Material de Lectura

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Selección y nota
introductoria del autor



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Nota introductoria

 

Todos los antólogos se curan en salud porque la antología bien puede poner en juego el gusto y en ocasiones el prestigio del antólogo.

Elegir entre lo de los demás casi siempre enfurece a los demás.

Aquí no hay tal cosa; yo busco entre lo mío y saco a relucir, con toda picardía, aquello que puede procurarme ante ustedes un rostro más interesante, más noble, más atractivo y también más divertido. Materiales algo más sólidos, disquisiciones sobre cine o teatro, experimentos más complejos se quedarán fuera; si es que existen.

Aquí tendrán aquello que conviene a un aspirante a libro y para una lectura rápida.

También lo que puede ir dando una idea de mi talante.

Al final de cada texto añadí los datos suficientes como para que se encuentre su procedencia, si al lector le apetece. Hacer el retrato de un hombre con fragmentos de sus obras es arriesgarse a que nunca lo conozcan. Pero si he de salir falsificado, que sea una bella falsificación.

     Pasen, pasen, pasen.
     Pasen si quieren pasar.

 

Paco Ignacio Taibo I

 

 


Nota sobre el autor


Paco Ignacio Taibo nació en Gijón, España, en 1924. Obtuvo la nacionalidad mexicana y radica en México desde hace varios años. Periodista, novelista, autor de teatro y hombre de televisión, es autor de más de 25 libros, entre los que sobresalen, aparte de los extractados para esta antología, Los cazadores (teatro, 1965), El juglar y la cama (teatro, 1965), La quinta parte de un arcángel (teatro, 1966), Pálidas banderas (novela, 1986), y los títulos sobre cine La risa loca, Enciclopedia del cine cómico mudo (1980), La música de Agustín Lara en el cine (1985) y María Félix. 47 pasos por el cine.

 


Curioso nacimiento de la ciudad
de Puebla de los Ángeles

 

Llegaron en un revoloteo de risas, gritos y advertencias urgentes; pero el aterrizaje lo llevaron a cabo con una suavidad y un tecnicismo verdaderamente magníficos. Era un grupo numeroso, y desplegaban sus grandes alas blancas llenos de confianza y de una cierta vanidad profesional que llevó a alguno de ellos a dar varias vueltas sobre el lugar indicado, como si quisieran mostrar sus últimos hallazgos en materia de aeronáutica.

Los ángeles, al fin, pusieron sus pies descalzos sobre lo que más tarde sería la ciudad de Puebla.

Era un gran placer verlos así, en un revuelo de plumas y carcajadas, convirtiendo un pequeño salto en un breve vuelo, azotando con el plumaje el aire y levantando de la tierra briznas de hierba y hojas secas. Se llamaban los unos a los otros y se golpeaban, jugando, ala contra ala, como si también en las plumas tuvieran la sensación del tacto. Eran altos, bellos, y muy ligeramente vestidos, con el pelo largo y la mirada clara; eran ángeles académicos, cantados en sonetos, descritos por los Santos Padres de la Iglesia, pero un poco irrespetuosos con la tradición.

Llegaron en un grupo que ya desde muy lejos cabrilleaba entre los rayos del sol, mostrándose tan límpidos y tan esplendorosos como el sol mismo.

En fin, los ángeles llegaron y empezaron a trazar la ciudad que habría de ser como el gran aglutinante de la fe cristiana en un paisaje de pueblecitos míseros y paganos.

Eran los ángeles del Imperio y hablaban español.

A su alrededor se alzaban las ruinas de las últimas resistencias, nombres de imposible entendimiento para los recién llegados: Amozoc, Texmelucan, Atlixco, Cholula, Huejotzingo...

El grupo de trabajo se quitó sus escasas ropas, recogió a la espalda, con cuidado, sus fantasiosas alas, y comenzó a trazar la ciudad de Puebla marcando su perímetro con cordeles, estacas y brochazos de cal.

Cuando terminaron, los ángeles volvieron a reunirse en el centro de la gran marca y uno de ellos, más risueño, más seguro y exultante que los otros, señaló sobre la tierra una gran cruz blanca: la catedral.

Después miraron a su alrededor, recogieron sus ropas y se vistieron sin prisas, charlando, comentando los pequeños incidentes de este trabajo nuevo para ellos; desperezaron las complejas armazones de plumas, agitándolas en breves espasmos, caminaron por última vez sobre el valle elegido, probaron su capacidad de despegue, saltaron sobre los dedos de los pies y tomaron vuelo en una idéntica algarabía de voces desprovistas de todo recato.

A varios metros sobre la traza de la nueva ciudad, giraron en rápidos círculos, como para obtener las últimas impresiones sobre sus esfuerzos, y después comenzaron a elevarse hacia el sol, tan gráciles, tan seguros y chillones que aún hoy los ateos de Puebla siguen afirmando que no eran ángeles, sino patos.

Pero esto sólo iba a ser el prólogo de la historia del lugar. El primer acto se inicia con santo Toribio.

Santo Toribio nació en España, cuando aún no tenía pretensiones de santidad. Pasado un tiempo prudencial, Toribio entró en la Iglesia y fue a convertirse en obispo de Astorga. Anduvo, más tarde, por tierras de Jerusalén y dióse a coleccionar reliquias que cargó consigo hasta que mandó edificar la iglesia de San Salvador, en la ciudad asturiana de Oviedo.

En San Salvador depositó todo su valioso arsenal de reliquias de todo tipo y éstas se guardaron en la mencionada iglesia para respeto de fieles y burlonas sonrisas de descreídos.

Ya convertido Toribio en santo, y por lo tanto muerto, fue honrado por la Iglesia con la asignación del día 16 de abril, fecha que le pertenece en el santoral.

Estábanse celebrando en México las ochavas de las Pascuas de Flores del año mil quinientos treinta y dos cuando se decidió construir un pueblo en un paraje aún sin nombre castellano.

Se supo de unos ángeles que habían llegado en fecha reciente a un valle abierto, y se organizó todo un ceremonial para seguir el consejo angélico.

Y así fue como el día de santo Toribio llegaron desde los rumbos más lejanos, atravesando incluso sierras, guiados por la noticia de que un pueblo estaba a punto de nacer, las gentes que irían a convertirse en los poblanos primeros.

No venían solos, sino acompañados por tribus de indios, tocados con plumachos y telas de colores locos, en los pies cascabeles hechos con frutas secas y en las manos sonajeros y ramas verdes.

Venían indios con maderas sobre los lomos, otros con cargas de paja, o con retorcidos clavos de fierro y mecates enrollados en ramas. Traían, otros muchos, utensilios, algunos de los cuales eran aún de muy reciente descubrimiento.

Llegaban los indios con mujeres y niños. Pasaban de nueve mil.

Treinta y tres casas se hicieron para otras tantas familias españolas.

Siete días se tardó en hacer el pueblo.

Después los indios celebraron una gran fiesta y oyeron la primera misa del lugar. Al terminar el largo rito, llevado a cabo en un idioma tan desconocido para los conquistados como para los conquistadores, los frailes bendijeron a los nuevos vecinos.

Algunos de éstos besaron la tierra, postrándose sobre ella, y otros se frotaron la frente con el polvo.

Los indios contemplaban en silencio, encerrados en sí mismos, todo el nuevo y oscuro ceremonial y algunos tomaron un terrón duro, apretado por la sequía, y lo guardaron para probar, más adelante, su eficacia.

Al terminar la misa, los indios levantaron el campo, recogieron a los niños desperdigados, aceleraron el trabajo de las mujeres y organizaron, de forma absolutamente imprevista, una gran danza para atraer a los ausentes.

