Material de Lectura

 

 

 

Métase mi prieta entre el durmiente
y el silbatazo 

 

El tubo de la luz perfora la noche y la máquina se abre paso entre muros de árboles, paredes tupidas de una vegetación inextricable: “Soy yo el que avanzo o son los árboles los que caminan hacia mí” se pregunta el maquinista rodeado de la densidad nocturna y del olor azucarado del trópico. Los pájaros vuelan dentro de la luz, se dirigen al fanal y se estrellan. Un minuto antes de morir tienen los ojos rojos. Toda la noche, el maquinista ve morir los pájaros. El fanal también enceguece las plantas, las vuelve blancas y sólo cuando ha pasado recobran su opulencia y más arriba se dibujan de nuevo las masas sombrías de los montes. A Pancho le gusta asomarse afuera de la locomotora y ver cómo hacia atrás todo regresa a la vida; los arbustos de vegetación cerrada resucitan, transfigurados, fantasmales, se persignan deslumbrados ante la luz. Después, la noche los traga, inmensa y hosca como ese ejército de árboles que se despliega sobre centenares de kilómetros a la redonda con quién sabe qué secreta estrategia de guerra. Entre tanto, los vuelos entrecruzados de mil insectos luminosos atraviesan la oscuridad del cielo; hasta se oye el estertor de algún animal cogido en una trampa y uno que otro grito de pájaro herido. Pancho piensa fascinado en los miles de pájaros que caen sobre los rieles; de ellos no han de quedar ni los huesitos, huesitos de pájaro, palillos, ramitas, lo más frágil. El reflector eléctrico pesa media tonelada e ilumina a dos kilómetros de distancia; dentro de esa luz blanca los insectos bailan hasta que amanece. (Camilo les dice “inseptos”). A medida que despeja, va acallándose el rumor de la noche: las chicharras, los gritos extrañamente humanos de los pájaros, los movimientos oscuros del suelo vegetal y pesado, las aguas secretas, sinuosas, que terminan por ahogarse en el pantano. Pancho entonces se recarga y cierra los ojos, suspira, se echa para atrás en el banquillo de hierro; pasa su mano fuerte sobre su cara como si quisiera zafársela; lo único que logra es quitarse la cachucha, alisa sus cabellos, ha llegado su hora de dormir; dentro de un instante bajará de la locomotora a tirarse a cualquier camastro, el primero que encuentre hasta que vuelva la noche. Después del sueño, montará de nuevo en su máquina, su amor despierto, el río de acero que corre por sus venas, su vapor, su aire, su razón de estar sobre la tierra, su único puente con la realidad.

Lo más bonito de Teresa además de su gordura era su prudencia, mejor dicho, su absoluta incapacidad para la intriga o la malevolencia. Él regresaba echando pestes contra el jefe del patio general; que por algo había un sindicato, que… y Teresa con sus ojos fijos de vaca buena respondía con voz tranquila:

—Pues a ver.

Nunca un juicio, nunca una palabra de más. Desplazaba lentamente su gran pasividad de la cocina a la recámara, a la azotehuela, y parecía abarcarlo todo. Nada le hacía mella, nada alteraba su humor parejo, y sin em-bargo cómo le gustaba a Pancho que Teresa se sentara encima de él a la hora del amor; él de espaldas a la cama y ella en cuclillas, montada en su pecho, sus piernas acinturándolo; tan enorme, que Pancho no alcanzaba a verle el rostro, asfixiado como estaba por su vientre, sus muslos fortísimos, pero qué dulce, qué reconfortante asfixia. Pancho se sentía entonces tan satisfecho como frente a los controles de su máquina; una espesa felicidad le resbalaba por dentro; bullía el metal líquido que sale del horno de la fundidora con el color puro y blanco de la luz del sol. Pancho pasaba de la plenitud nocturna sobre los rieles de la ruta del sureste, erecto frente a la ventanilla de la locomotora, a la plenitud de la siesta de las tres de la tarde cuando estiraba la mano para sentir el grueso, el cálido abrazo de Teresa, y atraerla hacia sí, abrazar esa mole tierna y blanda, y hundirse en ella una y otra vez como los pájaros azotándose contra el faro de luz, una y otra vez sus ojos rojos. Siempre hacía el amor, a eso del medio día, Teresa con una diadema de sudor en la frente. De la cocina venía el crepitar de la carne de puerco friéndose bajo la tapadera para que no fuera a resecarse y en Pancho se duplicaba la gula; cogía morosamente y pasaba de una mesa a otra apenas, con el pantalón de la pijama. Se sentaba frente al caldo de médula servido por Teresa a quien un tirante del fondo le resbalaba sobre el brazo, ella también comía viéndolo a la cara mientras volteaba, con el brazo estirado, las tortillas en el comal; sopeaban, tomaban su tiempo, sorbían acumulando en su lengua caliente y agitada nuevas sensaciones, como si continuaran el acto amoroso y lo perpetuaran. Muchas veces, al terminar de limpiarse la boca con la mano, Pancho jalaría de nuevo a Teresa hacia un lecho revuelto y grasiento. Permanecían después el uno en los brazos del otro, la nuca sudada de Teresa sobre el hombro de Pancho, el miembro mojado de Pancho caído encima de la pierna de Teresa quien sentía cómo aún escurría el semen. Así se hundían en el sueño. Pero a veces Teresa se agarraba del cuello de Pancho como si fuera a ahogarse, a punto de caer a lo más hondo del océano, de su océano, su propia agua; Pancho entonces la deseaba con furia por la dependencia en su abrazo y por esa expresión extraviada en sus ojos redondos. A las seis cuarenta en punto se despedía de ella desde la puerta, en el tardío momento en que Teresa se ponía a lavar los trastes, a lavar su cocina. Cuando Pancho regresaba de su corrida a las seis de la mañana dos días más tarde, la encontraba dormida, se colocaba entre las sábanas junto a ella y ella lo recibía con un murmullo de aquiescencia. En el curso de la mañana Teresa abandonaba el lecho, trajinaba, se ponía a escombrar como decía ella, a planchar ropa. Ya cerca de las dos de la tarde volvía a acostarse junto a él, así vestida, para hallarse al alcance de su deseo a la hora en que él despertara.

—No Pancho, si ésta no se lubrica.

