Material de Lectura

 width= Fabrizio Mejía Madrid


Prólogo
de Vicente Leñero


Selección del autor


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Reportear la imaginación

   

En las escuelas de periodismo se ha clasificado a la crónica, desde siempre, como un género periodístico. No es que no lo sea, pero tal clasificación estrecha sus alcances. Es además, y resulta necesario subrayarlo, un género literario del cajón de la narrativa. En realidad, todo el periodismo escrito pertenece a la narrativa por más efímera que resulte —por citar un ejemplo radical— la cotidiana noticia. Su célebre pirámide invertida, que resuelve en los primeros párrafos el qué-cuándo-cómo-dónde y luego desciende para consignar dato tras dato en orden de importancia, representa una fórmula literaria que los demás géneros obedecen —cada uno la suya— aunque de manera menos estricta. El lenguaje directo, escueto, rápido, inadjetivado, característico de todo el periodismo escrito, florece literariamente en los cuentos de Hemingway o en las novelas policiacas de Chandler; mientras que el diálogo de las entrevistas lo hace en las conversaciones de la dramaturgia, y el torrente informativo de los reportajes en las novelas documentales. Digo esto por decir algo. Lo digo porque la crónica periodística —el más sublime de los géneros— no tiene como único destinatario las páginas de una revista, sino el destino que su lector potencial pueda encontrar y valorar en un libro de cuentos.

En su sentido más laxo, la crónica enfocada a la realidad no excluye el libre vuelo de la ficción. Hace empatar más bien esa ficción con “lo verdadero” cuando el escritor se propone no hacer solamente periodismo —entendido en términos informativos—, sino también lo que llamamos pomposamente literatura. Hacer literatura en la crónica. Es decir: aprovechar los recursos narrativos, exaltar las historias, abrillantar las frases, tejerlas, esculpirlas, echarle estilo, como se dice. Eso lo consigue por voluntad propia el escritor cuando se vuelve audaz, cuando tiene ambición.

Fabrizio Mejía Madrid sabe bien de lo que hablo, mejor que yo. Él creció reportero y narrador. Y gracias a su formación cultural, a sus lecturas, a sus muchas ganas, saltó del periodismo a la literatura, o de la literatura al periodismo —eso no lo sé de cierto—, y porque leía a Julio Scherer o a Kapuściński, quizás a Monsiváis, a Garibay, a Juan Villoro, supo deshacer las fronteras esquemáticas del oficio con la convicción de que no hay mejor materia prima que la realidad para “imaginar” historias dignas de ser contadas. Historias reporteadas, por supuesto. No se propone elaborar ensayos y artículos sesudos —quizá sí, pero no será valorado por eso—, ni convertirse en analista o líder de opinión —que ésos no son estrictamente periodistas— sino ser sencilla y valerosamente reportero. Reportero: el periodista por antonomasia. El que indaga implacablemente la realidad, el que incluso reportea —ya lo dije— la imaginación.

Esta plaquet, editada en esta bendita colección Material de Lectura de la UNAM, es una cálida demostración del oficio de Mejía Madrid. Reúne dos crónicas, una de 1989 (Mi vida como espectro) y otra de 1992 (Los días de la langosta) que por sus fechas resultarían hoy, peyorativamente, atemporales. La primera narra un desafortunado encuentro de analistas y observadores para una nueva declaración de los Derechos del Hombre en París, y la otra un viaje al territorio de Los Ángeles, “el pueblo de Nuestra Señora de las Ángeles de Porciuncula”. Si la segunda linda más con el relato clásico, la primera merecía o mereció quizá las páginas de un semanario de actualidad. Sea como sea, ambas adquieren, por la magia de Fabrizio, la virtud de lo permanente. Son perdurables por sinceras, deliciosas por extrañas.

Ambas crónicas están escritas, muy bien escritas, en primera persona. No la primera persona pedante de las autobiografías “reveladoras”, sino ese yo que recuerda a Ibargüengoitia por su habilidad para quitarse importancia a sí mismo y mirarse desde la azotea, desde el afuera de la vanidad —como no pudo hacerlo Germán Dehesa—. Así debe ser trabajada siempre la primera persona: con franco desdén a la egolatría para hacer privar la experiencia en sí que sólo de esa manera se vuelve experiencia de todos.

La ironía de Fabrizio Mejía Madrid es el gran acierto de estos trabajos: su buen ojo para observar detalles significativos o evanescentes, su gusto por hilvanar pequeños acontecimientos cuyo telón de fondo alude, como sin quererlo, a las crisis ideológicas de nuestro tiempo, a las imposturas de los importantes, a la quiebra dolorosa de la imposible justicia social… Ahí demuestra, más que en los asuntos gordos, la madurez del periodista que se ve obligado a cubrir una orden de información y que en esa aventura encuentra su propio regocijo.

Es de su regocijo de lo que finalmente escribe Fabrizio Mejía Madrid. Gracias por hacerlo.

 

Vicente Leñero

 


 

Nota bibliográfica


Fabrizio Mejía Madrid (Ciudad de México, 1968). Narrador y cronista. Su obra ha sido incluida en antologías como Nuevas voces de la narrativa mexicana y The Mexico City Reader. Es el cronista más joven antologado por Carlos Monsiváis en la nueva edición de A ustedes les consta, revisión de la crónica mexicana durante los siglos XIX y XX. Es colaborador de las revistas Proceso, Letras Libres y Gatopardo, entre otras publicaciones. Fue ganador del Premio de Narrativa Antonin Artaud 2004 por Hombre al agua. Es también autor de los libros de crónica Pequeños actos de desobediencia civil (1996) y Salida de emergencia (2007); y de las novelas Erótica nacional (1994), Viaje alrededor de mi padre (2004) y El rencor (2006), entre otras.

