Mi vida como espectro (1989)
Desde el principio todo es raro. El 14 de julio de 1989, día del Bicentenario de la Revolución Francesa, pasea, perdido por las calles de París, un espectro arrastrando una maleta sin ruedas de una correa que se ha roto. A casi cuarenta grados y el sol a plomo el espectro, tras catorce horas de vuelo, ha tumbado el saco en un parque y se ha quedado sin los cigarros que iban en la bolsa. Ha llamado ya tres veces a las oficinas de AD 89 sin entender que la calle no se llamaba “Osmán”, sino Boulevard Haussman. Acalorado, desvelado, jetlajeado, no ve el desfile de la Revolución Francesa. Ir hasta el lugar de los hechos, en el día en que la humanidad cambió a los reyes por las guillotinas, a Dios por un asambleísta, y no ver más que calles cerradas al tránsito, grupos de personas con banderas francesas y, los que tienen menos sentido del ridículo —no parisinos, desde luego—, con pelucas de Robespierre. El espectro camina durante horas, extraviado, casi sin voltear a ver a la gente que ya desde estas horas, el mediodía, destapa botellas de champaña barata. ¿A qué viene tanto esfuerzo? Quiere localizar las oficinas de AD 89, una asociación creada desde 1985 que quiere redactar una nueva Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Muy originales, le han cambiado algunas palabras: Declaración de Derechos y Deberes de los Seres Humanos para el Tercer Milenio. Ahí empezó lo raro. ¿Tercer Milenio de qué? Los humanos tenemos mucho más tiempo que ése en el planeta y si se refieren a Jesucristo, eso no es muy tolerante, porque excluyen a las dos terceras partes de la humanidad que no son católicas. El borrador de la nueva declaración comienza con una frase bíblica: “Quien tenga ojos, que mire. Quien tenga oídos, que escuche”. *** El contraste entre donde duerme uno y donde sesiona es contundente: los cuartos no tienen baño —hay que mear en el lavabo o salir al baño común de todo el piso— y las camas son de presidio. Ya lo ha dicho alguien más, hay que tener un cuarto con una vista. La mía es de la Selva Negra, del oscuro bosque de Alsacia, con su humedad y sus mosquitos. Estoy justo en el lugar en el que se dio una de las discusiones filosóficas más importantes, que señalaría la entrada al siglo XX. En 1870, Alemania se anexa Alsacia y Lorena. El argumento es que son alemanes por idioma, raza, costumbres. No son franceses. Francia, por su parte, hundida en las incertidumbres de lo que han provocado desde la Revolución de 1789, culpa de todo al “suicidio” de la nación. Pero argumentan desde un nivel distinto: una nación no es una raza o un idioma, sino un contrato. No se puede hacer de Alsacia una parte de Alemania “sin el consentimiento de sus ciudadanos”. La nación no es la sangre sino un plebiscito cotidiano; las conciencias de los hombres no pueden reducirse a un “espíritu” nacional. La teoría de hace 200 años es que uno acuerda pertenecer a tal o cual cultura pero es, en principio, una parte de la raza humana. Ésa es la idea que anima —creo— una reunión de jóvenes para pensar una nueva carta de derechos humanos. No creo que salga nada muy novedoso, pero reafirmar ese ánimo es importante. Desde la ventana miro el bosque negro, mosquitos volando en la humedad, con sus avenidas en alemán. Y estoy en Francia. Alsacia y Lorena, a pesar de hablar alemán, escogieron ser franceses. Respiro profundo, me viene la tos, y salgo a encontrarme con el Palacio de Europa. *** AD 89 es una asociación formada hace apenas cuatro años por tres estudiantes de la Sorbona. O, al menos, eso es lo que decían en una carta de invitación que le mandaron a 500 jóvenes por todo el planeta. La verdad, sólo llegamos como 180. La verdad es que no me llegó a mí, sino a un amigo de un partido de derecha mexicano y yo pedí limosna a un periódico para que me pagaran el boleto de avión. Quería conocer Europa. Y la verdad también es que no son sólo unos estudiantes. Sus apellidos resuenan en lo más rancio de la derecha francesa, la de Georges Pompidou y Jacques Chirac. Uno de ellos es François Baroin, hijo de Michel Baroin, quien, desde una de las aseguradoras más grandes de Europa compró en 1985 la tienda FNAC y la convirtió en una cadena. Como el padre de François murió en febrero de 1987 saliendo en una avioneta de Camerún, el hijo fue prácticamente adoptado por Jacques Chirac, el actual alcalde de París. Antes de morir, el padre de François era el