Tardaron los frailes en comprender que nueve mil indios estaban bailando para llamar con sus sones a los ángeles; que aquello era un grito de ayuda enviado a los alados mensajeros del nuevo dios. Pero los ángeles no volvieron a Puebla.

Aún ahora hay una cierta desilusión en los indígenas de los contornos; esos que moldean en estuco rostros angelicales en un inútil gesto de reconstruir un momento que jamás se produjo.

Los frailes, por aquellos días empeñados en traducir una serie de signos ambiguos, procuraron frenar lo antes posible la concentrada danza y se dieron a empujar, hacia sus lugares de origen, a las tribus.

Se iban los grupos empenachados perdiéndose entre los altos magueyes, pero las voces de los cantores seguían sonando en el poblado en donde las mujeres se movían ansiosas de organizar los nuevos hogares, al fin en paz.

Sonaban lejos los himnos religiosos, entre el polvo del atardecer, cantados con una fe sin júbilo, con palabras que se iban confundiendo, empastelando, en un coro en el que sobresalían las recias voces castellanas de los frailes, quienes pretendían, así, imponer no sólo un cierto orden en el canto, sino establecer la forma correcta de pronunciar cada palabra.

Pero las palabras se retorcían de nuevo, se transformaban de nuevo, se hacían nuevas a los oídos de los frailes que enronquecían guiando al suave rebaño de cantores.

A las puertas de las treinta y tres casas, los poblanos escucharon los últimos girones de los himnos y luego entraron en sus hogares y cerraron las puertas.

Se fueron los indios para Tepeyac, para Cholula, para Tlaxcala, para Xelpan, para Huejotzingo, para Tepeaca.

Se fueron dejando el semen de Puebla de los Ángeles en un lugar rodeado de nada.

Y apenas si se hubieron marchado, comenzó a llover.
Fray Toribio de Motolinía se asustó.

Llovió tan fuerte sobre los nuevos poblanos que el agua azotaba de un sitio para otro, atravesando las calles y entrando y saliendo en las casas.

Fray Toribio de Motolinía llegó a pensar que algo en el ritual de la fundación había sido equivocado y que Dios estaba ofendido. Pensó, también, que acaso un indio ladino hubiera escondido, entre los cimientos de algún hogar, uno de esos amuletos para hacer llover que por obra del malo consiguen hasta torrenteras.

Seguía lloviendo y los frailes de los conventos instalados en los cerros lejanos supieron de este interminable aguacero y pidieron, públicamente, por los aterrados padres de familia.

Agua pertinaz y espesa, decía fray Toribio.

Se llegó a murmurar que Puebla había nacido con pecado y a sugerirse que lo mejor que podían hacer los agricultores varados en aquel lodazal era abandonar el campo y volver a los sitios de procedencia, por tierras de Veracruz.

Indios empeñosos dueños de dioses para llover, frailes en procesión, cristianos que observaban los negros nubarrones desde valles aledaños; todas estas presiones no consiguieron que los nuevos poblanos desfallecieran. Parecía como si en ese mismo momento estuvieran marcando la señal de su comportamiento futuro.

Y cuando ya las casas iban a disolverse, salió el sol y todo volvió a su ser.

Entonces fray Toribio de Motolinía, convertido en el primer cronista de la ciudad, escribió un párrafo que aún hoy hace sonreír de comprensión y gozo a quien lo lee: “Dos credos después de haberse ido la gran nube, el lugar de Puebla estaba seco y limpio como una taza.”

Salieron al sol, sobre la limpia taza, las treinta y tres familias y dieron gracias a Dios, comenzando de inmediato a organizar una vida que habrían de heredar, siglo tras siglo, sus descendientes.

Vivían en un pacífico orgullo, en un enclaustramiento de clanes y sangres. Circunspectos, atentos, hablando siempre en voz baja, los poblanos se cruzaban en aquel tazón habitado sin cambiar otra cosa que no fueran cortesías.

Y el mes de mayo, toda esta pulcritud de gestos y camisas fue de pronto premiada de manera tan disparatada que, si en vez de poblanos, texanos fueran, se habrían convertido en los locos más fantasiosos del mundo.

Ocurrió que la naturaleza estalló bajo la tierra; comenzaron a surgir matorrales, frutos, verduras, árboles que iban creciendo bajo la mirada atenta y jamás asombrada de los niños, flores que eran grandes como cabezas de asno, maíces de granos lechosos, cosas que nunca habían visto al otro lado del mar.

Fray Toribio dijo que este gran milagro se había producido en respuesta al acto de fe de quienes persistieron en el lugar, bajo las lluvias.

Hoy, sin embargo, podríamos considerar la posibilidad de que aquel estallido de jugos, pulpas y mieles estuviera relacionado con la bondad de la tierra, las lluvias torrenciales y las defecaciones de los nueve mil indios, que dejaron el valle tan salpicado de excrementos que pasarían siglos antes de que fuera necesario un nuevo abono.

Y Puebla se dispuso a crecer.

Las primeras familias se cruzaron entre sí, en una serie de convenios cuidadosamente establecidos, y fueron dejando entrar a otros grupos de gentes de España, que siguieron viniendo en una forma constante.

De esta manera, Puebla de los Ángeles, ha podido, gracias a que nunca fue invadida, sino penetrada, mantener el espíritu intacto de las treinta y tres familias.
Y aún ahora, tanto tiempo después, cuando la que hoy es taza grande y limpia, se seca al sol, aparecen los gestos de aquellas gentes transparentándose a través de un rostro de piel morena, o de un ademán de jugador de cartas en el casino.

Más tarde, es necesario reseñarlo, los españoles dieron cabida a una comunidad de árabes, quienes habiendo sido andaluces en su día, pasaron más tarde a tierras de África para terminar en México.

Aquí los franceses fueron derrotados en una batalla llena de color y de sorpresas, de gritos de indios y destellos de machetes.

Los franceses vinieron a perder en Puebla, tan lejos de sus campos verdes, y algunos quedaron aquí para siempre, enterrados, y otros quedaron aquí para siempre, vivos.

A estos últimos se debe una nueva inyección de espíritu mediterráneo que avivó la imaginación de ciertas familias, pero que tampoco pudo, en forma alguna, transformar el fondo hermético y calculadamente tenaz de los primeros habitantes.

El constante canalillo abierto a la inmigración castellana, la llegada de los árabes de párpados oscuros, la súbita y escondida instalación de los franceses derrotados y la constante cruza con indígenas de decenas de tribus y sangres, fue manteniendo, en un milagro que ni san Toribio hubiera podido predecir, ese fondo de vida permanente que hace de un poblano algo que jamás será otro hombre cualquiera. El fondo permanente; acaso ése sea el secreto, y no solamente los españoles que llegaban desde Veracruz, fieles a una cita con un hombre del cual sólo sabían que era dueño de una tlapalería o de una fonda para viajeros; ni los árabes que aparecían de pronto en la taza, sonriendo por todo mensaje. O los nietos de los sargentos franceses, vencedores sobre sus abuelos tan vergonzosamente humillados por los indios de huarache y machete.

El fondo permanente, que fue acomodando a unos y a otros dentro del tazón, manteniendo las proporciones, estableciendo una serie de leyes de convivencia que jamás se dirán ni comentarán pero que están en la sangre de todos.

Y sobre todas las leyes; Roma.

De alguna manera fray Toribio, al que no se le conocen hijos, consiguió perpetuarse de forma más profunda que la de ningún grupo. Él se impuso a todos; su Roma, la sólida y agobiante Roma, aquí está. Para quien guste.

Pero esta historia no quisiera llegar hasta nuestros días, sino detenerse por los mil setecientos.

