Material de Lectura

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Selección del autor

Nota de Ignacio
Trejo Fuentes



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Nota introductoria

 

 

Si algo puede definir la narrativa de Raúl Renán es la originalidad. Soy poco original al hacer esa afirmación, pues ya en 1961 el doctor Luis Leal planteó el aserto a propósito de un texto de Renán publicado en el Anuario del cuento mexicano. No obstante, tanto tiempo después, esa característica de los cuentos del autor yucateco se mantiene.

Nacido en Mérida, en 1928, Raúl Renán es acaso más conocido como poeta, editor y promotor cultural que como cuentista, pero a pesar de no haber publicado narraciones sistemáticamente, ha venido practicando el género: la presente intenta ser una muestra significativa de ello y comprende textos escritos a lo largo de un cuarto de siglo, más o menos.

Lo primero que el lector advertirá al revisar los trabajos recogidos aquí, es una cohesión absoluta entre uno y otro, sostenida esencialmente por el señalado toque mágico de la originalidad. Conozco el riesgo de hablar de originalidad en literatura: no hay sol sobre nada nuevo; sin embargo, al analizar la producción cuentística mexicana es difícil encontrar productos similares a los de Renán. Y esto a pesar de, digamos, Arreola, Garro, Fuentes, Moncada Ivar o Elizondo, por citar sólo algunos autores cuyos relatos breves acusan ciertos halos inusitados. Junto a ellos —o al margen de ellos—, los de Renán siguen siendo solos, atenidos a su propia estirpe, sujetos a su inalienable peculiaridad.

¿Qué hace diferentes los “cuentos” de este autor? Vaya interrogante tan difícil de esclarecer. Tratando de ubicarlos en su dimensión espaciotemporal, diré que los textos renanianos anticipan modas, vaticinan estilos, aventuran proyectos literarios. Como el lector podrá comprobar, en una primera lectura parecen extraños, caprichosos, inaprehensibles: no son ni realistas, ni metafísicos, ni psicológicos, ni fantásticos, ni surrealistas en el sentido puro y convencional de cada concepto, pero hay un poco de todo eso en cada cuento, de modo que escapando de las etiquetas fáciles, la narrativa de Renán inaugura e instaura la suya propia, indefinible y deslumbrante. Sin duda, habrá quien crea percibir en estos trabajos la sombra de Kafka, o de Leonora Carrington, o de Beckett, o de Arreola o aun de Cortázar: es una apuesta en falso, pues Raúl Renán nada tuvo que ver con aquéllos, no hay contagio posible y eso, de seguro, engrandece los méritos de su singularidad.

Los cuentos de Raúl Renán obligan a una exégesis que al final se niega a sí misma, propiciando una nueva, asimismo insoluble. Porque ¿dónde ubicar con solidez “El general Odilón”?, ¿de qué manera ejercer control analítico sobre un texto deambulante entre lo onírico, lo psicológico, lo mágico, lo real y lo hedonista?, ¿cómo enfrentar un ejército de seres amorfos y monstruosos que se combaten entre sí a falta de un enemigo preciso que sin embargo se hace sentir, amenazante y devastador? Nuestros esquemas de lectura y decodificación se tambalean hasta desmoronarse como un grotesco amasijo de naipes sin sentido ante un universo tan lleno de imaginación y posibilidades.

La imaginación sin límites sería otra característica de la escritura de Renán. Véase, por ejemplo, “Serán como soles”, donde un mar cansado se aleja de las playas en una suerte prodigiosa de marea inversa que asusta y conmociona y obliga a la captura del propio Neptuno, hijo de Cronos y de Rea y a su ulterior sentencia al sacrificio a manos de los hombres sin mar. Mito y fantasmagoría se funden en un todo de belleza espectacular y, otra vez, deslumbrante: “Sólo Aqueo no comió de la carne divina e hizo con sus remedos, votos luctuosos como los que se hacía a los héroes. El pesar lo envolvió en un llanto triste y lastimero que iba regando por las calles. ¡Ay dolor! Pobre de ti, Insulea. Pobre de ti y tus pobres hijos que primero serán como soles y después arena.”

“Berlinda” o las torturas de la imaginación. En este cuento magistral se establece, a mi entender, gran parte de la concepción cuentística del yucateco: sin temor alguno a la exageración, diría que a los conceptos o preceptos establecidos por los ya clásicos Maupassant, Poe, Quiroga, Borges o Cortázar respecto del cuento, podría agregarse una arista que, sin teorizar, Renán propone implícitamente: la condición de deslumbramiento total e inapelable. Se trata no sólo de extrañar al lector, de sujetarlo ferozmente al interés del texto y así sacudirlo a cada paso o a cada palabra: hay que deslumbrarlo y así, ciego, hacerlo cómplice del artificio literario.

Raúl Renán logra ese deslumbramiento en cada texto, y en consecuencia hace cómplice al lector de su propia urdimbre. Y pienso en un lector sagaz, dispuesto, corruptible, no en ese otro desprevenido, frágil y pasivo: “hembra”, que diría Cortázar. De modo pues que para leer a Renán y apreciar sus dotes y virtudes es indispensable una participación del receptor: logrado ese binomio, aflorará toda la magia cautivante de este narrador sui generis.

¿Será acaso esta condición, no del todo lograda hasta ahora, la que ha mantenido a este escritor al margen del gran público, definitivamente atrás de las luminarias? Hay, pienso, mucho de eso, como también puede tener gran culpa su inmensurable generosidad, ese entregarse todo a la obra de otros, a prodigar el consejo y el aliento. Y quizás, como él mismo ha dicho de sí, parafraseando a Juan de Mairena, porque “soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y arrepentimientos”. Pero qué escritor que se precie de serlo está exento de esas tribulaciones.

La bibliografía de Raúl Renán es breve y casi clandestina. Ha escrito poesía: Catulinarias y sáficas, De las queridas cosas, Pan de tribulaciones y Los urbanos; prosa: Una mujer fatal y otra. La gramática fantástica y Los niños de San Sebastián. Varios de sus cuentos, dispersos en publicaciones de diferente especie, se reúnen por primera vez en este volumen que, esperamos, sirva acaso como puerta de acceso al mundo maravilloso, original y deslumbrante de Raúl Renán, quien, estamos seguros, habrá de imponerse a las circunstancias defectibles del olvido.


Ignacio Trejo Fuentes

 


Nota sobre el autor

 

Raúl Renán (Mérida, Yucatán, 1928) publicó sus primeros poemas en periódicos de la Federación Estudiantil en 1952. Se dio a conocer como narrador a través de Letras Yucatecas, suplemento que dirigía Wilberto Cantón en su ciudad natal. A la capital del país, Raúl Renán llegó en 1956 para estudiar arte dramático en la unam. Creó y dirigió Papeles, un pliego seriado de literatura de contenido experimental y dedicado a poetas marginados. Asociado con otros escritores, participó en “La Máquina Eléctrica”, editorial destinada a publicar nuevos autores.

Poeta y narrador, es actualmente coordinador de talleres literarios del INBA y la UNAM. Los Anuarios del Cuento Mexicano (1959-1960), así como diversas revistas y suplementos culturales, recogen sus trabajos.

Juan corta las flores
y Una mujer fatal y otra, en cuento; Lámparas oscuras, Catulinarias y sáficas, De las queridas cosas, Pan de tribulaciones y Los urbanos, en poesía; y La gramática fantástica, en prosa, dan a Raúl Renán un lugar dentro de la literatura mexicana actual.

 


Serán como soles

 

 

El enviado del Ministerio de Asuntos Marinos había dictado un veredicto contrario al del anciano de la comunidad. No era un mar cansado el que retiraba sus aguas de las playas de Insulea. Era una marea inversa la que arrastraba a los peces, como tarea insidiosa desde hacía cien días.

No había forma de cambiar de mar. Tu mar es el que gloriosamente llega y moldea tus playas y transforma los nácares que germinan en sus arenas. Y si la marea ha cambiado, sólo una voluntad podría devolverla a sus flancos naturales: el dios de los cielos. Invocarlo fue la misión solicitada al cura de la entidad cercana por algunas mujeres de los aledaños. El agua tranquiliza al agua. Los iguales se entienden y obedecen. El cura, a una distancia precautoria que le permitía ver el muro de cristal verde con jaspes blancos y azules en movimiento, arrojó, con un impulso que recordaba el de las mujeres en situaciones como ésta, el agua bendita que contenía en un frasco de boca ancha. Se advertía cuánto se había alejado el mar, por el profundo lecho que se abría en forma de terraza alrededor de la isla. La suavidad de la arena admitía huellas claras y profundas y ciertos brillos que lanzaban guiños chispeantes a las llamaradas del sol.

