asimismo a perder la noción del tiempo. Por ejemplo, acababa de ponerme de pie junto al estanque, en espera de que mi madre me sacara a pasear esa mañana. Sin embargo, no podía compaginar muy bien aquellas aguas que tenía delante con el sabor de los medicamentos y ese paseo matinal, que tanto me ilusionaba ahora. “Debo tener calma y no precipitarme —me dije—. Despertaré de un momento a otro.” “¿Alguna novedad?”, me preguntaron a mis espaldas. Miré al policía, que arrojaba una piedra al estanque, y repuse: “Ninguna novedad en absoluto.” Y él repitió dos veces: “Lo siento.” Aunque añadió enseguida: “Queda usted formalmente preso.” Y deduje que mi suerte estaba echada. Había caído el invierno, los jardineros habían sido despedidos y los policías regresaron a sus puestos habituales. Aquella sola ventana, que tanto tiempo permaneciera iluminada, amaneció un día a oscuras y jamás volvió a verse una luz en ella. La lluvia y el granizo barrían el bosque, y a toda hora del día y de la noche se oía aullar a los perros, ateridos de frío junto al estanque, en sus puestos. Únicamente ellos y yo parecíamos haber quedado en la casa —eso supuse—, aunque nunca pude estar muy seguro de ello, porque todas las puertas continuaban cerradas con llave, salvo la mía. Alguien, no obstante, debía haber olvidado una ventana abierta, pues, al subir o bajar las escaleras, se percibían breves ráfagas de viento. Ignoraba desde qué tiempo no tenía noticias de mi familia, y para pensar en ello tenía que concentrar muy bien mi pensamiento. Comenzaba a olvidar a mi madre, a mi padre, a mis hermanos pequeños, que aproximadamente a aquella hora deberían regresar de la escuela. Un día escuché un rumor conocido, pero tan irregular y confuso, que no supe si, en realidad se trataba del reloj de mi mesita de noche o de aquel otro que, inopinadamente, había echado a andar en la escalera y que señalaba las ocho. Mataba el tiempo paseando, rodeando pensativamente el estanque, reflexionando. Aunque lo que esperaba, de hecho, era el momento —que ya parecía inminente— en que los perros cayeran rendidos de sueño o abandonaran sus puestos, dejándome el camino libre. Habían enflaquecido alarmantemente e incluso, para hacerse oír o infundir algún respeto, tenían que llevar a cabo un gran esfuerzo, bien alargando cuanto podían los cuellos o apoyándose en un árbol. Se mantenían todos en grupo, formando un apretado círculo, y, aunque no cesaban de aullar a toda hora, no me inspiraban ya ningún temor. Más bien me ilusionaba mirarlos, pues estaba casi seguro de que, en el momento menos pensado, rodarían por tierra unos sobre otros y dejarían de aullar para siempre. Así ocurrió una madrugada, en que se hizo, de pronto, el silencio, un silencio nada acostumbrado en la casa. Consideré que era el momento oportuno para bajar sin temor al estanque, y ya me disponía a abandonar mi cama cuando sentí que alguien abría muy sigilosamente la puerta y a continuación la cerraba con llave. Mi habitación estaba a oscuras, pero supe al punto de quién se trataba. No tuve ni la menor duda. Atravesaba ella mi cuarto pisando suavemente sobre la alfombra, deslizándose sin ruido sobre ella, como a través de una infinidad de años. “¿Eres tú?” —pregunté, por preguntar, muerto de miedo, a sabiendas del tremendo riesgo que corríamos. Adiviné que se llevaba un dedo a los labios, incitándome a callar. Quiso saber enseguida si, por tratarse de un caso excepcional, podría hacerle el honor de admitirla a mi lado. Hablaba en un tono burlón, pero muy familiar y querido. Y yo dije solamente: “¿Pero es que te has vuelto loca?” Aunque no tardé en cambiar de parecer y le propuse: “Entra, si quieres.” Desdobló por una punta las sábanas y se fue introduciendo bajo