César Vallejo |
Nota introductoria |
Si de algún autor es más útil tener datos sobre su vida que juicios sobre su obra es Vallejo. Su obra se presenta a sí misma. Se llega a ella mediante la lectura repetida, adentrándose en las vivencias de Vallejo y habituándose a su particular lenguaje, hecho de exclamaciones, saltos lógicos, asociaciones enigmáticas, patrones rítmicos que van grabando sus palabras indeleblemente en la memoria. Para la lectura propiamente dicha de Vallejo —no el estudio, análisis, comparación, juicio crítico, etcétera— las explicaciones y comentarios salen sobrando. En cambio algunos datos biográficos pueden situar al hombre y ayudar a esclarecer, en ciertos casos, su poesía. Es por eso que el breve espacio de que dispongo para esta introducción lo dedicaré a una somera revisión de su vida, tan íntimamente entretejida con su obra, nacida no de su postulación de otro mundo imaginario, ideal excelso, en comunicación directa con el topos uranos o con la divinidad o las musas o lo que ustedes quieran, sino de su intensa vivencia, y en la mayoría de los casos su intenso sufrimiento y cuestionamiento de éste que le tocó vivir en carne y hueso y sensibilidad exacerbada. En su poesía la madre, la novia, la amante, cobran perfiles no sólo eróticos sino metafísicos, como se verá; su experiencia de la pobreza, la separación familiar, la impotencia y ultrajado sentido de la justicia, su heredada hipersensibilidad y vulnerabilidad y fatalismo de raíz posiblemente indígena, están presentes en su obra de principio a fin; su paso por universidades, también deja una huella profunda, y su lectura de los clásicos del Siglo de Oro español le da los instrumentos que maneja de una forma tan novedosa, tan concreta, tan apegada a su vivencia, tan "coloquial", que es difícil incluso reconocerlos si no se está advertido. Si los datos biográficos son importantes es porque su poesía está hecha de vida, de su vida, y de su intensa percepción de las vidas que lo rodean (baste recordar Un hombre pasa con un pan al hombro). Adelantándose al "confesionalismo" y participando del "coloquialismo", relativamente reciente en su momento, Vallejo hace del habla y de la vivencia cotidiana y propia, individual, materia de una poesía que maneja con instrumentos clásicos, que conoce tan bien que puede romper con sus anquilosadas formas con la libertad consciente de quien las domina. Discúlpeme pues el lector ávido de explicaciones y juicios críticos, si en vez de ellos le doy una breve trayectoria vital de Vallejo. Abraham César Vallejo nació el 16 de marzo de 1892, en Santiago de Chuco, un pueblecillo de los Andes peruanos. Sus padres eran ambos mestizos, y ambos hijos de unión libre entre sacerdote español y mujer indígena. La familia era numerosa, tradicional, católica y muy unida. Su madre fue, como verá el lector en los poemas, de crucial importancia para César Vallejo, y su aspecto de mujer fuerte y tierna, que brinda seguridad, levanta el ánimo, y lo arregla todo, como quien realiza con alegre eficacia una tarea doméstica, se proyecta también en la figura de la amada, como en el poema VI de Trilce, en el que exclama Vallejo: Mi aquella lavandera del alma... dichosa de probar que sí sabe, que sí puede, ¡cómo no va a poder! azular y planchar todos los caos. Sin embargo, en la mujer amada y en el amor mismo se proyectan también sentimientos de culpa, y complejas identificaciones de sacralidad, martirio, profanación, madre, amante, Cristo, culpa, etcétera, debidas indudablemente a su educación religiosa, reforzada por sus tempranas inclinaciones místicas. Basta recordar: Amada, en esta noche tú te has crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso... de "El Poeta y su Amada", no incluido en esta antología, para darse cuenta de toda la carga de sanciones religiosas que pesaba sobre el erotismo de Vallejo, y, probablemente, también sobre su forma de percibir el mundo y vivir la experiencia cotidiana. El padre de Vallejo, que tenía 52 años cuando éste nació, era tinterillo, y en cierta época de su juventud, cuando no tenía empleo, Vallejo lo ayudó en su trabajo. Vallejo cursó, además, tres años de derecho, con la evidente intención de hacerse abogado, y no es difícil que el ejemplo del padre haya influido en esta decisión, que se suponía definitiva, ya que había abandonado la carrera de medicina y, aunque estudiaba la de letras, ninguna persona cuerda piensa vivir de eso. Cuando terminó la primaria Vallejo tuvo que emigrar a Huamachuco, para hacer la secundaria, y luego a Trujillo, a la universidad, después de un fallido intento de iniciar los estudios de medicina en Lima. Sin embargo, hubo un periodo intermedio en que trabajó, después de terminar la secundaria, primero en Quiruvilca, donde conoció la vida de los mineros, que describiría en su novela, El tungsteno (1931), después de ayudante de cajero en una hacienda azucarera, y finalmente de preceptor de los hijos de un rico hacendado. Más tarde, notoriamente en Trujillo y en Lima, ya en la universidad, tuvo trabajos más adecuados a sus inclinaciones, como maestro de primaria o de secundaria. Aunque su interés en la literatura se había despertado ya en