 

 


 

Mi vida como espectro (1989)

 

Desde el principio todo es raro. El 14 de julio de 1989, día del Bicentenario de la Revolución Francesa, pasea, perdido por las calles de París, un espectro arrastrando una maleta sin ruedas de una correa que se ha roto. A casi cuarenta grados y el sol a plomo el espectro, tras catorce horas de vuelo, ha tumbado el saco en un parque y se ha quedado sin los cigarros que iban en la bolsa. Ha llamado ya tres veces a las oficinas de AD 89 sin entender que la calle no se llamaba “Osmán”, sino Boulevard Haussman. Acalorado, desvelado, jetlajeado, no ve el desfile de la Revolución Francesa. Ir hasta el lugar de los hechos, en el día en que la humanidad cambió a los reyes por las guillotinas, a Dios por un asambleísta, y no ver más que calles cerradas al tránsito, grupos de personas con banderas francesas y, los que tienen menos sentido del ridículo —no parisinos, desde luego—, con pelucas de Robespierre. El espectro camina durante horas, extraviado, casi sin voltear a ver a la gente que ya desde estas horas, el mediodía, destapa botellas de champaña barata. ¿A qué viene tanto esfuerzo? Quiere localizar las oficinas de AD 89, una asociación creada desde 1985 que quiere redactar una nueva Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Muy originales, le han cambiado algunas palabras: Declaración de Derechos y Deberes de los Seres Humanos para el Tercer Milenio. Ahí empezó lo raro. ¿Tercer Milenio de qué? Los humanos tenemos mucho más tiempo que ése en el planeta y si se refieren a Jesucristo, eso no es muy tolerante, porque excluyen a las dos terceras partes de la humanidad que no son católicas. El borrador de la nueva declaración comienza con una frase bíblica: “Quien tenga ojos, que mire. Quien tenga oídos, que escuche”.

El espectro llega a las oficinas de duelas de madera y puertas de los tiempos de Haussman —“Osmán”, el abuelo del Mago de Oz—, y una rubia nerviosa, tensa, incómoda, con un cigarro forjado a mano le hace llenar un formulario. Él escribe lo que puede y le pide desesperadamente un cigarro. Ella le pasa una bolsa de tabaco y un papel de arroz. El espectro nunca fue un buen mariguano y le pide si se lo puede forjar. La francesa bufa pero lo hace. Bufar en Francia es parte del lenguaje, piensa el espectro, como la rebelión, las barricadas, la violencia siempre preparadas pero rara vez utilizables: Comuna de París, mayo, 1968. No más. La Revolución Francesa siempre es una opción, aunque nunca se le escoja. Quiere apuntarlo, pero ha perdido su libreta junto con el saco que botó. Hay errores que tienen muchas consecuencias. Enciende el cigarro, le da la primera calada, y vuelve a ser un ser humano. Tiene un nombre, un país, un número —147—. Ya estoy acreditado. Y me subo a un bus que tiene como destino el Salón del Palacio de Europa, en Estrasburgo. En el Parlamento Europeo se reunirá a una nueva generación de menores de treinta años. Así, nada puede resultar normal.

***

El contraste entre donde duerme uno y donde sesiona es contundente: los cuartos no tienen baño —hay que mear en el lavabo o salir al baño común de todo el piso— y las camas son de presidio. Ya lo ha dicho alguien más, hay que tener un cuarto con una vista. La mía es de la Selva Negra, del oscuro bosque de Alsacia, con su humedad y sus mosquitos. Estoy justo en el lugar en el que se dio una de las discusiones filosóficas más importantes, que señalaría la entrada al siglo XX. En 1870, Alemania se anexa Alsacia y Lorena. El argumento es que son alemanes por idioma, raza, costumbres. No son franceses. Francia, por su parte, hundida en las incertidumbres de lo que han provocado desde la Revolución de 1789, culpa de todo al “suicidio” de la nación. Pero argumentan desde un nivel distinto: una nación no es una raza o un idioma, sino un contrato. No se puede hacer de Alsacia una parte de Alemania “sin el consentimiento de sus ciudadanos”. La nación no es la sangre sino un plebiscito cotidiano; las conciencias de los hombres no pueden reducirse a un “espíritu” nacional. La teoría de hace 200 años es que uno acuerda pertenecer a tal o cual cultura pero es, en principio, una parte de la raza humana. Ésa es la idea que anima —creo— una reunión de jóvenes para pensar una nueva carta de derechos humanos. No creo que salga nada muy novedoso, pero reafirmar ese ánimo es importante. Desde la ventana miro el bosque negro, mosquitos volando en la humedad, con sus avenidas en alemán. Y estoy en Francia. Alsacia y Lorena, a pesar de hablar alemán, escogieron ser franceses. Respiro profundo, me viene la tos, y salgo a encontrarme con el Palacio de Europa.

El salón donde sesiona el Parlamento Europeo será usado por gente como yo, cuyos bolsillos traen unos cien francos. Miro a mi alrededor: los brasileños en sillas de ruedas, aportan la parte discapacitada; los chinos de traje aportan la indignación por la matanza de Tiananmen; algunos árabes, en sus trajes musulmanes —las mujeres tapadas de la cara— le dan el toque exótico. Me siento en mi curul, meneo los canales de traducción simultánea y oh, sorpresa, no existe el español. Francés, inglés, sólo. ¿Y los chinos? ¿Y los españoles? El salón está lleno y una tercera parte de la asamblea cambia los canales de la traducción. No importa que entendamos inglés y francés. El punto es que hemos elegido pertenecer a una parte del mundo —muy grande— que habla y escribe en español. Con los latinoamericanos nos miramos sin creerlo. Los españoles no han acabado de desayunar —la novia le sube el desayuno a él en el cuarto, me han dicho. Una ecuatoriana, Isabel, dice lo que opinamos:

—Es el idioma geográficamente más extendido en el planeta.

—Somos 600 millones de hispanoparlantes —completo, dudando si no será el ruso el más extendido, por el tamaño absurdo de la URSS.

El moderador central —Jean Michel Blanquer— promete conseguir para el día siguiente un traductor en español. Accedemos y cada quien elige entre dos idiomas ajenos. Hay algo raro aquí: organizas un congreso donde la tercera parte habla español y les propinas una descortesía. Hay algo mal. O esto está organizado al vapor o no importa “oír si tienes oídos”. Quizás sólo quieren una asamblea que vote en masa por el borrador de los organizadores. Es una táctica para un fin personal.

Las dudas se disipan en el receso para almorzar. Me piden entregar mi acreditación, lo que significa irme de regreso y ya no participar del acto de hermandad que significa pensar en los seres humanos. Pero, ¿por qué?

—Usted habla inglés y reclama por el español. Vimos cómo se rió de un chiste que sólo hizo el traductor británico —dice Blanquer, con la sangre en la nariz por la ira.