Algunas comunidades de islas hermanas habían demostrado sentimiento solidario llevándoles pescado en salazón. La subsistencia demanda alimento sin condición temporal ni medida. Y no siempre puede compartirse la carencia. Además ésta no debe prolongarse ni sufrirse en demasía, so pena de menguar la vida de los infantes y los ancianos.

Credencio había provocado una reunión de mayores y realizado un sacrificio con viandas montaraces, aromado licor de azahares y el coro alternativo de batracios. Con esta suma de ánimos pusiéronse a atraer la benignidad del dios de las aguas altas. Su pródigo ser se derramaría para llenar las estancias vacías del mar, las playas de nueva extensión. Pero esa seca alopecia no la sana ningún agua dulce caída de las fuentes etéreas ni fluente de los cuerpos que como víboras arrastran su corriente entre los campos lamiendo las laderas de las montañas.

Entre los jóvenes un pensamiento se levantaba, vigoroso como sus músculos: transportar el pueblo a otros asientos frente a un costado bueno del mar, donde los peces pastan como en su Olimpo; trasladar las casas desmontando sus cimientos; cargar a hombros las embarcaciones relucientes por el brillo de la sal ya cristalizada en sus cascos; llevar sobre las espaldas el doblez repetido de las redes pesadas que han cortado el aguamarina en cientos de cuadrículas que, después, la fuerza del océano suelda sin dejar cicatriz; los postes viajarían también en músculo de joven para erguirse de nuevo en el vientre de la arena y procurar su firmeza a los cabos de las embarcaciones que regresan de sus travesías llenas de efervescente cargamento. Pero eran cien unidades de cada pertenencia y el traslado duraría varias veces cien, cien días. Es demasiado tiempo para prolongar este sitio que el mar ha cerrado en torno de Insulea. Arrastrar el sitio para liberarse cien leguas adelante es una tarea de titanes.

Titanes, sólo ellos podrían salvarnos. Esta pequeña línea de pensamiento llenaba de resonancia rítmica el cerebro de Aqueo. Un lejano eco de cuando, hombre en la arena, apareció tirado en la playa, desnudo el cuerpo, aunque vestidos los pies con sus bellas polainas. Su pelo largo, no encendido por el sol sino dorado por herencia, explicaba cuánto tiempo lo tuvo la deriva sobre los brillos del mar; pescador de otros mares que aún conserva las primeras costumbres de atrapar los peces a punta de lanza. Su cuerpo fue recogido por los pescadores que arroja el amanecer y sanado de sus largas heridas en su brazo y costado izquierdos. De ellas queda la impronta endurecida como piel trenzada y en su vivienda las polainas doradas que nadie ha visto envejecer. Su cabellera que por mucho ha querido cortar recupera al instante su longitud de cola de caballo. Se la anudó a la espalda y, asediado por la inquietud de cómo defenderse él y a la comunidad de la despiadada inanición que carcome con desasosiego y mantiene insomne por los ruidos que hace en el estómago, se calzó las polainas, sacó de un costal su vieja Ilíada en griego y colocándola sobre un atril detrás del fogón prendió fuego a éste lleno de ramas húmedas y hojarasca y puso a arder entre ellas una vieja tajada de carne de buey. Como hierve la hecatombe levantada para invocar la fuerza olímpica de los dioses, envuelta en la viva hoguera que consume bueyes, caballos, perros e hijos jóvenes de héroes, y lanza penachos de humo iguales a túneles lóbregos que unen la tierra con el cielo llevando el ruego lastimoso de los mortales; con esa misma profesión Aqueo sentía consumir su ofrenda a quien ciñe la tierra, mueve los abismos del yodo y procrea la sucesión de sus habitantes. De cierto el ritual carecía de grasa para enardecer la hoguera, miel y aceite purificadores y el dulce vino en copa de oro para que Aqueo hiciera las libaciones. Pero todo era sustituido por agua y licor mezclados. Un canto declamatorio de los versos de Homero componía la oración. Por arriba se veía el humo dispuesto como revuelta melena y oloroso buey quemado. La voluta y sus olores a nadie extrañaban pero a todos hacían pensar: otra vez este loco con sus ceremonias incendiarias y sus cantos monótonos.

Los hombres de edad madura, experimentados en las causas del mar y la voluntad de los peces, concluían sus arreglos sobre una disposición acordada: emprender una expedición en masa a las internaciones del océano adonde con toda seguridad se han retirado los peces por instinto de supervivencia. Y como si esperaran que el humo de Aqueo se hiciera aire transparente, abordaron sus naves ligeras armados de una red voraz llamada La Victoria, surcaron a rastras el lecho seco como desierto, levantando la polvareda de cien corceles locos y escalaron el rizado mar que cada vez les era más indiferente.

El mar sin olas lamedoras, como un bloque de cristal tajado, se iniciaba profundo, más bien alto. Los navegantes se internaron batiendo a golpe de remo la bravura del océano. La estrategia en medio de las aguas consistía en formar un círculo hermético con las barcas, redondear las orillas de La Victoria y dejarlas sumergir hasta abrazar la vida ardorosa de los mantos mariscos. Un único jalón arrastraría el tesoro que llenaría todas las embarcaciones. Un peso insistente, tenaz, presionó los cabos de la red y la reacción se sintió en los músculos de los hombres que tensaron las cuerdas e iniciaron el arrastre que progresivamente exigía mayor fuerza. De seguro había sorprendido a todo un manto de peces tan robustos como atunes. La red, como levantada por una joroba, asomaba en el centro. Unas aletas formidables palpitaban entre la trama emergida. Después un músculo, mayor que la pierna de un buey, y una mano con dedos unidos por una membrana. Esta se asió a las cuerdas del otro extremo de la red y un resoplido semejante al de las ballenas que levantan un surtidor de agua se adelantó a la cabeza gigantesca con ojos de pescado y orejas retráctiles. Enredado el ser aparecido emitió un sonido articulado como los que en sus ceremonias de humareda apestosa entona el loco marino de la larga cabellera rubia. Más sonidos airados del capturado.

Primer pescador: Sujeten fuerte, no cedan. A este pez nos lo comeremos aunque ruja.

Segundo pescador (hablando a gritos contra los ruidos del mar): Vaya alguien en busca de Aqueo. Esta bestia habla igual que él.

Tercer pescador (tembloroso): Tengo miedo, huyamos, puede devorarnos.

Este hombre se arrojó al mar y con toda destreza y velocidad nadó hacia el extremo cortado del agua, frente al caserío.

En medio de las barcas el debate de las fuerzas se mezclaba con las largas frases armónicas que terminaban raspando la garganta del apresado entre la malla. Coleaba y manoteaba sin hacer ceder en los hombres la menor de sus violencias.

La voz de Aqueo se oyó detrás de las primeras barcas. Venía en otra acompañado del hombre que había huido.

Aqueo:      Oh, gran Neptuno, el que ciñe la tierra, dios de los mares y su violenta mansedumbre. El que bate la tierra, hijo de Cronos y de Rea. El de cerúlea cabellera, hermano de Zeus y de Hades que reina en las tinieblas ardientes del infierno. Oh, dios Neptuno que aceptaste mi gloriosa ofrenda, que oíste mi súplica y te dediqué mis abluciones para que nos des el alimento que pulula en tus dominios.

Neptuno:   Qué diablos dices Aqueo de otro mundo, ordena que me suelten estos infelices, que he perdido mi tridente y sin él soy menos que desgraciado mortal, inerme, y no he venido porque haya oído tus míseras palabras, pues hace siglos que no llegan a mí himnos de votos como los que el divino Aquiles me consagraba.

Primer pescador: No, no lo soltaremos, qué buena vianda será la rosada carne de este pez hablador.

Aqueo:      Qué palabras se te escapan del cerco de los dientes, infeliz. Es Neptuno de quien hablas. Dios predilecto del Olimpo. Dios de los mares. Hermano de Zeus.

Segundo pescador: ¿Dios de los mares has dicho? Entonces, marinos, éste es el único culpable del sufrimiento que consume nuestras fuerzas. Escuchen, pescadores. He aquí al causante de nuestros males. Nuestro enemigo. El poderoso que nos retira el mar, que ahuyenta a los peces de nuestro dominio.

Todos los pescadores: Si es dios y es todopoderoso, pidámosle que nos provea de peces. Que nos dé alimento en abundancia. ¡En abundancia!

Aqueo:      Déjenlo que recobre su tridente y los proveerá de todo lo que deseen para subsistir. Hará más rico el mar de este dominio.

