Curioso nacimiento de la ciudad de Puebla de los Ángeles
Llegaron en un revoloteo de risas, gritos y advertencias urgentes; pero el aterrizaje lo llevaron a cabo con una suavidad y un tecnicismo verdaderamente magníficos. Era un grupo numeroso, y desplegaban sus grandes alas blancas llenos de confianza y de una cierta vanidad profesional que llevó a alguno de ellos a dar varias vueltas sobre el lugar indicado, como si quisieran mostrar sus últimos hallazgos en materia de aeronáutica. Los ángeles, al fin, pusieron sus pies descalzos sobre lo que más tarde sería la ciudad de Puebla. Era un gran placer verlos así, en un revuelo de plumas y carcajadas, convirtiendo un pequeño salto en un breve vuelo, azotando con el plumaje el aire y levantando de la tierra briznas de hierba y hojas secas. Se llamaban los unos a los otros y se golpeaban, jugando, ala contra ala, como si también en las plumas tuvieran la sensación del tacto. Eran altos, bellos, y muy ligeramente vestidos, con el pelo largo y la mirada clara; eran ángeles académicos, cantados en sonetos, descritos por los Santos Padres de la Iglesia, pero un poco irrespetuosos con la tradición. Llegaron en un grupo que ya desde muy lejos cabrilleaba entre los rayos del sol, mostrándose tan límpidos y tan esplendorosos como el sol mismo. En fin, los ángeles llegaron y empezaron a trazar la ciudad que habría de ser como el gran aglutinante de la fe cristiana en un paisaje de pueblecitos míseros y paganos. Eran los ángeles del Imperio y hablaban español. A su alrededor se alzaban las ruinas de las últimas resistencias, nombres de imposible entendimiento para los recién llegados: Amozoc, Texmelucan, Atlixco, Cholula, Huejotzingo... El grupo de trabajo se quitó sus escasas ropas, recogió a la espalda, con cuidado, sus fantasiosas alas, y comenzó a trazar la ciudad de Puebla marcando su perímetro con cordeles, estacas y brochazos de cal. Cuando terminaron, los ángeles volvieron a reunirse en el centro de la gran marca y uno de ellos, más risueño, más seguro y exultante que los otros, señaló sobre la tierra una gran cruz blanca: la catedral. Después miraron a su alrededor, recogieron sus ropas y se vistieron sin prisas, charlando, comentando los pequeños incidentes de este trabajo nuevo para ellos; desperezaron las complejas armazones de plumas, agitándolas en breves espasmos, caminaron por última vez sobre el valle elegido, probaron su capacidad de despegue, saltaron sobre los dedos de los pies y tomaron vuelo en una idéntica algarabía de voces desprovistas de todo recato. A varios metros sobre la traza de la nueva ciudad, giraron en rápidos círculos, como para obtener las últimas impresiones sobre sus esfuerzos, y después comenzaron a elevarse hacia el sol, tan gráciles, tan seguros y chillones que aún hoy los ateos de Puebla siguen afirmando que no eran ángeles, sino patos. Pero esto sólo iba a ser el prólogo de la historia del lugar. El primer acto se inicia con santo Toribio. Santo Toribio nació en España, cuando aún no tenía pretensiones de santidad. Pasado un tiempo prudencial, Toribio entró en la Iglesia y fue a convertirse en obispo de Astorga. Anduvo, más tarde, por tierras de Jerusalén y dióse a coleccionar reliquias que cargó consigo hasta que mandó edificar la iglesia de San Salvador, en la ciudad asturiana de Oviedo. En San Salvador depositó todo su valioso arsenal de reliquias de todo tipo y éstas se guardaron en la mencionada iglesia para respeto de fieles y burlonas sonrisas de descreídos. Ya convertido Toribio en santo, y por lo tanto muerto, fue honrado por la Iglesia con la asignación del día 16 de abril, fecha que le pertenece en el santoral. Estábanse celebrando en México las ochavas de las Pascuas de Flores del año mil quinientos treinta y dos cuando se decidió construir un pueblo en un paraje aún sin nombre castellano. Se supo de unos ángeles que habían llegado en