Huamachuco, Vallejo no se encontró en un medio propicio sino hasta llegar a Trujillo, en 1913, a estudiar literatura y derecho, cuando entró en contacto con un grupo de jóvenes que ansiaban romper la estrechez provinciana del medio, que leían a Unamuno, Nietzsche, Kierkegaard, Emerson, Whitman, los simbolistas franceses, los modernistas latinoamericanos, los novísimos ultraístas... jóvenes que se interesaban en política, publicaban periódicos, escribían, discutían, bebían, escandalizaban. Hay que mencionar que fue en Trujillo que Vallejo leyó y releyó muchas veces a los clásicos del Siglo de Oro español, de quienes se encuentran profundas huellas en su poesía. Esta influencia se combinó con la modernista y con otras menos claras, como la ultraísta, o la indígena, que, más que influencia, es una sorprendente afinidad espiritual observable en ciertas constantes de la poesía de Vallejo, también presentes en la poesía quechua —sentimiento de orfandad, dolor por la separación de la familia, sentimiento doloroso de la vida, noción de una predestinación fatal— que justifican el juicio de Mariátegui (ver Siete ensayos sobre la realidad peruana), avalado por el mismo Vallejo. "El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera." En Trujillo comenzó a tener amoríos. En 1916 tuvo su dama de las camelias, María Rosa Sandoval, una joven culta y sensible que murió poco después, tuberculosa. El segundo amor se lo inspiró una chiquilla de quince años, con quien tuvo relaciones en 1917. Los celos que le infundió lo llevaron al borde del crimen, como más tarde otra frustración amorosa lo haría probar el opio y la heroína. Harto de Trujillo, Vallejo emigró a Lima a donde llegó al finalizar 1917. Allí su fortuna tuvo un breve periodo de alza, a pesar de la muerte de su madre, en agosto de 1918 (su hermano Miguel había muerto en 1915 y su padre moriría en 1924). Encontró trabajo como maestro en uno de los "mejores colegios particulares" y, a la muerte del director, pasó a ocupar su sitio. Se hizo, además, novio de la cuñada de uno de sus socios. Parecía que todo marchaba sobre ruedas, pero cuando ella se embarazó y él se negó a casarse Vallejo perdió el puesto y Otilia huyó de Lima a esperar el desenlace. Fue entonces que Vallejo pasó unos meses especialmente difíciles, cayendo en frecuentes depresiones y recurriendo al alcohol y a las drogas… Ni siquiera la publicación de su primer libro, Los heraldos negros, en 1919, ni el hecho de que fuera bien recibido por la crítica, pudo evitarlo. Fue, quizá, su estado de ánimo el que le impidió participar activamente en la agitación política estudiantil de ese año, en favor de la reforma universitaria, a pesar de ser amigo de varios de los dirigentes, entre ellos Víctor Raúl Haya de la Torre, a quien conocía desde Trujillo, y que fundó más tarde el APRA. Harto ahora de Lima, pensó en irse a París. Pero otra vez la falta de dinero y otras contrariedades aplazaron la realización de sus planes. En uno de los viajes que hizo a Santiago de Chuco para despedirse de su familia Vallejo fue a dar, sin culpa alguna, a la cárcel de Trujillo, mientras se levantaba en todo el país una ola de protesta que terminó por ponerlo en libertad a los tres meses y medio, a principios de 1921. Vallejo era ya lo suficientemente conocido para que estudiantes e intelectuales se movilizaran masivamente en su favor. La cárcel lo marcó profundamente. Es posible que esta experiencia haya sido definitiva para el desarrollo de su estilo, ya que los poemas de Trilce fueron escritos en la cárcel, o en el periodo inmediato posterior, o bien reescritos entonces para su publicación. En los poemas de Trilce (1922), que en lugar de título se identifican con números romanos, se viola el orden lógico que de ordinario sistematiza y digiere la experiencia. Los enlaces asociativos se dan por supuestos, sin que medie ningún guiño de inteligencia para el lector. La métrica se convierte en un punto de apoyo, un medio ocasional, jamás un fin en sí mismo. La ortografía se vuelve bárbara, utilizándose así como recurso expresivo. Las letras se separan, chorrean a veces sobre la página. Los signos de puntuación adquieren vida propia. Los números incursionan en el poema, simbolizando quizás un azar necesario e inescrutable, que domina al hombre. Inútil informarle al lector que Trilce no les gustó a los críticos. Los hubo que reaccionaron con burlas y desprecio. Otros, más condescendientes, consideraron el libro como un traspiés, esperando que el prometedor poeta recuperara más tarde el buen camino. La experiencia de la cárcel y el vacío e incomprensión con que fue recibida una obra que él sabía importante acabaron de hartar a Vallejo, que partió por fin, llegando a París a mediados de 1923. Allí vivió, salvo un año (1932) pasado en Madrid, tres breves viajes a Rusia y otros a España, hasta el día de su muerte, en 1938. Aunque pensó en regresar a Perú, o bien radicar en Madrid, lo cierto es que, a pesar de las penalidades que sufrió siempre en París, análogas pero mucho más agudas que las sufridas anteriormente en Perú, Vallejo encontró a Madrid demasiado "aldeano" después de París. Vallejo convive con dos mujeres