Un siglo que fue muy largo para Puebla de los Ángeles, en donde se daban cita comerciantes, tratantes de ganado, gentes de todo tipo; gran cruce de caminos, se había convertido en el gran mercado.

En el mes de octubre del año 1728, en Puebla se vendieron veintiséis mil bueyes, dieciséis mil mulas y diez mil caballos.

Mugía, relinchaba la ciudad entera, olía a estiércol, como en sus comienzos, palpitaba de coces y gritos.

Llegaban los arrieros en un nido de polvo que se iba desplazando por los caminos que aún estaban siendo inventados.

Las largas caravanas de bueyes eran adelantadas por los caballos llevados al paso, y se dice que, en ocasiones, poblados completos de indígenas se enrolaban en una de estas marchas, con niños y mujeres preñadas, para ayudar a cuidar que los animales no se perdieran o los hicieran perdedizos.

Así, un grupo de indios que hoy estaba en el sur de la ciudad, a muchas leguas, aparecía después en el norte, y allí se quedaba pariendo, creciendo, mezclándose.

El espíritu de las treinta y tres familias parece haberse revelado contra estas brutales invasiones de comerciantes y ganaderos. Los poblanos, instalados en la mitad de un camino de riquezas, se negaban a ser contaminados por los visitantes.

Y así comenzó a encerrarse una ciudad dentro de la ciudad; a crearse un espíritu tan fuerte que fuera capaz de defenderse de los arrieros de paso, de las caravanas de políticos y embajadores que desembarcaban en Veracruz y viajaban hacia la capital, de los vendedores de todo tipo que se instalaban durante unos días en sus plazas, para luego continuar el largo camino.

Los poblanos fueron dejando las calles para los visitantes, acogiéndose a sus casas, a las viejas fórmulas herméticas que les habían permitido permanecer tal y como eran durante todo el tiempo pasado. Salían para recoger el dinero y entraban para hablar con los suyos. Y en estas salidas mostraban el lado circunspecto, apacible y en cierto modo taimado que les permitiría hacer buen negocio sin comprometer su intimidad, su honra o su calma hogareña.

Dejarse penetrar pero no invadir, elegir a quienes van a depositar la simiente en la matriz del pueblo, pero no abrirse de piernas para que cada quien goce, preñe y luego se vaya.

Puebla cuidó tan ferozmente la calidad de sus mezclas de sangre, que algunos que intentaron añadir ingredientes no aceptados por la comunidad tuvieron que abandonar el sitio, años y años después, sin haber conseguido ser poblanos.

El fondo permanente: la atención a un cuidado porcentaje que jamás se ha desbalanceado, pasara lo que pasara.

Ése es el secreto asombroso.

Sólo así se entiende que la influencia de los ángeles albañiles, la fe oculta y perseguida del indio, la severidad del castellano, la mirada árabe, la desfachatez francesa hayan producido un tipo tan diferente a españoles, indios, franceses o libaneses.

Y este nuevo tipo mexicano, por encontrarse en la mitad de un camino, por estar abierto a todos los traficantes, creó una sociedad más cerrada y sólida que ninguna otra.

Para protegerse de los intrusos, los poblanos vivían encerrados en sus casas.

Y para huir de las casas cerradas, las hijas de los poblanos inventaron meterse a monjas.

Toda la ciudad, hacia finales de mil setecientos, era un templo grande y aparentemente silencioso. Un castillo en el castillo:

Las poblanas acudían a los conventos anunciando que se iban de la vida, cuando lo cierto es que iban hacia la vida.
Los conventos, en el mundo comedido, casi irrespirable del hogar poblano, eran sitio de libertad y alegría; pero esto no lo sabían las gentes de Puebla, sino solamente las monjas, algunos confesores y curas, algunos amigos que se colaban por los tornos y ciertos mensajeros que llegaban con las últimas noticias de Europa y las últimas maravillas de la capital.

Es posible que cierta información sobre la alegría de vivir en el convento, frente a la angustia de vivir en el hogar, se haya colado hasta los despachos y tiendas de los padres de familia, herederos de aquellos primeros treinta y tres. Pero a éstos tampoco les convenía darse por enterados.

Porque tener una hija monja era tener una garantía de respetabilidad y un orgullo para el apellido.

Se reunían las familias a tomar chocolate, y se intercambiaban noticias sobre sus hijas monjas, con lo cual la conversación se dignificaba y hasta es posible se llenara de una dulce y pía santidad. La hija monja era como un escudo heráldico que colocar en unos hogares a los cuales los reyes habían concedido muy pocos escudos. La hija monja permitía una serie de confidencias sobre su salud, vida y milagros que eran aceptadas como material piadoso y noble por las otras familias, las cuales a su vez ofrecían noticias sobre sus propias hijas recluidas.

Una familia sin monjas podía ser considerada hereje o, por lo menos, de oscura calidad cristiana.

Las monjas de Puebla llenaban las casas con sus recuerdos anteriores a la reclusión en el convento, eran tenidas en cuenta a la hora de hacer dulces, se rezaba por ellas en las noches y se guardaban sus retratos en la gran sala, para orgullo de todos y respetuoso silencio del visitante.

Así se comprende que cuando una muchacha iba a ser enviada a un convento, se la recubriera de flores, se la adornara, se la hiciera pintar por un artista antes de ir a mostrarla, en una carroza, a las personas nobles, ante quienes la familia estaba ganando, en aquellos momentos, consideración y respeto.

Pero las jovencitas poblanas sabían de alguna manera que salir de la vida, en la cual ya no esperaban encontrar marido, era salir de una prisión oscura; y entrar en el convento era abrir las puertas en una comunidad vital y en ocasiones apasionante.

En el convento esperaban, a la virgen pálida poblana, criadas y niñas, mujeres llenas de experiencia, reuniones al atardecer, pláticas de países lejanos y de excitantes mártires, confesores complacientes, jardines abiertos al sol.

En el convento también, y para muchas de ellas, esperaba el amor. Los padres, que así se deshacían de una forma tan noble, y en beneficio del Señor, de un exceso de hijas, tenían otro tipo de problemas con el resto de la prole.

La tendencia a resguardarse en el hogar y en el apellido produjo un poblano poco dado a llevar su industria y sus inventos fuera de la ciudad.

Y esta aversión a comunicarse, excepto con quienes lo visitan, permitió a un tipo especial de visitante, al que no podía rechazarse ni expulsar, ir haciéndose con la verdadera riqueza de la región. Los curas formaban, para el poblano del siglo XVIII, la única aristocracia extraña que era aconsejable frecuentar y admitir.

Y los curas, por otra parte, contemplaban con singular apetencia las tierras y las cosas de las familias de Puebla.

Los deberes divinos y los negocios humanos comenzaron a ser manejados con igual habilidad y en el año 1772 todas las almas poblanas habían sido salvadas y todas las tierras habían sido perdidas. Incluso los ricos de Puebla, en el siglo XVIII, eran gentes bastante más pobres de lo que aparentaban, ya que sus pertenencias solían estar hipotecadas a los conventos en todo su valor y muchas veces en más de lo que verdaderamente valían.

Así que muchos hacendados eran administradores y no dueños.

Enviar, en estas condiciones, a una hija a vivir a un convento, era establecer un nexo sanguíneo con los auténticos ricos de la región. Diríamos que era como casar bien a la hija: casarla con el rico.

A finales del siglo XVIII, mientras los artesanos vivían entre dificultades y problemas, y los campesinos y los peones indios apenas si vivían, en Puebla se alzaban ya nueve monasterios de monjes y once conventos de monjas.