fecha reciente a un valle abierto, y se organizó todo un ceremonial para seguir el consejo angélico. Y así fue como el día de santo Toribio llegaron desde los rumbos más lejanos, atravesando incluso sierras, guiados por la noticia de que un pueblo estaba a punto de nacer, las gentes que irían a convertirse en los poblanos primeros. No venían solos, sino acompañados por tribus de indios, tocados con plumachos y telas de colores locos, en los pies cascabeles hechos con frutas secas y en las manos sonajeros y ramas verdes. Venían indios con maderas sobre los lomos, otros con cargas de paja, o con retorcidos clavos de fierro y mecates enrollados en ramas. Traían, otros muchos, utensilios, algunos de los cuales eran aún de muy reciente descubrimiento. Llegaban los indios con mujeres y niños. Pasaban de nueve mil. Treinta y tres casas se hicieron para otras tantas familias españolas. Siete días se tardó en hacer el pueblo. Después los indios celebraron una gran fiesta y oyeron la primera misa del lugar. Al terminar el largo rito, llevado a cabo en un idioma tan desconocido para los conquistados como para los conquistadores, los frailes bendijeron a los nuevos vecinos. Algunos de éstos besaron la tierra, postrándose sobre ella, y otros se frotaron la frente con el polvo. Los indios contemplaban en silencio, encerrados en sí mismos, todo el nuevo y oscuro ceremonial y algunos tomaron un terrón duro, apretado por la sequía, y lo guardaron para probar, más adelante, su eficacia. Al terminar la misa, los indios levantaron el campo, recogieron a los niños desperdigados, aceleraron el trabajo de las mujeres y organizaron, de forma absolutamente imprevista, una gran danza para atraer a los ausentes. Tardaron los frailes en comprender que nueve mil indios estaban bailando para llamar con sus sones a los ángeles; que aquello era un grito de ayuda enviado a los alados mensajeros del nuevo dios. Pero los ángeles no volvieron a Puebla. Aún ahora hay una cierta desilusión en los indígenas de los contornos; esos que moldean en estuco rostros angelicales en un inútil gesto de reconstruir un momento que jamás se produjo. Los frailes, por aquellos días empeñados en traducir una serie de signos ambiguos, procuraron frenar lo antes posible la concentrada danza y se dieron a empujar, hacia sus lugares de origen, a las tribus. Se iban los grupos empenachados perdiéndose entre los altos magueyes, pero las voces de los cantores seguían sonando en el poblado en donde las mujeres se movían ansiosas de organizar los nuevos hogares, al fin en paz. Sonaban lejos los himnos religiosos, entre el polvo del atardecer, cantados con una fe sin júbilo, con palabras que se iban confundiendo, empastelando, en un coro en el que sobresalían las recias voces castellanas de los frailes, quienes pretendían, así, imponer no sólo un cierto orden en el canto, sino establecer la forma correcta de pronunciar cada palabra. Pero las palabras se retorcían de nuevo, se transformaban de nuevo, se hacían nuevas a los oídos de los frailes que enronquecían guiando al suave rebaño de cantores. A las puertas de las treinta y tres casas, los poblanos escucharon los últimos girones de los himnos y luego entraron en sus hogares y cerraron las puertas. Se fueron los indios para Tepeyac, para Cholula, para Tlaxcala, para Xelpan, para Huejotzingo, para Tepeaca. Se fueron dejando el semen de Puebla de los Ángeles en un lugar rodeado de nada. Y apenas si se hubieron marchado, comenzó a llover. Fray Toribio de Motolinía se asustó. Llovió tan fuerte sobre los nuevos poblanos que el agua azotaba de un sitio para otro, atravesando las calles y entrando y saliendo en las casas. Fray Toribio de Motolinía llegó a pensar que algo en el ritual de la fundación había sido equivocado y que Dios estaba ofendido. Pensó, también, que acaso un indio ladino hubiera escondido, entre los cimientos de algún hogar, uno