francesas, la primera, Henriette, a quien conoce en 1926, la segunda, Georgette, con quien más tarde se casó, y que fue su compañera desde 1929 hasta su muerte. Georgette era tanto o más neurótica o nerviosa que Vallejo, y tan propensa como él a la depresión. Lo cierto es que las circunstancias en que vivían, a pesar de haber heredado ella un departamento, eran para deprimir a cualquiera. "La inseguridad económica siempre ha sido mi fuerte", contaba Vallejo, y nunca aprendió a sacar provecho material de sus dotes intelectuales. Ni siquiera cuando escribió un best-seller, Rusia en 1931, un reportaje entusiasta sobre su reciente viaje, hizo dinero, y el siguiente libro sobre el mismo tema se lo rechazaron los editores, como le rechazaron también sus obras de teatro, rechazadas antes por los posibles escenificadores, "por violentas". La poesía que fue escribiendo durante estos años tampoco fue publicada en forma de libro en vida de Vallejo, apareciendo póstumamente con el título de Poemas humanos. Los artículos que enviaba Vallejo desde París a revistas y periódicos peruanos demuestran la claridad mental, el antidogmatismo, la profundidad, y el muy respetable criterio estético de Vallejo, y se puede leer una breve selección, muy recomendable, en Escritos sobre arte, (López Crespo, ed., Buenos Aires, 1977) o bien, fragmentariamente, en "Cronología de Vivencias e Ideas", de Ángel Flores (Aproximaciones a César Vallejo, Las Américas, Nueva York, 1971), obra de la cual, junto con César Vallejo, de André Coyné (Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1968) se tomaron los datos necesarios para esta breve introducción. No podemos dejar de señalar la participación activa de Vallejo en política a partir de su ingreso al Partido Comunista Español primero, pero sobre todo desde la fundación del peruano, por José Carlos Mariátegui, a fines de 1928, del cual Vallejo y sus amigos formaron una célula en París. Sus inquietudes políticas y su poesía sólo se confunden o fusionan, sin embargo, en España, aparta de mí este cáliz, colección de poemas inspirados por la guerra civil española cuya primera edición, publicada por los soldados del Ejército Republicano, fue destruida por los falangistas al caer Cataluña. Por cierto que es la mejor poesía, en mi opinión, escrita sobre ese tema, y sólo se ha excluido de esta antología para no fragmentar su unidad. Vallejo murió en París, un viernes santo, 15 de abril de 1938, después de una prolongada agonía, que dio término a una enfermedad indiagnosticable. Se considera probable que sus largas privaciones físicas y la angustia producida por el curso de la guerra en España lo hayan debilitado, dejándolo indefenso al ataque de algún virus poco conocido. Para los poemas recogidos en esta antología, hemos respetado el orden con que aparecen en sus libros, y el cronológico de los mismos. Guiándonos fundamentalmente por un gusto personal, hemos procurado, sin embargo, no dejar fuera ninguno de los poemas que suelen saberse de memoria los aficionados a Vallejo. Por limitaciones de espacio ha sido imposible incluir muestras de todos sus estilos o periodos, pero el lector interesado encontrará fácilmente ediciones más completas, y abundante material crítico sobre la poesía de Vallejo. |
Isabel Fraire |
Los heraldos negros Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé! Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como un charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! |
Idilio muerto Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí; ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre, como flojo cognac, dentro de mí. Dónde estarán sus manos que en actitud contrita planchaban en las tardes blancuras por venir, ahora, en esta lluvia que me quita las ganas de vivir. Qué será de su falda de franela; de sus afanes; de su andar; de su sabor a cañas de Mayo del lugar. Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje, y al fin dirá temblando "Qué frío hay... Jesús!" Y llorará en las tejas un pájaro salvaje. |
La de a mil El suertero que grita "La de a mil",
contiene no sé qué fondo de Dios. Pasan todos los labios. El hastío despunta en una arruga su ya no. Pasa el suertero que atesora, acaso nominal, como Dios, entre panes tantálicos, humana impotencia de amor. Yo le miro al andrajo. Y él pudiera darnos el corazón; pero la suerte aquella que en sus manos aporta, pregonando en alta voz, como un pájaro cruel, irá a parar adonde no lo sabe ni lo quiere este bohemio dios. Y digo en este viernes tibio que anda a cuestas bajo el sol: por qué se habrá vestido de suertero la voluntad de Dios! |
Los dados eternos Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; me pesa haber tomádote tu pan: pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: tú no tienes Marías que se van! Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios; pero tú, que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación. Y el hombre sí te sufre: el Dios es él! Hoy que en mis ojos brujos hay candelas, como en un condenado. Dios mío, prenderás todas tus velas, y jugaremos con el viejo dado... Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte del universo todo, surgirán las ojeras de la Muerte, como dos ases fúnebres de lodo. Dios mío, y esta noche sorda, oscura, ya no podrás jugar, porque la Tierra es un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura, que no puede parar sino en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura. |