presidente del comité de conmemoraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Así que el chico de veinticuatro años ha tenido la oportunidad de organizar su encuentro en el Palacio de Europa con el apoyo incondicional del alcalde de la capital del país. Jean Michel Blanquer es, también, un yuppie derechista apoyador de Chirac, que se pone rojo cuando le aviento una credencial. Y Richard Senghor es el hijo de Leopold Sédar Senghor, amigo de Pompidou y presidente de la república de Senegal, recién independizado, en 1960. *** El de AD 89 es un mundo nuevo, no necesariamente mejor. El socialismo ya no existe, por ejemplo. Los rusos —soviéticos— han colgado un letrero donde avisan que harán una huelga de hambre para protestar porque no les han dejado entrar a la discusión —que no se da— del borrador, que esperan aprobar, sin cambios, tres yuppies europeos. Ahora me queda claro: a los demás nos necesitan como avales mudos. Los únicos que han protestado son los soviéticos. La huelga de hambre es en un hotel del centro de Estrasburgo, carísimo. Para mí, inaccesible, que soy casi un indocumentado. Sigo las instrucciones hasta el Hotel Esplanade y, tras tocar a la puerta, me abre una polaca guapísima, salvo por los dientes chuecos. Los soviéticos están en huelga de hambre pero no de sed: toman vodka. Tienen como cincuenta años, son panzones, y están borrachos. Los partidos comunistas por todo el mundo tienen el mismo problema: los líderes de sus juventudes están a punto de palmarla. Y sus protestas no involucran la prohibición del alcohol. Así que, cuando llego, hay dos calvos llamados Dimitri que me reciben ahogados, sin poder hablar, ciudadanos de lo que Gay-Lussac —un habitante de la Tradición Cartesiana— mediría como peligroso: *** Con casi un año de diferencia, los dos renovadores del marxismo francés se vieron, hace no mucho, en las páginas de los diarios. No era en la sección universitaria, sino en la nota roja. El 3 de octubre de 1979, Nicos Poulantzas revisó por tercera vez una estadística socio-económica: en Europa los obreros habían disminuido ante el crecimiento de las clases medias. Dobló la hoja sobre el escritorio, abrió la ventana y, abrazado de un librero con sus textos sobre el Estado capitalista, y los de Karl Marx, se tiró desde un piso 22 de la Torre de Montparnasse. En noviembre de 1980, su maestro, Louis Althusser tuvo un quiebre psicótico en el que terminó asesinando a su esposa. Desde entonces, el crítico del Partido Comunista Francés, que durante un tiempo vigiló sus actividades sexuales con “mujeres trotskistas”, está en un manicomio. Uno de sus alumnos, Saloth Sar, llamado después Pol Pot o El Camarada Uno, funda El Estudio de París, germen de lo que después serán los Khmeres Rojos, un régimen que hizo desaparecer por tortura, hambruna —su idea fue abolir la moneda, las ciudades, y las universidades—, y ejecuciones a una cuarta parte de los habitantes de Camboya. Pol Pot se casó el mismo día (con Khieu Ponnary) que salió de Francia para hacer la revolución en Camboya, en 1956. El día que escogió para los dos eventos fue un 14 de julio. *** Junto a mí duerme una pareja de uruguayos. Ella es compacta, del tipo gritón. Y él, en los huesos, se aplica todas las noches a cumplirle sus expectativas orgásmicas. La cabecera de su cama golpea mi pared por lo menos en dos secuencias durante todas las noches. Están tan cerca de mí que yo también enciendo un cigarrillo cuando han terminado. Compartimos, como todo el piso, un baño. Ayer me duchaba en los tres segundos en los que se acaba el agua y hay que oprimir un botón para que vuelva a salir, y empecé a escuchar en la cabina de junto el golpeteo de una cabeza contra el metal. *** La última plenaria es presidida por Blanquer. Es una simulación más: entre papeles de propuestas que se han ido acumulando, plantea un “resumen”: es el mismo maldito borrador que se ha querido aprobar desde hace ocho días que tenemos aquí encerrados, desde el 16 de julio. Hoy es 23 y es la despedida. La sesión resulta caótica porque nadie está dispuesto a viajar tantos kilómetros sólo para levantar la mano y asegurarle a Blanquer, a Baroin o a Senghor un lugar en las celebraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Porque todo esto —lo he ido entendiendo con el tiempo— es para una maniobra provinciana, mezquina: el 26 de agosto los tres leerán la Declaración al Presidente Mitterrand, saldrán en la televisión, y tendrán su minuto de atención en Antena 2. Ellos que han dicho que “carecen de cualquier legitimidad, salvo ser ciudadanos del mundo”. ¿Cuáles? Son parte de una élite europea que desprecia al resto del mundo. Hace unos días, Blanquer se acercó a platicarme que quiere hacer su servicio social en Colombia. No quise su tregua. Yo sólo le presenté una evidencia:
