Raúl Renán Selección del autor Nota de Ignacio Trejo Fuentes VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Si algo puede definir la narrativa de Raúl Renán es la originalidad. Soy poco original al hacer esa afirmación, pues ya en 1961 el doctor Luis Leal planteó el aserto a propósito de un texto de Renán publicado en el Anuario del cuento mexicano. No obstante, tanto tiempo después, esa característica de los cuentos del autor yucateco se mantiene. Ignacio Trejo Fuentes |
Nota sobre el autor
Raúl Renán (Mérida, Yucatán, 1928) publicó sus primeros poemas en periódicos de la Federación Estudiantil en 1952. Se dio a conocer como narrador a través de Letras Yucatecas, suplemento que dirigía Wilberto Cantón en su ciudad natal. A la capital del país, Raúl Renán llegó en 1956 para estudiar arte dramático en la unam. Creó y dirigió Papeles, un pliego seriado de literatura de contenido experimental y dedicado a poetas marginados. Asociado con otros escritores, participó en “La Máquina Eléctrica”, editorial destinada a publicar nuevos autores. |
Serán como soles
El enviado del Ministerio de Asuntos Marinos había dictado un veredicto contrario al del anciano de la comunidad. No era un mar cansado el que retiraba sus aguas de las playas de Insulea. Era una marea inversa la que arrastraba a los peces, como tarea insidiosa desde hacía cien días. |
El general Odilón
Odilón, envuelto en los trapos de su lecho, a ras del suelo, no pudo dormir en toda la noche. Se enfermó de repente. Una vigilia febril lo tuvo preso en la cueva de unas bestias que luchaban a muerte. Tenía una idea fija: cuidar su vida. También le preocupaba su madre que en su lecho, situado al otro lado del cuarto: lejos, infinitamente lejos, podría ser despedazada por las bestias. Pero no podía pasar por alto, ni en los momentos más peligrosos, que la mano de mamá es dura y azota en el rostro con certeza y sin piedad.
“Porque yo, pirata, como soy general, te gano, ¿quieres hacer la prueba?”
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La dama y el infante
La dama y el infante vienen de las praderías de vuelta al castillo. A lo lejos las carracas en procesión. La dama parece no oír por como porta la espiga de su cuello. El infante desperdiga los ojos sobre cuanto halla en la tierra y en el cielo. En la encrucijada, el globero la ve pasar la centésima vez y también la milésima. Conoce el gesto y la medida del paso de la madre y el hijo. Pero lleva en su memoria, impresos, el trazo de la dama y su aire principesco. Este memorizar le ha criado palabras que de sumo pertenecen a la dama y no puede dárselas, ¡qué ahogo! En los enamorados crecen los recursos como hojas. El globero infló un globo y, aún tibio de su aliento, lo sujetó en los dedos del infante que pasaba. La dama reparó en el objeto al cobijo del castillo. Ninguna extrañeza, acaso una sonrisa por la travesura del pequeño. El cloquear del caballo en las baldosas cerró la oscuridad. En el reclinatorio, frente al crucifijo, el infante besó en las manos de la dama las buenas noches de la persignación. Somnoliento, el infante no sintió que se le escapó el globo de entre los dedos ni lo vio deslizarse hasta la bastilla de la colgadura de la cama. En tanto la dama en su aposento mudaba sus prendas por las de dormir: de seda las bragas, olán el corpiño, empezaron a salirse del globo las palabras de deseo que el globero había soplado. Una a una asiéndose al encaje de la camisa rasgaron ésta y buscaron la piel. La dama no pudo oponerse porque la ardorosa dicción del globero crecía y se alargaba poseyéndola. Cuando cesó su último resuello y recobró el asco, sintió en su mano la flaccidez de un globo desinflado.
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Efetichista
El entusiasmo de la camaradería en ebullición rompió la celosa guardia impuesta sobre las mochilas escolares. La ocasión la aprovechó y se escurrió reptilíneo hasta el banco donde el bello adolescente y sus condiscípulos dejaron los útiles antes de echarse a corretear entre los setos del parque. Sin errar el objetivo introdujo la mano en la mochila del bello adolescente y hurgó en el fondo sin hallar el valor deseado. Escalaron sus dedos el cuaderno de tareas y agudizando el tacto de las yemas sustrajo algo que rápidamente introdujo en su bolsillo y huyó a toda prisa. Con la respiración entrecortada llegó a su habitación, cerró la puerta, puso el cerrojo y se entregó a acariciar y besar con unción la bella reliquia. Se quedó contemplándola en la palma de su mano. ¡Cuánta hermosura! Es parte de él. Es su propio cuerpo. El hombre estrujó sobre sí mismo la letra “f” y se desvaneció exhausto.
