V
De seguro quienes conviven en su herencia cultural con los vicios coloniales anotados tienden a sentirlos, no tanto como normalizaciones, sino como cargas que oprimen la mente y el corazón. Por desgracia, como tantos vicios, también éstos suelen resultar atractivos para mucha gente que no tiene nada que ver con las circunstancias sociales que los promueven. No es un secreto: la avidez que he llamado "lógica del estar al día" se ha expandido por doquier, y no deja de expandirse. Sin embargo, atendamos ya la pregunta acerca de posibles vínculos entre las diversas normalizaciones. Si no me equivoco, estamos ante ese tipo de argumentos que conforman los vértigos simplificadores. Como contenido común de esos vértigos podemos establecer cierto conjunto de deseos, creencias, intereses como motivaciones más o menos traslapándose. Al respecto, exploro la siguiente conjetura:
Tal vez detrás de los vértigos simplificadores que buscan normalizar mal la perspectiva de la extrañeza, en algún grado mayor o menor encontramos procedimientos de la razón arrogante.
Pero ¿qué se entiende con esa desalentadora expresión, "razón arrogante"? Notoriamente, lo que más indigna del vicio de la arrogancia es la desmesura de su encumbrarse, a la vez que el desdén y hasta abierto desprecio por todo lo que no atañe a ese encumbrar. El origen de ese encumbramiento puede resultar de altanerías nimias que se apoyan en fantasías de estar socialmente demarcado por ciertas redes de reconocimiento. Por supuesto, no es raro que esas demarcaciones para una segunda o tercera persona resulten invisibles, porque a menudo no califican a la persona en cuanto individuo. Sólo la demarcan al añadirla —incluso de manera desdibujada— a un "nosotros" que el allegado considera de prestigio (político, o religioso, o académico…) Pregunta: a partir de este vicio, ¿cómo es posible aproximarse a los usos arrogantes de la razón o razón arrogante? No obstante, quizás aún se dude: ¿hay algo así como una razón arrogante? Por lo pronto, ubiquemos esas inquietantes palabras en un nivel de abstracción análogo al que ocupan expresiones como "razón práctica", "razón histórica", "razón instrumental": abstracciones que hacen referencia a patrones de observar, inferir, emocionarse, analizar, actuar. Pero más importa todavía atender los procedimientos de esa presunta razón arrogante. Por lo pronto, hay que anotar que a quien se vuelve presa de la razón arrogante le interesa mucho —le interesa desesperadamente— el hecho, por vago que sea, de sugerir o mostrar su conformidad con pertenecer a un lugar geográfico, una herencia cultural, una familia, un grupo político, o religioso, o económico, o cultural, una institución, un modo de pensar o de actuar. Tal filiación, a la vez que demarca, ampara y reconforta, da prestigio, al menos en la fantasía. Éste es el procedimiento que consiste en la ansiedad de adherirse. Además, esa adhesión —no pocas veces ciega— a partir de la que se desea, se siente, se cree, se infiere, recibe como parte del apoyo y, en ocasiones, como único apoyo, el desdén, o desprecio o abierto repudio de los deseos, creencias, intereses, planes que se oponen o, incluso, que le son indiferentes. Éste es el procedimiento de apoyarse despreciando. Por su parte, con prepotencia se convierte a los propios presupuestos en sobrentendidos con los que se resisten las preguntas críticas —las preguntas de comprensión, de verdad y de evaluación—. De ahí que cuando se interrogan esos sobrentendidos, su respuesta sean ironías, gestos altaneros, descalificaciones, sarcasmos y, a veces, en el límite, formas de violencia. Éste es el procedimiento de blindaje. Nueva inquietud: ¿de qué manera estos procedimientos —ansiedad de adherirse, apoyarse despreciando, blindaje—, al menos en algún grado, operan en los programas y vicios anotados que resultan en malas normalizaciones de la perspectiva de la extrañeza? Vayamos por paso. Lo que he descrito como primer tipo de mala normalización de la perspectiva de la extrañeza —en cuanto supresión de anormalidades de segundo grado— apela a la ansiedad de adhesión en relación con prácticas o posiciones como son la militancia política, las inquisiciones morales o la literatura. Tal vez se respalde ese procedimiento aduciendo: frente a tareas tan necesarias e importantes como las que día a día nos acosan, ¿para qué buscar entrometerse en todas partes tediosamente argumentando a partir de alguna perspectiva de la extrañeza? Al respecto, ¿no basta con levantar la voz para invocar el deber moral o político o contar una historia? Así, cuando se quiere eliminar esa irritante perspectiva también se echa mano del procedimiento de apoyarse desdeñando esos publicitadamente extraños y laboriosos argumentos (sobre la naturaleza de los números, sobre la libertad, sobre la amistad, sobre la justicia…) que a menudo no concluyen, al menos no concluyen rotundamente, sino que apenas sugieren nuevas preguntas. Pero no sólo se cuenta con ese desdén. En ocasiones también se afirma —a veces no sin insolencia— que "contar una historia aclara más que un montón de argumentos". Quien se expresa de esa manera trabaja con falsas dicotomías, pues depende por entero de