—Te va a ser difícil. Allá también hablan español. En medio del caos, los papeles acumulados en la mesa que preside, la falta evidente de experiencia de Blanquer, Baroin y Senghor en dirigir una asamblea de más de cien personas que están hartas de mal comer, mal dormir, no coger —no los uruguayos, claro—, y no ser escuchados como iguales, surge un momento de verdadero debate: las mujeres de la asamblea han logrado una propuesta: el derecho a elegir la contracepción y el aborto. Hay aplausos y la mayoría quiere que se vote de inmediato. Se levantan las manos. Es, por mucho, una mayoría calificada. Pero Blanquer, rojo en el micrófono, dirá: —No alcanzó las dos terceras partes de esta asamblea —rechifla—. 65 por ciento estuvo a favor, 23 en contra y el 12 se abstuvo. Es el caos. Las mujeres piden un recuento. El Palacio de Europa se va hundiendo en las risotadas, los gritos, los silbidos. Los líderes consultan entre sí. Tapan con las manos sus micrófonos. En un acto de locura yo me quito un zapato y golpeo la mesa. Supongo que les molesta que recuerde al loco de Nikita Krushov. A lo mejor ni siquiera conocen la referencia. Pero el carnaval se apropia de la última sesión. Hay por ahí un grupo de árabes que quieren que el Louvre regrese las tumbas egipcias. Los africanos apoyan. Nadie les pone realmente atención. “Quien tenga oídos…”. Alguien de Los Seres Humanos Asociados, una ONG que convoca a esta reunión junto con AD 89, toma el micrófono y propone: —¿Y esta declaración de derechos y deberes humanos se le aplicará a los extraterrestres? Decidimos levantar las manos para que quedara semejante disparate incluido en la Declaración. Imagínense la cara de Mitterrand cuando le lean eso. Pero los yuppies no son estúpidos y se niegan a tomar esto en serio. La nave se hunde entre gente que se va a jugar al futbol en los jardines de Estrasburgo, otros que le dan la espalda a la mesa principal, que ya platican en la cafetería del Palacio. Yo quiero tomarme una cerveza observando la catedral. La iglesia está llena de monstruos, diablos, monos que gritan porque era la última frontera entre católicos y protestantes. Tardaron cuatro siglos en construirla. Es como una señal para asustar, para convencer por miedo de no convertirse a otra fe. Y me pongo el zapato para irme de ahí y no volverlos a ver más. Mientras subo las escaleras del pasillo, un barbudo de Irán quiere hacer una declaración. Lo que dice termina con todo: —El siguiente siglo será islámico o no será. Me quedo pensando en su frase que sonó a una amenaza, mientras miro un juego de futbol en los jardines. Hace calor y me siento un segundo en el pasto. Junto a mí alguien dice: —En mi país si hubiera una declaración de derechos humanos sería así: Artículo Primero: PUMMM, PUUUMM, PUMMM. Artículo Segundo: VCUUUUMM, VCUUUM, VACUUUUM. Artículo Tercero: PFUUUU, PFUUUUU, PFIUUUUU. —¿De dónde eres? —Milton, de El Salvador —me extiende la mano. Nos fuimos platicando hasta la catedral románica y gótica sobre la situación de la guerra en Centroamérica. Yo le conté que había venido hasta aquí con tan poco dinero que iba a tener que pasar una semana en París, durmiendo en las estaciones del Metro —ese era mi genial plan— y él me ofreció: —Tengo una casa en las afueras de París. Puedes quedarte en mi sofá. *** Con los días he ido aprendiendo quién es Milton. Es un salvadoreño exiliado en París por la guerra centroamericana. No tiene trabajo, aunque, a veces sale por las mañanas y regresa dos horas más tarde. Es muy delgado y tiene el cabello a los hombros. Se ríe de todo. Tiene un amigo en París, otro salvadoreño que dice llamarse Orlandito de la Virgen. Lo inventó. Los dos dicen mantener relaciones con el Frente Farabundo Martí, la guerrilla salvadoreña, pero no les creo. La mayor parte de las veces, Milton me lleva a comer a un supermercado a unas cuadras de su casa. Abrimos paquetes de galletas, comemos rebanadas de pan con la rapidez de quien tiene hambre y no quiere un mal encuentro con la policía francesa. Él me dice: |