Material de Lectura

Primera toma de Dolores

 

Sus pies desnudos se quedaron frente al sillón y luego, en un giro tan rápido que no pudo ser visto, volvieron hacia nosotros y desaparecieron entre los pliegues de aquella bata impredecible. No era justamente una bata, sino un kimono que parecía hecho con un inmenso mantón de Manila, y que había recibido para aumentar mi asombro, como adorno adicional, un largo borde de piel blanca, muy delicada, que se movía al más ligero soplo de aire o bajo el aliento de Dolores.

Entonces, cuando aún no había podido llegar más lejos en este inventario de asombros, entró en el inmenso salón oscuro una mujer vestida de negro, muy silenciosa, de hombros apesadumbrados. Traía en las manos un perro muy pequeño, muy peludo, de ojos maliciosos.

La mujer de luto entregó a Dolores el perro y se fue sin mirarnos. Dolores ya estaba sentada en el sillón, un sillón rimbombante, un indeseable sillón que tenía el siniestro aspecto de un gran animal agazapado y hosco, y se hundió en el sillón convirtiéndolo en un espacio acogedor, en un hueco cálido que la envolvía y la preservaba de todo tipo de miradas.

Desde el fondo del sillón, envuelta en aquel estremecedor kimono filipino, escondiendo los pies y apretando contra su cabeza la ridícula cabeza del perrito; todo lo que podíamos ver de la recién llegada era un rostro oval, una mirada escrutadora y llena de preguntas y una sonrisa que venía a decirnos que el sillón, el perro, el kimono y Hollywood entero no era un lugar amoroso para una jovencita indefensa, absolutamente desprotegida, que sólo podía confiar en cosas tan elementales como el calor animal del perrito y la oquedad vigorosa de aquel mueble en el que se sumergía hasta el fondo, asomándose un poco como quien sale de un cálido ovario a contemplar el mundo que lo espera y tener una visión precisa de quienes son sus amigos y quienes acaso ya anuncian amenazas. No sabía, entonces, que dentro de esa figura, tan aparentemente desvalida; tan ansiosa de encontrar en un animalito su primer amigo, y en un sillón su primer refugio, ronroneaba ya un impulso de conquista, una ambición absoluta y que en aquellos ojos que miraban hacia nosotros, pidiendo ayuda y exhibiendo un supuesto desamparo, se ocultaba, maliciosamente, resguardado por la petición de clemencia, un curioso sentido de la vida.

Todo en la fotografía muestra hoy a una mujer quebradiza en un mundo de sólidos valores económicos y duraderos; la enorme masa de patas de animal que aprisionaban el suelo bajo ellas, la gran lámpara, unos cortinones negros del fondo, unos hierros forjados y un biombo tras de ella, que es la única nota delicada en la que Dolores podía confiar. En ese ambiente tan pesadamente recargado en el que brillaban las piezas de plata maciza colocadas sobre la mesa, el recogido gesto de Dolores era tan manifiesto como pudiera ser la llamada de protección de un pájaro diminuto dentro de un nido que se pierde en el arbolado mundo de reptiles, fauces y maullidos. Dolores, por otra parte, había sabido mantener al inútil perrito entre sus brazos, de tal forma que el sentido inicial de protección cariñosa hacia el animal, se transmutaba y de pronto advertíamos que era tan vulnerable aquella mujer, que buscaba en un ser ínfimo de dientes casi inexistentes, a un nuevo y ansiado protector.

Y así fue como Dolores consiguió, con una sola y primera fotografía, movilizarnos a todos a su alrededor, establecer una guardia absoluta de voluntarios capaces de morir por ella y, al mismo tiempo, llenar de ternura y candor el corazón de sus primeros admiradores.

Ésa es la fotografía que conservo aún en mi cartera; la que va y viene conmigo la que está ligada a mi vida de tal forma que a ella recurro para volver al pasado y al que fui.

Fotografía que habiendo sido establecida como un primer grito de ayuda para la mujer que por vez primera se asomaba a Hollywood, se fue a convertir en un talismán en manos de aquel escritor tan joven, tan sagaz, tan pretencioso, que jamás había conseguido escribir algo.

