Fabrizio Mejía Madrid Prólogo de Vicente Leñero Selección del autor VERSIÓN PDF
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Reportear la imaginación
En las escuelas de periodismo se ha clasificado a la crónica, desde siempre, como un género periodístico. No es que no lo sea, pero tal clasificación estrecha sus alcances. Es además, y resulta necesario subrayarlo, un género literario del cajón de la narrativa. En realidad, todo el periodismo escrito pertenece a la narrativa por más efímera que resulte —por citar un ejemplo radical— la cotidiana noticia. Su célebre pirámide invertida, que resuelve en los primeros párrafos el qué-cuándo-cómo-dónde y luego desciende para consignar dato tras dato en orden de importancia, representa una fórmula literaria que los demás géneros obedecen —cada uno la suya— aunque de manera menos estricta. El lenguaje directo, escueto, rápido, inadjetivado, característico de todo el periodismo escrito, florece literariamente en los cuentos de Hemingway o en las novelas policiacas de Chandler; mientras que el diálogo de las entrevistas lo hace en las conversaciones de la dramaturgia, y el torrente informativo de los reportajes en las novelas documentales. Digo esto por decir algo. Lo digo porque la crónica periodística —el más sublime de los géneros— no tiene como único destinatario las páginas de una revista, sino el destino que su lector potencial pueda encontrar y valorar en un libro de cuentos.
Vicente Leñero |
Nota bibliográfica
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Mi vida como espectro (1989)
Desde el principio todo es raro. El 14 de julio de 1989, día del Bicentenario de la Revolución Francesa, pasea, perdido por las calles de París, un espectro arrastrando una maleta sin ruedas de una correa que se ha roto. A casi cuarenta grados y el sol a plomo el espectro, tras catorce horas de vuelo, ha tumbado el saco en un parque y se ha quedado sin los cigarros que iban en la bolsa. Ha llamado ya tres veces a las oficinas de AD 89 sin entender que la calle no se llamaba “Osmán”, sino Boulevard Haussman. Acalorado, desvelado, jetlajeado, no ve el desfile de la Revolución Francesa. Ir hasta el lugar de los hechos, en el día en que la humanidad cambió a los reyes por las guillotinas, a Dios por un asambleísta, y no ver más que calles cerradas al tránsito, grupos de personas con banderas francesas y, los que tienen menos sentido del ridículo —no parisinos, desde luego—, con pelucas de Robespierre. El espectro camina durante horas, extraviado, casi sin voltear a ver a la gente que ya desde estas horas, el mediodía, destapa botellas de champaña barata. ¿A qué viene tanto esfuerzo? Quiere localizar las oficinas de AD 89, una asociación creada desde 1985 que quiere redactar una nueva Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Muy originales, le han cambiado algunas palabras: Declaración de Derechos y Deberes de los Seres Humanos para el Tercer Milenio. Ahí empezó lo raro. ¿Tercer Milenio de qué? Los humanos tenemos mucho más tiempo que ése en el planeta y si se refieren a Jesucristo, eso no es muy tolerante, porque excluyen a las dos terceras partes de la humanidad que no son católicas. El borrador de la nueva declaración comienza con una frase bíblica: “Quien tenga ojos, que mire. Quien tenga oídos, que escuche”. *** El contraste entre donde duerme uno y donde sesiona es contundente: los cuartos no tienen baño —hay que mear en el lavabo o salir al baño común de todo el piso— y las camas son de presidio. Ya lo ha dicho alguien más, hay que tener un cuarto con una vista. La mía es de la Selva Negra, del oscuro bosque de Alsacia, con su humedad y sus mosquitos. Estoy justo en el lugar en el que se dio una de las discusiones filosóficas más importantes, que señalaría la entrada al siglo XX. En 1870, Alemania se