Por entonces había en Puebla de los Ángeles cincuenta y dos músicos y treinta y dos molineros.

Había también ochenta y seis fabricantes de velas, ciento trece comerciantes, ciento cincuenta y ocho zapateros, noventa curtidores y un exageradísimo número de artesanos que se dedicaban a fabricar sombreros. Los trescientos cincuenta y tres sombrereros de Puebla, enviaban, con toda seguridad, sus productos por los caminos de la costa hasta Veracruz, y por los caminos del sur, hasta Guatemala. De otra forma, pronto hubieran agotado las cabezas locales.

Los artesanos no tenían hijas monjas, porque no podían; pero a cambio daban un alto porcentaje de hijas prostitutas.

Los sacerdotes de Puebla estuvieron durante siglos muy preocupados por la prostitución, a la que consideraban como una enfermedad del alma femenina.

Se sabe sin embargo, y hay un buen material histórico sobre el caso, de la alegre vida nocturna de los curas de los siglos xvii y xviii; hay cronistas escandalizados ante los sacerdotes con hijos y por los prostíbulos frecuentados por confesores que dedicaban parte de la noche a salvar el alma de las mujeres descarriadas y otra parte a procurarse una información de primera mano sobre los placeres prohibidos.

Los herederos de los treinta y tres fundadores cerraban los ojos, recluían a sus hijas, casaban a sus descendientes entre sí, celebraban contratos y se visitaban a la caída de la tarde, cuando las calles habían perdido vitalidad y sol.

Por cierto que entre esas ya míticas treinta y tres familias hay una que no es familia, sino unidad sin descendencia.

En el primer día de Puebla de los Ángeles, entre quienes se asomaron a las puertas de sus casas para dar gracias a Dios, estaba una viuda.

No se sabe nada de esta viuda, que por lo que se dice no tenía hijos y no llegó a casarse de nuevo.

Pudiéramos imaginarla altanera, de no malos bigotes, nacida en Castilla la Vieja, llegada a las Américas como esposa de un soldado de fortuna al que atravesó por mala parte una flecha, y abandonada a sus propios brazos duros, de nieta de campesinos.

Esa viuda acaso haya conformado el espíritu crítico de la comunidad, la forma acerada de vigilar el comportamiento de los jóvenes, la dura fe cerrada a todo goce, el torvo gesto ante cualquier inicio de una risa, el furor estruendoso frente a los herejes y los cultos.

La Viuda pudo haber marcado en los principios de la comunidad esa serie de respuestas convencionales y férreamente aceptadas, que poco a poco van penetrando en el corazón de las personas y estableciendo una norma general de conducta, sobre la que también influyen las sangres comunes y las peripecias compartidas.

La Viuda asomada en las mañanas a la puerta de la casa contemplaría el panorama de aquella Puebla diminuta, registrando los más pequeños acontecimientos y estableciendo un sistema personal de premios y castigos.

Así, el joven díscolo sería regañado por la Viuda y la muchacha apacible y domesticada recibiría un dulce hecho con miel y queso.

La Viuda sería un peligro, en las noches, para los niños que se resistían al sueño, y también el fiscal cejijunto que observa a los enamorados tomados de la mano.

La Viuda estaba creando el carácter de Puebla y los poblanos jamás dejaron de sentirse Viuda.

Un día, hay que suponerlo, muere la Viuda y acuden a despedirla las niñas y los niños llevando flores blancas, los padres de familia vestidos con los trajes comprados en las arcas catalanas, las mujeres envueltas de mantillas y trenzadas las manos con rosarios; todo un acontecimiento la muerte de la Viuda.

El gran observador se iba y se les iba la conciencia del mal según el antiguo testamento.

Se les iba la Viuda y se quedaban sin esa inquisición permanente a la que se habían venido acostumbrando.

El pequeño poblado de la Puebla se crispaba ante el anuncio de una ausencia que marcó los gestos y contuvo caricias, que hizo cerrar contraventanas, que estableció sistemas de saludos y señaló el límite exacto de la sonrisa para el buen vecino y el apretón de manos para los compadres.

Aquel puñado de casas iniciales, alrededor de las que ya se habían ido creando nuevas casas, huertos y pequeños jardines, sintió que uno de los más serios lazos que la unían a la España lejana se había roto y que era necesario mantener su recuerdo para que todo el sistema no se cayera al suelo.

Por todo esto, estamos suponiendo, se decidió que sobre la casa de la Viuda se edificara un primer convento.

Y así se hizo y fue muy grande y generoso en piedras y en ventanas. Y la Viuda, que vivía sola, frente a tanto poblano dado a reproducirse de forma desmedida, terminó por tener más descendencia que ninguno.

Y estas hijas de una mujer sin hijos desarrollaron una curiosa disposición y un temperamento que jamás sus padres sospecharon.

Enviadas al convento por falta de marido, por las ambiciones familiares, sin vocación y sin futuro, dejaron que en ellas germinara una solapada rebeldía y un afán de vida que los poblanos nunca se hubieran atrevido a confesar.

De la pequeña celda construida por el padre mezquino, las monjas fueron pasando a las grandes celdas hechas con un dinero que ni la mezquindad del padre podía negar, ya que la petición iba a significarle prestigio personal, y el cielo.

Se vendían y se heredaban las inmensas celdas con cuatro criadas y tres niñas y se vivía en ellas como no vivían los poblanos ricos, ignorantes de que la mujer casada con el Señor estaba mejor situada que la mujer casada con un próspero comerciante.

Un día una vieja pasa junto a las altas tapias del convento y escucha risas:

—¡Que las monjitas están riendo!

Y todo Puebla descubre que en los conventos se ríe; entonces las monjas deciden reír más quedito.

Pero el pueblo terminó por enterarse de que había un lugar en la ciudad en donde aún se reía. Y comenzó a llamar a estas monjas alegres, las monjas apasionadas.

Monjas Apasionadas de la Ciudad de Puebla de los Ángeles.

En el convento la pasión y fuera el rigor de las fórmulas; en el convento las ganas de vivir y fuera las ganas de ganar la gloria; en el convento los amores tortuosos y fuera las heladas maneras conyugales. La Viuda se estremecía en el osario y terminó por abandonarlo para poner orden en donde el orden lo fue todo; salió la Viuda a la calle y llevó tras de sí a los poblanos en una caravana inmensa de voluntades que reclamaban ante las nuevas costumbres.

Comenzó una guerra asombrosa, en la que el criollo daba como campo de batalla su propio corazón; allí la Viuda austera se enfrentaba a las líneas barrocas que desfiguraban las sólidas columnas de la fe; allí las ansias de liberación chocaban furiosamente con un sentido conservador y una sumisión de siglos heredada; allí las noticias de las nuevas ideas llegadas desde Europa eran rechazadas por un Dios tan enérgico que veía en cada libro un infierno candente; allí el desprecio por indios, negros, desheredados, mulatos y mestizos tropezaba con la hiriente conciencia de que los poblanos ya no eran ni podían ser los españoles que sus abuelos fueron; allí el gusto irremediable por el estuco decorado con oros y con verdes sufría el desprecio de una parte del alma ganada por líneas más severas; allí el español, que importaba la barrica de vino, descubría una noche el llanto que produce un aguardiente extraño surgido de una planta que ha invadido el paisaje; allí, en ese corazón tan en bandazos, todo chocaba entre sí en busca de una pretendida victoria que jamás llegaba.

Y para ocultar tantas dudas, los poblanos decidieron ponerse en las manos de la Viuda, quien estaba dispuesta a luchar ferozmente a favor de la línea dura y áspera, heredada de Castilla, contra la blandura y la sazón de las nuevas maneras de vivir.

