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Como los corales
—El peligro, con las ilusiones, es que lo ocupen a uno —dijo en voz baja, mientras se acercaba a los labios la cerveza, el hombre de las libretas y las plumas, ése a quien los parroquianos solían llamar “el profesor”—. Quizá no fue tan malo que usted perdiera la suya.
El marinero ilustrado miró fijamente a su compañero de mesa. Más allá de la cabeza barbada que ahora se echaba hacia atrás y empinaba la botella el malecón tenía la calma habitual de los atardeceres domingueros. El semáforo único de la isla iba cambiando vanamente sus luces en la calle vacía. Una pareja de turistas se abrazaba frente al muelle en espera de un crespúsculo encendido que jamás llegaría, con ese cielo bajo y gris que había contagiado al mar. El marinero abrió primero la boca y buscó las palabras, pero antes de que pudiera encontrarlas, el profesor dejó la botella en la mesa y volvió a hablar. —Le van creciendo a uno por dentro, como los corales, ¿me entiende? Lo van llenando y finalmente uno termina por desaparecer. Uno desaparece por dentro, ¿sabe? Por fuera tal vez parezca que no ha pasado nada, pero por dentro ya no es uno, uno es la ilusión que lo ha ido ocupando. Que se le asoma por los oídos, por los ojos, por la boca. Con suerte no fue tan malo que usted la perdiera. Olvídela. Búsquese una sirena. El marinero levantó por encima de la cabeza el vaso vacío, pues sintió que se hallaba al filo de una discusión larga y quizás acalorada, y le hacía falta estar prevenido para resistirla con ventaja, pero mientras lo distraía la llegada del mesero, el profesor aprovechó la oportunidad y continuó su discurso: —Uno cree que no es cierto. No le da importancia. Ni siquiera advierte lo que sucede. En general, las ilusiones son insidiosas. Y procuro evitarlas. Una vez, cuando era niño, tuve una que me siguió por largo tiempo. No le cuento ahora la historia porque se me hace tarde. Ya otro día le diré. Lo siento, pero debo encontrarme con mi sirena. No sea tonto; siga mi consejo. El profesor se puso de pie y tomó sus libros y sus cuadernos y sus plumas. Frente al muelle, en la noche que quería ponerse fría, sin estrellas, ni luna, ni luciérnagas, ni ilusiones, la pareja se abrazaba. El marinero abrió la boca dos o tres veces, pero no encontró las palabras. Dejó que el profesor se marchara. Después fue a la barra para pagar la cuenta. Llevaba los oídos y los ojos y la boca llenos de algo que bien podrían ser corales. |