Material de Lectura

Amena descripcion de un bombardeo

 

La bomba atravesó el mirador, una pared de ladrillos, entró en el cuarto de baño y se fue a incrustar en el retrete, en donde quedó con la espoleta metida en los restos de la última orinada.

Nadie se lo podía creer; por eso la mostrábamos a los vecinos, que acudían caminando muy despacio, porque las vibraciones podían hacer que el artefacto estallara y nos mandara a todos al carajo.

Mamá avisó en la calle a un soldado y después vinieron cinco hombres vestidos con uniformes extraños, correajes deslucidos y diferentes gorros no identificables. Parece que eran los especialistas en desmontar las bombas.

Empezaron siendo cincuenta y ya eran solamente seis, dijeron. Pero habían aprendido.

La bomba que tuvo la feliz ocurrencia de impedirnos en el futuro hacer del cuerpo con comodidad, había caído durante el bombardeo nocturno.

El bombardeo nocturno fue así, salvo mala memoria o exceso de afán protagonístico.

Dijeron: hay que levantarse, que esto viene muy duro. Sonaban golpazos muy fuertes y chillidos lejanos; también raros crujidos, y de cuando en cuando el aire se apretaba dolorosamente en los oídos y las paredes parecían vacilar durante un instante. Ni los más valientes aguantaban sin tomar de la mano al más cercano; así se iban formando muy curiosas parejas que se irían a diluir para siempre apenas si el miedo nos pasara. Las explosiones producen un aire que vibra, se cuela en la casa, busca cómo huir de aquel reducto y choca este aire con otro aire que llega a través de otra ventana y que ha producido otra explosión. Estos dos aires, tan macizos y secos, tan directos como un puñetazo, van a golpearnos en la cara, en los riñones, en la espalda, que estaba ingenuamente desprevenida. Este aire es duro como el hierro y tiene dentro de sí un millón de alfileres que se incrustan y se hunden en la carne, atraviesan los ojos y pinchan los oídos, que agrietan las paredes, hacen daño en los dedos, entran en la cabeza. La casa está ya abierta a estos aires de metal ardiente que chocan entre sí, se precipitan de pronto a través de un orificio que antes no existía, caen del cielo como un bloque de calor muy compacto o rompen el piso de la alcoba para surgir frente a nosotros como un brazo salvaje y gigantesco que todo lo perfora y lo domina.

Es el aire él que trae gritos apretados en su profundo seno, el que trae el frío de hielo y el calor más blanco y lacerante. Hay aires que atraviesan la escena llevándose un papel o un mechoncito de cabellos rubios y se alejan como silbando y sin darse importancia, y hay un aire de explosión cercana que arranca las bisagras, impone su presencia en nuestros corazones y nos aplasta unos contra otros como si gozara en apretarnos tanto. Es el aire el que convierte un bombardeo en algo tan distinto a otra experiencia; el que se muestra de diversas maneras y mueve los armarios y derriba los cuadros y, en un cierto momento, se lleva todo el hogar entre sus manos y deja en aquel sitio un total desamparo y algún muerto.

Así, más o menos, resulta el bombardeo a mis oídos.

                                    

(Para aclarar las aguas del olvido)