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La caída
En una concentración de ciudadanos en la plaza pública, un hombre con aire suspensivo desembolsa, furtivo, un libro menudo como él. Lo abre y lee para sí. Lo que lee se refleja en sus reacciones: las quijadas trabadas, el puño apretado, el color encendido del rostro, cierto intento de levitación. De pronto, un ventarrón sopla entre la multitud ciega y sorda, azota las páginas del libro con un hojeo brusco y hace volar todas las palabras abandonándolas a su peso sobre la multitud. Los extraños volantes van cayendo y cada ciudadano, como si ese fuera su designio, recibe del aire su palabra. Todos los puños blanden sus palabras contra el hombre del poder que desde el balcón del palacio cae palabreado, múltiplemente muerto.
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La música nunca oída
En una banca del parque, acomodados los tres hombres, se dicen travesuras de palabras. Ríen por turnos como rondan su cigarrillo de mariguana. Cuando éste se termina en un ascua de papel que mata el viento, el primer hombre inicia un ritmo singular raspando entre sí las palmas de las manos, palmeándose las rodillas y el dorso de las caderas; el segundo hombre enlaza su cadencia taconeando sobre el piso y el tercero, hace como valvas las manos y las golpea emitiendo aire sobre el hueco de la boca que deja abierta una rendija para sacar sonidos. Música de ángeles caídos que con los instrumentos del cuerpo se elevan y encantan; parece que reciben del aire efluvios de misterio, sólo igualados por los enviados de Dios a la Anunciación. Músicos astrosos sin arpas, sin pífanos, sin trompetas. Sus partituras son dignas del mayor genio musical, y como todo verdadero gran arte nacen para que se las lleve el viento.
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Berlinda
Para entender esa mañana lo que estaba ocurriendo en el alma de Berlinda, había que saber por lo menos leer los ojos. ¿Pero quién que sólo busque un grano de regocijo en una sonrisa para sostenerse durante el curso de un día, puede acatar tales misterios? Los compañeros de trabajo de Berlinda no hallaron consuelo esa mañana. Berlinda se cruzó con ellos sin saludarlos, sin desprenderse de una de sus confortadoras sonrisas que acumulaba, tantas, como hojas una limonaria: inagotables sonrisas transmisoras del germen de la promesa y el ánimo a quienes se aprestaban a recibirlas, temprano, los primeros minutos de cada jornada en la oficina; lo dicho, Berlinda había ido y vuelto, avanzado y retrocedido, inclinado y erguido, movimientos rituales que consuetudinariamente ejecutaba al abrir su privado: colgar el paraguas y el impermeable, descorrer las cortinas y soltar el cordón que anudado mantenía cerrada la ventana de vidrio; es claro que la abría sólo durante el verano, pues en invierno cuidaba de conservar la tibieza encerrada en el pequeño privado donde apenas cabían un escritorio, dos sillas y una especie de anaquel para exhibir las muestras de los objetos de plástico nacidos de su ingenio, de su curiosa imaginación utilitaria. Esa mañana, Berlinda, accionando como una balanza la ventana, la abrió y dejó entrar una corriente agradable que cortó y arremolinó el aire tibio, un poco viciado, que flotaba dormido, envuelto en sí mismo. Una pequeña porción de ese aire nuevo aunque suficiente para henchir los pulmones de Berlinda penetró por sus narices; pero no era un aire sano por lo visto pues provenía de un ambiente en que la luz del sol y la niebla suave se revolvían en una lucha por posesionarse del día que empezaba. *** La bola estaba clavada arriba del ombligo y en ella estaba amasada la queja desgarrada de la impotencia. En su silla, ante su mesa de trabajo, sorbía a momentos el caliente brebaje que aún tragado con ímpetu no conseguía imprimirle la fuerza suficiente para disolver ese objeto, ese fantasma, ese engendro de un puño. *** “Está bien el puño Berlinda... No me lo diga... Sabré adivinar para qué servirá... ” El jefe había llegado al privado de Berlinda y miraba curioso el trazo tan disperso y disímbolo de muchos, pero muchos puños bosquejados, hechos aprisa, semejando sapos, cerdos, pájaros de buche gordo, corderos, iguanas mofletudas, enanos, nalgas, el rostro de un obispo sumido en la masa de su papada, la cara congestionada de un ángel cardinal soplando desde su punto, una nariz varicosa, una letra