El general Odilón
Odilón, envuelto en los trapos de su lecho, a ras del suelo, no pudo dormir en toda la noche. Se enfermó de repente. Una vigilia febril lo tuvo preso en la cueva de unas bestias que luchaban a muerte. Tenía una idea fija: cuidar su vida. También le preocupaba su madre que en su lecho, situado al otro lado del cuarto: lejos, infinitamente lejos, podría ser despedazada por las bestias. Pero no podía pasar por alto, ni en los momentos más peligrosos, que la mano de mamá es dura y azota en el rostro con certeza y sin piedad. El miedo de Odilón era superior a todos los miedos. Estaba totalmente paralizado. En su boca su lengua llenaba toda la cavidad a la que estaba soldada. Sus ojos, agolpados de tinieblas dentro de los párpados, chisporroteaban a momentos ráfagas multicolores. Sus orejas se habían agigantado y percibían, desde la respiración reposada de las arañas, hasta el resoplido más candente de las bestias. Fue una noche: de hoy, de ayer o de antier. Noches en que es urgente ausentarse antes del primer fantasma. Pero si todavía estamos empezando a dejar de sentir el cuerpo, a flotar coleando con suavidad como la cometa que ya somos, con nuestro cuerpo de papel y nuestro pelo zumbando al golpe del viento, cuando bruscamente nos corta el hilo un poderoso estruendo que nos paraliza, nos endurece la sangre y acelera el ruido del pecho, tenemos por fuerza que permanecer en el lecho aferrados, inmóviles, muertos. Cuando amanece, Odilón se revuelve en su nido de gallina y asoma la cara debajo de sus trapos. Mamá, de su lecho del otro rincón se levanta, se envuelve con su rebozo y como todos los días se va a comprar lo que sea para desayunar. “Arriba, perezoso” dice, abre la puerta y sale. Odilón se sienta en la estera y desde allí revisa todo: las tres sillas, la mesa de los santos, el cajón de la ropa limpia, la cama de mamá. Todo en su sitio, ninguna huella de las bestias nocturnas: ninguna hilacha de piel, ninguna madeja de pelambre, ninguna mancha de baba en el piso o en las paredes. Sin embargo, en el aire del cuarto aclarado por la luz del día flota un cierto humor misterioso idéntico al que ha sentido en ocasiones como ésta que siguen a las noches de tortura. Al fin, pasado cierto tiempo, llegó el día esperado con ansiedad. Amaneció y Odilón tenía un ojo fuera de una de las rendijas de sus trapos. Mamá acababa de cerrar la puerta. “Arriba, perezoso.” En el lecho que dejó, un bulto enorme se mueve. ¡La bestia! ¡La bestia! ¡Otra vez la bestia! Sintió desfallecer en un hondo vértigo. La emoción y el terror le inflaron el pecho que instintivamente se agarró para opacar el golpeteo del corazón. En un alarde de valentía, con una cierta inconsciencia por la inminente aventura, sacó fuerzas de un rincón inexplorado de su alma y de su cuerpo, y se echó al suelo apisonado. Fue una hazaña sumamente difícil arrastrarse tres largos metros. Como el pecho retumba fuertemente y las piedrecitas se clavan en las palmas de las manos y en las rodillas, hay que tener mucho cuidado de no respirar, de no gritar, de ensordecer el cerebro que bulle en mil imaginaciones. Por un momento se desvanece, intenta retroceder, pero se queda pegado al suelo. Cerró con inauditas fuerzas los párpados deseando hacerse invisible. La bestia resopló intempestivamente y se sacudió. Odilón cae muerto: un segundo, un minuto, una hora, un día, un mes, un año, un siglo. Levanta la cabeza con cuidado y ve que nada ha pasado. Avanza la lagartija al nido de la bestia; se ahoga entre las brumas hediondas. Un animal semejante no había visto Odilón en su vida: babeante, la melena abierta enmarañada en sus propios zarzales; el vientre inflándose y desinflándose; echando fuego apestoso por el hocico; la cola muerta saliéndole del camastro; las aletas flácidas colgando de uno y otro lado y el musgo sobre la piel rugosa. A momentos como atragantándose con las flemas, reacomodaba su pesado organismo entre gruñidos que se diluían en silbidos. Mientras temeroso lo contemplaba recordaba los ruidos de anoche: lo había oído revolcarse, golpear con su pesada cola las paredes, arañar el piso y bufar espantosamente. Había creído que mataba a mamá, cuando ésta se quejó largamente, gritó y lloró como loca. Pero cuando se está atrapado en la misma cueva del monstruo, más vale no dar señales de vida. Odilón permaneció muerto dentro de sus trapos. Cuando su mamá regresó del mercado trayendo pan y leche para desayunar, Odilón estaba en el rincón amontonado con su cara de pollo agonizante. La vio entrar y la miró desde abajo. Buscó en sus rasgos, en sus movimientos. ¡No, mamá es bonita y tiene cuerpo lindo, y las manos, y la voz... Constancia miró el pan en la .palma de su mano y después miró a Odilón. Recordó sus palabras: “De tan bueno, ni sirve. A veces me olvido de que