ellas, acomodándose junto a mí. Jamás me había visto en un trance semejante y no supe, de momento, qué hacer o pensar ni de qué modo conducirme. Le eché un brazo por el cuello y ella se estrechó contra mí. Todo ocurría misteriosamente, en mitad de un gran silencio. Así continuamos largo rato, sin que yo me atreviera a respirar o a moverme, muy atento, en cambio, a lo que venía aconteciendo, hasta que ella rompió a reír de improviso, apartando su cuerpo. “¿De qué te ríes?” —le pregunté, avergonzado. “De nada —replicó maliciosamente—. De que tienes los pies muy fríos.” A partir de este incidente, casi ya no dejó de reír, encogiendo y estirando las piernas y cambiando sin cesar de postura. “O procuras estarte quieta —le dije— o acabarán por descubrirnos.” “Ya me estoy quieta” —repuso; y estrechándose todavía más contra mí, fingió que empezaba a dormirse. “No sé por qué has hecho todo esto —seguí diciéndole—. Jamás deberías haber venido aquí.” Levantando un poco la sábana, me preguntó si sentía miedo. Le respondí que sí y que no tenía por qué ocultarlo. Entonces ella me aseguró que ese miedo que yo sentía no le disgustaba en lo más mínimo, sino que, por el contrario, la divertía y la hacía casi feliz. Y como yo le manifestara que no lograba darme cuenta de lo que quería darme a entender con aquello, replicó con toda naturalidad que si yo fuese mujer, como ella, lo sabría. Tenía unos ojos luminosos y profundos, como los de un gato, y temí, por un instante, que le fuera posible ver en la oscuridad. También a mí me hubiera gustado mirarla ahora, seguro de que habría sido algo embriagador, y si no me decidí a encender la luz fue por el temor que me inspiraba el comprobar con mis propios ojos, cuanto, desde hacía rato, venían dejándome entrever mis pensamientos. Prorrumpí, en cambio, notando que alguien se había puesto a pasear en la planta alta: “¡Calla! ¿Qué suena?” Sin inmutarse en absoluto, balbució: “Es papá.” Debía estar aconteciendo algo positivamente inconcebible, porque yo percibía, cada vez más próximo a mí, algo tan sutil y acogedor que escasamente tuve fuerzas para susurrar: “¡Estás rematadamente loca!” Y ella dijo: “Ya lo sé.” Bien visto, aquella noche, parecía una criatura que hubiese perdido el juicio y ya no pensé en otra cosa que en deshacerme de ella cuanto antes, no fuera a abrirse, por sorpresa, la puerta y apareciese alguien de la familia. Más recordó a poco que estaban por reanudarse los cursos en el colegio y que yo debería partir a primera hora de la mañana siguiente. Ya estaba listo el equipaje desde la víspera y mi primer traje de pantalón largo colgado en una silla. Sin explicarme por qué, tuve el triste presentimiento de que nunca más volveríamos a vernos. Entonces me abracé a ella con todas mis fuerzas repitiéndole que era muy desdichado, que la vida me parecía insoportable y que me sentía el ser más ruin de la tierra, a causa de aquel amor culpable. “¡Abrázame! ¡Abrázame!” —repetía ella sin cesar. De pronto se puso muy seria y exclamó con una voz extraña, que no le conocía: “¡Tengo una idea!” Mas, al preguntarle que de qué idea se trataba, ella replicó que no, que no me la revelaría por ahora, puesto que todo debería ocurrir a su tiempo. Me eché a temblar. Tenía ella una gran inventiva y, desde que tuve uso de razón, la consideré una criatura diabólica de quien podía esperarse todo. La recordaba sudorosa y ágil, sofocada, recorriendo a gran velocidad las calzadas del parque, montada en su bicicleta. O columpiándose alocadamente, sin dejar de reír y gritar, exigiéndome que la lanzara con más fuerza, que la impulsara más rabiosamente, hasta que lograse alcanzar con los pies la punta de aquella rama. Hacía apenas unos días había osado amenazarme: “Has de saber una