Le tiro la acreditación al suelo. Él no se digna en recogerla. Se da la vuelta. La rubia que me dio el cigarro, que forjó el cigarro en París, que me devolvió con el humo la humanidad, se agacha, la recoge, y me la vuelve a entregar:

—Confusión, confusión —explica, agitando las manos, en español o en francés. Es la misma palabra.

La credencial ha perdido todo valor para mí. La miro por ambos lados y no me la cuelgo, sino que la doblo en la bolsa trasera del pantalón. Ya no quiero hacer una declaración de derechos humanos nueva para el futuro. Lo que quiero saber es qué está pasando aquí.

Durante el almuerzo infame, indigno de Francia y de Alemania, y hasta de las trincheras de la Revolución, leo el primer artículo del borrador que me han enviado con antelación: “Todos los seres son universalmente iguales, pero, en particular, diferentes”.

Y, parafraseando a Orwell: hay unos más “diferentes” que otros.

Y me sigo: hay unos más universales.

Hay otros más particulares.

El encanto de la idea se ha roto. No así el pan, que es incomible.

***

AD 89 es una asociación formada hace apenas cuatro años por tres estudiantes de la Sorbona. O, al menos, eso es lo que decían en una carta de invitación que le mandaron a 500 jóvenes por todo el planeta. La verdad, sólo llegamos como 180. La verdad es que no me llegó a mí, sino a un amigo de un partido de derecha mexicano y yo pedí limosna a un periódico para que me pagaran el boleto de avión. Quería conocer Europa. Y la verdad también es que no son sólo unos estudiantes. Sus apellidos resuenan en lo más rancio de la derecha francesa, la de Georges Pompidou y Jacques Chirac. Uno de ellos es François Baroin, hijo de Michel Baroin, quien, desde una de las aseguradoras más grandes de Europa compró en 1985 la tienda FNAC y la convirtió en una cadena. Como el padre de François murió en febrero de 1987 saliendo en una avioneta de Camerún, el hijo fue prácticamente adoptado por Jacques Chirac, el actual alcalde de París. Antes de morir, el padre de François era el presidente del comité de conmemoraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Así que el chico de veinticuatro años ha tenido la oportunidad de organizar su encuentro en el Palacio de Europa con el apoyo incondicional del alcalde de la capital del país. Jean Michel Blanquer es, también, un yuppie derechista apoyador de Chirac, que se pone rojo cuando le aviento una credencial. Y Richard Senghor es el hijo de Leopold Sédar Senghor, amigo de Pompidou y presidente de la república de Senegal, recién independizado, en 1960.

En un país latinoamericano esta “feliz coincidencia” sería tachada de corrupta, pero no en los festejos del Bicentenario de la primera Revolución, ever. Por eso el diario francés Liberation ha llamado al encuentro en Estrasburgo “la fiesta de los hijos de papá”. Pero se ha quedado corto: aquí no está el PSOE de España, ni siquiera el Partido Popular, sólo el franquista Frente Nacional; aquí no están las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética, sino los chinos de traje Armani que protestan contra la masacre de Tiananmen, sin ocultar que viven en Francia financiados por la fundación de Giscard d’Estaing —los pins con la estatua de la libertad de alambre de púas de la plaza no disimulan el nombre de don Valery—; aquí no existe la deuda externa de América Latina, sino la preocupación por “cómo respetar la identidad de la persona humana” (una de los dos preguntas en mal español de la convocatoria). ¿Hay personas no humanas? ¿En qué quedamos?

Ayer alcancé a ver a Baroin, Blanquer, y Senghor en un descapotable con sus novias. A toda velocidad iban las modelos del Bicentenario por las calles en alemán de Francia. A ellas las conocía porque aparecen en los carteles que publicitan las conmemoraciones; son sus rostros de aparente diversidad: rubia, castaña, morena. Si el inventor francófono de la negritud, Aimé Césaire, viera al hijo de Leopold Senghor… A ellos, los he ido conociendo con los días de la semana que llevamos aquí. Ando a pie y ellos se pasan un alto a toda velocidad. Todos vamos a una fiesta donde los musulmanes te amenazan si miras a una de sus veinte esposas, donde los brasileños no pueden bailar porque están en sillas de ruedas, donde el líder de las Juventudes del Frente Nacional de España asegura, con su cabeza cuadrada, frente al encargado de la juventud en la Generalitat de Barcelona:

—Hombre, tío, claro que existen las razas. Te puedo decir que los catalanes son genéticamente superiores a nosotros.

“Artículo Primero: Todos los seres humanos son universalmente iguales y, en lo particular, diferentes”.

Los “delegados” franceses y francesas intentan que la fiesta se convierta en una campaña política: “Jean Michel. Jean Michel”, corean por sobre la música de The Cure (la recopilación: Standing at the beach, con el viejo que no es el árabe al que acuchillan en El extranjero de Camus), pero no resulta. El yuppie, el “hijo de papá”, no despega. Pero me da el dato que necesito: todo esto es una forma de colocarse dentro del escalafón de la política francesa, europea, en pocos años. Con todos los apoyos políticos posibles, el reinado de los tres yuppies, Baroin, Blanquer, y Senghor, comienza aquí. Y nosotros, los 180 jóvenes que vamos a firmar la nueva declaración de derechos humanos de 1989, somos la carne de cañón. La carne de avión. ¿Para esto viajé durante más de medio día? ¿Para tomar cervezas sin alcohol? Ah, qué la derecha. Nunca ha sabido divertirse.

***

El de AD 89 es un mundo nuevo, no necesariamente mejor. El socialismo ya no existe, por ejemplo. Los rusos —soviéticos— han colgado un letrero donde avisan que harán una huelga de hambre para protestar porque no les han dejado entrar a la discusión —que no se da— del borrador, que esperan aprobar, sin cambios, tres yuppies europeos. Ahora me queda claro: a los demás nos necesitan como avales mudos. Los únicos que han protestado son los soviéticos. La huelga de hambre es en un hotel del centro de Estrasburgo, carísimo. Para mí, inaccesible, que soy casi un indocumentado. Sigo las instrucciones hasta el Hotel Esplanade y, tras tocar a la puerta, me abre una polaca guapísima, salvo por los dientes chuecos. Los soviéticos están en huelga de hambre pero no de sed: toman vodka. Tienen como cincuenta años, son panzones, y están borrachos. Los partidos comunistas por todo el mundo tienen el mismo problema: los líderes de sus juventudes están a punto de palmarla. Y sus protestas no involucran la prohibición del alcohol. Así que, cuando llego, hay dos calvos llamados Dimitri que me reciben ahogados, sin poder hablar, ciudadanos de lo que Gay-Lussac —un habitante de la Tradición Cartesiana— mediría como peligroso:

—Bienvenido al soviet —dice la polaca.