Todos los pescadores: Quien ha perdido el cetro ya no es rey. Ya no tiene poder. Es tan mortal como nosotros. Ya no le tememos.

Primer pescador: Entre mortales resolveremos nuestros asuntos. Decidamos qué hacer con este dios sin dominio. Nuestra hambre exige un veredicto final.

Neptuno: Yo que he movido furias y he decidido el triunfo de ejércitos y he impedido la muerte de mortales, cómo voy a ser objeto de juicio de estos simples seres animados. Zeus, mi hermano, desde su Olimpo, con un solo gesto los convertirá en agua, agua encharcada, insípida, no como las rumorosas, cristalinas de mi reino. ¡Zeeeuuuus!

Aqueo: Oh, dios Neptuno, creo en ti y acepto tu designio, y montaría aquí sobre este lomo húmedo una hecatombe que halague tu divina grandeza y nos confiera el don de la satisfacción.

Segundo pescador: Pescadores, tiremos de las cuerdas y sujetemos con dureza a este pez que habla. Gigante pez cuya carne nos dará alimento para cien días. Y estoy seguro que nos traerá la bonanza porque sus residuos atraerán a los peces que se han alejado de éstos nuestros queridos dominios.

Una afilada arma acercó sus destellos al agitado corazón de Neptuno cuyos ojos se abrían desmesurados ante tal desesperanza. Ya no podía moverse; sólo un vaivén acompasado de sus colas que seguía todo el mar como si fuera su propia agonía. De su garganta salió un terrible grito que en el clímax de su intensidad semejaba el estrépito de una armada en combate…

Neptuno: ¡Zeeuuuuuus tronante, hermano, no me abandones en este trance en que mi vida fenece en manos de viles mortales! ¡Perdona mis iras y desata la tuya destructora en mi defensa! ¡Zeeeeuuus... Zeeeuuuus... hermanooooo! ¡Escúchame padre Cronos! ¡Madre, madre Rea!

La sangre de Neptuno, lava ardiente, agitó convulsa el agua y la hizo girar como un remolino de espuma, bermellón en el centro y azul y verde en el exterior, como en el aire se disuelve el registro de una voz prodigiosa.

Un timbre metálico emitía la resonancia de los caracoles y una luz como sangre que regresa a los ojos fluía de los corales florecidos en las rocas.

Sólo Aqueo no comió de la carne divina e hizo con sus remedos, votos luctuosos como los que se hacía a los héroes. El pesar lo envolvió en un llanto triste y lastimero que iba regando por las calles. ¡Ay dolor! ¡Ay dolor! Pobre de ti, Insulea. Pobre de ti y tus pobres hijos que primero serán como soles y después arena.

Los habitantes de Insulea, hipnotizados por el alimento no hicieron otra cosa, durante cien días, que saciarse con esa vianda de sabores suaves como frutos, como aves, como peces. La dignidad divina de los soles empezó a teñir sus rostros; un tono dorado empezó a coronar el espesor de su cabellera y un habla como fuego de cítara empezó a llenar sus lenguas.

 


El general Odilón

 

Odilón, envuelto en los trapos de su lecho, a ras del suelo, no pudo dormir en toda la noche. Se enfermó de repente. Una vigilia febril lo tuvo preso en la cueva de unas bestias que luchaban a muerte. Tenía una idea fija: cuidar su vida. También le preocupaba su madre que en su lecho, situado al otro lado del cuarto: lejos, infinitamente lejos, podría ser despedazada por las bestias. Pero no podía pasar por alto, ni en los momentos más peligrosos, que la mano de mamá es dura y azota en el rostro con certeza y sin piedad.

El miedo de Odilón era superior a todos los miedos. Estaba totalmente paralizado. En su boca su lengua llenaba toda la cavidad a la que estaba soldada. Sus ojos, agolpados de tinieblas dentro de los párpados, chisporroteaban a momentos ráfagas multicolores. Sus orejas se habían agigantado y percibían, desde la respiración reposada de las arañas, hasta el resoplido más candente de las bestias.

Fue una noche: de hoy, de ayer o de antier. Noches en que es urgente ausentarse antes del primer fantasma. Pero si todavía estamos empezando a dejar de sentir el cuerpo, a flotar coleando con suavidad como la cometa que ya somos, con nuestro cuerpo de papel y nuestro pelo zumbando al golpe del viento, cuando bruscamente nos corta el hilo un poderoso estruendo que nos paraliza, nos endurece la sangre y acelera el ruido del pecho, tenemos por fuerza que permanecer en el lecho aferrados, inmóviles, muertos.

Cuando amanece, Odilón se revuelve en su nido de gallina y asoma la cara debajo de sus trapos. Mamá, de su lecho del otro rincón se levanta, se envuelve con su rebozo y como todos los días se va a comprar lo que sea para desayunar. “Arriba, perezoso” dice, abre la puerta y sale. Odilón se sienta en la estera y desde allí revisa todo: las tres sillas, la mesa de los santos, el cajón de la ropa limpia, la cama de mamá. Todo en su sitio, ninguna huella de las bestias nocturnas: ninguna hilacha de piel, ninguna madeja de pelambre, ninguna mancha de baba en el piso o en las paredes. Sin embargo, en el aire del cuarto aclarado por la luz del día flota un cierto humor misterioso idéntico al que ha sentido en ocasiones como ésta que siguen a las noches de tortura.

Al fin, pasado cierto tiempo, llegó el día esperado con ansiedad. Amaneció y Odilón tenía un ojo fuera de una de las rendijas de sus trapos. Mamá acababa de cerrar la puerta. “Arriba, perezoso.” En el lecho que dejó, un bulto enorme se mueve. ¡La bestia! ¡La bestia! ¡Otra vez la bestia! Sintió desfallecer en un hondo vértigo. La emoción y el terror le inflaron el pecho que instintivamente se agarró para opacar el golpeteo del corazón. En un alarde de valentía, con una cierta inconsciencia por la inminente aventura, sacó fuerzas de un rincón inexplorado de su alma y de su cuerpo, y se echó al suelo apisonado. Fue una hazaña sumamente difícil arrastrarse tres largos metros. Como el pecho retumba fuertemente y las piedrecitas se clavan en las palmas de las manos y en las rodillas, hay que tener mucho cuidado de no respirar, de no gritar, de ensordecer el cerebro que bulle en mil imaginaciones. Por un momento se desvanece, intenta retroceder, pero se queda pegado al suelo. Cerró con inauditas fuerzas los párpados deseando hacerse invisible. La bestia resopló intempestivamente y se sacudió. Odilón cae muerto: un segundo, un minuto, una hora, un día, un mes, un año, un siglo. Levanta la cabeza con cuidado y ve que nada ha pasado. Avanza la lagartija al nido de la bestia; se ahoga entre las brumas hediondas. Un animal semejante no había visto Odilón en su vida: babeante, la melena abierta enmarañada en sus propios zarzales; el vientre inflándose y desinflándose; echando fuego apestoso por el hocico; la cola muerta saliéndole del camastro; las aletas flácidas colgando de uno y otro lado y el musgo sobre la piel rugosa. A momentos como atragantándose con las flemas, reacomodaba su pesado organismo entre gruñidos que se diluían en silbidos. Mientras temeroso lo contemplaba recordaba los ruidos de anoche: lo había oído revolcarse, golpear con su pesada cola las paredes, arañar el piso y bufar espantosamente. Había creído que mataba a mamá, cuando ésta se quejó largamente, gritó y lloró como loca. Pero cuando se está atrapado en la misma cueva del monstruo, más vale no dar señales de vida.

Odilón permaneció muerto dentro de sus trapos.

Cuando su mamá regresó del mercado trayendo pan y leche para desayunar, Odilón estaba en el rincón amontonado con su cara de pollo agonizante. La vio entrar y la miró desde abajo. Buscó en sus rasgos, en sus movimientos. ¡No, mamá es bonita y tiene cuerpo lindo, y las manos, y la voz...

Constancia miró el pan en la .palma de su mano y después miró a Odilón. Recordó sus palabras: “De tan bueno, ni sirve. A veces me olvido de que existe, con eso te lo digo todo.”

La bestia sacudió la cabeza, se incorporó, y dando traspiés salió al patio. Apoyado en un árbol orinó. La mujer le dio una taza de café caliente y gruñendo se lo echó a la boca. La bestia, trabajosamente, se acercó de nuevo a la puerta del cuarto y entre brumas, ayudado por un golpe de luz que caía sobre Odilón, se le quedó viendo con fijeza, sin tener mayor reacción, si acaso, que un leve movimiento de las colgantes orejas. Odilón, el insecto, no despegaba los ojos del cuadro de luz dentro del cual se dibujaba a perfección la grotesca imagen que lo miraba; gravemente sombreada en los contornos y con fogosos destellos en la parte de la cabeza.

