III
Entran hombres con los dos cautivos atados.
ORESTES
Atado, apedreado, delira así:
Cabra de sol y Amaltea de plata que, en la última ráfaga, suspiras aire de rosas, palabras de liras, sueño de sombras que los astros desata; al viejo Dios leche difusa y grata, y, del reflejo mismo en que te miras, hacendosa hilandera, porque estiras en hebra y copos el vellón que labras; tarde, en fin, quieta como impropicia y dura: prueba pues, ya que a tanto conspiran mis estrellas, a exaltar otra vez mi razón en locura, para que yo, que vivo amamantado en ellas, no sufra el tacto de otra piedra impura sin estallar mil veces en centellas. IFIGENIA (Dice, a solas, palabras que apenas se tienen unidas, como el que sale, bandeando, del torpor de un sueño; mas hay una oscura voluntad que atisba —perro fiel— junto a la embriaguez de su dueño.) —Helenos: ¿De dónde traéis carga de destinos, para dar en playas donde mueren los hombres? ¿Qué irritados espíritus tenéis sedientos de sal y aceite que apaciguan hambres del cielo? Helenos: la fortuna está en no buscarla, y habéis tentado todos los pasos del mar. No os basta la ciudad medida a las plantas humanas y, rompiendo los límites del cielo, ¿os sorprende ahora caer en la estrella sin perdón? Helenos: forzadores de la virgen del alma: los pueblos estaban sentados, antes de que echarais a andar. Allí comenzó la Historia y el rememorar de los males, donde se olvidó el conjugar un solo horizonte con un solo valle. La sabiduría ya estaba descubierta; los brazos ya estaban cruzados sobre el pecho; los ojos se escrutaban a sí mismos para desanudar en su revés el mundo; y el índice de piedra sujetaba en racimos el espacio profundo. Se apaciguaba, helenos, el gotear del agua eterna; y en el reló dormido del estero lanzasteis la bellota profana. Y cedisteis al inmenso engaño partido en diminutas y graciosas mentiras; y con el bien y el mal terribles hicisteis moderadas apariencias para cebar la codiciosa bestia, oh falsificadores de lágrimas y risas. Os acuso, helenos, os acuso de prolongar con persuasión ilícita este afrentoso duelo, esta interrogación... Así deis con la frente en las esferas últimas, y os sienta el último fantasma rodar entre peñascos en declive, surtiendo por el pecho maldición de volcanes, ¡oh instrumentos de la cósmica injuria, oh borrachos de todos los sentidos! ORESTES
grita:
¡Raza vencida de la tierra: reconoce a tu domador! ¡Tú que temblabas, gusanera aplastada, bajo los Siete Días orientales de la Creación! Tú que apenas usabas como alma un escozor de pánico, y que desfallecías, heredera de todos los pavores animales; devuelta con arrobamiento al fango lodacero que criabas raíces para enredar los talones bailátiles de los hijos de Prometeo: ¿Qué me acusas, ojos de arcilla? Frentes hacia abajo, ¡qué sabéis de levantar con piedras y palabras un sueño que reviente los ojos de los dioses, otra simiente de naturaleza, hija pura y radiosa del humano deseo, oro de eternidad, diamante pleno labrado en los martillos impecables del corazón! IFIGENIA En vano, por primera vez, aguardo que me sacuda en cólera la Diosa. —Librad al griego; recoged mi manto: sobran horas al tiempo.
Apercíbese Ifigenia con vasos lustrales. Pílades, atado, da un paso hacia Orestes, como a socorrerlo.
ORESTES Detente, Pílades, que siento el indeciso vaho de los dioses; y, entre los ojos de la carnicera, me sorprende el halago de una mirada rubia. No en vano las aguas se abren y se juntan; no en vano los vientos y el elástico mar, no en vano gimen y aúllan en torno a la nave del griego que sabe esperar. No fue ciega la ira que me devolvió a Micenas, incubando en el monte mis furores de niño; nodriza ruda me criaba para el cuchillo, y soy dardo de mano derechera. ¿Nada te dice, amigo, el portento que te sale al paso? ¿Dónde está la tierra de las Amazonas guerreras? ¿Cuándo viste, Pílades, combatiendo brazo a brazo a la sacerdotisa con las víctimas extranjeras? Bien que la barbarie, educada en el desorden del mundo, pisotee los prodigios como las yerbas, confundiendo árboles y fieras y hombres y sexos, sin distinguir lo propio de lo desorbitado y súbito. Pero tú, filósofo en cuyos brazos descanso, ¿me enseñaste acaso a concebir mujeres como la Quimera, con garras y crestas y fauces, o sacerdotisas mezcladas de leonas? Sólo cuando el dios anda rondando los montes miras volar los árboles y oyes hablar a los pájaros. Así me devuelves, mujer, la confianza en Apolo, sólo con tu furia y con tu locura sólo. No está lejos, no, la fuerza que me trajo rodando: y ya no vacilo, que estoy en tierra de Tauros. De Artemisa es, Pílades, el templo que venimos buscando, y esta mujer— IFIGENIA —¡Oh calla, por tus enemigos dioses! Mira que estás por quebrar la puerta sorda donde yo golpeo sin respiración. Mira que me doblo con influjos desconocidos, juntas en imploración estas manos mías tan ásperas. Tengo miedo, calla, la Diosa nos oye. Ella me implica toda: yo crecí de sus plantas. Si tú sabes más, tejedor de palabras —pues así adivinas tierras y hombres ensartando lo que ignoras con lo que conoces—, calla, por tus amuletos; calla, por tus cabellos, en los que reclavo con ansia mis dedos; calla, por tu mano derecha; calla, por tus cejas azules; y por ese lunar que hay en tu cuello, gemelo —mira—, gemelo del lunar que hay en mi hombro. Calla, porque me aniquila el peso del nombre que espero; oh vencedor extraño, calla, porque, al fin, no quiero saber —oh cobarde seno— quién soy yo. ORESTES ¿Callaré, Pílades, cuando vine a decirlo? PÍLADES No. CORO Dos animales de la misma cría no se juntan mejor. Uno conduce, y la otra le sigue —antes tan fiera. Manda el varón, y al fin es hembra ella. Pero ¿esas miradas que se hunden la una en la otra, como en propio elemento? Y la gota negra de aquel cuello resbala aquí, camino de este seno. Un mismo arte de naturaleza concertó los dos sones de gargantas... ¡Mil cosas misteriosas nos relatan los viejos, y yo, sin serlo, he visto tantas!
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