Y se abre una suite dieciochesca, nada de lujo proletario, vayan ustedes a creer: sedas, brocados, cubrecamas bordados. Más parece una estampa de tiempos del zar. El socialismo, en efecto, ya desapareció.

De regreso, en las mesas de “discusión”, aparece el tema de la educación religiosa en las escuelas. Son los islamistas de bata y turbante los que lo proponen: los iraníes de barbas extensas. A mí se me ocurre contraponerles la idea de que, si va a haber educaciones religiosas, entonces se incluyan todas las creencias, incluyendo al marxismo. Los franceses se fascinan con mi ocurrencia y uno de ellos, se presenta como estudiante de filosofía:

—Interesante tu idea. El marxismo es una creencia, como el islam.

No quise decir exactamente eso pero agradezco que, por primera vez, un organizador de este bodrio escuche algo de lo que se discute. Pero no le contesto sino con una sonrisa. No puedo dejar de pensar qué le pasó en el cabello que está compuesto de girones por toda la cabeza. ¿Estuvo en una explosión radioactiva?

“Artículo 17. Estamos por el desarme nuclear”.

***

Con casi un año de diferencia, los dos renovadores del marxismo francés se vieron, hace no mucho, en las páginas de los diarios. No era en la sección universitaria, sino en la nota roja. El 3 de octubre de 1979, Nicos Poulantzas revisó por tercera vez una estadística socio-económica: en Europa los obreros habían disminuido ante el crecimiento de las clases medias. Dobló la hoja sobre el escritorio, abrió la ventana y, abrazado de un librero con sus textos sobre el Estado capitalista, y los de Karl Marx, se tiró desde un piso 22 de la Torre de Montparnasse. En noviembre de 1980, su maestro, Louis Althusser tuvo un quiebre psicótico en el que terminó asesinando a su esposa. Desde entonces, el crítico del Partido Comunista Francés, que durante un tiempo vigiló sus actividades sexuales con “mujeres trotskistas”, está en un manicomio. Uno de sus alumnos, Saloth Sar, llamado después Pol Pot o El Camarada Uno, funda El Estudio de París, germen de lo que después serán los Khmeres Rojos, un régimen que hizo desaparecer por tortura, hambruna —su idea fue abolir la moneda, las ciudades, y las universidades—, y ejecuciones a una cuarta parte de los habitantes de Camboya. Pol Pot se casó el mismo día (con Khieu Ponnary) que salió de Francia para hacer la revolución en Camboya, en 1956. El día que escogió para los dos eventos fue un 14 de julio.

Sí, el socialismo se acabó hace mucho, pero sigue produciendo sueños que terminaron en pesadillas. ¿Pero qué hacemos? ¿Dejamos de soñar? O, de plano, inventamos la sociedad del insomnio.

***

Junto a mí duerme una pareja de uruguayos. Ella es compacta, del tipo gritón. Y él, en los huesos, se aplica todas las noches a cumplirle sus expectativas orgásmicas. La cabecera de su cama golpea mi pared por lo menos en dos secuencias durante todas las noches. Están tan cerca de mí que yo también enciendo un cigarrillo cuando han terminado. Compartimos, como todo el piso, un baño. Ayer me duchaba en los tres segundos en los que se acaba el agua y hay que oprimir un botón para que vuelva a salir, y empecé a escuchar en la cabina de junto el golpeteo de una cabeza contra el metal.

—Fuerza, Uruguay —tuve que intervenir.

Del otro lado se hizo un silencio, luego risitas, y se reanudó el juego.

A los uruguayos nunca los vi en las discusiones, ni en los almuerzos tibios, ni en nada. Sólo los conocí por sus ruidos. Creo que fueron los que mejor entendieron este viaje a la Francia de los yuppies. Se me ocurre pasar una hoja antes de la plenaria con un agregado al borrador que los franceses aprobarán sin escuchar ni ver las diferencias: “El que tenga novia, que se la tire. El que no, que se conozca a sí mismo”. La hoja circula en espera de que lleguen los organizadores y se va llenando con artículos inventados de una Declaración de Derechos Humanos Imposible: “Ningún ser humano debería pasar por periodos de abstinencia” o “El derecho al orgasmo es inalienable” o “Por la abolición del periodo menstrual”.

***

La última plenaria es presidida por Blanquer. Es una simulación más: entre papeles de propuestas que se han ido acumulando, plantea un “resumen”: es el mismo maldito borrador que se ha querido aprobar desde hace ocho días que tenemos aquí encerrados, desde el 16 de julio. Hoy es 23 y es la despedida. La sesión resulta caótica porque nadie está dispuesto a viajar tantos kilómetros sólo para levantar la mano y asegurarle a Blanquer, a Baroin o a Senghor un lugar en las celebraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Porque todo esto —lo he ido entendiendo con el tiempo— es para una maniobra provinciana, mezquina: el 26 de agosto los tres leerán la Declaración al Presidente Mitterrand, saldrán en la televisión, y tendrán su minuto de atención en Antena 2. Ellos que han dicho que “carecen de cualquier legitimidad, salvo ser ciudadanos del mundo”. ¿Cuáles? Son parte de una élite europea que desprecia al resto del mundo. Hace unos días, Blanquer se acercó a platicarme que quiere hacer su servicio social en Colombia. No quise su tregua. Yo sólo le presenté una evidencia:

—Te va a ser difícil. Allá también hablan español.