—¿No le voy a lubricar las chumaceras?

—No, en la máquina diesel todo este trabajo es automático.

—Y los pernos de conexión ¿tampoco los voy a lubricar?

—No, haz de cuenta que todo está hecho.

—Pero ¿quién mantiene la máquina?

—Sola, se mantiene sola; un lubricador hidrostático a base de vapor, de presión, de agua y de aceite, lubrica los cilindros. Esta diesel se hizo pensando en cómo facilitarles el trabajo a los operadores. Lo único que debes hacer es conducir.

Pancho mira la máquina con desazón, no la reconoce, no sabe por dónde agarrarla. Por primera vez se siente fuera de lugar dentro de una locomotora. Todo está escondido; los controles se integran dentro de una superficie de acero que repele de tan brillante. También el patio de arriba brilla; los ventanales hacen que la estación parezca vidriería: “Nada es como antes —piensa—, nada”. En otros tiempos la mole negruzca de la locomotora despuntaba a lo lejos seguida por su penacho de humo y, en menos de que cantara un gallo, allí estaba estacionada, tapando con su negrura la claridad de la mañana. Entraba resoplando fatigas, echando los bofes y en forma desafiante se asentaba sobre los rieles con un rechinido de muelles. Todavía resonaban sus bufidos triunfales. De ella descendían los ferrocarrileros y se despedían o se saludaban a gritos con el regocijo de haber llegado a casa; al bajar, palmeaban su máquina, le daban en el lomo como a un buen animal viejo, la acariciaban con la mano abierta, unas caricias anchas, a querer abarcarla toda. Pancho se quedaba con la Prieta en el patio de carga, enfriándola, y le gustaba escuchar los martillazos que provenían del taller de carros y de ejes y de ruedas, uno, dos, uno, dos, sobre los yunques y que en sus oídos resonara el ronroneo de los tornos como antes habían resonado los silbidos de la locomotora. Cuando los peones enderezaban la vía reumática con barretas para nivelarla, se quejaban y gritaban en medio de su esfuerzo por levantarla: “¡Eeeeeeeeeh! ¡Oooooooooo! ¡Eeeeeeeeey!” Como que resentían en su propio cuerpo los achaques de los rieles y se solidarizaban. Y todo esto en medio de la respiración uniforme de las calderas y del continuo tracatraca de las pistolas de aire. Pancho le advertía al mecánico mientras se alejaba contento, dueño del terreno: “¡Allí te la encargo, al rato vengo a darle su vueltecita!” Los trenistas pasaban entre los botes de chapopote, los montones de estopa, saltaban el balasto con la alegría retozona del que reconoce su casa; sorteaban los envases vacíos, las cajas desvencijadas, los fierros torcidos, el cochambre. Cierto que no todo era limpio, el balasto yacía cubierto de porquerías, de cosas vivientes ahora carbonizadas, de trozos sueltos de carroña, de herramientas relegadas, toda esta basura que dentro de diez mil años se distinguiría de los desechos orgánicos e inorgánicos que el tiempo o quizá el mar pulveriza hasta convertir en arena. Una linterna escarbaba la tierra de cabeza; un armón abandonado mostraba sus tripas, la basura ya iba para la montaña, pero la actual nitidez de los carriles sacaba de quicio a Pancho.

—Entonces ¿ésta no se lubrica?

—No Pancho, ya te dije que no.

—Bueno ¿y la Prieta?

—La mandamos a Apizaco. Allá la correrán en algunos tramos cortos.

—Pero ¿por qué carajos no me avisaron que se la iban a llevar.

—A nadie se le avisó Pancho, llegaron las diesel de 3000 caballos y quisimos ponerlas en servicio de inmediato.

—Ayer me tocaba descanso, por eso se aprovecharon.

Igual que la Teresa. A traición, a mansalva. Un día no amaneció. Después le dijo un peón de vía que la había visto subir a un carro izada por una mano de hombre, que el hombre no lo había podido semblantear pero bien que se fijó cómo la Teresa daba el paso rápido sin mirar para ningún lado. En la casa faltaba el viejo veliz panza de buey que siempre acompañó al maquinista. Durante muchos días Pancho siguió estirando la mano para tomar el grueso brazo de la Teresa y atraerla hacia sí, hasta que optó por ir a la estación y aventarse dentro de la cámara sombría de su otra mujer, guarecerse en su vientre que aun en tierra parecía estar meciéndose, y dormir hecho un ovillo en contra de la lámina diciéndole lo que nunca le había dicho a Teresa: “Prieta, prietita linda, mi amor adorado, mamacita chula, prieta, rielerita, eres mi querer, prieta coqueta” hasta que sus labios quedaran en forma de a, la a de la Prieta, ese nombre pronunciado como encantamiento en contra del dolor y el abandono. Y ahora le salían con eso: con que tampoco estaba la Prieta:

—¿Cuándo se la llevaron?

—Anoche Pancho había estado en una junta de sección, en el momento mismo en que la Prieta, lenta, solapadamente, se deslizaba sobre los rieles, conducida por otro maquinista.

—¿Quién la sacó? El superintendente se impacienta.

—Ve a preguntar al secretariado.

—Yo con los cagatintas no me meto. Ésos ni ferrocarrileros son.

—Hombre, no se trata de eso, las cosas están cambiando para bien, es el nuevo reglamento, tiene que aumentar la fuerza tractiva de Ferrocarriles, nos va a beneficiar a todos. Además date de santos que tu locomotora no se va a vender como chatarra a Estados Unidos. Se van a vender casi tres mil carros que están en pésimas condiciones.

—Chingue a su madre.