existe, con eso te lo digo todo.” La bestia sacudió la cabeza, se incorporó, y dando traspiés salió al patio. Apoyado en un árbol orinó. La mujer le dio una taza de café caliente y gruñendo se lo echó a la boca. La bestia, trabajosamente, se acercó de nuevo a la puerta del cuarto y entre brumas, ayudado por un golpe de luz que caía sobre Odilón, se le quedó viendo con fijeza, sin tener mayor reacción, si acaso, que un leve movimiento de las colgantes orejas. Odilón, el insecto, no despegaba los ojos del cuadro de luz dentro del cual se dibujaba a perfección la grotesca imagen que lo miraba; gravemente sombreada en los contornos y con fogosos destellos en la parte de la cabeza. La mamá de Odilón hurgó los bolsillos del hombre mientras se tambaleaba, le sustrajo algunas monedas y lo ayudó a ponerse la camisa. Pareció que algo habló Constancia, pues movió los labios con energía en tanto lo empujaba indicándole se marchara. Hizo el hombre una seña de desprecio dirigida a Odilón y desapareció. Odilón ahí en su guarida de siempre tomó café con leche y pan remojado, silencioso, ausente, muerto... El día que se le caiga la casa a Odilón se quedará su cuerpo perdido entre las hormigas; se evaporará bajo el fuego del sol y cuando las lluvias lleguen, se lo llevarán por los ríos del patio hasta la calle donde navegará al lado de las embarcaciones que desde lejanos barrios se desplazan blandiendo sus velas de papel y enfilando indistintamente sus proas y sus popas, obedeciendo a la avasalladora corriente que va a desembocar en el mar de la misteriosa hondonada donde tantas componendas ha tenido el niño con los piratas que la habitan. Odilón no molesta. No parece un niño de verdad. Se juraría que es un fantasma porque de su rincón desaparece y aparece de nuevo en el patio, junto al naranjo, arrobado en la contemplación de un simple azahar. Es capaz de seguir a una hormiga hasta el desfiladero de sus galerías subterráneas. Y a una mariposa la observa, nariz con nariz, sin dejar de extrañarle los temblores del insecto y su fina lengua arrollada en espiral con la que lame la miel de las flores. Después de que el hombre se marchó, Constancia se echó un poco de agua en la cara, peinó su larga cabellera, y se cambió el vestido. Como todos los días hizo la misma recomendación: “aquí te quedas, mucho cuidado. No quiero venir y encontrarme con que hiciste una travesura porque la pagas caro, ya lo sabes”. Odilón pudo haber sido el perro que ante tales gestos del rostro de su ama moviese la cola; o cualquiera de las piedras enormes que apuntalan los dos horcones del pozo, cuyo silencio es siempre afirmativo de obediencia y quietud. Pudo haber sido la noche en la que se extravía irremisiblemente el más cálido alborozo o el más tajante grito agónico. Pudo haber sido el lánguido pájaro canicular que nada lo perturba, ni cuando fulminado por el proyectil del muchacho aprendiz de cazador cae de la alta rama. Pudo haber sido la mariposa negra que en la noche pegada al techo de la casa incita la imaginación. Pudo haber sido... Constancia le puso candado a la puerta de la calle y se fue. Odilón con los ojos puestos en las huellas que su madre dejó al marcharse se quedó dormido, los ojos abiertos, la sangre palpitante. De su cuerpo empezó a levantarse un tibio humo cuyas espirales, divagantes primero, quisieron amasarse en la nube pasajera, de las que por los meses de marzo suelen surcar los cielos tropicales; quietas después, fundidas en espesa columna, delinearon con lujo de detalle una tienda de campaña: la del general Odilón. Del palo central de la tienda sobresalía el asta altísima en que ondeaba la bandera. Si no tenía una calavera bordada en azul celeste, por lo menos ostentaba el retrato de Cándido, el jefe pirata de la hondonada. El ejército formado en impecable alineación esperaba la salida del general. Los honores tronaron en cañonazos por cuenta del amigo pirata y el tambor del corazón redobló plenamente. Se trata de emprender la cacería del monstruo. Cada soldado tiene en la memoria la figura del enemigo. Y si no es como yo les digo, agárrenlo de todos modos, puede tomar diferentes formas y por eso puede engañarles a primera vista, a mí no. Cuando llegó a la casa parecía una tórtola. Cuando se fue era el zopilote. Terminadas todas las instrucciones, los soldados, con sendas espadas en los cintos y la calavera tuerta d dolor azul, grabada en las pecheras de las camisas, desfilaron rumbo a la ciudad a cumplir su destino. Marchaban decididos con el monstruo fijo en la mente. “El monstruo”, “el monstruo”, “el monstruo”, “el monstruo”; ¡no olvidarse!, ¡no confundirse!, ¡cuidado!: un perro, un gato, una paloma, un zopilote, un caballo, una tórtola, ¡lo que sea!, ¡todo junto en un solo ser! ¡no olvidarse! En la ciudad: las calles, las plazas y los