En medio del caos, los papeles acumulados en la mesa que preside, la falta evidente de experiencia de Blanquer, Baroin y Senghor en dirigir una asamblea de más de cien personas que están hartas de mal comer, mal dormir, no coger —no los uruguayos, claro—, y no ser escuchados como iguales, surge un momento de verdadero debate: las mujeres de la asamblea han logrado una propuesta: el derecho a elegir la contracepción y el aborto. Hay aplausos y la mayoría quiere que se vote de inmediato. Se levantan las manos. Es, por mucho, una mayoría calificada. Pero Blanquer, rojo en el micrófono, dirá:

—No alcanzó las dos terceras partes de esta asamblea —rechifla—. 65 por ciento estuvo a favor, 23 en contra y el 12 se abstuvo.

Es el caos. Las mujeres piden un recuento. El Palacio de Europa se va hundiendo en las risotadas, los gritos, los silbidos. Los líderes consultan entre sí. Tapan con las manos sus micrófonos. En un acto de locura yo me quito un zapato y golpeo la mesa. Supongo que les molesta que recuerde al loco de Nikita Krushov. A lo mejor ni siquiera conocen la referencia. Pero el carnaval se apropia de la última sesión. Hay por ahí un grupo de árabes que quieren que el Louvre regrese las tumbas egipcias. Los africanos apoyan. Nadie les pone realmente atención. “Quien tenga oídos…”. Alguien de Los Seres Humanos Asociados, una ONG que convoca a esta reunión junto con AD 89, toma el micrófono y propone:

—¿Y esta declaración de derechos y deberes humanos se le aplicará a los extraterrestres?

Decidimos levantar las manos para que quedara semejante disparate incluido en la Declaración. Imagínense la cara de Mitterrand cuando le lean eso. Pero los yuppies no son estúpidos y se niegan a tomar esto en serio. La nave se hunde entre gente que se va a jugar al futbol en los jardines de Estrasburgo, otros que le dan la espalda a la mesa principal, que ya platican en la cafetería del Palacio. Yo quiero tomarme una cerveza observando la catedral. La iglesia está llena de monstruos, diablos, monos que gritan porque era la última frontera entre católicos y protestantes. Tardaron cuatro siglos en construirla. Es como una señal para asustar, para convencer por miedo de no convertirse a otra fe. Y me pongo el zapato para irme de ahí y no volverlos a ver más. Mientras subo las escaleras del pasillo, un barbudo de Irán quiere hacer una declaración. Lo que dice termina con todo:

—El siguiente siglo será islámico o no será.

Me quedo pensando en su frase que sonó a una amenaza, mientras miro un juego de futbol en los jardines. Hace calor y me siento un segundo en el pasto. Junto a mí alguien dice:

—En mi país si hubiera una declaración de derechos humanos sería así: Artículo Primero: PUMMM, PUUUMM, PUMMM. Artículo Segundo: VCUUUUMM, VCUUUM, VACUUUUM. Artículo Tercero: PFUUUU, PFUUUUU, PFIUUUUU.

—¿De dónde eres?

—Milton, de El Salvador —me extiende la mano.

Nos fuimos platicando hasta la catedral románica y gótica sobre la situación de la guerra en Centroamérica. Yo le conté que había venido hasta aquí con tan poco dinero que iba a tener que pasar una semana en París, durmiendo en las estaciones del Metro —ese era mi genial plan— y él me ofreció:

—Tengo una casa en las afueras de París. Puedes quedarte en mi sofá.

***

Con los días he ido aprendiendo quién es Milton. Es un salvadoreño exiliado en París por la guerra centroamericana. No tiene trabajo, aunque, a veces sale por las mañanas y regresa dos horas más tarde. Es muy delgado y tiene el cabello a los hombros. Se ríe de todo. Tiene un amigo en París, otro salvadoreño que dice llamarse Orlandito de la Virgen. Lo inventó. Los dos dicen mantener relaciones con el Frente Farabundo Martí, la guerrilla salvadoreña, pero no les creo. La mayor parte de las veces, Milton me lleva a comer a un supermercado a unas cuadras de su casa. Abrimos paquetes de galletas, comemos rebanadas de pan con la rapidez de quien tiene hambre y no quiere un mal encuentro con la policía francesa. Él me dice:

—Vámonos a desayunar, compita.

Y, en realidad, robamos. Nos saltamos todos los torniquetes del Metro. Me ha enseñado a abrir puertas con palancas ocultas. A colarme al Louvre cuando los grupos de ancianos llegan en masa y distraen a los vigilantes. Una vez adentro, no queríamos arriesgar salirnos y no poder entrar y él llevaba panes rellenos de huevo revuelto. La gente no podía creer la cantidad de migajas que dejamos por los pasillos del museo, justo delante de La Libertad guiando al pueblo francés. No es que yo sea así, sino que esto es París, soy latinoamericano, y no tenemos dinero. Debajo de un puente, me lleva a un mercado de equipos usados del ejército. Hay cascos, granadas, pistolas, rifles de asalto, uniformes camuflados. Pregunta precios pero no compra nada. Sólo levanta un casco con un boquete en la izquierda:

—A este compita este casco ya no le sirve —y se ríe. Se ríe de todo lo negro.

Duermo en el sofá, junto al teléfono. Mi maleta rota está abierta de par en par en la sala. Nunca hay nada en el frigo. No sé ni para qué tiene un frigo. Un día me dice que va a ser una fiesta especial porque voy de regreso a México a la mañana siguiente. Prepara un “estofado”, que es un caldo de grasa con sal en la que flotan unos huesos casi sin carne. Se lo agradezco. Hasta la casa de dos pisos del barrio industrial de Gentilly llegan sus invitados: Orlandito de la Virgen, un colombiano, un mexicano con botellas de tequila Sauza. Es de nuevo un caos: a gritos, en español, con Willy Colón a todo volumen, hablando de guerrillas, de la revolución, de América Latina. No se discute a Robespierre, ni a Marx. El colombiano pontifica sobre el derecho a la violencia contra una injusticia. Bostezo. En algún momento, Orlandito de la Virgen me trata de vender un perfume francés. Me lo ofrece a la mitad, al rato, a la mitad de la mitad. Me lo acaba regalando:

—Para tu madre.

La fiesta sigue, entre gritos, llega la policía, le bajan al volumen, me quedo dormido en mi sillón.

A la mañana siguiente muy temprano, a las seis de la mañana, tocan el timbre. Abro. Es, de nuevo, la policía. Ahora con una mujer vestida de enfermera:

—¿Y usted quién es? —me pregunta.