anexa Alsacia y Lorena. El argumento es que son alemanes por idioma, raza, costumbres. No son franceses. Francia, por su parte, hundida en las incertidumbres de lo que han provocado desde la Revolución de 1789, culpa de todo al “suicidio” de la nación. Pero argumentan desde un nivel distinto: una nación no es una raza o un idioma, sino un contrato. No se puede hacer de Alsacia una parte de Alemania “sin el consentimiento de sus ciudadanos”. La nación no es la sangre sino un plebiscito cotidiano; las conciencias de los hombres no pueden reducirse a un “espíritu” nacional. La teoría de hace 200 años es que uno acuerda pertenecer a tal o cual cultura pero es, en principio, una parte de la raza humana. Ésa es la idea que anima —creo— una reunión de jóvenes para pensar una nueva carta de derechos humanos. No creo que salga nada muy novedoso, pero reafirmar ese ánimo es importante. Desde la ventana miro el bosque negro, mosquitos volando en la humedad, con sus avenidas en alemán. Y estoy en Francia. Alsacia y Lorena, a pesar de hablar alemán, escogieron ser franceses. Respiro profundo, me viene la tos, y salgo a encontrarme con el Palacio de Europa. *** AD 89 es una asociación formada hace apenas cuatro años por tres estudiantes de la Sorbona. O, al menos, eso es lo que decían en una carta de invitación que le mandaron a 500 jóvenes por todo el planeta. La verdad, sólo llegamos como 180. La verdad es que no me llegó a mí, sino a un amigo de un partido de derecha mexicano y yo pedí limosna a un periódico para que me pagaran el boleto de avión. Quería conocer Europa. Y la verdad también es que no son sólo unos estudiantes. Sus apellidos resuenan en lo más rancio de la derecha francesa, la de Georges Pompidou y Jacques Chirac. Uno de ellos es François Baroin, hijo de Michel Baroin, quien, desde una de las aseguradoras más grandes de Europa compró en 1985 la tienda FNAC y la convirtió en una cadena. Como el padre de François murió en febrero de 1987 saliendo en una avioneta de Camerún, el hijo fue prácticamente adoptado por Jacques Chirac, el actual alcalde de París. Antes de morir, el padre de François era el presidente del comité de conmemoraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Así que el chico de veinticuatro años ha tenido la oportunidad de organizar su encuentro en el Palacio de Europa con el apoyo incondicional del alcalde de la capital del país. Jean Michel Blanquer es, también, un yuppie derechista apoyador de Chirac, que se pone rojo cuando le aviento una credencial. Y Richard Senghor es el hijo de Leopold Sédar Senghor, amigo de Pompidou y presidente de la república de Senegal, recién independizado, en 1960. *** El de AD 89 es un mundo nuevo, no necesariamente mejor. El socialismo ya no existe, por ejemplo. Los rusos —soviéticos— han colgado un letrero donde avisan que harán una huelga de hambre para protestar porque no les han dejado entrar a la discusión —que no se da— del borrador, que esperan aprobar, sin cambios, tres yuppies europeos. Ahora me queda claro: a los demás nos necesitan como avales mudos. Los únicos que han protestado son los soviéticos. La huelga de hambre es en un hotel del centro de Estrasburgo, carísimo. Para mí, inaccesible, que soy casi un indocumentado. Sigo las instrucciones hasta el Hotel Esplanade y, tras tocar a la puerta, me abre una polaca guapísima, salvo por los dientes chuecos. Los soviéticos están en huelga de hambre pero no de sed: toman vodka. Tienen como cincuenta años, son panzones, y están borrachos. Los partidos comunistas por todo el mundo tienen el mismo problema: los líderes de sus juventudes están a punto de palmarla. Y sus protestas no involucran la prohibición del alcohol. Así que, cuando llego, hay dos calvos llamados Dimitri que me reciben ahogados, sin poder hablar, ciudadanos de lo que Gay-Lussac —un habitante de la Tradición Cartesiana— mediría como peligroso: *** Con casi un año de diferencia, los dos renovadores del marxismo francés se vieron, hace no mucho, en las páginas de los diarios. No era en la sección universitaria, sino en la nota roja. El 3 de octubre de 1979, Nicos Poulantzas revisó por tercera vez una estadística socio-económica: en Europa los obreros habían disminuido ante el crecimiento de las clases medias. Dobló la hoja sobre el escritorio, abrió la ventana y, abrazado de un librero con sus textos sobre el Estado capitalista, y los de Karl Marx, se tiró desde un piso 22 de la Torre de Montparnasse. En noviembre de 1980, su maestro, Louis Althusser tuvo un quiebre psicótico en el que terminó asesinando a su esposa. Desde entonces, el crítico del Partido Comunista Francés, que durante un tiempo vigiló sus actividades sexuales con “mujeres trotskistas”, está en un manicomio. Uno de sus alumnos, Saloth Sar, llamado después Pol Pot o El Camarada Uno, funda El Estudio de París, germen de lo que después serán los Khmeres Rojos, un régimen que hizo desaparecer por tortura, hambruna —su idea fue abolir la moneda, las ciudades, y las universidades—, y ejecuciones a una cuarta parte de los habitantes de Camboya. Pol Pot se casó el mismo día (con Khieu Ponnary) que salió de Francia para hacer la revolución en Camboya, en 1956. El día que escogió para los dos eventos fue un 14 de julio. *** Junto a mí duerme una pareja de uruguayos. Ella es compacta, del tipo gritón. Y él, en los huesos, se aplica todas las noches a cumplirle sus expectativas orgásmicas. La cabecera de su cama golpea mi pared por lo menos en dos secuencias durante todas las noches. Están tan cerca de mí que yo también enciendo un cigarrillo cuando han terminado. Compartimos, como todo el piso, un baño. Ayer me duchaba en los tres segundos en los que se acaba el agua y hay que oprimir un botón para que vuelva a salir, y empecé a escuchar en la cabina de junto el golpeteo de una cabeza contra el metal. *** La última plenaria es presidida por Blanquer. Es una simulación más: entre papeles de propuestas que se han ido acumulando, plantea un “resumen”: es el mismo maldito borrador que se ha querido aprobar desde hace ocho días que tenemos aquí encerrados, desde el 16 de julio. Hoy es 23 y es la despedida. La sesión resulta caótica porque nadie está dispuesto a viajar tantos kilómetros sólo para levantar la mano y asegurarle a Blanquer, a Baroin o a Senghor un lugar en las celebraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Porque todo esto —lo he ido entendiendo con el tiempo— es para una maniobra provinciana, mezquina: el 26 de agosto los tres leerán la Declaración al Presidente Mitterrand, saldrán en la televisión, y tendrán su minuto de atención en Antena 2. Ellos que han dicho que “carecen de cualquier legitimidad, salvo ser ciudadanos del mundo”. ¿Cuáles? Son parte de una élite europea que desprecia al resto del mundo. Hace unos días, Blanquer se acercó a platicarme que quiere hacer su servicio social en Colombia. No quise su tregua. Yo sólo le presenté una evidencia:
—Te va a ser difícil. Allá también hablan español. En medio del caos, los papeles acumulados en la mesa que preside, la falta evidente de experiencia de Blanquer, Baroin y Senghor en dirigir una asamblea de más de cien personas que están hartas de mal comer, mal dormir, no coger —no los uruguayos, claro—, y no ser escuchados como iguales, surge un momento de verdadero debate: las mujeres de la asamblea han logrado una propuesta: el derecho a elegir la contracepción y el aborto. Hay aplausos y la mayoría quiere que se vote de inmediato. Se levantan las manos. Es, por mucho, una mayoría calificada. Pero Blanquer, rojo en el micrófono, dirá: —No alcanzó las dos terceras partes de esta asamblea —rechifla—. 