jardines, la vida cotidiana trascendía. Los templos, las tiendas, los cafés, los transportes, las peluquerías, las herrerías, las carpinterías, las panaderías, los mesones, funcionaban en paz. La gente devenía bajo el sol impetuoso, desde temprano, con la misma parsimonia de ayer. Nada los perturbaba, ni los violentaba. Tenían la vida asegurada en un clima de bonhomía. Tenían la muerte asegurada en un clima de bonhomía. De pronto algo perturbó la pureza de las calles brillosas. Los ciudadanos empezaron a asombrarse ante la presencia de grupos de extraños seres que aparecían en las esquinas. ¿Perros?, ¿gatos?, ¿palomas?, ¿zopilotes?, ¿caballos?, ¿tórtolas?, ¿qué serán? Tienen caras de hombres pero ladran. Tienen manos y brazos de hombres pero arañan y revolotean con sus alas negras-blancas-pardas. Tienen piernas de hombres pero dan coces, trotan, relinchan. ¿Qué serán? El espanto hizo presa a la población. Los soldados buscaban al monstruo por todas partes; y por todas partes corrían monstruos de todas edades, estaturas y colores. Eran tan semejantes entre sí que en sus mentes se confundían con el que pretendían tener grabado según la definición del general. No hubo pues un solo monstruo que no cayera en sospecha. Llegó un momento en que ningún habitante veíase en la calle. La ciudad quedó desierta. Algunos se aventuraban por los balcones, por los postigos, por las rendijas de sus casas; pero el miedo los obligaba a refugiarse. Los soldados, que ya no tenían a quién buscar empezaron a sospechar de sus compañeros. Cada uno miraba al otro con recelo. Eran idénticos al monstruo que buscaban. La deserción se hizo notar entre el ejército. Se perseguían ya, mutuamente. Combatían entre sí. Nadie podía huir del monstruo. Por todos lados se sentía su presencia. La tiranía se hizo insoportable en las guaridas. Los monstruos se acusaban unos a los otros, se pegaban, se herían, se mataban. La confusión llegó a la calle, todo el que veía un monstruo se arrojaba sobre él. Todos eran enemigos. La lucha se generalizó; y en aquella ciudad, hacía unas horas en paz secular, en aquel momento, aquel medio día, una guerra sin cuartel la despedazaba. El general en su tienda de campaña esperaba; esperó en vano una noticia, un aviso. Nada. El silencio se recrudeció y el general Odilón, solo, sin un aliento humano que lo consolara se ahogaba en estertores de llanto. Con la capa a rastras y el desasosiego en la cabeza inclinada, se dirigió a su casa. De pronto un zumbido de alas lo sobresaltó: un pequeño monstruo cayó a sus pies pidiéndole perdón. Odilón, repuesto como cabe en un militar, le miró altivo: perrogatopalomazopilotecaballotórtolao-loqueseaotodojuntoenunsoloserrendido, y como un General con un solo regaño puede aniquilar a cualquiera, el general Odilón, sin parpadear, lo condenó a muerte; mas como el prisionero le suplicase le perdonara la vida en nombre de su madre, le concedió la libertad. El pequeño monstruo se incorporó y agradecido siguió al general meneando la cola, ladrando, corcoveando, arañando los matorrales con sus garras, desplegando sus alas negras-blancas-pardas. Lo siguió inevitablemente hasta el fin, hasta nunca, hasta siempre.
Odilón recogió todos los azahares desparramados al pie del naranjo y empezó a hilarlos en una larga cadena para cuando lo enterraran. Cuando su mamá volvió de la calle, agobiada, marchita, lo encontró en su rincón entregado a aquella ociosidad. En ese momento el niño sintió todo el cansancio del día y se echó en su nido de trapos. En la mesa de los santos el quinqué alumbró. Constancia se arrimó y su estatua reflejó una enorme sombra que subía hasta el techo como queriendo volver hasta ella. El murmullo de los rezos se enlazó armoniosamente con la música de los grillos. Empezaron a flotar las gasas que las sirenas tomando de los extremos hacían ondular. El pirata Cándido se desprendió el parche y descubrió su ojo de diamante que lo iluminó todo. El estómago de Odilón parecía un pozo de grillos. Con un poco de café se dormirían si lo hubiera. La estatua hablaba con los santos. Lo que a ella le dijeron habrá sido triste, pues acabó mamá sollozando. También con un poco de café y tostadas de maíz se alejan muchas veces las lágrimas. Pero si es el alma la que duele, lo mejor es atrancar bien las puertas para no dejar que los monstruos penetren en casa. Cuando el santo del centro le decía a la madre “levántate y anda”, tocaron a la puerta y la ráfaga que penetró impetuosa al cuarto, hizo toser al general, solo, olvidado, enredado en sus sábanas. Hubiese deseado levantarse cuando empezaron las convulsiones del monstruo, para con su propia espada implacable y mortal hacerlo trizas...
“Porque yo, pirata, como soy general, te gano, ¿quieres hacer la prueba?”
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