—Soy invitado de Milton pero ya me voy al aeropuerto. Hoy sale mi vuelo.

—¿Quién es Milton para meter gente? —dice la mujer y le explica al policía: —Esta es mi casa. Yo acabo de llegar de Normandía, de unos cursos. No sé quién es esta persona —me señala.

Mientras meto como puedo mi ropa en la maleta rota, Milton baja, se encierra en la cocina con la enfermera y discuten tratando de susurrar. El policía sigue en la puerta, aburrido, esperando. Le doy los buenos días y salgo rumbo al Metro, jalando mi maleta, como un espectro. “Artículo Primero: todo ser humano debe tener derecho a una vivienda digna. Y a un cigarrillo en la mañana”. Me los he dejado en la mesa junto al teléfono.

Y, ahora que lo pienso, de Milton jamás me despedí.

 


 

Los días de la langosta (1992)

 

Las cosas que sé sobre Los Ángeles se me agolpan: En The Day of the Locust, de Nathaniel West, un pintor la imagina incendiándose en una especie de carnaval de rencor racial; y, en efecto, California se incendia cada año por el calor y los vientos; en la nueva novela de James Ellroy, La Confidencial, se la retrata corrupta, violenta, indolente; y, en efecto, cuando los obreros se quisieron organizar contra el desvío de agua de las tierras laborables hacia Los Ángeles, el General Harrison Gray Otis —quien tenía “otro” sindicato, el de los propietarios beneficiados— se paseaba en una camioneta en cuyo techo había un cañón; Norman Mailer, en El parque los ciervos, la reduce a Hollywood —“Desert D´Or”— y las arquitecturas de escenografía; y, en efecto, la arquitectura californiana se basa en una invención del look español —hay hasta una réplica de La Alhambra— que se crea justo en el año en que se limpia de mexicanos Olvera Street; recuerdo una conversación en un tren rumbo a Granada:

—Yo he estado en México —me dice un granadino.

—¿En qué parte?

—En Los Ángeles, California.

—Bueno —levanto las cejas— se puede decir que antes era nuestro.

—Y mucho antes —levanta el dedo índice—, nuestro.

Y, en efecto se puede decir eso, aunque la verdad es que Los Ángeles es una creación netamente gringa: de la nada. Sin muelle —se tuvo que cavar en el fondo del mar para contar con uno—, sin agua —se desvía en perjuicio de los débiles como en Chinatown de Roman Polanski—, sin algo especialmente atractivo, Los Ángeles es el espíritu norteamericano en sus huesos; está hecho de una idea o, mejor, de fantasías sucesivas de grandeza contra todas las apuestas. Primero, un ferrocarril incendia la imaginación de los que quieren emigrar, aunque no exista ni una vía ni una sola estación. Luego, una “fiebre del oro” (Los Ángeles abasteció de carne a los gambusinos) que sólo estaba en la cabeza de sus entusiastas. Después, Hollywood, la industria de la apariencia y las imágenes. Y más hacia acá, cualquier nuevo culto del final de los tiempos (Charles Manson o James Jones), o la banalización del budismo, mezclado con los tratamientos de belleza, la desintoxicación o la intoxicación. Los Ángeles es el punto más oriental de Occidente, donde conviven el uso intensivo del automóvil como lugar de meditación (los embotellamientos de tres horas desarrollaron el gusto por querer fundirte con la nada), con la prostitución, las drogas, las pandillas y sus consumidores: la clase media de la UCLA y la farándula de Hollywood, otras veces, en dietas vegetarianas, gimnasios aeróbicos y bronceados impecables. Esa contradicción tan estadunidense: el placer y la abstinencia. El consumo y el ascetismo. Los Ángeles está construido sobre esa contradicción: la gente del Westside, en sus silenciosos sectores de jardines regados y podados, y los del East y el South, donde centroamericanos, chicanos y negros se disparan por controlar una banqueta. Auméntele un barrio chino creado con trabajadores miserables que trajo el tren que no existía en el siglo XIX, y un exilio alemán exquisito que arrojó Hitler: Thomas Mann y Fritz Lang. No, no fue Walt Disney el que creó el primer parque temático. Fueron los habitantes de Los Ángeles cuando votaron, junto con la expulsión de los últimos descendientes de los españoles y mexicanos, que la Old Plaza retomara “el romance del la vieja civilización española”, como la llamó el arquitecto neoyorkino Bertram Grosvenor Goodhue. Con el desalojo de lo que quedaba de la parte española y mexicana, lo que una vez se llamó “el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles de Porciúncula”, se inauguraba, también, la primera melancolía retro de los Estados Unidos: la arquitectura “california”. Destruir y reconstruir a nuestra manera, imitando lo que ya no pudimos apreciar de las ruinas que dejamos. El espíritu norteamericano —que, desde el nombre se apropia de lo que también es Canadá y México, al menos en el mapa— avanza a golpes de “tendencias” (trends) que se convierten en acciones de fuerza.

Y es que tengo al espíritu norteamericano frente a mí en los jardines de la Universidad de California, campus Los Ángeles. Aquí se discute la guerra, si es o no justificada, pero muchos de sus apoyadores traen camisetas que dicen: “Citizens for a free Kuwait”. Soy un ciudadano y me importa un bledo si Irak invadió Kuwait después de que los gringos apoyaron a Sadam Hussein contra el Ayatollah en Irán. Lo que me importa es que no nos metan al resto del mundo en una guerra que fue anunciada desde agosto del año pasado y que comenzará, después de un lento conteo que lleva la CNN a toda hora, como si se tratara de un programa de televisión: “ya sólo faltan catorce días para La Tormenta del Desierto”, “ya sólo restan diez días antes de que empiecen a caer bombas”. Y viene, luego, la repetición completa de las razones: Sadam invadió Kuwait porque dijo que habían lanzado demasiados barriles de petróleo al mercado y que habían puesto a Irak en una economía de guerra. Luego, la ONU le dio un ultimátum o varios y la cosa es que todo indica que va a haber una guerra a la que el dictador de Irak ha llamado “La madre de todas las batallas”. Nunca me ha tocado una guerra. Aquí, los veteranos de Vietnam son de la generación de mis padres. Estos chicos que se ponen camisetas de “free Kuwait” nunca han visto una. Y esta vez la veremos por la televisión. Espero que no sea Pay Per View. Los escucho argumentar sin suéteres en invierno —otra idea de la California gringa: aquí las naranjas dan frutos todo el año y el bronceado es permanente—. Y, además, yo debería estar visitando a mi hermano, pero no lo encuentro. Y deambulo entre un caos tan parecido al de Nathaniel West cuando comienza la destrucción de Los Ángeles en su pintura de The Day of the Locust, que cierro los ojos y se me agolpan todas las cosas que sé sobre este lugar de un solo. ¿De un solo qué? Bombardeo.