65 por ciento estuvo a favor, 23 en contra y el 12 se abstuvo. Es el caos. Las mujeres piden un recuento. El Palacio de Europa se va hundiendo en las risotadas, los gritos, los silbidos. Los líderes consultan entre sí. Tapan con las manos sus micrófonos. En un acto de locura yo me quito un zapato y golpeo la mesa. Supongo que les molesta que recuerde al loco de Nikita Krushov. A lo mejor ni siquiera conocen la referencia. Pero el carnaval se apropia de la última sesión. Hay por ahí un grupo de árabes que quieren que el Louvre regrese las tumbas egipcias. Los africanos apoyan. Nadie les pone realmente atención. “Quien tenga oídos…”. Alguien de Los Seres Humanos Asociados, una ONG que convoca a esta reunión junto con AD 89, toma el micrófono y propone: —¿Y esta declaración de derechos y deberes humanos se le aplicará a los extraterrestres? Decidimos levantar las manos para que quedara semejante disparate incluido en la Declaración. Imagínense la cara de Mitterrand cuando le lean eso. Pero los yuppies no son estúpidos y se niegan a tomar esto en serio. La nave se hunde entre gente que se va a jugar al futbol en los jardines de Estrasburgo, otros que le dan la espalda a la mesa principal, que ya platican en la cafetería del Palacio. Yo quiero tomarme una cerveza observando la catedral. La iglesia está llena de monstruos, diablos, monos que gritan porque era la última frontera entre católicos y protestantes. Tardaron cuatro siglos en construirla. Es como una señal para asustar, para convencer por miedo de no convertirse a otra fe. Y me pongo el zapato para irme de ahí y no volverlos a ver más. Mientras subo las escaleras del pasillo, un barbudo de Irán quiere hacer una declaración. Lo que dice termina con todo: —El siguiente siglo será islámico o no será. Me quedo pensando en su frase que sonó a una amenaza, mientras miro un juego de futbol en los jardines. Hace calor y me siento un segundo en el pasto. Junto a mí alguien dice: —En mi país si hubiera una declaración de derechos humanos sería así: Artículo Primero: PUMMM, PUUUMM, PUMMM. Artículo Segundo: VCUUUUMM, VCUUUM, VACUUUUM. Artículo Tercero: PFUUUU, PFUUUUU, PFIUUUUU. —¿De dónde eres? —Milton, de El Salvador —me extiende la mano. Nos fuimos platicando hasta la catedral románica y gótica sobre la situación de la guerra en Centroamérica. Yo le conté que había venido hasta aquí con tan poco dinero que iba a tener que pasar una semana en París, durmiendo en las estaciones del Metro —ese era mi genial plan— y él me ofreció: —Tengo una casa en las afueras de París. Puedes quedarte en mi sofá. *** Con los días he ido aprendiendo quién es Milton. Es un salvadoreño exiliado en París por la guerra centroamericana. No tiene trabajo, aunque, a veces sale por las mañanas y regresa dos horas más tarde. Es muy delgado y tiene el cabello a los hombros. Se ríe de todo. Tiene un amigo en París, otro salvadoreño que dice llamarse Orlandito de la Virgen. Lo inventó. Los dos dicen mantener relaciones con el Frente Farabundo Martí, la guerrilla salvadoreña, pero no les creo. La mayor parte de las veces, Milton me lleva a comer a un supermercado a unas cuadras de su casa. Abrimos paquetes de galletas, comemos rebanadas de pan con la rapidez de quien tiene hambre y no quiere un mal encuentro con la policía francesa. Él me dice: |
Los días de la langosta (1992)