cosa: ¡que tengo poderes muy especiales!” Enseguida había echado a andar, muy disgustada, pero yo corrí tras ella para decirle que la adoraba, que no comprendía la vida sin ella y que nuestros destinos debían tener un signo muy especial o algo por el estilo. Entonces ella, cogiéndome de un brazo, me había pedido que la acompañara, pues deseaba bajar al jardín para cortar unas flores. Yo había accedido, gustoso, pero aún no habíamos llegado a la escalera, cuando se detuvo de pronto y, sin pensarlo demasiado, me besó largamente en la boca, determinando que aquella noche no consiguiera yo dormir un sueño, al tratar de olvidar y recordar al mismo tiempo lo que pasó por mi cuerpo en tan extraños instantes. Comenzaba ya a clarear el día cuando me senté en la cama con una sensación de horror que ni yo mismo alcancé a explicarme. “Dime —le pregunté, perplejo, sin saber bien lo que decía—, ¿por qué te arrojaste al tren? ¿Por qué?” Aquí volvió a reír con ganas, escondiendo la cara bajo la almohada. Todavía sin dejar de reír, me aseguró que en toda su vida había escuchado nada más divertido y que deseaba que le explicara cuanto antes cómo pudo ocurrir nunca tal desatino, si se encontraba ahora allí, a mi lado. Y agregó, también sentándose: “¡Estoy viva! ¿No lo crees? ¡Mira cómo late mi corazón!” Me había llevado la mano a su pecho y yo la retiré escandalizado, casi con estupor. “¡Te odio! ¡Te odio y te odiaré siempre! ¡Esto es un terrible pecado!” Y prometió ella: “Pues aunque así sea, quiero tenerte conmigo por una eternidad de años.” No fue sino hasta entonces que descubrí plenamente su maldad, la perversa pasión que la dominaba y sus infernales propósitos. “Ahora sé que no hay tal mujer decapitada y que el estanque está vacío. Todo han sido argucias tuyas y una imperdonable mentira.” Así dije. Y ella volvió a estrecharse contra mí y a reír sin ningún recato, olvidada ya de la familia e insistiendo con el mayor ahínco en que le explicara con todo detalle a qué disparatados sucesos venía refiriéndome. Me besaba y me besaba en las tinieblas, cuando, en un determinado momento, pude descubrir con asombro que quien me besaba con tal ansia era mi propia madre, que yacía arrodillada junto a mi cama de enfermo. Esto me contrarió en sumo grado al comprobar que estaba nuevamente soñando y que era víctima, una vez más, de otra ignominiosa burla. “¡Despierta! ¡Despierta! ¡Debes hacer un último esfuerzo!” —imploraba ella. Y desperté. Continuaban allí los policías, los perros, la ventana iluminada. Nada había cambiado, por lo visto, ni si quiera aquel diluvio de hojas que proseguía cayendo de los árboles. Debía de ser mediodía. Los policías paseaban por la calzada, limpiándose el sudor de sus frentes o abanicándose con el sombrero. Grupos de jardineros iban y venían transportando sus utensilios o haciendo rodar trabajosamente las carretillas llenas de tierra. Por primera vez, en tanto tiempo, cruzaron a gran altura unos pájaros; más tarde, volvieron de nuevo, se mantuvieron un rato inmóviles y por fin se perdieron de vista, volando majestuosamente. “¿Fuma usted?” —me preguntaron. Había cesado el viento, y el cielo era azul y luminoso. Una sola cosa me preocupaba gravemente ese día: aquella cinta color de rosa que había amanecido entre mis sábanas y que ahora apretaba con susto en un bolsillo. Quizá conviniera entregarla. O quizá resultara ser, a la postre, como el cuerpo mismo del delito. No supe. El doctor anunciaba en aquel momento: “¡Ha muerto!” Y el policía exclamó, muy pálido, echando a correr de pronto hacia la casa: “¡Algo muy grave está sucediendo!” Mi habitación se hallaba atestada de familiares y amigos, que apartaron con malestar la vista del lecho y se quedaron mirando pensativamente el