Pancho da la media vuelta antes de que el superintendente pueda responder. Se larga, al cabo siempre ha sido tragalenguas, y piensa: “Si me alcanza, aquí nos damos en la madre”. Casi lo desea, pero el otro no viene, nadie lo sigue. Camina entre el ardor de los rieles que le relampaguean en los ojos, acerándoselos, rebanándolos; pisa el balasto para que no se le enchapopoten los zapatos y al hacerlo recuerda con qué gusto barría la tierra la Teresa, y eso que lo hacía con una escoba tronada; intenta retener la imagen, que barre frente a él, pero el calor parece fundirlo todo; ménsulas de señales, rieles, durmientes, muelles, remaches, en una gelatina gris y espesa, el acero se desintegra, ahora son puros terrones, sí, es tierra común y corriente, “si viene un tren ni madres, no me muevo”. En una barda recién pintada con chapopote relumbra el letrero: “Viva Demetrio Vallejo”. Camina sin parar, el sol en la nuca taladrándole los hombros. Hace rato que salió de Balbuena y pasó bajo el puente de Nonoalco; hace rato que entró a los llanos, ya ni guardacruceros hay, ni un solo hombre sentado en algún muelle, ni uno que patee encorvado la grava con los pies, ni uno que juegue con la arena, con las piedritas que luego se les caen a las góndolas, sólo por allí un zapato desfondado, vencido como él y más allá un cabús pudriéndose al sol. Ya ni torres de vigilancia, ni grúas. Le parece escuchar un llorido de zapatas, “híjole ya estoy oyendo voces”, ni un solo convoy con sus carros cargados de azufre del Istmo de Tehuantepec, ni un solo de sal, hay que seguirle, poner un pie frente al otro durante quién sabe cuántas horas hasta el atardecer, la garganta seca, al cabo ya está acostumbrado, aguanta eso y más, aguanta un chingo. “Tengo que llegar a alguna estación para no quedarme aquí en despoblado” pero como ninguna casa reverbera en la distancia, Pancho se sale de los rieles y se tira a un lado de la vía y allí duerme como bendito, como piedra en pozo, como  hombre muerto.

—Sabes, los precios están por las nubes.

Cuando Teresa hablaba era para quejarse de la carestía. Si no, mientras iba de un quehacer a otro, guardaba silencio. Sólo cuando hacía el amor articulaba palabras que empezaban con m, “mucho”, “más”, “mmm”, lenta, suavemente, en un ronco gorjeo de paloma, sí, eso era , un zurco de paloma, que a Pancho siempre le resultó gratificante. Sólo por ese gemido, de pronto, a media comida, a media mañana, a media corrida, Pancho sentía un lacerante, un infinito afán de posesión. Él era quien provocaba ese quejido en la mujer, y encima de ella, abrazado a su vientre, esperaba el momento en que comenzaría a producirse, así como acechaba el instante en que la Prieta empezaba a pespuntear las llanuras con el traqueteo de sus ruedas sobre las junturas de los rieles. Entonces cuando corría suavecito, en medio del silencio, sentía el  mismo deseo que montado en la Teresa; era dueño del tiempo, de toda esta oscuridad, esta negrura que su faro iba perforando; esas sombras que él atravesaba eran terreno ganado, tierras por él poseídas; su conquista, él las había extraído de la noche, gorjeaban como la Teresa, se le venían encima con sus moles blanquísimas y luminosas, blancas como la leche, muslos, senos de la noche, frutos almendrados, piel que lo envolvía suave, tiernamente. Al principio, Teresa era más comunicativa, hablaba de su hermana Berta, de cómo le pegaba, de cómo al no poder desampiojarla, una vez la había rapado: de vez en cuando le reclamaba a Pancho: “Oye tú, ¿por qué no hablas? Y Pancho musitaba: “Nosotros los rieleros, nos hacemos compañeros del silencio”. Por eso Teresa se hizo callada. Al no recibir sino monosílabos, dejó poco a poco de abrir la boca, Sólo lo más indispensable, sólo aquello que le salía a pesar de sí misma, sin control, ese gorjeo y ese continuo ritornelo acerca de los precios escalando al cielo.

—Pancho, levántate no seas buey.

—¡Pancho! Dos rostros le hacen sombra. Pancho se talla los ojos.

—Llevamos horas tras de ti, anda, ven. El Chufas y el Gringo lo jalan, el Chufas ya le ha metido las dos manos bajo las axilas y lo jala hacia arriba:

—Cómo vas a quedarte aquí, vámonos.

El Gringo se enoja:

—Yo estoy de guardia mañana, cabrón. Anda vente, ya no estés chingando.

—Oye tú, y ¿quién te mandó llamar? El que está chingando eres tú.

Ahora sí el que se enoja es Pancho y del coraje se levanta.

—¿A poco yo los ando buscando? ¡Ustedes son los que vienen a joderme aquí donde estoy tranquilo!

El Chufas no le ha quitado las manos de bajo las axilas como si temiera una imposible huida. Pancho se zafa de mala manera aunque todo su coraje se lo dirija al Gringo.

—¡Váyanse mucho al carajo!

—Órales Pancho, no te mandes.

—¿Quién les dijo que vinieran? A ver ¿quién? Yo no los mandé traer.

—El Chufas te empezó a buscar.

—Y al Chufas ¿qué? Al Chufas le vale madres.

—El Chufas te vio irte por toda la vía, apendejado y por más que te llamó nunca volteaste. Por eso se preocupó. Ya ni la amuelas. Estábamos en el patio de carga… Anda, vámonos de aquí. Sin sentirlo, Pancho ha comenzado a caminar al lado de sus cuates. Hace mucho que no anda con ellos. No los buscó siquiera cuando la Teresa se largó ni se asomó tampoco a la cantina. Al cabo tenía a la Prieta y allá se fue a dormir, acunado en sus entrañas temblorosas que lo estrechaban cálidas, en el refuego de su propia sangre que lo hacía reconocerla a medida que avanzaba la noche, prever sus reacciones, adivinar sus sonidos más recónditos, sus tintineos, señales y suspiros. Trenzaba sus piernas en torno a sus ardores así como la Teresa aprisionaba las suyas de suerte que al despertar sólo les quedaba volverse el uno contra el otro. Podía predecir hasta su mínima convulsión: “Ahora se va a estremecer porque llegarán los del taller y los martillazos en el yunque resuenan en toda la lámina; yo mismo los voy a sentir aquí adentro, dentro de ella. En un momento más entrarán los paileros y con ellos el superintendente, y ella se va a aflojar, complacida.”Antes, Pancho tenía la costumbre de irse con los cuates a la cantina y al grito de  “el el vino para los hombres y el agua para los güeyes” se acodaba en la barra a empujarse sus calantanes, después iba a la casa del foco rojo, a bailar con las viejas que huelen a maíz podrido. Pero cuando le cayó Teresa ya no hubo necesidad de nada, ni de chínguere, ni de viejas rogonas de lupanar. ¡Adiós al Canica, al Camilo, al Babalú, al Gringo, al Chufas, a Luciano! También el Luciano le había puesto nombre a su máquina: “La Coqueta” y la traía acicaladita con sus colguijes y sus espejuelos, su Virgen de Guadalupe y hasta una foto de él mismo asomándose por la ventanilla de la locomotora. Ahora, pensándolo bien, sentía que un buen calorcito le subía por dentro al venir junto a sus amigos, sus cuates pues, sus ñeros, sus carnales ¿no? que lo habían ido a buscar hasta allá, olvidándose que hacía mucho que él se les había rajado.