de esos amuletos para hacer llover que por obra del malo consiguen hasta torrenteras. Seguía lloviendo y los frailes de los conventos instalados en los cerros lejanos supieron de este interminable aguacero y pidieron, públicamente, por los aterrados padres de familia. Agua pertinaz y espesa, decía fray Toribio. Se llegó a murmurar que Puebla había nacido con pecado y a sugerirse que lo mejor que podían hacer los agricultores varados en aquel lodazal era abandonar el campo y volver a los sitios de procedencia, por tierras de Veracruz. Indios empeñosos dueños de dioses para llover, frailes en procesión, cristianos que observaban los negros nubarrones desde valles aledaños; todas estas presiones no consiguieron que los nuevos poblanos desfallecieran. Parecía como si en ese mismo momento estuvieran marcando la señal de su comportamiento futuro. Y cuando ya las casas iban a disolverse, salió el sol y todo volvió a su ser. Entonces fray Toribio de Motolinía, convertido en el primer cronista de la ciudad, escribió un párrafo que aún hoy hace sonreír de comprensión y gozo a quien lo lee: “Dos credos después de haberse ido la gran nube, el lugar de Puebla estaba seco y limpio como una taza.” Salieron al sol, sobre la limpia taza, las treinta y tres familias y dieron gracias a Dios, comenzando de inmediato a organizar una vida que habrían de heredar, siglo tras siglo, sus descendientes. Vivían en un pacífico orgullo, en un enclaustramiento de clanes y sangres. Circunspectos, atentos, hablando siempre en voz baja, los poblanos se cruzaban en aquel tazón habitado sin cambiar otra cosa que no fueran cortesías. Y el mes de mayo, toda esta pulcritud de gestos y camisas fue de pronto premiada de manera tan disparatada que, si en vez de poblanos, texanos fueran, se habrían convertido en los locos más fantasiosos del mundo. Ocurrió que la naturaleza estalló bajo la tierra; comenzaron a surgir matorrales, frutos, verduras, árboles que iban creciendo bajo la mirada atenta y jamás asombrada de los niños, flores que eran grandes como cabezas de asno, maíces de granos lechosos, cosas que nunca habían visto al otro lado del mar. Fray Toribio dijo que este gran milagro se había producido en respuesta al acto de fe de quienes persistieron en el lugar, bajo las lluvias. Hoy, sin embargo, podríamos considerar la posibilidad de que aquel estallido de jugos, pulpas y mieles estuviera relacionado con la bondad de la tierra, las lluvias torrenciales y las defecaciones de los nueve mil indios, que dejaron el valle tan salpicado de excrementos que pasarían siglos antes de que fuera necesario un nuevo abono. Y Puebla se dispuso a crecer. Las primeras familias se cruzaron entre sí, en una serie de convenios cuidadosamente establecidos, y fueron dejando entrar a otros grupos de gentes de España, que siguieron viniendo en una forma constante. De esta manera, Puebla de los Ángeles, ha podido, gracias a que nunca fue invadida, sino penetrada, mantener el espíritu intacto de las treinta y tres familias. Y aún ahora, tanto tiempo después, cuando la que hoy es taza grande y limpia, se seca al sol, aparecen los gestos de aquellas gentes transparentándose a través de un rostro de piel morena, o de un ademán de jugador de cartas en el casino. Más tarde, es necesario reseñarlo, los españoles dieron cabida a una comunidad de árabes, quienes habiendo sido andaluces en su día, pasaron más tarde a tierras de África para terminar en México. Aquí los franceses fueron derrotados en una batalla llena de color y de sorpresas, de gritos de indios y destellos de machetes. Los franceses vinieron a perder en Puebla, tan lejos de sus campos verdes, y algunos quedaron aquí para siempre, enterrados, y otros quedaron aquí para siempre, vivos. A estos últimos se debe una nueva inyección de espíritu mediterráneo que avivó la imaginación de ciertas familias, pero que tampoco pudo, en forma