Para el corazón de osario de la Viuda, todo estaba tan claro como un hueso; así que cayó sobre las monjas como una furiosa catástrofe que se revolviera azotándolo todo. Las monjas sufrieron su embestida y fueron finalmente golpeadas cuando defendían las últimas parcelas de una libertad que ya se les había prohibido.

La Viuda luchó contra las monjas y contra el barroco mexicano que era la causa de todo el mal y el símbolo de tanto pecado y herejía. Todo fue un empecinado campo de combate; se peleó en las cúpulas de las Iglesias poblanas y en la pilastra estípite; en los alrededores del chocolate y sobre los dulces de lima adornados con pizcas rojas, encima de las flores de papel y en el rostro del ángel mestizo; la guerra de la Viuda no perdonaba nada y cada señal barroca era denunciada como contraria a la verdadera y severa fe de los mayores.

La guerra de la Viuda estaba en todas partes y la atormentada guerra del criollo poblano, que ya llevaba lo barroco en el alma, no podía salir de las cuatro paredes de su pecho por miedo a denunciar que algo en él ya había sucumbido.

De la guerra de la Viuda tenemos muchas noticias y de la otra guerra muchos presentimientos.

Y aún hoy tenemos, también, el convencimiento de que la Viuda vive. Se puede ver a la Viuda, en nuestros días, si el caminante camina de prisa por las calles; se la ve, de pronto, imagen muy breve, tras de un visillo, como quien vigila los pasos de aquellos extraños que pretenden penetrar en la verdad de Puebla.

Se la ha descubierto, casi al amanecer, cuando entra en la catedral dejando tras de sí un tufo antiguo.

La conocen muy bien muchas familias, porque las lleva, día a día, marcando el paso por orden y concierto.

La vieron volcarse, como hambrienta, sobre los que se permitieron libertades.

La conocen los que un día saltan a la torera los preceptos y se casan con una muchachita que no tiene dinero ni sangre esclarecida.

La conocen los que un día cayeron estrujados.

La Viuda. Los ángeles clásicos, de larguísima cabellera rubia, y los ángeles gorditos nacidos del barroco, se toman de la mano y se van aterrados cuando llega la Viuda.

La Viuda. Que vive dentro del político actual y de la dama rancia y dentro de la fiesta para obras pías y también en las páginas de la prensa diaria y en el retrete para señoras y en casi todos los lugares.

La Viuda. Se instaló la primera en el lugar, cuando apenas si el escuadrón alado había levantado el vuelo, y aquí se quedó para siempre, siempre, siempre, siempre.

 

(Prólogo de la novela
Fuga, hierro y fuego,
Planeta, Barcelona, 1979)

 


Están llamando a la puerta

 

La policía sabe que es policía, sabe que tiene el poder, sabe ejercerlo, sabe que las puertas se le tienen que abrir y que al otro lado de cada puerta hay un rostro desencajado que intenta; inútilmente, reconstruir la calma.

La policía no usa nunca el timbre, aun cuando lo haya y esté funcionando.

La policía estrella el puño contra la tabla y espera que la tabla no caiga al suelo; pero lo que se cae, al otro lado, es el corazón y el pulso, y las rodillas. Hasta los calcetines de los muchachos se caen al otro lado, cuando se estrella el puño del policía.

Por todo esto, los perseguidos nos acostumbramos a llamar a la puerta con un toquecito liviano, con un suave rasguño, con un repiqueteo de dedos.

Con el puño, jamás.

Por todo esto, que muchos de ustedes comprenderán de inmediato, mi familia, al igual que miles de personas, llamamos siempre a la puerta con amor.

 

(Para aclarar las aguas del olvido,
Júcar, Madrid, 1982)

 


Amena descripcion de un bombardeo

 

La bomba atravesó el mirador, una pared de ladrillos, entró en el cuarto de baño y se fue a incrustar en el retrete, en donde quedó con la espoleta metida en los restos de la última orinada.

Nadie se lo podía creer; por eso la mostrábamos a los vecinos, que acudían caminando muy despacio, porque las vibraciones podían hacer que el artefacto estallara y nos mandara a todos al carajo.

Mamá avisó en la calle a un soldado y después vinieron cinco hombres vestidos con uniformes extraños, correajes deslucidos y diferentes gorros no identificables. Parece que eran los especialistas en desmontar las bombas.

Empezaron siendo cincuenta y ya eran solamente seis, dijeron. Pero habían aprendido.

La bomba que tuvo la feliz ocurrencia de impedirnos en el futuro hacer del cuerpo con comodidad, había caído durante el bombardeo nocturno.

El bombardeo nocturno fue así, salvo mala memoria o exceso de afán protagonístico.

Dijeron: hay que levantarse, que esto viene muy duro. Sonaban golpazos muy fuertes y chillidos lejanos; también raros crujidos, y de cuando en cuando el aire se apretaba dolorosamente en los oídos y las paredes parecían vacilar durante un instante. Ni los más valientes aguantaban sin tomar de la mano al más cercano; así se iban formando muy curiosas parejas que se irían a diluir para siempre apenas si el miedo nos pasara. Las explosiones producen un aire que vibra, se cuela en la casa, busca cómo huir de aquel reducto y choca este aire con otro aire que llega a través de otra ventana y que ha producido otra explosión. Estos dos aires, tan macizos y secos, tan directos como un puñetazo, van a golpearnos en la cara, en los riñones, en la espalda, que estaba ingenuamente desprevenida. Este aire es duro como el hierro y tiene dentro de sí un millón de alfileres que se incrustan y se hunden en la carne, atraviesan los ojos y pinchan los oídos, que agrietan las paredes, hacen daño en los dedos, entran en la cabeza. La casa está ya abierta a estos aires de metal ardiente que chocan entre sí, se precipitan de pronto a través de un orificio que antes no existía, caen del cielo como un bloque de calor muy compacto o rompen el piso de la alcoba para surgir frente a nosotros como un brazo salvaje y gigantesco que todo lo perfora y lo domina.

Es el aire él que trae gritos apretados en su profundo seno, el que trae el frío de hielo y el calor más blanco y lacerante. Hay aires que atraviesan la escena llevándose un papel o un mechoncito de cabellos rubios y se alejan como silbando y sin darse importancia, y hay un aire de explosión cercana que arranca las bisagras, impone su presencia en nuestros corazones y nos aplasta unos contra otros como si gozara en apretarnos tanto. Es el aire el que convierte un bombardeo en algo tan distinto a otra experiencia; el que se muestra de diversas maneras y mueve los armarios y derriba los cuadros y, en un cierto momento, se lleva todo el hogar entre sus manos y deja en aquel sitio un total desamparo y algún muerto.

Así, más o menos, resulta el bombardeo a mis oídos.

                                    

(Para aclarar las aguas del olvido)

 

 


Después del bombardeo

 

Después del bombardeo la ciudad es otra.

Millares de pequeños detalles se trastocan y algunas escenografías parecen haber sido movidas de forma un poco anárquica; lo que situábamos a la izquierda está ya a la derecha, y lo que estaba en alto se ha caído.

Aparte de este cambio esencial en los elementos que teníamos tan fijados en la mente y eran como lo cotidiano y casi no visto, otras cosas cambian o se evaden.

Se producen también fenómenos curiosos que van a ser explicados de mil formas distintas a lo largo de los días siguientes; por ejemplo, cuando estalló el polvorín, cerca de la Estación del Norte, estuvieron cayendo durante horas, en la calle, trapitos blancos.

Eran como hojas de papel de fumar que flotaban en un olor acre y agudo; hojas que se balanceaban, planeaban con movimientos muy delicados y se iban a posar, con muy suave tacto, sobre el pavimento, los árboles, las cosas rotas.