La mamá de Odilón hurgó los bolsillos del hombre mientras se tambaleaba, le sustrajo algunas monedas y lo ayudó a ponerse la camisa. Pareció que algo habló Constancia, pues movió los labios con energía en tanto lo empujaba indicándole se marchara. Hizo el hombre una seña de desprecio dirigida a Odilón y desapareció.

Odilón ahí en su guarida de siempre tomó café con leche y pan remojado, silencioso, ausente, muerto...

El día que se le caiga la casa a Odilón se quedará su cuerpo perdido entre las hormigas; se evaporará bajo el fuego del sol y cuando las lluvias lleguen, se lo llevarán por los ríos del patio hasta la calle donde navegará al lado de las embarcaciones que desde lejanos barrios se desplazan blandiendo sus velas de papel y enfilando indistintamente sus proas y sus popas, obedeciendo a la avasalladora corriente que va a desembocar en el mar de la misteriosa hondonada donde tantas componendas ha tenido el niño con los piratas que la habitan.

Odilón no molesta. No parece un niño de verdad. Se juraría que es un fantasma porque de su rincón desaparece y aparece de nuevo en el patio, junto al naranjo, arrobado en la contemplación de un simple azahar. Es capaz de seguir a una hormiga hasta el desfiladero de sus galerías subterráneas. Y a una mariposa la observa, nariz con nariz, sin dejar de extrañarle los temblores del insecto y su fina lengua arrollada en espiral con la que lame la miel de las flores.

Después de que el hombre se marchó, Constancia se echó un poco de agua en la cara, peinó su larga cabellera, y se cambió el vestido. Como todos los días hizo la misma recomendación: “aquí te quedas, mucho cuidado. No quiero venir y encontrarme con que hiciste una travesura porque la pagas caro, ya lo sabes”. Odilón pudo haber sido el perro que ante tales gestos del rostro de su ama moviese la cola; o cualquiera de las piedras enormes que apuntalan los dos horcones del pozo, cuyo silencio es siempre afirmativo de obediencia y quietud. Pudo haber sido la noche en la que se extravía irremisiblemente el más cálido alborozo o el más tajante grito agónico. Pudo haber sido el lánguido pájaro canicular que nada lo perturba, ni cuando fulminado por el proyectil del muchacho aprendiz de cazador cae de la alta rama. Pudo haber sido la mariposa negra que en la noche pegada al techo de la casa incita la imaginación. Pudo haber sido...

Constancia le puso candado a la puerta de la calle y se fue.

Odilón con los ojos puestos en las huellas que su madre dejó al marcharse se quedó dormido, los ojos abiertos, la sangre palpitante. De su cuerpo empezó a levantarse un tibio humo cuyas espirales, divagantes primero, quisieron amasarse en la nube pasajera, de las que por los meses de marzo suelen surcar los cielos tropicales; quietas después, fundidas en espesa columna, delinearon con lujo de detalle una tienda de campaña: la del general Odilón.

Del palo central de la tienda sobresalía el asta altísima en que ondeaba la bandera. Si no tenía una calavera bordada en azul celeste, por lo menos ostentaba el retrato de Cándido, el jefe pirata de la hondonada. El ejército formado en impecable alineación esperaba la salida del general. Los honores tronaron en cañonazos por cuenta del amigo pirata y el tambor del corazón redobló plenamente. Se trata de emprender la cacería del monstruo. Cada soldado tiene en la memoria la figura del enemigo. Y si no es como yo les digo, agárrenlo de todos modos, puede tomar diferentes formas y por eso puede engañarles a primera vista, a mí no. Cuando llegó a la casa parecía una tórtola. Cuando se fue era el zopilote.

Terminadas todas las instrucciones, los soldados, con sendas espadas en los cintos y la calavera tuerta d dolor azul, grabada en las pecheras de las camisas, desfilaron rumbo a la ciudad a cumplir su destino. Marchaban decididos con el monstruo fijo en la mente. “El monstruo”, “el monstruo”, “el monstruo”, “el monstruo”; ¡no olvidarse!, ¡no confundirse!, ¡cuidado!: un perro, un gato, una paloma, un zopilote, un caballo, una tórtola, ¡lo que sea!, ¡todo junto en un solo ser! ¡no olvidarse!

En la ciudad: las calles, las plazas y los jardines, la vida cotidiana trascendía. Los templos, las tiendas, los cafés, los transportes, las peluquerías, las herrerías, las carpinterías, las panaderías, los mesones, funcionaban en paz. La gente devenía bajo el sol impetuoso, desde temprano, con la misma parsimonia de ayer. Nada los perturbaba, ni los violentaba. Tenían la vida asegurada en un clima de bonhomía. Tenían la muerte asegurada en un clima de bonhomía.

De pronto algo perturbó la pureza de las calles brillosas. Los ciudadanos empezaron a asombrarse ante la presencia de grupos de extraños seres que aparecían en las esquinas. ¿Perros?, ¿gatos?, ¿palomas?, ¿zopilotes?, ¿caballos?, ¿tórtolas?, ¿qué serán? Tienen caras de hombres pero ladran. Tienen manos y brazos de hombres pero arañan y revolotean con sus alas negras-blancas-pardas. Tienen piernas de hombres pero dan coces, trotan, relinchan. ¿Qué serán? El espanto hizo presa a la población. Los soldados buscaban al monstruo por todas partes; y por todas partes corrían monstruos de todas edades, estaturas y colores. Eran tan semejantes entre sí que en sus mentes se confundían con el que pretendían tener grabado según la definición del general. No hubo pues un solo monstruo que no cayera en sospecha. Llegó un momento en que ningún habitante veíase en la calle. La ciudad quedó desierta. Algunos se aventuraban por los balcones, por los postigos, por las rendijas de sus casas; pero el miedo los obligaba a refugiarse.

Los soldados, que ya no tenían a quién buscar empezaron a sospechar de sus compañeros. Cada uno miraba al otro con recelo. Eran idénticos al monstruo que buscaban. La deserción se hizo notar entre el ejército. Se perseguían ya, mutuamente. Combatían entre sí.

Nadie podía huir del monstruo. Por todos lados se sentía su presencia. La tiranía se hizo insoportable en las guaridas. Los monstruos se acusaban unos a los otros, se pegaban, se herían, se mataban. La confusión llegó a la calle, todo el que veía un monstruo se arrojaba sobre él. Todos eran enemigos. La lucha se generalizó; y en aquella ciudad, hacía unas horas en paz secular, en aquel momento, aquel medio día, una guerra sin cuartel la despedazaba.

El general en su tienda de campaña esperaba; esperó en vano una noticia, un aviso. Nada. El silencio se recrudeció y el general Odilón, solo, sin un aliento humano que lo consolara se ahogaba en estertores de llanto. Con la capa a rastras y el desasosiego en la cabeza inclinada, se dirigió a su casa. De pronto un zumbido de alas lo sobresaltó: un pequeño monstruo cayó a sus pies pidiéndole perdón. Odilón, repuesto como cabe en un militar, le miró altivo: perrogatopalomazopilotecaballotórtolao-loqueseaotodojuntoenunsoloserrendido, y como un General con un solo regaño puede aniquilar a cualquiera, el general Odilón, sin parpadear, lo condenó a muerte; mas como el prisionero le suplicase le perdonara la vida en nombre de su madre, le concedió la libertad. El pequeño monstruo se incorporó y agradecido siguió al general meneando la cola, ladrando, corcoveando, arañando los matorrales con sus garras, desplegando sus alas negras-blancas-pardas. Lo siguió inevitablemente hasta el fin, hasta nunca, hasta siempre.


Odilón recogió todos los azahares desparramados al pie del naranjo y empezó a hilarlos en una larga cadena para cuando lo enterraran.

Cuando su mamá volvió de la calle, agobiada, marchita, lo encontró en su rincón entregado a aquella ociosidad. En ese momento el niño sintió todo el cansancio del día y se echó en su nido de trapos. En la mesa de los santos el quinqué alumbró. Constancia se arrimó y su estatua reflejó una enorme sombra que subía hasta el techo como queriendo volver hasta ella. El murmullo de los rezos se enlazó armoniosamente con la música de los grillos. Empezaron a flotar las gasas que las sirenas tomando de los extremos hacían ondular. El pirata Cándido se desprendió el parche y descubrió su ojo de diamante que lo iluminó todo. El estómago de Odilón parecía un pozo de grillos. Con un poco de café se dormirían si lo hubiera. La estatua hablaba con los santos. Lo que a ella le dijeron habrá sido triste, pues acabó mamá sollozando. También con un poco de café y tostadas de maíz se alejan muchas veces las lágrimas. Pero si es el alma la que duele, lo mejor es atrancar bien las puertas para no dejar que los monstruos penetren en casa.