alguna, transformar el fondo hermético y calculadamente tenaz de los primeros habitantes. El constante canalillo abierto a la inmigración castellana, la llegada de los árabes de párpados oscuros, la súbita y escondida instalación de los franceses derrotados y la constante cruza con indígenas de decenas de tribus y sangres, fue manteniendo, en un milagro que ni san Toribio hubiera podido predecir, ese fondo de vida permanente que hace de un poblano algo que jamás será otro hombre cualquiera. El fondo permanente; acaso ése sea el secreto, y no solamente los españoles que llegaban desde Veracruz, fieles a una cita con un hombre del cual sólo sabían que era dueño de una tlapalería o de una fonda para viajeros; ni los árabes que aparecían de pronto en la taza, sonriendo por todo mensaje. O los nietos de los sargentos franceses, vencedores sobre sus abuelos tan vergonzosamente humillados por los indios de huarache y machete. El fondo permanente, que fue acomodando a unos y a otros dentro del tazón, manteniendo las proporciones, estableciendo una serie de leyes de convivencia que jamás se dirán ni comentarán pero que están en la sangre de todos. Y sobre todas las leyes; Roma. De alguna manera fray Toribio, al que no se le conocen hijos, consiguió perpetuarse de forma más profunda que la de ningún grupo. Él se impuso a todos; su Roma, la sólida y agobiante Roma, aquí está. Para quien guste. Pero esta historia no quisiera llegar hasta nuestros días, sino detenerse por los mil setecientos. Un siglo que fue muy largo para Puebla de los Ángeles, en donde se daban cita comerciantes, tratantes de ganado, gentes de todo tipo; gran cruce de caminos, se había convertido en el gran mercado. En el mes de octubre del año 1728, en Puebla se vendieron veintiséis mil bueyes, dieciséis mil mulas y diez mil caballos. Mugía, relinchaba la ciudad entera, olía a estiércol, como en sus comienzos, palpitaba de coces y gritos. Llegaban los arrieros en un nido de polvo que se iba desplazando por los caminos que aún estaban siendo inventados. Las largas caravanas de bueyes eran adelantadas por los caballos llevados al paso, y se dice que, en ocasiones, poblados completos de indígenas se enrolaban en una de estas marchas, con niños y mujeres preñadas, para ayudar a cuidar que los animales no se perdieran o los hicieran perdedizos. Así, un grupo de indios que hoy estaba en el sur de la ciudad, a muchas leguas, aparecía después en el norte, y allí se quedaba pariendo, creciendo, mezclándose. El espíritu de las treinta y tres familias parece haberse revelado contra estas brutales invasiones de comerciantes y ganaderos. Los poblanos, instalados en la mitad de un camino de riquezas, se negaban a ser contaminados por los visitantes. Y así comenzó a encerrarse una ciudad dentro de la ciudad; a crearse un espíritu tan fuerte que fuera capaz de defenderse de los arrieros de paso, de las caravanas de políticos y embajadores que desembarcaban en Veracruz y viajaban hacia la capital, de los vendedores de todo tipo que se instalaban durante unos días en sus plazas, para luego continuar el largo camino. Los poblanos fueron dejando las calles para los visitantes, acogiéndose a sus casas, a las viejas fórmulas herméticas que les habían permitido permanecer tal y como eran durante todo el tiempo pasado. Salían para recoger el dinero y entraban para hablar con los suyos. Y en estas salidas mostraban el lado circunspecto, apacible y en cierto modo taimado que les permitiría hacer buen negocio sin comprometer su intimidad, su honra o su calma hogareña. Dejarse penetrar pero no invadir, elegir a quienes van a depositar la simiente en la matriz del pueblo, pero no abrirse de piernas para que cada quien goce, preñe y luego se vaya. Puebla cuidó tan ferozmente la calidad de sus mezclas de sangre, que algunos que intentaron añadir ingredientes no aceptados por la comunidad tuvieron que