—Súbete al cabús. Vamos a echarnos un tanguarniz. De veras que estos cuates son buenas gentes, muy buenas gentes.

—Pancho, bien que te vendrían unas cheves. Pancho no dijo ni sí ni no.

—Ya han de haber cerrado, concluye el Gringo.

—Pues vámonos con Martita.

Martita es bien jaladora, cuando los ferrocarrileros andan por allí gritando en esa cachondez especial de la parranda y ya todos en la piquera les ordenan: “¡Ya locotes, lárguense, esto ya se acabó, lárguense a dormir!”, y no hay ni dónde echarse un buen café, una polla, o de perdida la del estribo, ella tiene siempre abierta la puerta de su casa y no le molesta levantarse de su hamaca y atenderlos con una sonrisa hermosotota, amplia, en sus ojos un lento oleaje de luz como madre para sus hijos sin predilecciones ni discriminación. Por más jodidos que estén, idos de plano, abrazados los unos a los otros cuando antes se abrazaron a los postes de luz, como mástiles, sintiendo que el barco se iba a pique, con sólo verla se les levanta el ánimo. Saca luego, luego el mezcal o prepara el café bien caliente, con piquete y leche condensada que sale de la lata de a chorrito: el “chorreado”, y si tienen para pagarle, a todo dar, y si no, ahí más tarde le pasarán los fierros. De Juchitán ha traído la hamaca, nunca se acostumbró a dormir en cama. “Es la mecidita la que extraño”, “es esa mecidita la que la tiene de buen humor” corean los rieleros. Siempre se sienten a toda madre en casa de Martita; el estómago revuelto se les asienta y aunque estén cayéndose de borrachos, ella les quita lo del cuerpo cortado mediante sus hojas con piquete, sus chorreados, tan buenos para calentar la panza. Y nada de joderlos con regaños ni vaticinios negros, nada, hermoso-tota la Martita, hermosototes sus ojos con ese lento oleaje de luz, uno qué más quiere en esta canija vida que sentirse bienvenido, amparado por los ojos de una mujer que lo recibe a uno de buen modo, uno qué más puede pedir, a ver ¿qué más? ¿También a ella dejó de frecuentarla Pancho cuando llegó la Teresa.

—Mañana quiere verte el superintendente— le dice el Gringo al segundo “chorreado”.

—Ya le menté la madre.

—Dice que quiere verte.