Las cosas que sé sobre Los Ángeles se me agolpan: En The Day of the Locust, de Nathaniel West, un pintor la imagina incendiándose en una especie de carnaval de rencor racial; y, en efecto, California se incendia cada año por el calor y los vientos; en la nueva novela de James Ellroy, La Confidencial, se la retrata corrupta, violenta, indolente; y, en efecto, cuando los obreros se quisieron organizar contra el desvío de agua de las tierras laborables hacia Los Ángeles, el General Harrison Gray Otis —quien tenía “otro” sindicato, el de los propietarios beneficiados— se paseaba en una camioneta en cuyo techo había un cañón; Norman Mailer, en El parque los ciervos, la reduce a Hollywood —“Desert D´Or”— y las arquitecturas de escenografía; y, en efecto, la arquitectura californiana se basa en una invención del look español —hay hasta una réplica de La Alhambra— que se crea justo en el año en que se limpia de mexicanos Olvera Street; recuerdo una conversación en un tren rumbo a Granada: *** Una de las razones que más se escuchan y leen en los boletines del campus es que los Estados Unidos deben de intervenir ahí donde se “atente contra la libertad”. Soy latinoamericano y no sabría por cuál historia empezar para negar todo. Pero lo que sí me viene a la mente es la historia detrás del Citizen —no for a free Kuwait— sino Kane: William Randolph Hearst, desde sus headquarters en Los Ángeles, recibe la llamada del reportero gráfico que ha ido a “cubrir” las noticias del “frente de guerra” entre Estados Unidos y España en Cuba: *** Llegamos a comer a casa de su amiga Deyánida (no Deyanira, por si se pudiera hacer más extraño el nombre), que es una estudiante de origen chino y dominicano. En cuanto la veo, sé por qué mi hermano está tan interesado en arrastrarme, en el único día que nos veremos, a casa de una completa desconocida. Tiene los ojos rasgados, es morena, y está buenísima. Lo que más me impresionan son sus piernas debajo de una falda blanca. Sólo blanca. Un toque muy asiático a su dominicanez que, pienso, hubiera escogido las flores de colores. Pero no hagamos esta digresión un tanto gay. Estamos a muchas horas de San Francisco que aquí en L.A. (pronuncie “el-ey”) es un territorio conquistado por los “liberales” del Este, es decir Nueva York, la única ciudad en Estados Unidos más poblada que ésta. “Liberal” no es lo mismo que liberal en español. Aquí son como el objeto de ataque por ser progresistas, gays, de origen judío, irónicos, refinados. Eso es lo que un angelino común piensa de San Francisco: una cabeza de playa de Manhattan. No, los angelinos se ven a sí mismos como la parte norteamericana práctica, emprendedora, que busca el confort, que tiene grandes ideas para prosperar, aunque no necesariamente sean legales o éticas. Siguen siendo un poco los gambusinos que se matan entre ellos en El tesoro de la Sierra Madre. Sólo que ahora los temas son las patentes de inventos tecnológicos, los guiones de cine y televisión, los derechos del uso de las caricaturas de Disneylandia, los adelantos millonarios para tener una casa en downtown L.A. —la especulación financiera ha lanzado fuera de la ciudad a casi el sesenta por ciento de sus habitantes, de ahí los embotellamientos de tráfico—, la guerra por hacerse de un nombre en el mundo de los tratamientos de belleza, aunque sea desprestigiando a tus competidores en los “tabloides” de amarillismo de la farándula. Todo eso ya lo hizo William Randolph Hearst: mentir, presionar, manipular para convencer al público. Ya lo han hecho otros justo desde California, pienso, mientras Deyánida agita sus párpados abultados y nos sirve pollo frito con puré de papa y gravy. *** Un norteamericano es un inventor: del avión, del automóvil popular, del microchip. O puede ser también el desarrollador de una idea de otros: el viaje del hombre a la luna, cruzar en avión el Atlántico, liberar Francia. Los gringos, por el contrario, son el Hyde del Doctor Jeckyll: son los que invaden y no están dispuestos a asimilar la cultura del invadido, sino que lo hacen serie de televisión; los intolerantes, los que están a favor de la posesión individual de un arsenal; los que apoyan la pena de muerte y se estrellan latas de cerveza en la cabeza durante un partido de futbol americano. No todos los norteamericanos