muro. Oí a mi madre sollozar y a alguien que se servía un vaso de agua. Mi padre se había dejado caer en un sillón, con la cabeza entre las manos. Me enderecé como pude y no dudé en proclamar: “¡Son ustedes unos incautos! ¿O acaso no se han dado cuenta de que estoy simplemente dormido?” Dio la impresión de que nadie había conseguido oírme, así que me puse en pie de un salto y comencé a recorrer el cuarto, procurando atraer la atención de todos. Sólo mi madre pareció descubrir mi presencia, pues levantó con ilusión el rostro, aunque después siguió llorando. Yo daba vueltas y más vueltas, tratando de hacerme oír, hablando hasta por los codos, hastiado ya de aquella voz del policía, que no cesaba de repetirme: “¿Pero aún no se ha vestido usted? Dese prisa o, de lo contrario, no llegará a tiempo a su funeral.” Había un gran número de automóviles alineados frente a mi casa y un nauseabundo olor a flores marchitas, que el viento iba deshojando. El viento penetraba en la casa por la puerta principal, ascendía a la planta alta y dispersaba, a través de los balcones entornados, aquellas detestables flores. Vi a un grupo de curiosos en la acera de enfrente, al que me reuní. Ya salía el cortejo solemnemente, y los caballeros inclinaban la cabeza, sosteniendo en alto sus sombreros. Era una tarde primaveral y dorada y parecían no ser más de las cuatro, aunque yo debía haber olvidado dar cuerda a mi reloj, que continuaba señalando las ocho. Nos pusimos en marcha, yo a pie, aturdidamente, siguiendo la gran caravana de automóviles. Era un largo recorrido hasta el cementerio y sospeché que se haría de noche antes de llegar a él. Por fortuna, las avenidas eran muy espaciosas, con abundante sombra, y soplaba una refrescante brisa. Ya a la puerta del cementerio, no pude soportar mi aflicción y rompí a llorar amargamente, apoyado en el muro. Todos los asistentes habían traspuesto ya la puerta y lo irremediable parecía estar a punto de consumarse. Protestaría por última vez; haría ese último intento. Me lancé a correr desaforadamente, hasta dar alcance al cortejo, y grité con todas mis fuerzas: “¡Es injusto! ¡Es terriblemente injusto lo que están haciendo conmigo! ¡Deténganse, se los ruego!” El cortejo se detuvo de golpe y todos volvieron la cabeza, observándome con desconfianza. “¡Estoy aquí! ¿No se dan cuenta? ¡Deténganse!” —repetí por última vez. Pero ya habían reanudado la marcha, como si nada hubiese ocurrido. El policía se me acercó, muy gentil, y, poniéndome una mano en el hombro, expresó con voz compungida: “Estas cosas son así y no vale la pena desesperarse.” Enseguida me tomó de un brazo y agregó: “Acompáñeme. Salgamos a tomar un poco el fresco.” Accedí, y caminamos un buen trecho en silencio por entre la doble hilera de sepulturas. De pronto, deteniéndose con gran misterio, me miró fijamente a los ojos y confesó, tras un titubeo: “Me había propuesto ayudarle, pero usted nunca se prestó a ello. ¿Por qué se empeñó en ocultar la verdad? Las cosas rodaron mal para usted, y mi ayuda, a estas alturas, no le serviría ya de nada. ¡Lo siento!” Y como yo titubeara en replicar, a mi vez, añadió con desencanto: “Sólo usted tenía la clave.” Habíamos llegado a la puerta de entrada donde me aguardaba el coche de la familia. Tenía las cortinillas echadas y el cochero me sonrió desde el pescante. Alguien, desde el interior, entreabrió la portezuela cuando yo me despedía de mi acompañante, quien se mostró consternado. Al estrecharle la mano, todavía me dijo: “Me lo temía. ¡Buena suerte!” Acto seguido, ocupé mi asiento y partimos. “¡Abrázame!” —balbució ella, con un suspiro de alivio. Y la envolví entre mis brazos, notando que la noche se echaba encima.
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