Para el superintendente Alejandro Díaz, Pancho es un personaje. Hasta le gusta verlo pasar con su cabello gris y sus hombros que empiezan a encorvarse rumbo al local de la sección y advertir gravemente: “Mañana a las doce empieza la huelga, el paro de dos horas porque ya se venció el plazo que le dimos a la gerencia…” Y eso que Alejandro Díaz es empleado de confianza. Ante Pancho, preferiría no serlo para oírlo pelear en la asamblea, a ver su mirada retadora, fuerte, su mirada de hombre libre, cuando son tantas las miradas rastreras que lo persiguen durante el día. ¡Y eso que sólo es superintendente! ¡Cuántas miradas viles no verá el presidente de la república! dicen, pero nadie lo sabe a ciencia cierta, que Pancho habló una vez en la sección 19 de Monterrey frente a una asamblea de mil ferrocarrileros que creían en el Charro Díaz de León: los tres primeros oradores apoyaron al Charro, y cuando subió Pancho Valverde, supusieron que se trataba de un líder corrupto, al servicio de la empresa, del gobierno y sobre todo de sí mismo, de sus propios y mezquinos intereses. Toda aquella gente sabía que Pancho Valverde era derecho, y sin embargo la asamblea quedó dividida. Ése fue uno de los grandes golpes en la vida sindical de Pancho pero nunca lo había comentado. A veces en la cantina rememoraba la asamblea y murmuraba: “No se vale, no se vale”. Por ello los viejos respetan a Pancho y los jóvenes quieren ser vistos por él; hacer méritos frente a él. Igual le sucede al superintendente. Alejandro Díaz sabe que él no cuenta para Pancho, que el maquinista daría la vida por Timoteo, por Venancio, por Chon, por Baldomero, por el Gringo, por Camilo, por el Babalú, pero no por él. Por ellos sí. Alejandro Díaz ha visto cómo reclama indemnizaciones, lucha por los jubilados, se queda hasta avanzada la noche a revisar contratos de trabajo, a memorizar cláusulas casi todas a favor de la empresa para rebatirlas en la junta. Sus “cállense cabrones” en la asamblea resultan más eficaces que cualquier alegato, el golpe de su puño en la mesa de debates quemada de cigarros es definitivo, y en el presidium lo primero que se ve es su rostro por la intensidad de su expresión. Y no es siquiera que aspire al poder, es que Pancho es amigo del garrotero Timoteo, quien ahora lo mira, su muñón sobre la mesa porque el antebrazo lo dejó prensado entre dos carros en una de tantas maniobras, y también es cuate de Venancio, jubilado que se muere de hambre dentro del furgón que habita a pesar de que su  mujer ha colgado geranios en las ventanillas, y quiere a Lencho el fogonero que ya no palea carbón sino rencores y le cae bien Concepción, Chonito que se la vive en el Templo del Mediodía, abajo del Puente de Nonoalco, en la calle de la Luna, esperando a que Roque Rojas, ¡olvídense de Jesucristo!, se posesione de su envoltura humana y lo libere de la artritis, la vejez, el aliento a agua enlamada, que le advierte que se le están pudriendo las entrañas. Pancho Valverde nunca se ha dejado bocabajear: “Hablo porque quiero y porque puedo y porque aquí me he chingado muchos años”. Salpica sus alegatos de dichos: “Entre menos burros más olotes”, “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente”, “El que es buey hasta la coyunda lambe” y para Alejandro Díaz resulta curioso asociar los dichos de Pancho a expresiones como “producto nacional bru-to” (los brutos somos nosotros), “Días festivos” (el que nace tepalcate ni a comal tiznado llega), “contractuales” (ya no hay ferrocarrileros de reloj y kepí), y otros terminajos que Pancho se ha aprendido de memoria en sus muchas veladas de machetero. “Órale, órale, no te me engolondrines.” Pancho fue el de la iniciativa en contra de los empleados de confianza, que pa’ qué tantos, que de qué servía ese bute de contadores muy prendiditos, de secretarias que caminaban como pollos espinados, que de los quinientos empleados de confianza del Ferrocarril del Pacífico no se hacían cincuenta, y pidió el cese de por lo menos veintitrés que a él le constaba personalmente, que no hacían nada, dio pelos y señales y entre ellos se encontraban dos hijos de Benjamín Méndez, el gerente. Que los ocho mil trabajadores del riel, esos sí mal comidos y mal pagados, estaban hartos de la burocracia, de tanto papeleo desabrido, y claro, la empresa no cedió, hubo muchos destituidos, pero qué bonita lucha la de Pancho, bonita hasta para Alejandro Díaz que intervino a favor de Pancho para que no lo destituyeran y éste no lo supo jamás, bonita la lucha con una chingada, porque si Pancho impulsa las huelgas siempre se ha manifestado en contra de los sabotajes. Ama demasiado a los trenes para tolerar una máquina loca, una colisión; si una sola abolladura en su locomotora lo hace agacharse como si el golpe cayera en su cuerpo, un ataque a las vías del tren le duele en carne propia como aquella vez en que un canalla bloqueó el pedal de seguridad de la 6093 poniendo una planchuela de acero sobre el acelerador, tiró de la palanca y la máquina salió disparada, a más de ochenta kilómetros por hora en contra de la 8954, la Coqueta, la de Luciano que hacía movimientos de pato y por poco muere Luciano quien después de quitarle los frenos a una locomotora se aventó hacia afuera. Salvó su vida pero no la de su Coqueta que quedó transformada en una escalofriante montaña de hierros retorcidos. Meses más tarde, Luciano murió, de la tristeza. Con Luciano, Pancho había vivido huelgas y otras aventuras; Luciano una vez quedó prendido al árbol del garrote tratando de detener cinco carros locos y desbocados y sólo se tiró en el último instante, cuando vio que era inminente el siniestro; Pancho solía cantar sentado sobre un durmiente: “Por donde quiera que ando/ y a donde quiera que llego/ la polla que no me llevo/ la dejo cacaraqueando” y los dos reían porque de muy jóvenes ambos tuvieron la comisión de pintas y entre los “abajo la empresa” y “los ferrocarrileros con Vallejo”, escribían con chapopote negro sobre los costados de los furgones, picándose las costillas y tirando los botes, “Vóitelas mi riel”, “Tracatraca pero en serio”, “No le importe la oscuridad del túnel, después en la riel nos resbalamos”, “Dénme una buena máquina y le jalo todos los furgones”, “Chingue su madre Díaz de León”, “Entre los rieles y entre sus piernas, de pueblo en pueblo casi la hacemos”, “Métase mi Prieta entre el durmiente y el silbatazo”, “En un buen cabús se engancha lo que usted quiera” y otros dichos sabrosos que dibujaban con esmero, humedeciéndose los labios, porque acababan de descubrir a la mujer y el riel. ¡Ah qué Luciano, ah qué ese mi carnal, ese sí carnal de a deveras, hermano, her-manito del alma!

Para el superintendente Alejandro Díaz, mirar a Pancho resulta penoso; la expresión de su rostro es de desolación absoluta, parece perro sin amo. En el fondo de sí mismo, Alejandro Díaz quisiera decirle a Pancho que si tanto le importa su locomotora de vapor va a gestionar su traslado a una de las vías menores para que siga conduciéndola, pero Pancho Valverde es uno de los mejores maquinistas del sistema, y ahora cuando ya blanquean sus sienes y se ha arrugado su rostro, que en realidad siempre pareció un patio de arribo, la empresa le quita su máquina para darle una diesel, la misma que acaban de comprar en los Estados Unidos. En vez de enorgullecerse, Pancho Valverde desconfía. A la Prieta la cameló ¡ah que mi Prieta!, porque siempre fue quisquillosa y había que agarrarle el modo, la adornó, le puso su silbato de bronce, él mismo escogió el sonido grave: “Déme un silbato pero que suene bien bonito para mi Prieta, porque tengo una Prieta muy tres piedras”. El día en que le tocaba hacer el recorrido llegaba con la aceitera, el cojín para evitarle lo caliente al asiento cuando la máquina queda del lado del sol, el suéter grueso para en la noche, la valijita, el espejo de mano, la linterna. Los otros rieleros reían:

—Allí viene Pancho con su ajuar de novia para su primera noche.