son gringos. Todas las naciones tienen sus gringos, o algo parecido, pero en Estados Unidos, a veces, deciden guerras con la votación y la “duda razonable” de los norteamericanos, que es lo contrario a la eterna “sospecha” de un latinoamericano o de la “duda metódica” de un francés cartesiano. Cuando se lanzan a una guerra en el extranjero, los gringos la promueven y los norteamericanos son convencidos. No importa que tan falsos tengan que resultar los reportes de urgencia de una invasión, casi siempre, los norteamericanos han estado de acuerdo. Al tiempo de iniciada la guerra, a veces, les incomoda moralmente o les resulta demasiado onerosa. Ahí es cuando emergen, de nuevo, los votos y el acuerdo de los norteamericanos que han decidido valorar el costo/beneficio de la cuestión. *** Tal es el estrés por la guerra que, en la cafetería de la UCLA, de una mesa a otra lanzan avioncitos de papel. En una mesa son Irak, en la otra, Estados Unidos. La guerra no es lo que ha sido habitualmente: ahora es un juego. No sé si los que desembarcaron en Normandía en el Día D o los que estuvieron en Vietnam, pensaron alguna vez que la guerra era un juego. Lo dudo porque no existía el videojuego. Ahora, apretar botones es simular un ataque a muertos que no ves. Esa lejanía. Esa normalidad de sólo ganar, sin mirar las consecuencias de la ganancia. Sólo obtener puntos y olvidar el proceso que te llevó a juntarlos. Y no estoy con los “liberales”, que dicen que el desarrollo de videojuegos es la motivación para el asesinato. Sólo digo que el happy ending del capitalismo, el Fin de la Historia de Samuel Huntington, es una resignación al esquema de la nueva tecnología. ¿Cómo se termina la Historia? Con un score final de quién tuvo más puntos. Los Estados Unidos pueden presumir de ganar por puntos, incluso en Vietnam. Pero no digo nada porque mi hermano sigue ligando con Deyánida. Y, créanme, vale la pena, aunque viva en East L.A., una zona que está ya en guerra de pandillas. ¿Las pandillas son los ejércitos de mañana? En el Tercer Mundo del Primer Mundo: en un micro piso de cuarenta metros, en el que sólo cabe una mesa y tres sillas de plástico blanco, con un refrigerador ruidoso en el que sólo hay cervezas, un queso, y algún preparado de maíz, la comida del astronauta. El pollo frito viene a domicilio. California es un territorio de imágenes: Disneylandia, Hollywood, Olvera Street, y los astronautas llegando a la Luna. California es lo que quisiéramos ser. El gran secreto es que nunca lo logramos. Ni Los Ángeles es “la ciudad del siglo XXI” —como dijo el alcalde cuando conoció a Bill Gates— ni esta guerra es norteamericana. Es gringa. Todo lo que se llamó el Primer Mundo contiene ahora un Tercer Mundo, and good luck with that. California es un espacio imaginario donde recibir pollo frito a domicilio significa encargarlo desde una nave espacial. La libertad en que siempre pensaron los Padres Fundadores incluye ahora viajes interplanetarios para recibir tu caja de Kentucky Fried Chicken. No importa dónde estén, los gringos van a seguir mordisqueando su pierna de pollo. Como Deyánida en este distrito de East L.A. donde suenan los balazos, apenas oscurece. *** Todo mundo sabe que a las dos de la mañana del 17 de enero comenzó el ataque sobre Irak. Yo tenía que salir de Los Ángeles. Get out, como decían los del grupo “X” en su canción sobre una ciudad donde ya no cabe nada, ni tú mismo:
Las cosas habían cambiado en un instante a las dos y media de la mañana, a pesar del build-up de CNN acercándonos al conflicto inusitado de un país invadiendo a otro. A las nueve de la mañana, tenía que salir de ahí —She had to leave Los Angeleeeeeeeees— y se lo dije a mi hermano. Él sólo le subió al volumen de la televisión: todo lo que se podía ver eran luces de bengala cayendo sobre edificios. |