la situación y de sus participantes si es más provechoso ofrecer una historia o un argumento. No obstante, acaso maree o fastidie tanto distinguir y ofrecer razones y preguntar y matizar y sin más se deje de escuchar. Quizá de esa manera, con hartazgo gozosamente se vuelvan a blindar los propios sobrentendidos. (Tal vez incluso se sugiera que es una crueldad estropear sobrentendidos.) También lo que se ha descrito como segundo tipo de mala normalización —en cuanto supresión de anormalidades de primer y segundo grado—, que proponen algunos naturalismos, suele resultar igualmente presas de la razón arrogante. Por supuesto, de nuevo se apela a la ansiedad de adhesión. En este caso, las posiciones de afiliación no pueden ser más prestigiosas: las ciencias naturales. No obstante, apenas se reflexiona (en particular si se lo hace intentando asumir algunas veces cierta perspectiva de la extrañeza), de inmediato surgen problemas, no con estas ciencias o sus aplicaciones técnicas, por supuesto, sino con intentos de normalizar propuestas morales o metafísicas partiendo de sus prácticas. ¿Cómo es esto? Consideremos un tipo de naturalismo acaso temeroso o meramente práctico. Sin duda, los saberes de la mecánica enseñan a construir barcos y aviones bombarderos, y a calcular si con los recursos actuales y con la meta que perseguimos —preparar una invasión— es más útil construir barcos o aviones bombarderos. Sin embargo, ¿ayuda alguna rama de la mecánica a normalizar preguntas morales, digamos, ayuda a responder acerca de si una persona virtuosa, buscando afianzar la paz, debe participar en la construcción de barcos y aviones bombarderos? ¿No se confunde quien procura responder una pregunta moral como si se tratase de una pregunta técnica? De ningún modo, de seguro responderá el naturalista meramente práctico. Sólo se quiere argumentar acerca de lo que es posible argumentar, respetando, pues, los datos de la experiencia, en este caso, las condiciones de la naturaleza humana. Entre esos datos no debemos desatender uno decisivo: sobre las decisiones básicas, las decisiones que atañen a los fines últimos de las prácticas —por ejemplo, en un conflicto bélico procurar imponer los intereses de mi colectividad, o lo que creo o me han persuadido que son esos intereses, o intentar lograr una resolución justa del conflicto bélico, incluso en contra de mis intereses— no es posible argumentar. Tales decisiones descansan en deseos y emociones naturales de cada persona que conforman la última instancia de sus argumentos. Más todavía, la aceptación o el rechazo de una persona con respecto a los diversos argumentos depende de esos deseos y emociones naturales. ¿Es esto verdad? Regreso una vez más al ejemplo del militante político que se proponía hacer explotar una bomba en la Universidad. ¿Se encontraba éste determinado naturalmente por sus deseos y emociones? ¿Consideramos que no es sólo psicológicamente difícil que renuncie a su propósito sino literalmente imposible? ¿Conforman, pues, los deseos y las emociones una caja negra inmune al examen, a los argumentos? Quien responda negativamente a la última pregunta aducirá tal vez que en varias circunstancias, experiencias alegres y dolorosas —digamos, encuentros y desencuentros que afectan profundamente a una persona— así como argumentaciones de esa persona con las otras personas y consigo misma, son capaces de modificar y hasta de repudiar lo que hasta cierto momento de la vida se consideró como los deseos más arraigados y las emociones más auténticas. (Sospecho que rechazar esta respuesta tiende a generar excusas que presuponen lo que somos capaces y no somos capaces de naturalmente hacer. Tales excusas no sólo generan confusiones sino también otras excusas y mentiras, y esas excusas y mentiras, a su vez, otras excusas y mentiras. Y entre tantas excusas y mentiras, nos volvemos tan confusos y mentirosos que podemos tranquilamente vivir como si la casa no estuviese en llamas cuando lo está.) Sin embargo, procuremos todavía darle brevemente la palabra a un naturalismo desafiantemente teórico —¿y, en ocasiones, temerario?—. Por supuesto, mucho tenemos que aprender acerca de sus enseñanzas, por ejemplo, acerca de la evolución de las normas de cooperación tanto en el resto de los animales como en los animales humanos. Además, esas enseñanzas suelen resultar de la mayor utilidad a la hora de deliberar y tomar decisiones, privadas y públicas, individuales y en grupo. No obstante, ¿acaso la información empírica que tales investigaciones aportan determinan o deberían determinar las deliberaciones e imponernos actuar en un sentido u otro? ¿O, más bien, se trata de materiales que hay que tener en cuenta? Supongamos que en los grupos A y B se formula un test de capacidades (inteligencia, memoria, capacidad de razonamiento, capacidad de reaccionar en situaciones inesperadas…). Supongamos que en una escala de 1 a 10, la media estadística del grupo A obtiene 10, y el grupo B, 1. Supongamos que el test es confiable y se ha llevado a cabo de manera confiable. No obstante, a partir de esos resultados empíricos, si se siguen diferentes valores y normas, notoriamente se pueden respaldar diversas normas de