El cielo se llenó de estos papelitos, tan frágiles que en ocasiones se partían en dos apenas si un poco de aire los hacía danzar con más fuerza.

Y esto no es todo; se cae una gran casa de tres pisos y allá entre los escombros, en la tercera ventana contando desde abajo, vemos una botella en equilibrio inestable pero intacta. A su alrededor se ha derretido el hierro, se quebró una gran piedra, se han quemado las grandes vigas de nogal, y la botella, sin embargo, está allí, conteniendo algo que no se ha derramado, ofreciéndose al asombro de todos cuantos pasan.

Después del bombardeo la ciudad se transforma como un puzzle terminado al que una mano sacudiera ferozmente. Nada está en su sitio, todo tiene un sitio nuevo, y el árbol al que mirábamos inadvertidamente al pasar a la escuela, ya no está.

Una bomba certera consigue que una casa muestre sus tripas y veamos cañerías, los tubos del retrete, el sistema eléctrico y todo lo demás. La casa se abre a la curiosidad pública como un cuerpo sobre la mesa de operaciones, y algunas de sus entrañas son también rojas y cálidas; otras, oscuras y podridas.

Allá en lo alto, junto a un armario roto, algo hay pequeño y claro. Y las gentes se paran en el centro de la calle y discuten si es un guante amarillo o una mano cortada.

Después de un bombardeo, en la Tenderina Baja, una casita se partió por la mitad y a la calle fueron proyectados cientos de libros viejos.

Los niños gozamos con la rapiña, cargamos los libros de hojas resecas y nos repartimos el botín, ya en plena noche.

Fue un buen saqueo; la guerra nos debía mucho y nos pagó una parte en primeras ediciones. Estaban en latín y no entendimos nada.

En algunas otras ocasiones, el bombardeo prestaba otro tipo de favores.

—Paco Ignacio, levántate y mira por la ventana. La casa de enfrente se ha caído y se ve el campo.

                                     

(Para aclarar las aguas del olvido)

 


Adición a "Suave patria" 

 

Nada termina cuando se termina. Todo lo retoca, cambia, reduce o amplía el tiempo. Sabiendo esto, propongo que a la “Suave Patria” del vate López Velarde, se le añadan unos versos. No es justo que el vate se haya olvidado, en su prolija relación de cosas mexicanas importantes, del mole poblano.

Escribe López Velarde:


Suave Patria; tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío.
Tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol
cruzan como botellas alambradas.

Y yo añado:


Y desde el hueco de tu alfarería,
que concita las hambres de la prole,
ofrecerás en horas de alegría,
junto al ardiente caldo del pozole
la muy oscura dignidad del mole.

 

(Breviario del mole,
  Terra Nova, México, 1981)

 


Defensa del pedo

 

El día 17 de febrero de 1816 el Inquisidor General para todas las Américas prohibió, bajo pena de excomunión mayor, que el pedo fuera defendido.

Don Francisco Javier Mier y Campillo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, obispo de Almería, caballero de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de España de Carlos III y otros títulos, nombramientos, aspavientos y aclamaciones más, era enemigo jurado del pedo.

En el documento en que prohíbe que se lea el libro titulado Defensa del pedo, el obispo advierte que lo que pretende con la prohibición es prevenir el daño.

Los pedos han tenido siempre enemigos jurados; cuando el ilustre académico don Camilo José Cela lanzó una airada pedorreta en plena sesión del Senado, el país español volvió a dividirse en los dos grandes núcleos históricos:

Los que defienden al pedo.

Y los que defienden a don Francisco Javier Mier y Campillo.

Pero está claro que el pedo no dejará de existir por ser perseguido y atormentado y existirá con más fuerza y más trompetería en aquellos lugares en donde se comen fabadas.

Asturias es, puede decirse, el paraíso del pedo libre.
La fabada es un inmenso manantial de pedos y tan inherente es el pedo a la fabada, como el silbatazo envuelto en nieblas húmedas a la locomotora de vapor.

Es curioso, sin embargo, que siendo Asturias pedorrera, no haya aparecido un estilista del pedo en esta tierra; fue en Francia donde nació el señor Joseph Pujol, quien se hizo famoso por interpretar obras clásicas usando el viento interior y administrándolo con gran habilidad y desparpajo.

Llamado el “pedómano”, aquel artista asombró al mundo entero y se llegó a estudiar cuidadosamente los mecanismos naturales que usaba para producir una gama tan increíble de sonidos. Yo pienso que las judías tuvieron algo que ver en este éxito de salón, y que si el señor Pujol hubiera conocido la fabada (no es probable que la haya probado) habría llegado a cumbres que ni él mismo soñó.

Algunas piezas famosas parecen, por cierto, haber sido compuestas pensando en este tipo de interpretaciones; no estaría mal, por ejemplo, “La marcha de Zaragoza” en concierto para fabada, pedo y timbal.

Con todo esto, quiero señalar que el pedo, tan denigrado por el Gran Inquisidor y sus sucesores, ha tenido momentos de gran brillantez y que fue considerado como un arte menor, pero elegante.

Como siempre ocurre en estos casos, al ser prohibido el pedo en América, éste entró en la clandestinidad y fueron surgiendo esos pedos silenciosos, enmascarados y, en ocasiones, mortíferos.

No se puede ignorar este hecho y tampoco se puede desligar la causa del fenómeno; aceptar el pedo como tal, hacerlo entrar en sociedad, admitirlo siempre que no ofenda a las narices, es razonable y urgente.

El cuerpo humano tiene pocas salidas al exterior y la aerofagia necesita de canales adecuados para ser reducida. En la imposibilidad de que los aires salgan por las orejas, pongamos por ejemplo, sólo nos queda eructar y pedorrear. El eructo fue aceptado como un elogio del cocinero durante años, y si al final de una comida memorable todos los comensales eructaban copiosamente, el cocinero salía a saludar con el mismo gesto agradecido que emplean los tenores de ópera. Después desapareció esta saludable costumbre y hoy nadie se atreve a lanzar un eructo en un salón de banquetes.

Reducidos al pedo clandestino, los seres humanos han tenido que buscar refugio vergonzante para encontrar la salida al exterior del aire almacenado.

Yo no me atrevería a proponer que después de la fabada todos nos convirtiéramos en “pedómanos”, ya que por falta de ensayos podía resultar un concierto poco grato; pero sí se me ocurre que la palabra pedo salga a la luz pública.

—Don Manuel, me perdonará usted, pero me voy a lanzar un pedo en el pasillo.

Y don Enrique, que se comió dos platos de fabada, deja el puro en el cenicero y sale airosamente para volver desairado; es decir, sin aire.


(Breviario de la fabada
,
José Esteban Editor,
Madrid, 1981)

 


Una muerte en la Acracia

 

Rogelio el Zapatero olía a tabaco y a papel viejo, también a esa cola pegajosa, color de miel, muy espesa, que guardaba en un bote dentro del cual se hundía, siempre, una astilla que usaba de cuchara. Sobre la camisa desabotonada, usaba Rogelio un chaleco muy raído, que había pertenecido a un traje color vino y en un bolsillo, pequeño, del tal chaleco guardaba una caja de cerillas de madera y la punta de un lápiz de tinta que metía en la boca, y lamía con la lengua, antes de anotar algo en el dorso de un sobre ya bastante amolado. La lengua de Rogelio el Zapatero era azul en la punta, por causa del lápiz de tinta, y sonrosada en todo el resto de su extensión, ya que era hombre sano, que si fumaba bastante, no bebía sino sidra o vino con agua o con sifón. Además, y por un cierto tiempo fue vegetariano y si abandonó tal disciplina fue a causa de una reflexión nocturna durante la cual se dijo que eran los burgueses los que impedían que los obreros comieran carne y no parecía razonable unirse a los burgueses en ese empeño.