Cuando el santo del centro le decía a la madre “levántate y anda”, tocaron a la puerta y la ráfaga que penetró impetuosa al cuarto, hizo toser al general, solo, olvidado, enredado en sus sábanas.

Hubiese deseado levantarse cuando empezaron las convulsiones del monstruo, para con su propia espada implacable y mortal hacerlo trizas...

“Porque yo, pirata, como soy general, te gano, ¿quieres hacer la prueba?”

 


La dama y el infante

 

La dama y el infante vienen de las praderías de vuelta al castillo. A lo lejos las carracas en procesión. La dama parece no oír por como porta la espiga de su cuello. El infante desperdiga los ojos sobre cuanto halla en la tierra y en el cielo. En la encrucijada, el globero la ve pasar la centésima vez y también la milésima. Conoce el gesto y la medida del paso de la madre y el hijo. Pero lleva en su memoria, impresos, el trazo de la dama y su aire principesco. Este memorizar le ha criado palabras que de sumo pertenecen a la dama y no puede dárselas, ¡qué ahogo! En los enamorados crecen los recursos como hojas. El globero infló un globo y, aún tibio de su aliento, lo sujetó en los dedos del infante que pasaba. La dama reparó en el objeto al cobijo del castillo. Ninguna extrañeza, acaso una sonrisa por la travesura del pequeño. El cloquear del caballo en las baldosas cerró la oscuridad. En el reclinatorio, frente al crucifijo, el infante besó en las manos de la dama las buenas noches de la persignación. Somnoliento, el infante no sintió que se le escapó el globo de entre los dedos ni lo vio deslizarse hasta la bastilla de la colgadura de la cama. En tanto la dama en su aposento mudaba sus prendas por las de dormir: de seda las bragas, olán el corpiño, empezaron a salirse del globo las palabras de deseo que el globero había soplado. Una a una asiéndose al encaje de la camisa rasgaron ésta y buscaron la piel. La dama no pudo oponerse porque la ardorosa dicción del globero crecía y se alargaba poseyéndola. Cuando cesó su último resuello y recobró el asco, sintió en su mano la flaccidez de un globo desinflado.

 


Efetichista

 

El entusiasmo de la camaradería en ebullición rompió la celosa guardia impuesta sobre las mochilas escolares. La ocasión la aprovechó y se escurrió reptilíneo hasta el banco donde el bello adolescente y sus condiscípulos dejaron los útiles antes de echarse a corretear entre los setos del parque. Sin errar el objetivo introdujo la mano en la mochila del bello adolescente y hurgó en el fondo sin hallar el valor deseado. Escalaron sus dedos el cuaderno de tareas y agudizando el tacto de las yemas sustrajo algo que rápidamente introdujo en su bolsillo y huyó a toda prisa. Con la respiración entrecortada llegó a su habitación, cerró la puerta, puso el cerrojo y se entregó a acariciar y besar con unción la bella reliquia. Se quedó contemplándola en la palma de su mano. ¡Cuánta hermosura! Es parte de él. Es su propio cuerpo. El hombre estrujó sobre sí mismo la letra “f” y se desvaneció exhausto.

 


La caída

 

En una concentración de ciudadanos en la plaza pública, un hombre con aire suspensivo desembolsa, furtivo, un libro menudo como él. Lo abre y lee para sí. Lo que lee se refleja en sus reacciones: las quijadas trabadas, el puño apretado, el color encendido del rostro, cierto intento de levitación. De pronto, un ventarrón sopla entre la multitud ciega y sorda, azota las páginas del libro con un hojeo brusco y hace volar todas las palabras abandonándolas a su peso sobre la multitud. Los extraños volantes van cayendo y cada ciudadano, como si ese fuera su designio, recibe del aire su palabra. Todos los puños blanden sus palabras contra el hombre del poder que desde el balcón del palacio cae palabreado, múltiplemente muerto.

 


La música nunca oída

 

En una banca del parque, acomodados los tres hombres, se dicen travesuras de palabras. Ríen por turnos como rondan su cigarrillo de mariguana. Cuando éste se termina en un ascua de papel que mata el viento, el primer hombre inicia un ritmo singular raspando entre sí las palmas de las manos, palmeándose las rodillas y el dorso de las caderas; el segundo hombre enlaza su cadencia taconeando sobre el piso y el tercero, hace como valvas las manos y las golpea emitiendo aire sobre el hueco de la boca que deja abierta una rendija para sacar sonidos. Música de ángeles caídos que con los instrumentos del cuerpo se elevan y encantan; parece que reciben del aire efluvios de misterio, sólo igualados por los enviados de Dios a la Anunciación. Músicos astrosos sin arpas, sin pífanos, sin trompetas. Sus partituras son dignas del mayor genio musical, y como todo verdadero gran arte nacen para que se las lleve el viento.

 


Berlinda

 

Para entender esa mañana lo que estaba ocurriendo en el alma de Berlinda, había que saber por lo menos leer los ojos. ¿Pero quién que sólo busque un grano de regocijo en una sonrisa para sostenerse durante el curso de un día, puede acatar tales misterios? Los compañeros de trabajo de Berlinda no hallaron consuelo esa mañana. Berlinda se cruzó con ellos sin saludarlos, sin desprenderse de una de sus confortadoras sonrisas que acumulaba, tantas, como hojas una limonaria: inagotables sonrisas transmisoras del germen de la promesa y el ánimo a quienes se aprestaban a recibirlas, temprano, los primeros minutos de cada jornada en la oficina; lo dicho, Berlinda había ido y vuelto, avanzado y retrocedido, inclinado y erguido, movimientos rituales que consuetudinariamente ejecutaba al abrir su privado: colgar el paraguas y el impermeable, descorrer las cortinas y soltar el cordón que anudado mantenía cerrada la ventana de vidrio; es claro que la abría sólo durante el verano, pues en invierno cuidaba de conservar la tibieza encerrada en el pequeño privado donde apenas cabían un escritorio, dos sillas y una especie de anaquel para exhibir las muestras de los objetos de plástico nacidos de su ingenio, de su curiosa imaginación utilitaria. Esa mañana, Berlinda, accionando como una balanza la ventana, la abrió y dejó entrar una corriente agradable que cortó y arremolinó el aire tibio, un poco viciado, que flotaba dormido, envuelto en sí mismo. Una pequeña porción de ese aire nuevo aunque suficiente para henchir los pulmones de Berlinda penetró por sus narices; pero no era un aire sano por lo visto pues provenía de un ambiente en que la luz del sol y la niebla suave se revolvían en una lucha por posesionarse del día que empezaba.

¡Ah qué asco de naturaleza! expresó Berlinda y procedió a desplazarse por los pasillos, yendo de la minúscula sección donde los empleados podían servirse café o té a su privado, y de ahí al W.C. para damas; y fue durante tales movimientos que Berlinda penetró los cuerpos gaseosos de sus compañeros que con toda premeditación coincidieron con ella en sus andares que a paso medido la llevaron al minúsculo refectorio a prepararse el té de las 9:30.

Nadie sabía lo que estaba ocurriendo en el alma de Berlinda esa mañana y ella no podía desembarazarse del nudo que le oprimía la boca del estómago, el mismo nudo que le produjo a todo puño, el golpe que su hermano Pablo le asestó cuando correteaban disputándose la pelota. ¿Acaso tenía la pelota incrustada ahí donde las costillas hacen hueco un tanto arriba del ombligo? Es una imagen tragada con saliva y desesperación. Después del golpe, ya no volvió a recuperar el aire. Su hermano siguió corriendo llevándose el puño agresor que ella solía vengar con una sarta de manazos, araños y golpes tan rudos como los de su oponente. Ahí quedó de pie, sin aire, ahogada, paralizada, la palidez más y más cerrada como quien va perdiendo el alma poco a poco, hasta derrotar, la muerte, a su inocente apego a la vida; queriendo hablar, suplicar que la socorriesen, que le repusiesen la viveza a sus piernas y el impulso con que suele dar alcance a su hermano. Imposible que el impune escapara de sus manos, de su vista, de su percepción total; y que se convirtiera en sólo una sombra rodeada de una aureola intermitente sumergiéndose en las pupilas hacia el fondo un laberinto formado con moldeadas peripecias, incansables peripecias violentas, audaces, peligrosas, que entonces nadie podía distinguir si quien las hacía era Berlinda o su hermano. ¿Qué puede diferenciar a un muchacho de una muchacha cuando ambos suben a un ciruelo, arrancan sus frutos verdes, se arrojan desde las alturas de una vez y huyen casi ciegos sobre piedras, espinas, saltando acequias: ella con la falda recogida llena de ciruelas y él con las bolsas de los pantalones rebosando con los mismos frutos? ¿Esa era la diferencia: las faldas y los pantalones? ¿Y por qué teníamos el mismo impulso, idéntica energía, presteza a la par?

