Reportear la imaginación
En las escuelas de periodismo se ha clasificado a la crónica, desde siempre, como un género periodístico. No es que no lo sea, pero tal clasificación estrecha sus alcances. Es además, y resulta necesario subrayarlo, un género literario del cajón de la narrativa. En realidad, todo el periodismo escrito pertenece a la narrativa por más efímera que resulte —por citar un ejemplo radical— la cotidiana noticia. Su célebre pirámide invertida, que resuelve en los primeros párrafos el qué-cuándo-cómo-dónde y luego desciende para consignar dato tras dato en orden de importancia, representa una fórmula literaria que los demás géneros obedecen —cada uno la suya— aunque de manera menos estricta. El lenguaje directo, escueto, rápido, inadjetivado, característico de todo el periodismo escrito, florece literariamente en los cuentos de Hemingway o en las novelas policiacas de Chandler; mientras que el diálogo de las entrevistas lo hace en las conversaciones de la dramaturgia, y el torrente informativo de los reportajes en las novelas documentales. Digo esto por decir algo. Lo digo porque la crónica periodística —el más sublime de los géneros— no tiene como único destinatario las páginas de una revista, sino el destino que su lector potencial pueda encontrar y valorar en un libro de cuentos. En su sentido más laxo, la crónica enfocada a la realidad no excluye el libre vuelo de la ficción. Hace empatar más bien esa ficción con “lo verdadero” cuando el escritor se propone no hacer solamente periodismo —entendido en términos informativos—, sino también lo que llamamos pomposamente literatura. Hacer literatura en la crónica. Es decir: aprovechar los recursos narrativos, exaltar las historias, abrillantar las frases, tejerlas, esculpirlas, echarle estilo, como se dice. Eso lo consigue por voluntad propia el escritor cuando se vuelve audaz, cuando tiene ambición. Fabrizio Mejía Madrid sabe bien de lo que hablo, mejor que yo. Él creció reportero y narrador. Y gracias a su formación cultural, a sus lecturas, a sus muchas ganas, saltó del periodismo a la literatura, o de la literatura al periodismo —eso no lo sé de cierto—, y porque leía a Julio Scherer o a Kapuściński, quizás a Monsiváis, a Garibay, a Juan Villoro, supo deshacer las fronteras esquemáticas del oficio con la convicción de que no hay mejor materia prima que la realidad para “imaginar” historias dignas de ser contadas. Historias reporteadas, por supuesto. No se propone elaborar ensayos y artículos sesudos —quizá sí, pero no será valorado por eso—, ni convertirse en analista o líder de opinión —que ésos no son estrictamente periodistas— sino ser sencilla y valerosamente reportero. Reportero: el periodista por antonomasia. El que indaga implacablemente la realidad, el que incluso reportea —ya lo dije— la imaginación. Esta plaquet, editada en esta bendita colección Material de Lectura de la UNAM, es una cálida demostración del oficio de Mejía Madrid. Reúne dos crónicas, una de 1989 (Mi vida como espectro) y otra de 1992 (Los días de la langosta) que por sus fechas resultarían hoy, peyorativamente, atemporales. La primera narra un desafortunado encuentro de analistas y observadores para una nueva declaración de los Derechos del Hombre en París, y la otra un viaje al territorio de Los Ángeles, “el pueblo de Nuestra Señora de las Ángeles de Porciuncula”. Si la segunda linda más con el relato clásico, la primera merecía o mereció quizá las páginas de un semanario de actualidad. Sea como sea, ambas adquieren, por la magia de Fabrizio, la virtud de lo permanente. Son perdurables por sinceras, deliciosas por extrañas. Ambas crónicas están escritas, muy bien escritas, en primera persona. No la primera persona pedante de las autobiografías “reveladoras”, sino ese yo que recuerda a Ibargüengoitia por su habilidad para quitarse importancia a sí mismo y mirarse desde la azotea, desde el afuera de la vanidad —como no pudo hacerlo Germán Dehesa—. Así debe ser trabajada siempre la primera persona: con franco desdén a la egolatría para hacer privar la experiencia en sí que sólo de esa manera se vuelve experiencia de todos. La ironía de Fabrizio Mejía Madrid es el gran acierto de estos trabajos: su buen ojo para observar detalles significativos o evanescentes, su gusto por hilvanar pequeños acontecimientos cuyo telón de fondo alude, como sin quererlo, a las crisis ideológicas de nuestro tiempo, a las imposturas de los importantes, a la quiebra dolorosa de la imposible justicia social… Ahí demuestra, más que en los asuntos gordos, la madurez del periodista que se ve obligado a cubrir una orden de información y que en esa aventura encuentra su propio regocijo. Es de su regocijo de lo que finalmente escribe Fabrizio Mejía Madrid. Gracias por hacerlo.
Vicente Leñero
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