Rogelio el Zapatero se había casado y tenía tres hijos y dos sobrinos recogidos; la mujer de Rogelio lo contemplaba entre absorta y condescendiente y solía afirmar, en el lavadero público, que su marido era un santo descreído, pero santo. Un día a Rogelio lo atropelló un tranvía y dos horas después se fue a morir sobre su propia cama.

La mujer lloró mucho por él y porque con su muerte se produjo un muy sórdido escándalo; ya que no se pudo enterrar en sagrado sino en tierra fuera del cementerio. Lloró, sobre todo, porque su entierro coincidió con el de un concejal que fue acompañado por veinte niños huérfanos del asilo, por un número importante de gente de sotana, toga y traje negro y por apellidos famosos, respetados.

A Rogelio le acompañaron veinte tipógrafos, dos impresores, un linotipista y un buen número de obreros de distintas especializaciones. Pero, curiosamente, al entierro de Rogelio no fueron zapateros.

Rogelio el Zapatero pensaba que primero fueron las palabras y después las pistolas; pero que estas últimas, de alguna forma, destruían la esencia.

Los viejos anarquistas miraron al principio las armas con gran curiosidad y como eran muy diestros con las manos, las aceitaban, les cambiaban algunas de las piezas, estudiaban todos sus mecanismos y las guardaban entre telas de lino.

Pero a los discursos siguieron los disparos y a las bellas miradas que acariciaban paisajes y se iban sobre el mar buscando un mañana muy limpio y diferente se fue imponiendo una forma distinta de mirar: ojos atravesados, ansiosos de venganza, colmados de esa larga espera que no tiene, al final, sino puertas cerradas.

Rogelio había pensado que en lo hondo de todo ser humano se encuentra, ovillado, un canto, un abrazo posible que salta de hombro en hombro y llega a hacer hermano a ese hombre que por vivir tan lejos ni el color de la piel adivinamos. Así que fue a morirse debajo de un tranvía, cuando una primera pistola salía, muy subrepticiamente, de su encierro de lino y se iba, furiosa, sobre un corazón.

Aquello era el principio de un acto de justicia y también el final de toda una esperanza.

Se murió Rogelio en pleno invierno y hasta que el mes de julio inició su tarea, no pudieron sus amigos y cuantos le querían volver a caminar el campo y a hundir la mirada en los cielos aún grises y caídos. Pero llegaron hasta un curioso promontorio de rocas y de hierbas que se encontraba asomado al mar (un mar que no callaba) y uno de los niños eligió un lugar, con muy poca fortuna, porque estaba pelado y era poco amable, y en aquel sitio colocó una manzana.

Y así se hizo, porque la tumba de Rogelio el Zapatero no estaba en ningún sitio, dentro del cementerio, dentro de una idea, cerrado por cerradas opiniones; sino que el mundo entero era su tumba y por eso al poner sobre la tierra grumosa la manzana...

El amigo al que conté la historia estaba muy contrito porque, efectivamente, era una historia triste ésta de la muerte en la Acracia.

Yo también estaba triste, me había vuelto triste de pronto.

Mi mujer me dijo:

—No lo tomes así. Tú mismo la inventaste.

Nos fuimos los tres a cenar.

Al terminar la cena yo tomé una manzana y fui a dejarla en la calle, en el suelo, sobre una acera sucia y algo mojada.

Mi mujer me dijo:

—¿Un nuevo rito?

Y yo le dije que sí; pero no nuevo.

Después nos besamos en la noche y cuando descubrió que yo estaba llorando, me reconvino con una caricia.

—¿Cuándo, al fin, crecerás?

Y yo respondí que pronto.

 



(Debiste haber contado otras historias,
Argos Vergara, Barcelona, 1983)

 


Primera toma de Dolores

 

Sus pies desnudos se quedaron frente al sillón y luego, en un giro tan rápido que no pudo ser visto, volvieron hacia nosotros y desaparecieron entre los pliegues de aquella bata impredecible. No era justamente una bata, sino un kimono que parecía hecho con un inmenso mantón de Manila, y que había recibido para aumentar mi asombro, como adorno adicional, un largo borde de piel blanca, muy delicada, que se movía al más ligero soplo de aire o bajo el aliento de Dolores.

Entonces, cuando aún no había podido llegar más lejos en este inventario de asombros, entró en el inmenso salón oscuro una mujer vestida de negro, muy silenciosa, de hombros apesadumbrados. Traía en las manos un perro muy pequeño, muy peludo, de ojos maliciosos.

La mujer de luto entregó a Dolores el perro y se fue sin mirarnos. Dolores ya estaba sentada en el sillón, un sillón rimbombante, un indeseable sillón que tenía el siniestro aspecto de un gran animal agazapado y hosco, y se hundió en el sillón convirtiéndolo en un espacio acogedor, en un hueco cálido que la envolvía y la preservaba de todo tipo de miradas.

Desde el fondo del sillón, envuelta en aquel estremecedor kimono filipino, escondiendo los pies y apretando contra su cabeza la ridícula cabeza del perrito; todo lo que podíamos ver de la recién llegada era un rostro oval, una mirada escrutadora y llena de preguntas y una sonrisa que venía a decirnos que el sillón, el perro, el kimono y Hollywood entero no era un lugar amoroso para una jovencita indefensa, absolutamente desprotegida, que sólo podía confiar en cosas tan elementales como el calor animal del perrito y la oquedad vigorosa de aquel mueble en el que se sumergía hasta el fondo, asomándose un poco como quien sale de un cálido ovario a contemplar el mundo que lo espera y tener una visión precisa de quienes son sus amigos y quienes acaso ya anuncian amenazas. No sabía, entonces, que dentro de esa figura, tan aparentemente desvalida; tan ansiosa de encontrar en un animalito su primer amigo, y en un sillón su primer refugio, ronroneaba ya un impulso de conquista, una ambición absoluta y que en aquellos ojos que miraban hacia nosotros, pidiendo ayuda y exhibiendo un supuesto desamparo, se ocultaba, maliciosamente, resguardado por la petición de clemencia, un curioso sentido de la vida.

Todo en la fotografía muestra hoy a una mujer quebradiza en un mundo de sólidos valores económicos y duraderos; la enorme masa de patas de animal que aprisionaban el suelo bajo ellas, la gran lámpara, unos cortinones negros del fondo, unos hierros forjados y un biombo tras de ella, que es la única nota delicada en la que Dolores podía confiar. En ese ambiente tan pesadamente recargado en el que brillaban las piezas de plata maciza colocadas sobre la mesa, el recogido gesto de Dolores era tan manifiesto como pudiera ser la llamada de protección de un pájaro diminuto dentro de un nido que se pierde en el arbolado mundo de reptiles, fauces y maullidos. Dolores, por otra parte, había sabido mantener al inútil perrito entre sus brazos, de tal forma que el sentido inicial de protección cariñosa hacia el animal, se transmutaba y de pronto advertíamos que era tan vulnerable aquella mujer, que buscaba en un ser ínfimo de dientes casi inexistentes, a un nuevo y ansiado protector.

Y así fue como Dolores consiguió, con una sola y primera fotografía, movilizarnos a todos a su alrededor, establecer una guardia absoluta de voluntarios capaces de morir por ella y, al mismo tiempo, llenar de ternura y candor el corazón de sus primeros admiradores.

Ésa es la fotografía que conservo aún en mi cartera; la que va y viene conmigo la que está ligada a mi vida de tal forma que a ella recurro para volver al pasado y al que fui.