En verdad, todos los recorridos son la primera noche, la de bodas. Pancho se instala en el asiento, agarra la palanca y al hacerlo la acaricia mientras le transmite una orden. Cuando la máquina suelta el vapor con un ruido de agua que sale a gran presión, Pancho también se relaja, y se tensa como cable al meter los frenos, al comprobar que en la pendiente las cejas responden y frenan también, todas ellas concentradas en retener los furgones. Es bonito oír el ruido del choque de las máquinas al engancharse ¡le es tan familiar como el cierre de una puerta ¡Ya fuera de la estación, Pancho abre todo el regulador y le habla a su montura, a su yegua de hierro, su animal de fuego ancho y poderoso; la halaga con la mano, la reconoce: “Ya, ya Prietita, tranquila Prieta, quietecita, quietecita, ¡calmada la muchacha!” Camilo y Sixto o Cupertino o Juan el ayudante de maquinista en turno están tan acostumbrados a la voz de Pancho que ya ni lo escuchan. Más bien los adormece y la pasan mondo lirondo porque a Pancho no le gusta compartir a la Prieta. La lleva sobre la vía casi como si la bailara, la mano en su cintura, las yemas de los dedos en sus costillas, ambos ondean, a la derecha, a la izquierda, pasito tun tun como el del que corre por los surcos, en las tierras ocres, las tierras cafés, las tierras profundamente negras que surgen de un lecho pantanoso y se acercan a la vía sin respetar los quince metros de cada lado: el derecho de vía. La tierra rueda bajando de la montaña para venir a acurrucarse aquí en la vía y penetrar entre los durmientes. Empuja las piedras del balasto, se mete en todas partes, burlándose, marrullera, del tren que corre por la ancha vía pita y pita y caminando. Antes del mediodía, el sol empieza a calentar, se azota en la lámina, arremete en contra de la chimenea, se estrella contra el vidrio irisándolo, calor contra calor, combustible contra combustible. Pancho se acomoda el cojín bajo las nalgas; hasta la aceitera hierve, hilos de sudor grasiento escurren de la gorra ferrocarrilera de Camilo el ayudante, quien duerme asándose en su propio jugo, la boca abierta como la chimenea del tren, un horno de vapor que también se pierde en el aire. A partir de las doce del día, los pueblos rumbo a Veracruz ya no son pueblos sino rincones del infierno. Al detenerse en las estaciones Pancho ve los atajos de burros, las mesas en el exterior y la longaniza ennegrecida por las moscas, la manteca bajo la mesa derritién-dose y la viejecita que se protege del calor tapando su cabeza y abanicándose con las puntas del rebozo como si eso pudiera servir de algo. Los que se acercan al tren lo miran en silencio; sólo gritan las vendedoras que en los últimos vagones ofrecen sus tortas de queso de puerco, sus muéganos, sus charamuscas, su agua fresca que ya el sol ha entibiado. Dentro de poco arrancarán de subida: “Anda Prieta, dale duro, no te me rajes que es el último jalón”. Cerca de la máquina, un pasajero de traje ajado le dice a otro acabadito de despertar:

—Esto ni se siente que camine.

—Es que no camina, va a vuelta de rueda. Pancho está por responderle al catrín ése; por un momento piensa en tocar el silbido de alarma sólo para darle un buen susto pero la disciplina se impone. Él sabe correr su máquina para que le rinda el vapor y el agua; es un buen maquinista y así lo han clasificado por dos razones: una, su buen manejo, otra porque sabe dosificar el combustible y sacarle el mayor provecho. Lo que digan los pasajeros le tiene muy sin cuidado, ellos no están al tanto de que la Prieta tiene más de veinte años y que es una de las máquinas mejor cuidadas de Ferrocarriles. No en balde, en su día de descanso, don Panchito, como lo llaman los ferrocarrileros más jóvenes, la acompaña al taller para supervisar sus cuidados.

Los mecánicos la conocen y ponen especial esmero en examinar todas las partes de la Prieta. El mismo Pancho la pinta, la recorre de cabo a rabo, que no se maltrate, que no se enmohezca, que ningún gozne permanezca olvidado, que cada una de sus piezas esté aceitada. Cuando un muchachito entró de ayudante, de chícharo, exclamó al ver los montones de grasa negra: “¡Qué trabajo tan puerco!” Pancho le respondió: “¡Sácate de aquí, roto, hijo de la chingada!” y no lo bajó de maricón. Los demás rieleros le hicieron eco, entre risas, burlas y otras mentadas de madre; ellos mismos tienen grasa hasta el cogote, una grasa pesada, negra, visceral, porque con esa van cubriendo todo el interior de la máquina, frotándola, acomodándola en los menores intersticios, dispuestos a chirriar ríspidamente, redondeando los ángulos con una capa mullida, gruesa; forrando los intestinos de la locomotora con este nuevo líquido amniótico que la suaviza y la vuelve dócil. La grasa nunca se ha visto como cosa sucia en el taller, al contrario, es una bendición, y sin embargo ahora el superintedente Alejandro Díaz se pone a explicarle como si no hubiera sido nunca ferrocarrilero.

—Con la máquina diesel el trabajo es más limpio, más técnico, ya no te vas a ensuciar, además te vas ahorrar quién sabe cuántas jornadas de andar furgoniándole a la máquina, lubricándole hasta el alma.

Pancho lo mira sin comprenderlo. Para él lubricar manualmente las chumaceras, sacarlas de sus ejes, frotarlas una y otra vez para volver a acomodarlas es un gusto, una necesidad física.

—Vas a ver cómo al rato te hallas, Pancho; todo es cuestión de costumbre.

Pancho menea la cabeza. Habemos unas que no a todo nos acostumbramos.

—Vas a ver que te sientes bien. Mañana vamos a correr la máquina a Veracruz. Tú te la vas a llevar… Llevas cemento.

—¿A Veracruz? Con esta nueva locomotora anaranjada y tiesa, Pancho no habla. En las estaciones nada ha cambiado; son las mismas bancas piojosas y desvencijadas, los mismos puestos de cecina que se tuesta, las mismas mesas cojas, los mismos enjambres de moscas, los mismos burros de lomos cubiertos de cicatrices. Sin embargo, como que Pancho en su cabina de controles está más alto, menos a la mano. No alcanza a oír lo que dicen los pasajeros de trajes arrugados por una noche de viaje ni le llegan los gritos de los viandantes que izan sus canastas de ventanilla en ventanilla. En la noche tampoco subió el calor, no necesitó el cojín ni la aceitera y tampoco le chorrearon hilos de sudor negro al segundo maquinista quien durmió muy tranquilo, acostumbrado a las maneras de Pancho. Y sin embargo, Pancho, inquieto, lo despertó en varias ocasiones:  “Órale que yo a ésta no le sé el modo”. Con ésta habrá que botar el ajuar de novia, nada de eso es necesario, ni siquiera la valijita porque allí esquinado se abre un locker para colgar la chamarra, se puede regular el aire acondicionado así que ni suéter ni espejo porque toda la carlinga está cubierta de espejos retrovisores. Pancho guarda silencio desconfiado y sin embargo la diesel es tan poderosa, tan noble en las subidas, de tan buena alzada, que al día siguiente se pone contento ante la idea de acompañarla al taller para su revisión después del viaje: “Así me voy familiarizando con ella”, como un nuevo amor de tres mil caballos al que uno le va agarrando admiración, luego cariño y después eso que hace olvidar lo de antes, las Prietas, las Teresas. Quién sabe si así sea, pero puede…

A la mañana siguiente, antes de entrar al taller, el jefe de patio le dice:

—Ya la máquina está llamada.