***

Una de las razones que más se escuchan y leen en los boletines del campus es que los Estados Unidos deben de intervenir ahí donde se “atente contra la libertad”. Soy latinoamericano y no sabría por cuál historia empezar para negar todo. Pero lo que sí me viene a la mente es la historia detrás del Citizen —no for a free Kuwait— sino Kane: William Randolph Hearst, desde sus headquarters en Los Ángeles, recibe la llamada del reportero gráfico que ha ido a “cubrir” las noticias del “frente de guerra” entre Estados Unidos y España en Cuba:

—No hay mucho que escribir, señor —le dice el reportero.

—¿Qué quieres decir?

—Que no está sucediendo nada. No hay una guerra.

—Tú encárgate de las noticias. Yo me encargo de la guerra —dice la leyenda, que dijo Hearst antes de colgar.

Los “atentados contra la libertad” son tales si hay una campaña casi publicitaria para convencer al público de que lo son. No estoy diciendo que Irak no haya invadido Kuwait. Ni que no existan varias resoluciones de la ONU pidiéndole que se retire de uno de los más importantes surtidores de petróleo al mundo, sino que el público no está convencido de que sean los norteamericanos los que tengan que ir a rescatar el petróleo del mundo o, en todo caso, el que se consume aquí por toneladas. Un reciente estudio (1990) advierte que en un día de tráfico normal en los freeways angelinos se queman 70 litros de gasolina por conductor. Entonces, ¿qué libertad se defiende desde California que, por lo demás, se siente separada del resto de Estados Unidos, con una perspectiva única de la grandeza y el arrojo? ¿Quiénes son más libres: los kuwaitíes o los litros de gasolina que se queman en automóviles particulares?

Finalmente veo el caminar balanceado de mi hermano, sus lentes, y su inconfundible bolsota con decenas de libros al hombro. Lo saludo.

—Vámonos de aquí.

—Pero no por el freeway, ¿eh?

—Nos vamos en el RTD, que es igual de lento, pero más barato.

Y sabe de lo que habla: los autobuses se paran en cada esquina y esperan a que lleguen los usuarios. Los camiones esperando a los clientes. Y, lentamente, se va llenando de sirvientas salvadoreñas, jardineros mexicanos, inválidos a los que se les baja la plataforma para su silla de ruedas con la parsimonia de una reverencia. Apuesto a que son veteranos de la guerra de Vietnam y respeto sus tardanzas, pero no sin impaciencia.

***

Llegamos a comer a casa de su amiga Deyánida (no Deyanira, por si se pudiera hacer más extraño el nombre), que es una estudiante de origen chino y dominicano. En cuanto la veo, sé por qué mi hermano está tan interesado en arrastrarme, en el único día que nos veremos, a casa de una completa desconocida. Tiene los ojos rasgados, es morena, y está buenísima. Lo que más me impresionan son sus piernas debajo de una falda blanca. Sólo blanca. Un toque muy asiático a su dominicanez que, pienso, hubiera escogido las flores de colores. Pero no hagamos esta digresión un tanto gay. Estamos a muchas horas de San Francisco que aquí en L.A. (pronuncie “el-ey”) es un territorio conquistado por los “liberales” del Este, es decir Nueva York, la única ciudad en Estados Unidos más poblada que ésta. “Liberal” no es lo mismo que liberal en español. Aquí son como el objeto de ataque por ser progresistas, gays, de origen judío, irónicos, refinados. Eso es lo que un angelino común piensa de San Francisco: una cabeza de playa de Manhattan. No, los angelinos se ven a sí mismos como la parte norteamericana práctica, emprendedora, que busca el confort, que tiene grandes ideas para prosperar, aunque no necesariamente sean legales o éticas. Siguen siendo un poco los gambusinos que se matan entre ellos en El tesoro de la Sierra Madre. Sólo que ahora los temas son las patentes de inventos tecnológicos, los guiones de cine y televisión, los derechos del uso de las caricaturas de Disneylandia, los adelantos millonarios para tener una casa en downtown L.A. —la especulación financiera ha lanzado fuera de la ciudad a casi el sesenta por ciento de sus habitantes, de ahí los embotellamientos de tráfico—, la guerra por hacerse de un nombre en el mundo de los tratamientos de belleza, aunque sea desprestigiando a tus competidores en los “tabloides” de amarillismo de la farándula. Todo eso ya lo hizo William Randolph Hearst: mentir, presionar, manipular para convencer al público. Ya lo han hecho otros justo desde California, pienso, mientras Deyánida agita sus párpados abultados y nos sirve pollo frito con puré de papa y gravy.

Escucho una letanía desgranada sobre la guerra que viene entre mi hermano y Deyánida:

Ya van llegando al Golfo Pérsico el USS Dwight Eisenhower y el Independence.

Van a una operación conocida como Desert Shield para proteger a Arabia Saudita.

Ah, no, parece que ya empezó. Pero ¿y la guerra en CNN?

Irak declaró a Kuwait como su provincia número 19. No un buen número. Si hubiera sido veinte. Puso a su primo como gobernador militar. Ali Hassan Al-Majid. Mi hermano dice que ha tenido problemas por el “Mejía”. Se adorna. Tengo tres semanas en Estados Unidos de ilegal y nadie se ha preocupado por mí.

Se han reunido 680 mil soldados del lado de la “coalición” contra Sadam Hussein. Ella dice que son casi un millón. Que dijeron que Irak desplazó 120 mil tropas en los pasados tres días con 850 tanques.

Que una mujer declaró ante el Congreso que: “los iraquíes sacaron en Kuwait a los niños de las incubadoras y los dejaron morir en el suelo”. Eso, para mí, es un insulto personal. Pero no digo nada. Mi hermano está faroleando para impresionar a Deyánida.