abandonar el sitio, años y años después, sin haber conseguido ser poblanos. El fondo permanente: la atención a un cuidado porcentaje que jamás se ha desbalanceado, pasara lo que pasara. Ése es el secreto asombroso. Sólo así se entiende que la influencia de los ángeles albañiles, la fe oculta y perseguida del indio, la severidad del castellano, la mirada árabe, la desfachatez francesa hayan producido un tipo tan diferente a españoles, indios, franceses o libaneses. Y este nuevo tipo mexicano, por encontrarse en la mitad de un camino, por estar abierto a todos los traficantes, creó una sociedad más cerrada y sólida que ninguna otra. Para protegerse de los intrusos, los poblanos vivían encerrados en sus casas. Y para huir de las casas cerradas, las hijas de los poblanos inventaron meterse a monjas. Toda la ciudad, hacia finales de mil setecientos, era un templo grande y aparentemente silencioso. Un castillo en el castillo: Las poblanas acudían a los conventos anunciando que se iban de la vida, cuando lo cierto es que iban hacia la vida. Los conventos, en el mundo comedido, casi irrespirable del hogar poblano, eran sitio de libertad y alegría; pero esto no lo sabían las gentes de Puebla, sino solamente las monjas, algunos confesores y curas, algunos amigos que se colaban por los tornos y ciertos mensajeros que llegaban con las últimas noticias de Europa y las últimas maravillas de la capital. Es posible que cierta información sobre la alegría de vivir en el convento, frente a la angustia de vivir en el hogar, se haya colado hasta los despachos y tiendas de los padres de familia, herederos de aquellos primeros treinta y tres. Pero a éstos tampoco les convenía darse por enterados. Porque tener una hija monja era tener una garantía de respetabilidad y un orgullo para el apellido. Se reunían las familias a tomar chocolate, y se intercambiaban noticias sobre sus hijas monjas, con lo cual la conversación se dignificaba y hasta es posible se llenara de una dulce y pía santidad. La hija monja era como un escudo heráldico que colocar en unos hogares a los cuales los reyes habían concedido muy pocos escudos. La hija monja permitía una serie de confidencias sobre su salud, vida y milagros que eran aceptadas como material piadoso y noble por las otras familias, las cuales a su vez ofrecían noticias sobre sus propias hijas recluidas. Una familia sin monjas podía ser considerada hereje o, por lo menos, de oscura calidad cristiana. Las monjas de Puebla llenaban las casas con sus recuerdos anteriores a la reclusión en el convento, eran tenidas en cuenta a la hora de hacer dulces, se rezaba por ellas en las noches y se guardaban sus retratos en la gran sala, para orgullo de todos y respetuoso silencio del visitante. Así se comprende que cuando una muchacha iba a ser enviada a un convento, se la recubriera de flores, se la adornara, se la hiciera pintar por un artista antes de ir a mostrarla, en una carroza, a las personas nobles, ante quienes la familia estaba ganando, en aquellos momentos, consideración y respeto. Pero las jovencitas poblanas sabían de alguna manera que salir de la vida, en la cual ya no esperaban encontrar marido, era salir de una prisión oscura; y entrar en el convento era abrir las puertas en una comunidad vital y en ocasiones apasionante. En el convento esperaban, a la virgen pálida poblana, criadas y niñas, mujeres llenas de experiencia, reuniones al atardecer, pláticas de países lejanos y de excitantes mártires, confesores complacientes, jardines abiertos al sol. En el convento también, y para muchas de ellas, esperaba el amor. Los padres, que así se deshacían de una forma tan noble, y en beneficio del Señor, de un exceso de hijas, tenían otro tipo de problemas con el resto de la prole. La tendencia a resguardarse en el hogar y en el apellido produjo un poblano poco dado a llevar su industria y sus inventos fuera de la ciudad. Y