—Muy bien, la voy a acompañar.

—No. Ahora viene un maquinista por ella.

—¿Cómo?

—Sí, tú aquí la dejas y otro operador se la lleva.

—Pero es que yo quiero ver qué le hacen para el próximo viaje.

—En la próxima corrida no te va a tocar esta 5409 sino otra.

—¿Cómo que otra? Sí, cualquiera de las ocho máquinas diesel que se compraron en Estados Unidos. Así es el nuevo reglamento. Tú aquí la dejas y en el taller se encargan de ella. Esta máquina saldrá con otro. Ahora así es, como en la industria automovilística; las máquinas se someten a un proceso en el que intervienen muchos. Se trata de agilizar el servicio.

Pancho se hunde la gorra ferrocarrilera sobre los ojos. ¡Hasta eso le están quitando! Mirar, sentir cómo la máquina se hace a uno, cómo se va aprendiendo de memoria el camino, cómo habla a su modo para pedir lo que le falta. ¡Hasta eso! Ver cómo las manos van dejando sus huellas en la palanca, en el regulador, oír cómo el ruido de la respiración va contagiando día a día las láminas hasta transmitirles el calor de uno. ¡Hasta eso, carajo!

—Son las técnicas modernas; así lo han planeado los ingenieros para ganar tiempo.

A la Teresa también le complacía que él fuera acariciándola poco a poco, suavizándola, tallándole, metiéndole la mano en los menores intersticios hasta sacarle su aceitito, sus juguitos blandos. Entonces la Teresa se abría, las gruesas piernas bien separadas, olvidada de todo, y ondulaba bajo su abrazo, sus grandes pechos erectos apuntando hacia él, su sexo encarrujado, líquido, fruta de mar, deshecho entre sus manos, batido en espuma, a punto de venirse. A él le gustaba esperar hasta el último momento para verla bien, escuchar todos sus ritmos cambiantes, mirar su boca de caldera abierta, ensalivada, sus párpados caídos, sus manos sueltas sobre la sábana, entregadas las palmas hacia arriba, los dedos tan abiertos como sus muslos aceitados que se levantaban hacia él buscando su mano. Así la lubricaba con su propio flujo, sus propios humores, hasta volverla dócil, hasta tener la mano empapada y el brazo también mojado bajo su cuello, mientras la cabeza se bamboleaba a la derecha, a la izquierda, y las espesas nalgas sudadas también iban y venían en un oleaje que llenaba la cama de agua. Sólo cuando el grueso vientre era sacudido por espasmos, sólo cuando empezaba el zureo de paloma, sólo entonces Pancho penetraba a la Teresa, vente chiquita, vente y no estaba dentro de ella cinco minutos cuando ya la mujer se había venido en una avalancha de ester-tores, de sollozos, arqueándose una y otra vez hasta quedar colmada. Pancho acechaba en ella el rostro de satisfacción que nunca le había visto sino en el momento del amor y por eso no dejaba de mirarla con los ojos fijos hasta que veía aflojarse todos los rasgos de su cara, su boca chupetear como recién nacido, succionar para después dejarse ir derramada en todas sus facciones. ¡Qué gloria entonces para él ver a esta gorda jadeante, los ojos en blanco, impúdicamente suelta, el monte abultado y ancho, ahora quieto, el estómago enorme, esta mujer que había gorjeado ciega, ciega, y que poco a poco volvía a la vida, ya sin fuerza, habiendo dado uno a uno todos sus frutos! A la hora, Teresa salía de la cama, y así, sin más, sin pasar siquiera al baño, se iba a la cocina a encender la lumbre. Comían para poder regresar luego a la cama llena de murmullos líquidos y él la montaba con prisa porque tenía que irse al trabajo y ella se ofrendaba otra vez maciza, entera, seca, buenota, qué buena mujer la Teresa, qué buena, se resarcía pronto, y él se lanzaba de nuevo, su mano tentoneaba, buscaba reconociéndola hasta aguardarla con sus caricias. ¿Aquí? ¿Más abajo? Dímelo chiquita, ¿aquí?

—Quiero mi traslado a Apizaco.

—No seas pendejo, ¿cómo te vas a salir? Pancho, no vas a perder tu antigüedad, así nomás porque sí.

El gringo se enoja. Le dicen el Gringo por los ojos claros pero es de la sierra de Puebla.

—Voy a hablar con el superintendente de Fuerza Motriz.

El Gringo es un hombre bien fogueado, empezó a trabajar en Ferrocarriles como peón de vía; luego lo ascendieron de limpiador a fogonero. Tan rápido fue su escalafón que los otros se enojaron: “¡Ahora nomás falta que las moscas sean conductores!”, pero el Gringo había sido pasacarbón y también garrotero. Hizo la carrera completa: garrotero de patio, mayordomo, jefe de patio, ayudante del jefe de patio general y allí se le acabó el terraplén porque el siguiente paso o sea el de jefe de patio general, el que manda en la Terminal, es de confianza y prefirió, como Luciano Cedillo Vázquez, quedarse de este lado de la cortina… de billetes. Se las sabía de todas, todas. Hacía escasos cuatro meses había pedido que les dieran la reglamentación de la fuerza diesel, porque las locomotoras mucho más potentes que las de vapor salían con cuarenta y hasta cincuenta carros y utilizaban el mismo personal y muchos rieleros quedaron entonces sin trabajo. El Gringo luchó porque también los auxiliares de locomotora tuvieran contrato pero perdió. Lo que nunca perdía, incluso en el bote, era la esperanza.

—Tú puedes sacarle 30 mil pesos a la empresa cuando te jubiles.

—No mames, ¿qué te pasa? ¿Cuántos jubilados conoces que no se estén muriendo de hambre?

El Gringo golpea su vaso contra la mesa.

—Puedes sacarle hasta 40 mil. Si no fuera el Gringo, Pancho lo largaría, pero se trata de un viejo preparado. El Chufas ya medio trole ríe quedito. El Gringo vuelve a golpear su vaso y le grita al de la cantina: “¿Qué pasa con las otras? ¡Te vamos a acusar de tortuguismo!” El cantinero malhumoriento al ver el vaso en el aire está por responder: “Si lo rompes lo pagas” pero se arrepiente.