Que Bush dijo lo mismo el otro día en la tele. Que se tienen fotos satelitales de las fuerzas de Irak y que ya entraron a Arabia Saudita. Que Bush dijo: “ese fue el día que decidí una acción militar”.

Que la última resolución de la ONU condenando a Irak es la 665. Que si vamos a llegar a la 666, esto ya se trata del fin del mundo.

Que el general encargado de todo, Norman Schartzkopf estuvo en Vietnam y es un héroe.

Pero yo vine a Los Ángeles en tan terrible momento para dejarle a mi hermano unas cosas que salía muy caro poner en el correo —libros pesadísimos, un walkman con sus casets, y ropa— porque tenía una misión. Una misión que tiene que ver con esta guerra: localizar los papeles de William Walker.

***

Un norteamericano es un inventor: del avión, del automóvil popular, del microchip. O puede ser también el desarrollador de una idea de otros: el viaje del hombre a la luna, cruzar en avión el Atlántico, liberar Francia. Los gringos, por el contrario, son el Hyde del Doctor Jeckyll: son los que invaden y no están dispuestos a asimilar la cultura del invadido, sino que lo hacen serie de televisión; los intolerantes, los que están a favor de la posesión individual de un arsenal; los que apoyan la pena de muerte y se estrellan latas de cerveza en la cabeza durante un partido de futbol americano. No todos los norteamericanos son gringos. Todas las naciones tienen sus gringos, o algo parecido, pero en Estados Unidos, a veces, deciden guerras con la votación y la “duda razonable” de los norteamericanos, que es lo contrario a la eterna “sospecha” de un latinoamericano o de la “duda metódica” de un francés cartesiano. Cuando se lanzan a una guerra en el extranjero, los gringos la promueven y los norteamericanos son convencidos. No importa que tan falsos tengan que resultar los reportes de urgencia de una invasión, casi siempre, los norteamericanos han estado de acuerdo. Al tiempo de iniciada la guerra, a veces, les incomoda moralmente o les resulta demasiado onerosa. Ahí es cuando emergen, de nuevo, los votos y el acuerdo de los norteamericanos que han decidido valorar el costo/beneficio de la cuestión.

Los papeles de William Walker que he venido a buscar al campus de UCLA en Los Ángeles, contienen los pormenores del espíritu más claramente gringo de los Estados Unidos. No es que me interesen particularmente —aunque en este momento me sirven para escribir literatura—, pero, en realidad, los necesito para mi tesis en la Universidad. Mi hermano que está aquí en una estancia en el umbral de una guerra que California apoya, me ha dicho: pásame a ver y tráeme algunas cosas. Vengo cargando como una mula.

***

Tal es el estrés por la guerra que, en la cafetería de la UCLA, de una mesa a otra lanzan avioncitos de papel. En una mesa son Irak, en la otra, Estados Unidos. La guerra no es lo que ha sido habitualmente: ahora es un juego. No sé si los que desembarcaron en Normandía en el Día D o los que estuvieron en Vietnam, pensaron alguna vez que la guerra era un juego. Lo dudo porque no existía el videojuego. Ahora, apretar botones es simular un ataque a muertos que no ves. Esa lejanía. Esa normalidad de sólo ganar, sin mirar las consecuencias de la ganancia. Sólo obtener puntos y olvidar el proceso que te llevó a juntarlos. Y no estoy con los “liberales”, que dicen que el desarrollo de videojuegos es la motivación para el asesinato. Sólo digo que el happy ending del capitalismo, el Fin de la Historia de Samuel Huntington, es una resignación al esquema de la nueva tecnología. ¿Cómo se termina la Historia? Con un score final de quién tuvo más puntos. Los Estados Unidos pueden presumir de ganar por puntos, incluso en Vietnam. Pero no digo nada porque mi hermano sigue ligando con Deyánida. Y, créanme, vale la pena, aunque viva en East L.A., una zona que está ya en guerra de pandillas. ¿Las pandillas son los ejércitos de mañana? En el Tercer Mundo del Primer Mundo: en un micro piso de cuarenta metros, en el que sólo cabe una mesa y tres sillas de plástico blanco, con un refrigerador ruidoso en el que sólo hay cervezas, un queso, y algún preparado de maíz, la comida del astronauta. El pollo frito viene a domicilio. California es un territorio de imágenes: Disneylandia, Hollywood, Olvera Street, y los astronautas llegando a la Luna. California es lo que quisiéramos ser. El gran secreto es que nunca lo logramos. Ni Los Ángeles es “la ciudad del siglo XXI” —como dijo el alcalde cuando conoció a Bill Gates— ni esta guerra es norteamericana. Es gringa. Todo lo que se llamó el Primer Mundo contiene ahora un Tercer Mundo, and good luck with that. California es un espacio imaginario donde recibir pollo frito a domicilio significa encargarlo desde una nave espacial. La libertad en que siempre pensaron los Padres Fundadores incluye ahora viajes interplanetarios para recibir tu caja de Kentucky Fried Chicken. No importa dónde estén, los gringos van a seguir mordisqueando su pierna de pollo. Como Deyánida en este distrito de East L.A. donde suenan los balazos, apenas oscurece.

***

Todo mundo sabe que a las dos de la mañana del 17 de enero comenzó el ataque sobre Irak. Yo tenía que salir de Los Ángeles. Get out, como decían los del grupo “X” en su canción sobre una ciudad donde ya no cabe nada, ni tú mismo:


She had to leave
Los Angeleeeeeeeeeees
all her toys wore out in black
and her boys had too
she started to hate every nigger and jew
every mexican that gave her lotta shit
every homosexual and the idle rich
She gets confused
flying over the dateline
her hands turn red
cause the days change at night
change in an instant
the days change at night
change in an instant.

Las cosas habían cambiado en un instante a las dos y media de la mañana, a pesar del build-up de CNN acercándonos al conflicto inusitado de un país invadiendo a otro. A las nueve de la mañana, tenía que salir de ahí —She had to leave Los Angeleeeeeeeees— y se lo dije a mi hermano. Él sólo le subió al volumen de la televisión: todo lo que se podía ver eran luces de bengala cayendo sobre edificios.

—Es la guerra —me dijo—, empezó la guerra.

Y todo lo que pude ver eran fuegos artificiales, luces en la oscuridad: una fiesta.