 

***

 

La bola estaba clavada arriba del ombligo y en ella estaba amasada la queja desgarrada de la impotencia. En su silla, ante su mesa de trabajo, sorbía a momentos el caliente brebaje que aún tragado con ímpetu no conseguía imprimirle la fuerza suficiente para disolver ese objeto, ese fantasma, ese engendro de un puño.

Muchos lugares de su cuerpo experimentaron la quemada voraz de aquel puño, pero ninguno se asombró, ni anidó, ni acuñó, como éste que lleva empozado en el estómago. Y los suyos, sus golpes, se habían plantado con igual saña en el cuerpo de su hermano; sin embargo éste vivía lejos de ella —hermoso, cruel, ingrato, blanco, barba cerrada, como tiene que ser el hombre con quien me case— ajeno a toda queja a causa de golpe alguno que le recuerde a su hermana después de tanto tiempo; sus hijos ya corren uno tras la otra, perro tras gato, como se persiguieron Pablo y Berlinda, ésta, raptora de algún amuleto o tesoro que él había avistado primero.

“Lo curioso es que el puño debió haberse disuelto en el mismo lugar del golpe porque me fluyó sangre abajo. Me asusté mucho y no quise decírselo a mamá. Algo debió habérseme roto en el estómago. Después de una hora o dos horas, algo así, no lo puedo recordar bien, me repuse y con mucho esfuerzo caminé a casa, me fui directamente al baño.

“Qué vergüenza, la sangre era roja, roja como el sol cuando se quema mucho, roja, roja como ese clavel que usted tiene en el ojal, doctor. Roja como cada mes del año. ¿Por qué, doctor; por qué no se acaba este puño; es una masa de desesperación, una montaña de dolor, un océano de desgracia? A veces siento tanto asco que temo trasbocar y morir asfixiada con el puño atorado en la garganta.”

Berlinda se levantó de su sitio y corrió a la ventana en busca de aire limpio, puro, que limpiase la terrible náusea que como el ojo de una tempestad empezaba a hincharse y a levantar altas olas convulsivas. La niebla transparentes vencida, había soltado sus rasgaduras; el aire, en cambio, estaba tibio pero dulce como la leche que mamá vertía en el plato para la niña Berlinda. Se aquietó la tempestad, mitigó sus iras el seno del mar. Lentamente se iba amansando el punzante sudor que asaltaba los poros de la piel. Qué brisa tan dulce, mamá; un puño de azúcar en la boca, un puño de azúcar...

 

***

 

“Está bien el puño Berlinda... No me lo diga... Sabré adivinar para qué servirá... ” El jefe había llegado al privado de Berlinda y miraba curioso el trazo tan disperso y disímbolo de muchos, pero muchos puños bosquejados, hechos aprisa, semejando sapos, cerdos, pájaros de buche gordo, corderos, iguanas mofletudas, enanos, nalgas, el rostro de un obispo sumido en la masa de su papada, la cara congestionada de un ángel cardinal soplando desde su punto, una nariz varicosa, una letra Q gótica, un sol en llamas, una flor recogida dentro de sí misma, una moneda china forjada a mano, una hoja de belladona desollada a rasguños, la cabeza doblemente hendida de un tornillo, una estrella de puntas enroscadas, una tarántula herida de muerte. “Déjeme decirle... Servirá para una sonaja... no, no, será un encendedor... no, ¿para qué podrá servir?”

Los trazos estaban en el papel, sobre el escritorio; habían nacido de la nada, sin cálculo, sin premeditación, nadie los había pensado; Berlinda era inocente a todo esto; estaba demudada y fría ante lo que veía y oía decir a su jefe.

“Y veo, ni usted misma sabe para qué podría servir un objeto de plástico de esta especie. Pero así es este trabajo, de una simple tentativa puede llegarse a la genialidad. Berlinda, no olvide que nuestra próxima creación tiene que ser un cañonazo.” Dramatizando sus palabras, el puño del jefe enarboló y trazó una línea invisible hacia adelante, representando el disparo de un cañón que no llegó a su objetivo debido a que la mano de Berlinda, como un garfio feroz, atrapó la mano de su jefe.

“Señorita, está usted muy nerviosa… sería prudente que se tomara un descanso”, esto decía el jefe sin poder liberar su mano ya en los últimos estertores de la asfixia por la tenaza que la estrangulaba en el pulso; con la otra mano sacaba del bolsillo un pañuelo rojo que se llevó a la frente para enjugarse algún sudor emotivo; mas el gesto no concluyó porque a medio hacer, la mano de Berlinda, la otra también libre, contraria a la diligente del jefe, arrebató de ésta la prenda encendida que un solo movimiento hizo escapar por la boca de la ventana como si fuera un listón de fuego cuyo contacto quemara y por lo mismo no se soportara más de un segundo. El pañuelo se meció en el aire, desplegándose como un paracaídas sangrante. Tropezó en el marco saliente de una ventana, tres pisos abajo, se arrastró por los cristales y moribundo se desinfló sobre la marquesina a cuatro metros del suelo.

Descompuesto el rostro el jefe —las dos manos de Berlinda no dejaban ver el suyo—, giró sobre sus pies y asomándose a la ventana, el brazo fuera, siguió con la mano los movimientos de su pañuelo hasta dejarla suelta igualmente exánime; se volvió con rapidez y enfiló hacia Berlinda con el instinto de un toro, cuya bravura ha sido incitada al ataque. “No..., no...” balbuceó Berlinda sintiendo que la cornamenta de la fiera la desgarraba; pero cara a cara, aliento con aliento, el de ella tembloroso, el de él fogoso, vio los ojos del jefe y no los labios que le ordenaban que le devolviera de inmediato el pañuelo. “Y quiero verla en mi oficina tan pronto tenga el pañuelo en sus manos.”

Los compañeros de Berlinda: Atenor, el segundo diseñador; Rebeca, la modeladora, y Joaquín, el mozo, se unieron a ella en los trámites del rescate; entraron al descensor, uno a uno, ella por delante como corresponde, para que a su vez salga la primera en el segundo piso donde pedirán permiso para recuperar la prenda; el zumbido se inicia al punto en que los ojos se prenden a la escala que indica la numeración de los pisos, único contacto de los descendentes con la luz exterior; los ojos parpadean a cada salto de la lucecilla roja que va restando números: 10-9; el pesado silencio, aplastante, cuya duración es medida con meticulosidad en los números que van siendo menos: 8-7; desaparecen: 6-5; acaban: 4-3 y señalan el arribo: 2. Como un telón rápido se descorren las puertas y simultáneamente Berlinda, que intenta impulsarse hacia adelante, es rechazada, como arrojada por una fuerza opuesta, lanzada hacia atrás, arrinconada con gran peso sobre el fondo de la jaula, igual que si la oprimiera el efecto de una inercia violenta. Todo fue un relámpago, el grito mismo de Berlinda al ser trompicada por el puño gigantesco del mural de Siqueiros reproducido por el propio autor en el muro frontal de la recepción de esta oficina, según el original de la Universidad; el puño llenó con su ira el descensor, rompió la pared trasera y puso en peligro la vida de los viajeros atrapados en su propio estupor. “Señores... señores... por favor.” El descensorista compuso la confusión, encaminó el orden, restableció el equilibrio de las cosas, sobre todo en el puente, el puente que la normalidad tiende entre el suspenso de una caja que cesa su movimiento y el piso estable y regular que espera esa sorpresa.

En uno y otro brazo, Atenor y Joaquín, ayudaron a Berlinda a cruzar ese sendero recién formalizado. La colocaron en un pequeño quicio, formado a la entrada del pasillo hacia los despachos de “Acrilina, S.A.”, y uno solo, Atenor, capaz de cualquier arrojo por su compañera, se hizo cargo de la gestión. “Fue un lamentable descuido”, dijo. Su pañuelo se le había caído por la ventana de la compañía donde trabaja y atorado en la marquesina, al nivel de la ventana de este piso.