—A mí me quitaron a mi negra consentida —se acerca Venancio— y no por eso le he hecho el feo a las nuevas.

—Sácate de aquí.

A Pancho le gusta el sabor de la primera cerveza cuando pasa un tantito agria, un tantito rasposa por su garganta. El Chufas con el dorso de la mano limpia sus bigotes de espuma. Sólo el Gringo se la empina de un jalón y pa’ luego es tarde, pide las otras que corren por su cuenta; de suerte que los cuates no han terminado cuando ya están frente a ellos las nuevas botellas.

—Por esas sierras, la vía es pura brecha.

—Por esas partes, los recorridos —insiste el Chufas— no se cuentan por horas sino por días.

—¿Y a mí qué?

—Esa ya no es máquina —vuelve a la carga Venancio— ésa es un huacal pollero.

—Lárgate —grita de nuevo Pancho.

Y esta vez Venancio se levanta, al cabo ya terminó su cheve.

—Lárgate tú con tu máquina.

Caritino se sienta en el lugar que dejó libre Venancio, pide su cerbatana, echa su silla para atrás y se tapa la cara con la gorra. Siempre hace eso. “Yo vengo a descansar”, aclara. Sólo se despereza a la hora de los trancazos porque eso sí le gusta entrarle. En el ambiente cálido de la cantina, Pancho echa a rodar sus recuerdos y más ahora que está a medios chiles. Cuenta de la Hermandad de Caldereros, de la Fraternidad de Trenistas, de la lucha de 1946 que resultó sangrienta, del mayordomo Reza que cayó herido de muerte por un tiro en el cuello, en la mismita estación de Ferrocarriles, de sus compañeros patieros; habla de las huelgas pasadas y siempre perdidas, del Comité de Vigilancia que alguna vez encabezó, y finalmente, ya en las últimas, de lo bonito que es asomarse a la ventanilla de la Prieta para sentir las bocanadas de aire. Y en voz baja, avisa:

—Mañana me largo a Apizaco.

El Gringo interviene:

—Ni que te fuéramos a dejar. Caritino se descubre el rostro, su gorra ferrocarrilera echada para atrás y toma un largo, un lento trago de cerveza.

—Yo que él también me largaba.

—Ustedes están en contra del progreso.

—Qué progreso ni qué ojo de hacha. Al día siguiente Pancho no vino a trabajar. Los rieleros pensaron que se había ido a Apizaco, que dentro de algunos días sabrían de él; el superintendente Alejandro Díaz le pidió personalmente al telegrafista que le avisaran en cuanto lo vieran, aunque en la sierra los telegrafistas tienen la maldita costumbre, sobre todo en las estaciones perdidas, de aislar los aparatos y dejar de transmitir las órdenes. De allí tantos rielazos. A los pocos días, Alejandro Díaz supo que tampoco la Prieta estaba en el andén de la estación ferroviaria de Apizaco. Como era una máquina vieja, no la reportó de inmediato, la empresa no haría mucho escándalo y se ganaban unos cuantos días para proteger a Pancho, localizarlos, mandarle decir que se dejara de pendejadas. “En esa cafetera no va a aguantar y si aguanta, que no crea que vamos a dejar de arrestarlo”. “¿Cuál arrestarlo? Ésa es una desgraciada carcacha que se le va a chorrear en la primera bajada. ¿No le has visto las cejas?”. En la cantina volaban las conjeturas: “¡Pobre Pancho. Así suele sucederles a los viejos rieleros, se les bota la chaveta”. “¡Si Pancho sigue agarrado de su palanca, se va a matar!” Ferrocarriles empezó a enviar despachos para que en la primera estación en la que se detuviera le avisaran a Pancho que estaba bajo arresto, que ponía en peligro la vida de otros que recorrían como él los tramos menores, pero ni un telegrafista reportó jamás el arribo de la Prieta. En Buenavista, sólo el Gringo pretendió organizar cuadrillas para recorrer la vía de Apizaco a Huauchinango; incluso se fue en cabús pero no vio máquina alguna; ninguna locomotora de esas señas había cargado combustible, ningún maquinista de pelo blanco había bajado a proveerse de bastimento. O lo estaban protegiendo o se lo había llevado la madre de todos los diablos. En Ferrocarriles dedujeron: “Se ha de haber desbarrancado en la primera corrida y ni sus luces”. Ha de estar en lo más hondo del resumidero. “¡Pero no puede perderse una máquina con un hombre así como así!” “¡Más se perdió en Roma y ni quién se acuerde!” Lo curioso es que en muchos tramos había murciélagos carbonizados en la vía y en el balasto como si de veras un tren hubiera pasado y ellos, los ojones, se hubieran estrellado contra su gran faro. Sin embargo, ninguna estación reportó máquina alguna; nada, ningún sonido en los rieles. Después de unos meses, los despachadores no recibieron entre sus órdenes la clave de la Prieta; sus señales, tamaño y abolladuras para poder reconocerla. Y los que la reconocieron, si es que llegaron a verla, se hicieron ojo de hormiga porque nadie mandó el parte a Buenavista.

De Apizaco a Huauchinango y también entre las poblaciones que se adentran en la sierra, por el rumbo de Teziutlán se esparce el rumor de una máquina loca que hace corridas fantasmas y en la noche se escucha cómo el maquinista abre la válvula de vapor y la montaña resuena entonces con un lamento largo, como el grito de un animal herido, un grito hondo y dolido que parte la sierra de Puebla en dos. Nadie la ha visto (aunque todos los hombres del mundo se han ido un poco con el tren que pasa), pero una vez, un despachador que se iniciaba en una estación perdida de la Huasteca, de esas donde no cae un alma viviente y en las que suelen mandar a entrenarse, en medio de los abismos oscuros, a los nuevos para que se despabilen, envió un telegrama que leyeron en Buenavista: “Métase mi Prieta, entre el durmiente y el silbatazo”. El Gringo que andaba en “la chancla” de la estación se enteró y fue el único en sonreír. Pero como ya no le gustaba platicar no dio explicación alguna. Tampoco la dio a Alejandro Díaz, empleado de confianza.