esta aversión a comunicarse, excepto con quienes lo visitan, permitió a un tipo especial de visitante, al que no podía rechazarse ni expulsar, ir haciéndose con la verdadera riqueza de la región. Los curas formaban, para el poblano del siglo XVIII, la única aristocracia extraña que era aconsejable frecuentar y admitir. Y los curas, por otra parte, contemplaban con singular apetencia las tierras y las cosas de las familias de Puebla. Los deberes divinos y los negocios humanos comenzaron a ser manejados con igual habilidad y en el año 1772 todas las almas poblanas habían sido salvadas y todas las tierras habían sido perdidas. Incluso los ricos de Puebla, en el siglo XVIII, eran gentes bastante más pobres de lo que aparentaban, ya que sus pertenencias solían estar hipotecadas a los conventos en todo su valor y muchas veces en más de lo que verdaderamente valían. Así que muchos hacendados eran administradores y no dueños. Enviar, en estas condiciones, a una hija a vivir a un convento, era establecer un nexo sanguíneo con los auténticos ricos de la región. Diríamos que era como casar bien a la hija: casarla con el rico. A finales del siglo XVIII, mientras los artesanos vivían entre dificultades y problemas, y los campesinos y los peones indios apenas si vivían, en Puebla se alzaban ya nueve monasterios de monjes y once conventos de monjas. Por entonces había en Puebla de los Ángeles cincuenta y dos músicos y treinta y dos molineros. Había también ochenta y seis fabricantes de velas, ciento trece comerciantes, ciento cincuenta y ocho zapateros, noventa curtidores y un exageradísimo número de artesanos que se dedicaban a fabricar sombreros. Los trescientos cincuenta y tres sombrereros de Puebla, enviaban, con toda seguridad, sus productos por los caminos de la costa hasta Veracruz, y por los caminos del sur, hasta Guatemala. De otra forma, pronto hubieran agotado las cabezas locales. Los artesanos no tenían hijas monjas, porque no podían; pero a cambio daban un alto porcentaje de hijas prostitutas. Los sacerdotes de Puebla estuvieron durante siglos muy preocupados por la prostitución, a la que consideraban como una enfermedad del alma femenina. Se sabe sin embargo, y hay un buen material histórico sobre el caso, de la alegre vida nocturna de los curas de los siglos xvii y xviii; hay cronistas escandalizados ante los sacerdotes con hijos y por los prostíbulos frecuentados por confesores que dedicaban parte de la noche a salvar el alma de las mujeres descarriadas y otra parte a procurarse una información de primera mano sobre los placeres prohibidos. Los herederos de los treinta y tres fundadores cerraban los ojos, recluían a sus hijas, casaban a sus descendientes entre sí, celebraban contratos y se visitaban a la caída de la tarde, cuando las calles habían perdido vitalidad y sol. Por cierto que entre esas ya míticas treinta y tres familias hay una que no es familia, sino unidad sin descendencia. En el primer día de Puebla de los Ángeles, entre quienes se asomaron a las puertas de sus casas para dar gracias a Dios, estaba una viuda. No se sabe nada de esta viuda, que por lo que se dice no tenía hijos y no llegó a casarse de nuevo. Pudiéramos imaginarla altanera, de no malos bigotes, nacida en Castilla la Vieja, llegada a las Américas como esposa de un soldado de fortuna al que atravesó por mala parte una flecha, y abandonada a sus propios brazos duros, de nieta de campesinos. Esa viuda acaso haya conformado el espíritu crítico de la comunidad, la forma acerada de vigilar el comportamiento de los jóvenes, la dura fe cerrada a todo goce, el torvo gesto ante cualquier inicio de una risa, el furor estruendoso frente a los herejes y los cultos. La Viuda pudo haber marcado en los principios de la comunidad esa serie de respuestas convencionales y férreamente aceptadas, que poco a poco van penetrando en el corazón de las personas y estableciendo