Pero la tenacidad de ciertos perseguidores no conoce tregua. Ahí mismo donde Berlinda estaba agazapada, llegaba el afán criminal del puño monstruoso que como perro atado al muro rompía el aire en sus intentos por alcanzar a su víctima; y zumbaba, chocaba, golpeaba, azotaba el tambor del estómago centralizado en el área del ombligo —maldita referencia inequívoca—, esa marca delatora que en sueños ve convertida en un pozo de gran pretil y negra profundidad y que en la vigilia desea ahogar sin piedad, taponarlo con cemento hasta quedar disimulado a ras de la superficie de la piel.

Joaquín, el mozo, la tomó del brazo y sin mucho esfuerzo la puso a salvo en el ascensor. No tardaron en reunirse con ella los otros, portadores del trofeo que el caprichoso jefe había obligado a recuperar a la indefensa e inocente Berlinda. La solidaridad entre compañeros no requiere mayor explicación sobre todo si es invocada por las lágrimas. Ella sola, Berlinda, paloma en manos de ogro, entró al despacho del jefe.

Traía doblado, envuelto en papel blanco, como un cariñoso regalo, el pañuelo rojo. Fue una precaución de los compañeros, un cuidado para Berlinda que el jefe tomó, al recibirlo, como un gesto delicado de la muchacha a quien no le correspondía hacer otra cosa después del incidente. En un paquete así, aunque revueltas como rompecabezas, hubiera querido Berlinda entregar las palabras que quería decir a su jefe: palabras de disculpa, su arrepentimiento. Pero las tenía todas atoradas, en la mente las más, algunas en la garganta, dos o tres en la punta de la lengua; todas apelmazadas, deformes, inútiles para comunicar calor al momento de entregar a su jefe el pequeño paquete que, con un movimiento trémulo, depositó sobre el escritorio al alcance de la mano de aquél, quien lo miró sin mucha importancia, conservando la serenidad que consideró adecuada en tan embarazoso momento para Berlinda. Se puso de pie, quiso recurrir al juego de manos que por lo común imita el acto de lavatorio, pero prescindió de él impelido por la experiencia cercana; mejor las enlazó detrás de sí adoptando una postura grave pero discordante con la luz de confianza de su rostro. El jefe era la viva imagen del ambiente a esa hora; la imagen gris del amanecer se había tornado clara, brillaba el aire, sonoros toques de luz golpeaban las hojas de los árboles, y las molduras de los edificios disparaban tenues reflejos que se esparcían en la atmósfera y que a través de la ventana, situada exactamente a espaldas del jefe, formaban en torno de éste una suerte de aureola que vencía todo temor.

“Hay días que no son benignos para nuestra alma, ¿verdad? Hoy es uno de ellos. Pero todo pasa como el aire. Espero que así lo sienta usted”; dijo esto el jefe, sonrió con naturalidad y por primera vez en esos minutos de tortura, apareció en el rostro de Berlinda la animada sonrisa que todos en la oficina buscaron en ella al principiar el día. Berlinda habría dado cualquier cosa porque en esa sonrisa suya participaran no sólo sus labios tiernos y dulces, y sus dientes, sino toda su cabeza, su cuello, sus hombros, su pecho, su cuerpo total, incluso sus pies. Salió del despacho del jefe y la doble cortina de su entrecejo se corrió para cubrir todo su rostro de nuevo.

 

***

 

En su departamento Berlinda reconstruyó de nuevo, por milésima ocasión, la forma como recibiría al amante que alguna vez le pidiera ser su amante. Estaría en baby doll y lo haría pasar diciéndole que así acostumbra estar en casa y que no se fijara. El primer beso lo daría ella. El no debería tocarla. (Las manos son algo que los hombres no debieran tener. Cuelgan. Son feas a pesar de sus adornos que también cuelgan y que en verdad son gusanos que se alimentan de la sangre de los cuerpos que tocan. Las manos suben sobre las cosas, resbalan en ellas, cuando quieren las atrapan y ahogan y, si enfurecen, se enrollan en sí mismas transformadas en una maza nudosa y embrutecida capaz de derribar si choca contra el estómago. Las manos son torpes para tratar a las mujeres.) Pero el amante, aunque manco, intentaba tocar a Berlinda y era grotesca la situación porque los muñones simulaban puños raquíticos y ella se horrorizaba bañada en lágrimas. Lo peor de todo era que el amante de esta vez, como hace 30 veces en 30 de los 40 días que tiene de haber entrado a trabajar en “Plásticos Fantásticos, S.A.”, era el jefe. Y he aquí de cierto que el jefe sabía ya dos secretos, pero este tercero, jamás lo sabrá.

Jadeo. ¿Qué me pasa? ¿Tengo que ser yo la miedosa, la aplastada, la que no debe ser tocada con dureza, la incapaz de un esfuerzo, mujer, mujer? Yo que debiera alcanzar a mi hermano y devolverle golpe por golpe la condena que me asestó. ¡Sálvame, Dios mío! ¡Mamá, aquí estoy, quítame este puño de encima, me aplasta, me mata, me roba el aire, me roe el cuerpo como bestia! ¡El puño, llévense este puño!

En la cama Berlinda lloró en silencio quedándose con sus lágrimas secretas, su íntimo sufrimiento que nadie puede ni podrá comprender jamás, aunque su madre la mire con simulada ternura de comprensión y su padre, al verla, tosa tapándose la boca con el pañuelo y su hermano le diga desde el otro extremo de la cama “cuando sanes te voy a regalar un gato de ojos amarillos”.

Dos días después el doctor dispuso que la despojaran de la camisa de fuerza. No se sabe qué centelleo de piedad saltó en los sentimientos de uno de los dos jóvenes enfermeros que atendieron a Berlinda: eso de que ningún alma hubiera puesto atención en la belleza exaltada de este ser de ojos ilusos durante su encierro, no se concibe ni se cree que pueda ocurrir.

Su quietud, su conformidad, su entrega al dibujo, de estilo poco apreciado en las empresas de publicidad, pero valuado en estima a su rareza estética por los conocedores —el director del hospital mandó encuadrar para su casa un manojo de imágenes que se entretejían buscándose, ajustándose en su definición ardorosa y llameante—, le valieron el que sea dada de alta, con cierta reserva de muy escasa consideración y el encargo valioso de parte del director del sanatorio para que aceptara el trabajo tan justo que ahora desempeña y en el que da curso a su prodigiosa imaginación. Esta ala protectora tuvo su par, pues, en “Plásticos Fantásticos, S.A.” Atenor le hizo el contacto con una dueña que la alojó en el pequeño departamento en que da descanso a su desesperación, a menudo desatada por el estímulo que la más fútil relación humana trae consigo en sus ademanes.

 

***

 

La casa de Berlinda, que la vio crecer como un animal inquieto, indeciso, simulaba la concha de un caracol, no por la forma exterior igual a cualquier casa, sino por dentro, donde los objetos, la gente, la atmósfera, tendían a formar círculos que se abrían amplios, repitiéndose en su propio continente (los cuadros con los marcos superiores de las puertas, por ejemplo) y se cerraban en la cúspide rematada por un aposento que antes fue taller de ingeniería mecánica del padre de Berlinda y después un cuarto inútil, sentina voraz de los objetos inservibles de la casa; la disposición de los muebles, el orden de los cuadros en las paredes, como estaban colocadas las lámparas, las secciones útiles cuyas puertas trazaban un círculo; qué decir de las cosas que en familia, según su servicio, ocupaban las distintas habitaciones de la casa: las sillas del comedor viéndose las caras unas a otras, los utensilios coronado el impulso vertiginoso con que la mesa amenaza moverse. Todo en la casa parecía armar galerías circulares cuyo eje era la escalera curvada que ascendía lenta pero altiva, con la solemnidad de un monumento que busca erguirse, acercarse a la complacencia de Dios. ¿Acaso en esta inmóvil escalera se cifraba la fe de esta casa? ¿O en la casa en sí, en sus formas interiores organizadas en caracol, única invención de Dios a su imaginación y semejanza? Berlinda, Pablo, Remigio, el padre y Cordelia, la madre, se movían en la casa circulando materialmente, sin romper jamás el ritmo establecido por el juego de líneas curvas que ora los rodeaba, ora marcaban la ruta que seguía sus movimientos cíclicos. Berlinda rompía en apariencia esta armonía correteando, saltando, deslizándose por la barandilla de la escalera; pero ahí estaban las líneas idóneas para que eso hiciera la niña: líneas invisibles de un ferrocarril cuya locomotora y carros tirantes funcionaban en ella, sin percatarse de que así estaba dispuesto todo para su cumplimiento. Un día, sin saber por qué fuerzas, las líneas que sostenían el orden del caracol alteraron su ritmo. Berlinda había estado sola en la casa. Estuvo largas horas en la ventana de su habitación mirando los altos velámenes de los tilos que pesados, empujados por el viento, avanzaban calmosos hacia el otro lado del mundo. Y si a pesar de avanzar el convoy de copas verdeantes veíanse los tilos siempre a la misma distancia, era porque la casa los seguía, ¡cuánto océano por delante para navegar sin reposo!