Fotografía que habiendo sido establecida como un primer grito de ayuda para la mujer que por vez primera se asomaba a Hollywood, se fue a convertir en un talismán en manos de aquel escritor tan joven, tan sagaz, tan pretencioso, que jamás había conseguido escribir algo.

Dolores, en aquella mañana, casi no habló, se movía muy poco, cuidando cada gesto y sin separarse jamás de aquel mueble tan floreado, extravagante y compañero.

Se había peinado con el pelo separado por una raya que cruzaba su cabeza exactamente por la mitad; tenía las cejas muy arregladas y alrededor de los ojos una suave tintura de rímel; llevaba los labios pintados de tal forma, que en vez de asemejar a un corazón curiosamente estrujado, seguían la línea natural. Esto le quitaba el tono de juguetona infantilidad que las otras muchachas del cine adoptaban por entonces y le marcaba la posibilidad de una sonrisa muy abierta y descansada.

Por otra parte los brazos desnudos, sin pulseras ni sortijas frenaban la tentación del espectador de convertirla en una gitana cargada de abalorios y adornajos; contemplándola en el sillón uno parecía estar seguro de que la desnudez de sus brazos se prolongaba por todo el cuerpo y lo que se recogía, cálido, y terso, bajo la seda crujiente, era una carne de un color muy suavemente tostado, de poros cerrados y sin lunares, manchas o esas otras impurezas que en ocasiones interrumpe la suave belleza de un cuerpo desnudo.

Cuando el fotógrafo dejó de trabajar, la mujer menuda y vestida de negro entró para llevarse al perro, pero antes besó a Dolores en la frente mientras Dolores inclinaba la cabeza de una forma muy delicada, como si ofreciera una fruta a la que luego supe era su madre. El beso fue rápido y la mujer se marchó sin mover el aire.

Edwin Carewe parecía muy satisfecho con lo que estaba viendo; se movía por la habitación sin despegar los ojos de Dolores y de cuando en cuando daba una orden en una forma un poco áspera y yo seguía todo aquel juego, muy silencioso, dejándome llevar por el encanto ambiguo de una mujer que parecía estar jugando con su insignificancia y que, de pronto, proyectaba una decisión que se le escapaba a través de una mirada rápida al fotógrafo, una sonrisa de entendimiento hacia Edwin o un gesto complaciente para mí.

El fotógrafo había adquirido en Hollywood una larga práctica y movía su pesada cámara con una destreza más que sorprendente; observaba la habitación y a la modelo desde un ángulo, entrecerraba sus ojos, y luego, como confirmando sus suposiciones agitaba la cabeza varias veces, antes de ir por su cajón colmado de metales e instalarlo en el sitio elegido.

Edwin, en ocasiones, tocaba con la mano al fotógrafo y le indicaba un lugar sobre la alfombra de un color café muy oscuro; entonces el fotógrafo cargaba hacia ese lugar el aparato y colocaba sus tres patas de remates agudos, con una precisión profesional y satisfecha.

Dolores no se cansaba de mover su cuerpo dentro del kimono de seda; más que moverlo parecía desplazarlo, como satisfecha también con el roce que la seda proporcionaba a la piel.

Edwin finalmente dijo que la entrevista que yo pensaba hacer a la nueva actriz sería mejor que quedara para otro día.

Dolores agradeció esta decisión con una sonrisa tan rápida, que no pareció sino como acentuación de su largo gesto de asombro contento, y cruzando su brazo desnudo sobre la cintura, para apretar los vuelos del kimono sobre el vientre, comenzó a desplazarse hacia la puerta. Al pasar a mi lado adelantó la mano izquierda y me rozó apenas con un gesto que parecía contener una avergonzada bendición y que yo, más tarde, relacioné con todo un ritual que ella había confeccionado para ser ofrecido en las ceremonias de Hollywood.

Dolores estaba ensayando ya sus primeras actitudes y yo recibía estremecido el privilegio de ser el primer elegido para tales experimentos.

Dolores rozó con su mano mi mano y dejó que la mía se quedara en el aire, como si hubiera intentado atrapar a la esquiva sombra y el asombro, ante tan fugaz huida, la hubiera dejado inmóvil en un largo congelamiento.

Y se fue del salón tan lleno de muebles muertos y aún en pie.



(Capítulo de la novela
Siempre Dolores
,
Planeta, Barcelona, 1984)

 


Vende caro tu amor

 

Si la música de Agustín Lara era escuchada por las arrobadas abuelas de provincia y por las quinceañeras ansiosas de la capital, las verdaderas admiradoras del autor eran las prostitutas.

Más de una vez se reunieron para aclamarle acudiendo a los lugares en donde él cantaba.

Agustín afirmaba que gracias a sus canciones se había conseguido elevar el precio de los servicios en muchas casas.

 

Vende caro tu amor, aventurera;
da el precio de tu dolor a tu pasión,
y aquel que de tus labios la miel quiera,
que pague con brillantes tu pecado.
 

—¿Tú crees, Agustín, que ha subido tanto el precio como para llegar a pagar con brillantes?

Él me miraba socarronamente:

—Hermano del alma, gracias a Dios las cosas no se han puesto tan imposibles.

Las prostitutas habían encontrado a su cantante de prostíbulo quien afirmaba que la venta del cuerpo tiene más de sacrificio que de pecado.

Por una vez las abuelas, las quinceañeras y las prostitutas parecían bailar al mismo son.


(Agustín Lara
,
Leega, México, 1985)

 


Mi primer amor

 

Mi primer amor fue una máquina de coser marca Singer.

La máquina tenía una tapadera de madera en forma de tubo partido por la mitad a todo lo largo.

La tapa era colocada sobre la máquina todas las noches, y durante el día, mientras tía y mamá cosían, quedaba escondida en un ángulo del cuarto.

Si uno cabalgaba sobre la tapadera, la delicada curva de la madera, la suavidad al roce, lo orondo de sus redondeces la convertían en un caballo mágico y cargado de sorpresas.

Un día el caballo mágico se hizo mujer y la tapadera pasó a convertirse en un redondo culo femenino; no recuerdo con precisión cómo se produjo el hecho ni si fue en una tarde cualquiera, rodeado de mujeres ajetreadas, o en la entrada de la noche, cuando la habitación se quedaba vacía y todo el trasiego se iba desplazando hacia la cocina primero y luego en dirección del comedor.

La tapadera se ofrecía más importante y sugestiva en la soledad, pero es posible que el primer acto de amor me haya sorprendido en cualquier momento de la mañana.

Yo tendría por entonces muy pocos años, acaso siete u ocho. Pero el amor por la máquina de coser fue excitante y oculto, malvado e irremediable. La máquina me aguardaba en el atardecer y me ofrecía sus opulentas formas para que yo cerrara los ojos y me dejara llevar por una serie de emociones estupendísimas.

Acaso antes exageré, puede que ni tan siquiera las primeras cabalgaduras estuvieran relacionadas con las nalgas de esta o aquella señora entrevista en una visita a mi hogar. Acaso la propia máquina era toda mi ilusión y hasta es más que posible que yo haya tardado en relacionarla con un ser humano.

Pero con el paso del tiempo mis visitas al cuarto de costura se fueron haciendo más apasionadas y más ocultas, más pecaminosas y más abiertas a todos los goces.

La máquina de coser llegó a ser un amor maldito y salvaje y el niño de ocho años se colaba en la habitación para conseguir un desconcertante latido, un fulgor en la cabeza y una cierta humedad en los calzoncillos que luego había que limpiar en el cuarto de baño con todo cuidado.