Q gótica, un sol en llamas, una flor recogida dentro de sí misma, una moneda china forjada a mano, una hoja de belladona desollada a rasguños, la cabeza doblemente hendida de un tornillo, una estrella de puntas enroscadas, una tarántula herida de muerte. “Déjeme decirle... Servirá para una sonaja... no, no, será un encendedor... no, ¿para qué podrá servir?” *** En su departamento Berlinda reconstruyó de nuevo, por milésima ocasión, la forma como recibiría al amante que alguna vez le pidiera ser su amante. Estaría en baby doll y lo haría pasar diciéndole que así acostumbra estar en casa y que no se fijara. El primer beso lo daría ella. El no debería tocarla. (Las manos son algo que los hombres no debieran tener. Cuelgan. Son feas a pesar de sus adornos que también cuelgan y que en verdad son gusanos que se alimentan de la sangre de los cuerpos que tocan. Las manos suben sobre las cosas, resbalan en ellas, cuando quieren las atrapan y ahogan y, si enfurecen, se enrollan en sí mismas transformadas en una maza nudosa y embrutecida capaz de derribar si choca contra el estómago. Las manos son torpes para tratar a las mujeres.) Pero el amante, aunque manco, intentaba tocar a Berlinda y era grotesca la situación porque los muñones simulaban puños raquíticos y ella se horrorizaba bañada en lágrimas. Lo peor de todo era que el amante de esta vez, como hace 30 veces en 30 de los 40 días que tiene de haber entrado a trabajar en “Plásticos Fantásticos, S.A.”, era el jefe. Y he aquí de cierto que el jefe sabía ya dos secretos, pero este tercero, jamás lo sabrá. *** La casa de Berlinda, que la vio crecer como un animal inquieto, indeciso, simulaba la concha de un caracol, no por la forma exterior igual a cualquier casa, sino por dentro, donde los objetos, la gente, la atmósfera, tendían a formar círculos que se abrían amplios, repitiéndose en su propio continente (los cuadros con los marcos superiores de las puertas, por ejemplo) y se cerraban en la cúspide rematada por un aposento que antes fue taller de ingeniería mecánica del padre de Berlinda y después un cuarto inútil, sentina voraz de los objetos inservibles de la casa; la disposición de los muebles, el orden de los cuadros en las paredes, como estaban colocadas las lámparas, las secciones útiles cuyas puertas trazaban un círculo; qué decir de las cosas que en familia, según su servicio, ocupaban las distintas habitaciones de la casa: las sillas del comedor viéndose las caras unas a otras, los utensilios coronado el impulso vertiginoso con que la mesa amenaza moverse. Todo en la casa parecía armar galerías circulares cuyo eje era la escalera curvada que ascendía lenta pero altiva, con la solemnidad de un monumento que busca erguirse, acercarse a la complacencia de Dios. ¿Acaso en esta inmóvil escalera se cifraba la fe de esta casa? ¿O en la casa en sí, en sus formas interiores organizadas en caracol, única invención de Dios a su imaginación y semejanza? Berlinda, Pablo, Remigio, el padre y Cordelia, la madre, se movían en la casa circulando materialmente, sin romper jamás el ritmo establecido por el juego de líneas curvas que ora los rodeaba, ora marcaban la ruta que seguía sus movimientos cíclicos. Berlinda rompía en apariencia esta armonía correteando, saltando, deslizándose por la barandilla de la escalera; pero ahí estaban las líneas idóneas para que eso hiciera la niña: líneas invisibles de un ferrocarril cuya locomotora y carros tirantes funcionaban en ella, sin percatarse de que así estaba dispuesto todo para su cumplimiento. Un día, sin saber por qué fuerzas, las líneas que sostenían el orden del caracol alteraron su ritmo. Berlinda había estado sola en la casa. Estuvo largas horas en la ventana de su habitación mirando los altos velámenes de los tilos que pesados, empujados por el viento, avanzaban calmosos hacia el otro lado del mundo. Y si a pesar de avanzar el convoy de copas verdeantes veíanse los tilos siempre a la misma distancia, era porque la casa los seguía, ¡cuánto océano por delante para navegar sin reposo! *** En un cajón puso Berlinda todo el contenido del lío que rescató de la casa de sus padres. Lo refundió el mismo día que salió del sanatorio y fue a ocupar el cuarto acompañada de Atenor quien a su vez hacía unas horas le había dado la bienvenida en la compañía. Ninguna condición de las que usualmente ponen las mujeres que exigen el respeto a su intimidad