Berlinda tomó de su mesa los manguillos, sus plumas de acero, tinta y papel, y bajó las escaleras. En el despacho de su padre se instaló y como si en la memoria trajera la imagen que sólo tuviera que verter en el papel, comenzó a dibujar: ¿era una garza?, no, aunque las primeras insinuaciones de la forma así lo indicaran; ¿era un tapete labrado con plumas de aves ideales?, no, aunque iban apareciendo plumas tejidas a modo de fina red. La figura cobró vida, se tiñó de colores y se movió como un abanico apático, así se reveló que aquello era un ser vivo, un alado, una ala sola sin haz ni envés que al emprender el vuelo se impulsaba de atrás hacia adelante y al cobrar altura planeaba como un águila en el lomo de una corriente favorable. El pájaro jamás tocaba tierra y tampoco necesitaba aire para respirar ni alimentos para su energía. Era un ave perpetua, perpetua... En tal elevación estaba Berlinda, cuando su padre, que había llegado a la casa seguido de su madre, abierto y cerrado la puerta del zaguán, caminado, hablado, llamado, irrumpió en su despacho y con visible enojo, arremetió contra la mesa aporreando el puño sobre el ave y dejándola inmóvil. ¡Ya basta de locuras! A esto casi simultáneamente siguió un aullido de dolor causado por la plumilla de acero que Berlinda clavó en el ariete vulnerable.

La sangre saltó en gotas gruesas con tal fuerza que arrojaron a Berlinda al suelo en donde como un animal aterrorizado se arrastró para irse a refugiar a su guarida. En su fuga no siguió ninguna línea previamente trazada, ni creó una nueva con cuya energía reforzara la estructura del caracol; la línea fue una filosa secante que desgarró círculos vitales, entre ellos el de la virtud de Berlinda de vivir dócil y leal, por 25 años, al calor del corazón de sus padres.

La policía llegó cuando Berlinda ya se había ido de la casa con sólo un envoltorio debajo del brazo. Mientras su padre, seguido por el llanto desesperado de la madre, corría en busca de auxilio, Berlinda tuvo tiempo de abrir el secreto cajón lleno de papeles, pedazos de cuero, trozos de loza, de mármol y de madera envueltos en un trapo.

En la cruz roja el herido fue obligado a declarar la verdad aunque haya añadido que su hija no era una criminal porque era una niña. No hay ley que iguale en rigor a su castigo, como la ley de la desilusión humana. Remigio dejó ir en sus lágrimas vertidas a espaldas de sus averiguadores, las imágenes lejanas, las que palpitantes conservó por mucho tiempo en el fondo de sus mejores recuerdos, y las actuales, tan presentes hace un minuto, de Berlinda, la hija sin sentimientos, sin corazón, ajena a toda ley de amor que debe todo hijo a todo padre y que rige a la humanidad desde su primera razón.

 

***

 

En un cajón puso Berlinda todo el contenido del lío que rescató de la casa de sus padres. Lo refundió el mismo día que salió del sanatorio y fue a ocupar el cuarto acompañada de Atenor quien a su vez hacía unas horas le había dado la bienvenida en la compañía. Ninguna condición de las que usualmente ponen las mujeres que exigen el respeto a su intimidad salió de la boca de Berlinda; sólo pidió a la dueña que le pusiera cerradura doble al armario —uno de los dos únicos muebles de la habitación; el otro era la cama—. Dos cerraduras y un candado; así, a tres llaves de las que nunca se desprendía, guardaba celosa el caudal de sus secretos.

***

 

La policía no se explica cómo pudo haberse desprendido del brazo fornido y sólido, el puño condenatorio del conquistador Pizarro. Fueron halladas mutilaciones en el panteón de los hombres ilustres: el puño de un héroe arrancado del medio relieve de una lápida de mármol. La liberación destructiva llegó a la rotonda Marbut arrancando los puños erizados, atados a sus espaldas, de su famosa estatua trágica que a pesar de todo se esfuerza por vivir. ¿Qué artes demoníacas tornaron invisible el puño doliente de San Sebastián atado a las puertas del mausoleo del honesto Sebastianino, Renard Rui? De haber sido así, sin puños, como lo han dejado, el invicto luchador Olmeca habría sido un lastimoso atleta trunco. Con aire de amargo vacío quedó el guerrero zapoteca en su urna. ¡Aferrado a la maza se fue el puño! ¡Alerta! El dragón se despereza redimido del puño y la lanza de que fue desamparado San Jorge.   ¡Temerario libertador!

Como una epidemia que royera los libros en las bibliotecas “Ramón Gómez de la Serna” y “Macedonio Fernández”, se han hallado en más de 10 000 volúmenes de toda laya, páginas con pequeñas y delicadas incisiones hechas evidentemente para sustraer cierta palabra cada vez que se repetía. Por el sentido de los textos de donde se las desprendía parece ser la palabra “puño”. De los diccionarios, también mediante delicada operación quirúrgica, fue sustraída la palabra “puño”, como si con ello quisieran extirpársela definitivamente del idioma. De las figuras, láminas e ilustraciones no quedó puño vivo.

 

***

 

Después de haber tenido la entrevista de aspecto conciliatorio con su jefe, Berlinda regresó a su despacho con más prisa que la de costumbre, entró y miró por todos lados para comprobar si esta vez los puños alevosos no estaban al acecho; podían saltar de algún rincón, salir violentos de alguna gaveta o descolgarse de los plafones de la luz; con todo sigilo se acercó al perchero de pie y descolgó primero el bolso y después el impermeable; hacer esto último y taparse la boca para ahogar el grito, fueron una misma acción al ver que las citadas prendas se sostenían en un puño peludo rodeado de largas uñas que Berlinda no había visto antes. Salió huyendo sin reparar en las miradas sorprendidas de los compañeros ni en la voz de Atenor que le preguntaba si no se le ofrecía alguna ayuda. Bajó por las escaleras dando traspiés, y en la calle corrió atropelladamente, con el justificado temor de ser aplastada por uno de los puños que la amenazaban desde las copas de los árboles, desde las ventanas abiertas de los edificios, desde el interior de los vehículos, desde los lejanos grumos agrisados de las nubes. Se detuvo de pronto en el quicio de un zaguán; jadeante, apenas dejaba oír sus clamores de piedad por los terribles enemigos que querían matarla. Pegado su cuerpo al quicio, de espaldas a la calle, fue humillándose hasta quedar agachada, anudada como un bebé que aún no ha nacido. Un hombre se acercó a auxiliarla y recibió un fuerte empellón de Berlinda al erguirse con violencia para reanudar su fuga: cuando llegó al edificio y trepó la angosta escalera hasta su cuarto, lo hizo de rodilla y codos. Sacó del bolso la llave y al hacerla entrar en la cerradura hendida en una manija cabezuda, pensó que al fin había atrapado al puño asesino; agarró la manija con rabia dándole vuelta como si quisiera troncharla, pero logró sólo abrir la puerta y caer de bruces hacia dentro, impotente, inerme, abandonada por todos, a expensas de la fuerza destructora que ahora tenía en su propia casa. Gimiendo se arrastró hasta topar la cabeza con la pared opuesta a la entrada, restregó la frente sobre el muro hasta hallar el ángulo con el lateral y ahí ajustó la cabeza guardándola de la luz. No obtuvo la plena oscuridad buscada; en los resplandores que penetraban por algunos resquicios se filtraba la sombra de la imagen del enemigo; pronto oyó sus pasos que se dirigían hacia ella y sus gritos se destemplaron pidiendo auxilio. Al fin llegó a su culminación el peligro cuando quiso cubrirse los ojos con las manos que, empuñadas por la tensión, le hicieron emitir dolorosos alaridos que un solo ángel no se quedó sin oír en la inmensidad del cielo. ¿Quién que sea llamado ser humano puede resistir el indescriptible terror de llevar en su mismísima alma, a su enemigo mortal? Lo cierto es que esta doliente criatura fue hallada bajo su cama, acurrucada como el más indefenso de los animalillos con una venda en los ojos y grandes bolsas envolviendo sus manos empuñadas ya moradas, exhaustas, como muertas. En todo el cuarto estaban dispersas como en un gran saqueo todas las prendas del terror que Berlinda fue acumulando hasta el delirio de su pasión dolorosa.