Unidad En esta noche mi reloj jadea
junto a la sien oscurecida, como manzana de revólver que voltea bajo el gatillo sin hallar el plomo. La luna blanca, inmóvil, lagrimea, y es un ojo que apunta… Y siento cómo se acuña el gran Misterio en una idea hostil y ovoidea, en un bermejo plomo. ¡Ah, mano que limita, que amenaza tras de todas las puertas, y que abierta en todos los relojes, cede y pasa! Sobre la araña gris de tu armazón, otra gran Mano hecha de luz sustenta un plomo en forma azul de corazón. |
Los arrieros Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La hacienda Menocucho cobra mil sinsabores diarios por la vida. Las doce. Vamos a la cintura del día. El sol que duele mucho. Arriero, con tu poncho colorado te alejas, saboreando el romance peruano de tu coca. Y yo desde una hamaca, desde un siglo de duda, cavilo tu horizonte y atisbo, lamentado por zancudos y por el estribillo gentil y enfermo de una "paca-paca". Al fin tú llegarás donde debes llegar, arriero, que, detrás de tu burro santurrón, te vas... te vas... Feliz de ti, en este calor en que se encabritan todas las ansias y todos los motivos; cuando el espíritu que anima el cuerpo apenas, va sin coca, y no atina a cabestrar su bruto hacia los Andes occidentales de la Eternidad. |
A mi hermano Miguel
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa, donde nos haces una falta sin fondo! Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá nos acariciaba: "Pero, hijos..." Ahora yo me escondo, como antes, todas estas oraciones vespertinas, y espero que tú no des conmigo. Por la sala, el zaguán, los corredores. Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo. Me acuerdo que nos hacíamos llorar, hermano, en aquel juego. Miguel, tú te escondiste una noche de agosto, al alborear; pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya cae sombra en el alma. Oye, hermano, no tardes en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá |
Espergesia Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Todos saben que vivo, que soy malo; y no saben del diciembre de ese enero. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar: el claustro de un silencio que habló a flor de fuego. Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Hermano, escucha, escucha... Bueno. Y que no me vaya sin llevar diciembres, sin dejar eneros. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Todos saben que vivo, que mastico... Y no saben por qué en mi verso chirrian, oscuro sinsabor de féretro, luyidos vientos desenroscados de la Esfinge preguntona del Desierto. Todos saben... Y no saben que la Luz es tísica, y la Sombra gorda... Y no saben que el Misterio sintetiza... que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes, Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave. |
II Tiempo Tiempo.
Mediodía estancado entre relentes. Bomba aburrida del cuartel achica tiempo tiempo tiempo tiempo. Era Era. Gallos cancionan escarbando en vano. Boca del claro día que conjuga era era era era. Mañana Mañana. El reposo caliente aun de ser. Piensa el presente guárdame para mañana mañana mañana mañana. Nombre Nombre. ¿Qué se llama cuanto heriza nos? Se llama Lomismo que padece nombre nombre nombre nombre. |
III
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V
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VI
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XI
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XIII
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XVIII
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XXIII
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XXVIII
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XXXV
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XLVI
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LII
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LXXIV
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Hoy me gusta la vida
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Considerando en frío.
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Piedra negra sobre una
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Poema para ser leído
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Intensidad y altura
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París, octubre 1936
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Despedida, recordando
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Los desgraciados
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La paz, la avispa, el taco,
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Traspié entre dos estrellas
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La cólera que quiebra
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Un hombre pasa con un pan
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Ello es que el lugar donde
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