acción, incluso políticas públicas contradictorias. Por ejemplo, a partir de esos resultados se propone que los miembros del grupo A deben ocupar los puestos directivos de la sociedad tanto en la política y la vida militar, como en la industria y el mundo de la cultura. En cambio, a los miembros del grupo B se les deben ofrecer trabajos subalternos que impliquen destrezas corporales pero no creatividad intelectual o responsabilidades de mando. (Al respecto, Aristóteles en Política 1252b, 9, anota que "es natural que los griegos gobiernen a los bárbaros".) Tal vez se respalde esa propuesta indicando que la distribución de diferentes destrezas en una población da mayor valor de sobrevivencia a esa población. Así, se defenderá que adoptar políticas públicas de este tipo, que reafirman las diferencias sociales entre las clases o grupos de una población, tiene ventajas evolutivas. No obstante, a partir de los datos de ese test tal vez sea posible respaldar con buenos argumentos otras políticas públicas. Quizá se vuelva a asumir que somos animales conflictivamente herederos y se retome una herencia cultural en la que figuran afirmaciones como las que imaginamos que hacían zozobrar al militante que iba a poner una bomba en la Universidad. Se trata de afirmaciones —¿quizá poco naturales y que no pocas veces comprometen con cierta perspectiva de la extrañeza?— como "Cada persona es un fin en sí mismo". O: "Ninguna persona tiene precio pero cada una tiene dignidad". Prosiguiendo con tal herencia cultural, o fragmento de herencia cultural, tal vez se diseñe una política pública basada en lo que se ha llamado "affirmative action". Como consecuencia se ofrecerán al grupo B clases y entrenamientos suplementarios para suplir sus carencias respecto del grupo A. Todavía egrego otro ejemplo de lo que considero como malas normalizaciones naturalistas. La psicología empírica del razonamiento, que describe cómo razonan y argumentan los animales humanos, no norma, sin embargo, cómo debemos razonar o argumentar: procurando qué valores. Por ejemplo, ninguna psicología descriptiva me indica si al darme una razón o dar un argumento debo buscar la verdad, o la aprobación de cierto grupo, o sólo preocuparme de tener éxito en mis negociaciones. En general, herramientas comunes de los argumentos científicos y técnicos como son los conceptos de justificación, de verdad, de respaldo inferencial son conceptos "externamente" normativos. ¿Qué hacer, pues? Tal vez se apele al segundo procedimiento de la razón arrogante y se señale: hay que limitarse a apoyar las descripciones y desdeñar sin más esas disquisiciones en torno a valores y normas que tanto molestan. ¿Cómo? Quizá se intente reducir las tareas normativas a las descriptivas. Sin embargo, resulta irrazonable defender tal identificación, al menos respecto del aprendizaje, porque sus procesos de hecho están plagados de falacias, de malas inferencias probabilísticas y, a cada paso, de autoengaños. Con facilidad podrían acumularse dificultades respecto de otros muchos intentos de normalizaciones de la perspectiva de la extrañeza. Son dificultades cuyo desprecio sólo habla en contra de quien lo lleva a cabo. Sin embargo, quiero aún agregar algo sobre la normalización que se realiza a partir de los vicios coloniales que denominé "fervor sucursalero", "afán de novedades", "entusiasmo nacionalista". Sugerí la conjetura de que, generándolos, se encontraban la "lógica de las afiliaciones", la "lógica del estar al día", la "lógica del color auténtico". En estas expresiones ante todo insulta el uso de la palabra "lógica". Porque si en esos malos hábitos algo falta es lógica. En cambio, abunda y hasta ahoga el primer procedimiento de la razón arrogante: la ansiedad de adherirse. Por otra parte, de situación en situación conviene investigar quienes obtienen beneficios cuando se promueven adhesiones. En el caso del fervor sucursalero, la ansiedad de adhesión es clara. Sin embargo, no lo es menos en las otras "lógicas", aunque el objeto de esa adhesión sea tan fugaz como "estar al día" o la búsqueda del "color auténtico" (pero, ¿"auténtico" respecto de qué?). Por supuesto, esas adhesiones también abusan copiosamente de los otros dos procedimientos de la razón arrogante: no sólo se responde a las preguntas críticas desdeñándolas, sino que incluso se las blinda frente al esbozo del más vago reparo. Hay que estar alertas, sin embargo. De seguro en una reflexión sobre "la filosofía y la perspectiva de la extrañeza" presiona ya una inquietud: observaciones como éstas reafirman la necesidad de desear, creer, inferir, actuar procurando sustituir los usos arrogantes de la razón por opciones. Como consecuencia, se trata de combatir la impaciencia de mal normalizar la perspectiva de la extrañeza. Pero, ¿hay alguna alternativa a la razón arrogante? ¿Cierto escape? Si lo hay, ¿cómo es posible caracterizarlo? (¿Acaso se puede evitar que la comodidad, la fatiga y el miedo echen a perder nuestros cambios de perspectiva? ¿Cómo ejercitarse para desatender lo que no importa? ¿De qué modo se juntan fuerzas para reconocer que la casa está en llamas cuando lo está?)
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