salió de la boca de Berlinda; sólo pidió a la dueña que le pusiera cerradura doble al armario —uno de los dos únicos muebles de la habitación; el otro era la cama—. Dos cerraduras y un candado; así, a tres llaves de las que nunca se desprendía, guardaba celosa el caudal de sus secretos. *** La policía no se explica cómo pudo haberse desprendido del brazo fornido y sólido, el puño condenatorio del conquistador Pizarro. Fueron halladas mutilaciones en el panteón de los hombres ilustres: el puño de un héroe arrancado del medio relieve de una lápida de mármol. La liberación destructiva llegó a la rotonda Marbut arrancando los puños erizados, atados a sus espaldas, de su famosa estatua trágica que a pesar de todo se esfuerza por vivir. ¿Qué artes demoníacas tornaron invisible el puño doliente de San Sebastián atado a las puertas del mausoleo del honesto Sebastianino, Renard Rui? De haber sido así, sin puños, como lo han dejado, el invicto luchador Olmeca habría sido un lastimoso atleta trunco. Con aire de amargo vacío quedó el guerrero zapoteca en su urna. ¡Aferrado a la maza se fue el puño! ¡Alerta! El dragón se despereza redimido del puño y la lanza de que fue desamparado San Jorge. ¡Temerario libertador! *** Después de haber tenido la entrevista de aspecto conciliatorio con su jefe, Berlinda regresó a su despacho con más prisa que la de costumbre, entró y miró por todos lados para comprobar si esta vez los puños alevosos no estaban al acecho; podían saltar de algún rincón, salir violentos de alguna gaveta o descolgarse de los plafones de la luz; con todo sigilo se acercó al perchero de pie y descolgó primero el bolso y después el impermeable; hacer esto último y taparse la boca para ahogar el grito, fueron una misma acción al ver que las citadas prendas se sostenían en un puño peludo rodeado de largas uñas que Berlinda no había visto antes. Salió huyendo sin reparar en las miradas sorprendidas de los compañeros ni en la voz de Atenor que le preguntaba si no se le ofrecía alguna ayuda. Bajó por las escaleras dando traspiés, y en la calle corrió atropelladamente, con el justificado temor de ser aplastada por uno de los puños que la amenazaban desde las copas de los árboles, desde las ventanas abiertas de los edificios, desde el interior de los vehículos, desde los lejanos grumos agrisados de las nubes. Se detuvo de pronto en el quicio de un zaguán; jadeante, apenas dejaba oír sus clamores de piedad por los terribles enemigos que querían matarla. Pegado su cuerpo al quicio, de espaldas a la calle, fue humillándose hasta quedar agachada, anudada como un bebé que aún no ha nacido. Un hombre se acercó a auxiliarla y recibió un fuerte empellón de Berlinda al erguirse con violencia para reanudar su fuga: cuando llegó al edificio y trepó la angosta escalera hasta su cuarto, lo hizo de rodilla y codos. Sacó del bolso la llave y al hacerla entrar en la cerradura hendida en una manija cabezuda, pensó que al fin había atrapado al puño asesino; agarró la manija con rabia dándole vuelta como si quisiera troncharla, pero logró sólo abrir la puerta y caer de bruces hacia dentro, impotente, inerme, abandonada por todos, a expensas de la fuerza destructora que ahora tenía en su propia casa. Gimiendo se arrastró hasta topar la cabeza con la pared opuesta a la entrada, restregó la frente sobre el muro hasta hallar el ángulo con el lateral y ahí ajustó la cabeza guardándola de la luz. No obtuvo la plena oscuridad buscada; en los resplandores que penetraban por algunos resquicios se filtraba la sombra de la imagen del enemigo; pronto oyó sus pasos que se dirigían hacia ella y sus gritos se destemplaron pidiendo auxilio. Al fin llegó a su culminación el peligro cuando quiso cubrirse los ojos con las manos que, empuñadas por la tensión, le hicieron emitir dolorosos alaridos que un solo ángel no se quedó sin oír en la inmensidad del cielo. ¿Quién que sea llamado ser humano puede resistir el indescriptible terror de llevar en su mismísima alma, a su enemigo mortal? Lo cierto es que esta doliente criatura fue hallada bajo su cama, acurrucada como el más indefenso de los animalillos con una venda en los ojos y grandes bolsas envolviendo sus manos empuñadas ya moradas, exhaustas, como muertas. En todo el cuarto estaban dispersas como en un gran saqueo todas las prendas del terror que Berlinda fue acumulando hasta el delirio de su pasión dolorosa. |