Prólogo
Multiplicar los muelles no disminuye el mar Emily Dickinson
Cierto, por más puntos de partida y de llegada que pueda brindar una obra, por más lazos dispuestos al comercio entre la obra y el lector que existan, unas cuantas palabras introductorias no reducen en lo más mínimo las dimensiones de una obra poética como la de Emily Dickinson. Para nuestro consuelo, bien podemos decir que tampoco las aumentan. Sus poemas están allí, como un mar en calma, un mar gris, casi blanco, que se niega a revelar a simple vista su increíble profundidad. No cabe duda, nos encontramos ante uno de los grandes logros literarios del siglo XIX; lo que hoy se llamaría una gran obra en "tono menor". Esa intimidad a la que nos remiten los poemas de Emily Dickinson, y de donde ellos mismos han brotado, es más un espejismo que una realidad. Si añadimos la limpia factura de sus verbos, y la austeridad y la justicia de la expresión —toda su obra está cifrada en poemas cortos—, tendremos ya tres elementos que, a primera vista, parecerían facilitar la lectura. Sin embargo, pronto nos percatamos de que la facilidad no es una de las virtudes de esta poesía. Aunque nutrida de instancias domésticas, casi podríamos decir que nimias, los poemas de Emily Dickinson abren constantemente la puerta de la costumbre y la cotidianidad, para ponernos frente a frente al misterio. Poesía del asombro, de la sorpresa inteligente. ¿Cómo es posible que esta mujer, que vivió toda su vida en Amberst, pueblecillo de Massachusetts, al norte de Estados Unidos a mediados del siglo XIX, sin ningún contacto con los grandes movimientos literarios europeos ni de ninguna otra parte, fraguara una obra que iba a cambiar el curso de la poesía contemporánea? Desde la soledad de su voluntaria reclusión, esta mujer admirable logró realizar una de las obras más originales de la poesía moderna. Sí, porque hay que hacerlo notar, la poesía de Emily Dickinson se cuenta entre las obras que resultan indispensables para entender la poesía contemporánea. Casi al mismo tiempo que Laforgue y Rimbaud en Francia, y unos cuantos años después que Hölderlin en Alemania, esta singular escritora abrió nuevos cauces al caudal de poesía de su tiempo y del nuestro. Su obra se alza como el contrapunto preciso, necesario, de aquella otra obra majestuosa de la poesía estadounidense del siglo XIX: nos referimos, por supuesto, a la obra de Walt Whitman. ¡Qué contraste tan marcado entre estas dos creaciones, entre estas dos vidas! Y sin embargo, cuántos puntos en común, cuántos vasos comunicantes, cuántos lazos fraternales entre ambas obras, entre ambas visiones del mundo. Frente a la desbordante virilidad de Whitman, la reconcentrada capacidad de observación de Emily Dickinson. El mundo no fue extraño a ninguno de los dos. Lo conocieron y lo gozaron, cada uno a su manera. Walt Whitman lo hizo con vista telescópica; Emily Dickinson lo hizo al microscopio, casi sin tocarlo, casi sin hablar, con un cuidado infinito; el mismo que utilizaba para vestirse impecablemente de blanco, o para seleccionar y arreglar las flores que regalaba a sus escasos visitantes, o para escribir sus poemas: cada detalle ha sido serenamente sopesado. Cada poema ha sido trabajado con esmero, procurando no desperdiciar nada. Emily Dickinson utilizó magistralmente varios recursos que después serían explorados y explotados de mil formas distintas. Y no es que ella fuera la primera en hacerlo —basta pensar, para no ir más lejos, en Edgar Alan Poe su antípoda contemporáneo— pero sí una de las primeras en aplicar sistemáticamente estas posibilidades: los cambios de ritmo, las rimas sorprendentes, "esos cascabeles que con su tintineo dan ánimo en el camino" como ella misma decía, el verso blanco, ágil, que no duda en romper la cadencia musical si las necesidades intrínsecas del poema así lo exigen. Aquí, como en tantos otros aspectos, la poesía de Emily Dickinson es doblemente engañosa. Primero, es engañosa por hacernos creer que se trata de una poesía tradicionalista —en sentido peyorativo— y atildada, cosa que no es verdad, pues encontraremos con frecuencia irrupciones de una poética sumamente moderna, tanto en la rima como en el metro, tanto en la sintaxis como en la puntuación. Segundo, decimos doblemente engañosa, porque en cuanto al sentido de los poemas, en cuanto a la observación que del mundo hizo la autora, nos encontramos frente a una poesía que a primera vista parecería sencillamente un ejemplo más de poesía religiosa, y en particular cristiana. Sin embargo, si hacemos un análisis minucioso, una lectura atenta, veremos que estos poemas manifiestan una visión sumamente personal que no excluye las contradicciones. Una concepción moderna y angustiada de la existencia, que si bien hunde sus raíces en la herencia tradicional cristiana, tiende sus brazos a la desolación del siglo XX. Emily Dickinson decía lo mismo: "¡Ah cómo cantamos, para apartar la oscuridad!", que confesaba en una carta a T. W. Higginson: "Canto como lo hace el niño al pasar junto al cementerio: porque estoy asustada." Es una poesía que no deja de sorprendernos. La vida de su autora, tampoco. A pesar de los largos estudios que se le han dedicado, su vida sigue siendo un enigma para nosotros. Durante su existencia, Emily Dickinson sólo publicó unos cuantos poemas (7), y no fue sino hasta 1890 —cuatro años después de su muerte acaecida en 1886— que se publicó su primer libro, con una breve selección de los casi dos mil poemas que dejó escritos. Poco después se publicaron otros dos volúmenes de poesía, junto con dos recolecciones de su correspondencia. En 1914 se publicaron más poemas, y no fue sino hasta 1950, año en que la Universidad de Harvard compró todos sus manuscritos y derechos de publicación, que se inició la edición meticulosa de su obra completa; eso que a ella le gustaba llamar: "una carta dirigida al mundo". Sólo tenemos una semblanza escrita por uno de sus contemporáneos, que nos permite asomarnos por un instante a la vida de esta artista. Fue escrita por Thomas Wentworth Higginson, el único literato con el que Emily Dickinson tuvo contacto en su vida, a través de una larga y copiosa correspondencia que, por sí sola, se distingue como una de las más notables colecciones de cartas del siglo xix. T. W. Higginson vio a Emily Dickinson sólo en una ocasión, y el recuento que escribió de su visita nos resulta ahora precioso. Años después pagaría su hospitalidad haciéndose cargo de la publicación de su primer libro. "La impresión de un genio poético original, totalmente nuevo, se abrió paso en mi mente de inmediato..." dice T. W. Higginson, aunque más adelante agrega: "indudablemente me impresionó su tremenda tensión, y en parte su anormalidad... era demasiado enigmática para mí." La obra de Emily Dickinson sigue siendo terriblemente enigmática para cualquiera que se le aproxime. En esta corta selección que aquí presentamos al lector, se ha respetado la puntuación y el uso de las mayúsculas —un poco extravagante— de los textos originales, de tal forma que pueda conservarse, en lo posible, el espíritu que la animó a escribirlos. En última instancia, a pesar de la brevedad de sus poemas, nos queda la sensación de estar frente a una gran obra. En ese inmenso, interminable poema que todos los poetas han escrito, y siguen escribiendo a través de los siglos, los versos de Emily Dickinson tendrán siempre la rara cualidad de parecemos irremplazables.
Alberto Blanco
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