Dolores, en aquella mañana, casi no habló, se movía muy poco, cuidando cada gesto y sin separarse jamás de aquel mueble tan floreado, extravagante y compañero.

Se había peinado con el pelo separado por una raya que cruzaba su cabeza exactamente por la mitad; tenía las cejas muy arregladas y alrededor de los ojos una suave tintura de rímel; llevaba los labios pintados de tal forma, que en vez de asemejar a un corazón curiosamente estrujado, seguían la línea natural. Esto le quitaba el tono de juguetona infantilidad que las otras muchachas del cine adoptaban por entonces y le marcaba la posibilidad de una sonrisa muy abierta y descansada.

Por otra parte los brazos desnudos, sin pulseras ni sortijas frenaban la tentación del espectador de convertirla en una gitana cargada de abalorios y adornajos; contemplándola en el sillón uno parecía estar seguro de que la desnudez de sus brazos se prolongaba por todo el cuerpo y lo que se recogía, cálido, y terso, bajo la seda crujiente, era una carne de un color muy suavemente tostado, de poros cerrados y sin lunares, manchas o esas otras impurezas que en ocasiones interrumpe la suave belleza de un cuerpo desnudo.

Cuando el fotógrafo dejó de trabajar, la mujer menuda y vestida de negro entró para llevarse al perro, pero antes besó a Dolores en la frente mientras Dolores inclinaba la cabeza de una forma muy delicada, como si ofreciera una fruta a la que luego supe era su madre. El beso fue rápido y la mujer se marchó sin mover el aire.

Edwin Carewe parecía muy satisfecho con lo que estaba viendo; se movía por la habitación sin despegar los ojos de Dolores y de cuando en cuando daba una orden en una forma un poco áspera y yo seguía todo aquel juego, muy silencioso, dejándome llevar por el encanto ambiguo de una mujer que parecía estar jugando con su insignificancia y que, de pronto, proyectaba una decisión que se le escapaba a través de una mirada rápida al fotógrafo, una sonrisa de entendimiento hacia Edwin o un gesto complaciente para mí.

El fotógrafo había adquirido en Hollywood una larga práctica y movía su pesada cámara con una destreza más que sorprendente; observaba la habitación y a la modelo desde un ángulo, entrecerraba sus ojos, y luego, como confirmando sus suposiciones agitaba la cabeza varias veces, antes de ir por su cajón colmado de metales e instalarlo en el sitio elegido.

Edwin, en ocasiones, tocaba con la mano al fotógrafo y le indicaba un lugar sobre la alfombra de un color café muy oscuro; entonces el fotógrafo cargaba hacia ese lugar el aparato y colocaba sus tres patas de remates agudos, con una precisión profesional y satisfecha.

Dolores no se cansaba de mover su cuerpo dentro del kimono de seda; más que moverlo parecía desplazarlo, como satisfecha también con el roce que la seda proporcionaba a la piel.

Edwin finalmente dijo que la entrevista que yo pensaba hacer a la nueva actriz sería mejor que quedara para otro día.

Dolores agradeció esta decisión con una sonrisa tan rápida, que no pareció sino como acentuación de su largo gesto de asombro contento, y cruzando su brazo desnudo sobre la cintura, para apretar los vuelos del kimono sobre el vientre, comenzó a desplazarse hacia la puerta. Al pasar a mi lado adelantó la mano izquierda y me rozó apenas con un gesto que parecía contener una avergonzada bendición y que yo, más tarde, relacioné con todo un ritual que ella había confeccionado para ser ofrecido en las ceremonias de Hollywood.

Dolores estaba ensayando ya sus primeras actitudes y yo recibía estremecido el privilegio de ser el primer elegido para tales experimentos.

Dolores rozó con su mano mi mano y dejó que la mía se quedara en el aire, como si hubiera intentado atrapar a la esquiva sombra y el asombro, ante tan fugaz huida, la hubiera dejado inmóvil en un largo congelamiento.

Y se fue del salón tan lleno de muebles muertos y aún en pie.



(Capítulo de la novela
Siempre Dolores
,
Planeta, Barcelona, 1984)