una norma general de conducta, sobre la que también influyen las sangres comunes y las peripecias compartidas. La Viuda asomada en las mañanas a la puerta de la casa contemplaría el panorama de aquella Puebla diminuta, registrando los más pequeños acontecimientos y estableciendo un sistema personal de premios y castigos. Así, el joven díscolo sería regañado por la Viuda y la muchacha apacible y domesticada recibiría un dulce hecho con miel y queso. La Viuda sería un peligro, en las noches, para los niños que se resistían al sueño, y también el fiscal cejijunto que observa a los enamorados tomados de la mano. La Viuda estaba creando el carácter de Puebla y los poblanos jamás dejaron de sentirse Viuda. Un día, hay que suponerlo, muere la Viuda y acuden a despedirla las niñas y los niños llevando flores blancas, los padres de familia vestidos con los trajes comprados en las arcas catalanas, las mujeres envueltas de mantillas y trenzadas las manos con rosarios; todo un acontecimiento la muerte de la Viuda. El gran observador se iba y se les iba la conciencia del mal según el antiguo testamento. Se les iba la Viuda y se quedaban sin esa inquisición permanente a la que se habían venido acostumbrando. El pequeño poblado de la Puebla se crispaba ante el anuncio de una ausencia que marcó los gestos y contuvo caricias, que hizo cerrar contraventanas, que estableció sistemas de saludos y señaló el límite exacto de la sonrisa para el buen vecino y el apretón de manos para los compadres. Aquel puñado de casas iniciales, alrededor de las que ya se habían ido creando nuevas casas, huertos y pequeños jardines, sintió que uno de los más serios lazos que la unían a la España lejana se había roto y que era necesario mantener su recuerdo para que todo el sistema no se cayera al suelo. Por todo esto, estamos suponiendo, se decidió que sobre la casa de la Viuda se edificara un primer convento. Y así se hizo y fue muy grande y generoso en piedras y en ventanas. Y la Viuda, que vivía sola, frente a tanto poblano dado a reproducirse de forma desmedida, terminó por tener más descendencia que ninguno. Y estas hijas de una mujer sin hijos desarrollaron una curiosa disposición y un temperamento que jamás sus padres sospecharon. Enviadas al convento por falta de marido, por las ambiciones familiares, sin vocación y sin futuro, dejaron que en ellas germinara una solapada rebeldía y un afán de vida que los poblanos nunca se hubieran atrevido a confesar. De la pequeña celda construida por el padre mezquino, las monjas fueron pasando a las grandes celdas hechas con un dinero que ni la mezquindad del padre podía negar, ya que la petición iba a significarle prestigio personal, y el cielo. Se vendían y se heredaban las inmensas celdas con cuatro criadas y tres niñas y se vivía en ellas como no vivían los poblanos ricos, ignorantes de que la mujer casada con el Señor estaba mejor situada que la mujer casada con un próspero comerciante. Un día una vieja pasa junto a las altas tapias del convento y escucha risas: —¡Que las monjitas están riendo! Y todo Puebla descubre que en los conventos se ríe; entonces las monjas deciden reír más quedito. Pero el pueblo terminó por enterarse de que había un lugar en la ciudad en donde aún se reía. Y comenzó a llamar a estas monjas alegres, las monjas apasionadas. Monjas Apasionadas de la Ciudad de Puebla de los Ángeles. En el convento la pasión y fuera el rigor de las fórmulas; en el convento las ganas de vivir y fuera las ganas de ganar la gloria; en el convento los amores tortuosos y fuera las heladas maneras conyugales. La Viuda se estremecía en el osario y terminó por abandonarlo para poner orden en donde el orden lo fue todo; salió la Viuda a la calle y llevó tras de sí a los poblanos en una caravana inmensa de voluntades que reclamaban ante las nuevas costumbres. Comenzó una guerra asombrosa, en la que el criollo daba como campo de batalla su propio corazón; allí la Viuda austera se enfrentaba a las líneas barrocas que desfiguraban las sólidas columnas de la fe; allí las ansias de liberación chocaban furiosamente con un sentido conservador y una sumisión de siglos heredada; allí las noticias de las nuevas ideas llegadas desde Europa eran rechazadas por un Dios tan enérgico que veía en cada libro un infierno candente; allí el desprecio por indios, negros, desheredados, mulatos y mestizos tropezaba con la hiriente conciencia de que los poblanos ya no eran ni podían ser los españoles que sus abuelos fueron; allí el gusto irremediable por el estuco decorado con oros y con verdes sufría el desprecio de una parte del alma ganada por líneas más severas; allí el español, que importaba la barrica de vino, descubría una noche el llanto que produce un aguardiente extraño surgido de una planta que ha invadido el paisaje; allí, en ese corazón tan en bandazos, todo chocaba entre sí en busca de una pretendida victoria que jamás llegaba. Y para ocultar tantas dudas, los poblanos decidieron ponerse en las manos de la Viuda, quien estaba dispuesta a luchar ferozmente a favor de la línea dura y áspera, heredada de Castilla, contra la blandura y la sazón de las nuevas maneras de vivir. Para el corazón de osario de la Viuda, todo estaba tan claro como un hueso; así que cayó sobre las monjas como una furiosa catástrofe que se revolviera azotándolo todo. Las monjas sufrieron su embestida y fueron finalmente golpeadas cuando defendían las últimas parcelas de una libertad que ya se les había prohibido. La Viuda luchó contra las monjas y contra el barroco mexicano que era la causa de todo el mal y el símbolo de tanto pecado y herejía. Todo fue un empecinado campo de combate; se peleó en las cúpulas de las Iglesias poblanas y en la pilastra estípite; en los alrededores del chocolate y sobre los dulces de lima adornados con pizcas rojas, encima de las flores de papel y en el rostro del ángel mestizo; la guerra de la Viuda no perdonaba nada y cada señal barroca era denunciada como contraria a la verdadera y severa fe de los mayores. La guerra de la Viuda estaba en todas partes y la atormentada guerra del criollo poblano, que ya llevaba lo barroco en el alma, no podía salir de las cuatro paredes de su pecho por miedo a denunciar que algo en él ya había sucumbido. De la guerra de la Viuda tenemos muchas noticias y de la otra guerra muchos presentimientos. Y aún hoy tenemos, también, el convencimiento de que la Viuda vive. Se puede ver a la Viuda, en nuestros días, si el caminante camina de prisa por las calles; se la ve, de pronto, imagen muy breve, tras de un visillo, como quien vigila los pasos de aquellos extraños que pretenden penetrar en la verdad de Puebla. Se la ha descubierto, casi al amanecer, cuando entra en la catedral dejando tras de sí un tufo antiguo. La conocen muy bien muchas familias, porque las lleva, día a día, marcando el paso por orden y concierto. La vieron volcarse, como hambrienta, sobre los que se permitieron libertades. La conocen los que un día saltan a la torera los preceptos y se casan con una muchachita que no tiene dinero ni sangre esclarecida. La conocen los que un día cayeron estrujados. La Viuda. Los ángeles clásicos, de larguísima cabellera rubia, y los ángeles gorditos nacidos del barroco, se toman de la mano y se van aterrados cuando llega la Viuda. La Viuda. Que vive dentro del político actual y de la dama rancia y dentro de la fiesta para obras pías y también en las páginas de la prensa diaria y en el retrete para señoras y en casi todos los lugares. La Viuda. Se instaló la primera en el lugar, cuando apenas si el escuadrón alado había levantado el vuelo, y aquí se quedó para siempre, siempre, siempre, siempre.
(Prólogo de la novela Fuga, hierro y fuego, Planeta, Barcelona, 1979)
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