I Cómo recordar, cuando los cuerpos y el amor —sí, el amor— entre los muros altos y las pulidas luces se deslizan y ocultan en el rincón postrero. Cómo, si escudriño los rostros y sólo uno, esculpido años, milenios atrás, lo preservó el destino abrumado de olvido y de belleza. En la ciudad, cuando ningún juez revoca las condenas y el más alto magistrado niega el indulto y se expían pecados memorables, a lo lejos, doncellas y nimbadas, ellas descienden en sigilo al borde del amor. Los ojos las cercan, las pupilas acuosas, habituales, reptan, mancillan el deseo. Pero ningún rito prevalece. La proscripción es la más alta muralla de la ciudad. Toda la gloria y toda la clemencia fueron abolidas. —¡Una virgen para un condenado a muerte! Nadie responde. Y la noche, ocaso tras ocaso, clama por siglos: —¡ Una vestal para un perjuro! Nadie responde. —¡Una doncella expósita para un incestuoso! Nadie responde. —¡Una púber sin mácula para un apóstata! Nadie responde. —¡Una hetaira para un delator! Nadie responde. —¡Una adolescente casta para un sacrílego! Nadie responde. —¡Una diosa para un hijo de hombre! Nadie responde. A riesgo del amor, de un amor implacable y único, ¡oh dios, oh dioses, nadie responde! II Errante, con apasionada perseverancia, porque mi hermano el Arúspice murió en el siglo II y la más anciana de Delfos olvidó su lengua, discurro, no atribulado, no, anhelante. Lo sé. En la hora prevista llega. La reconozco entre mil. Perpetúa su nombre desde los antiguos días inmortales. ¿Recordará?: Alto cielo corintio. Verdea el golfo cuando en la mañana un mercader en el Ágora vocea el más lejano país del sur y el precio de cien dracmas por la hija del rey apuñalado: Mirad su cabeza sobre el tallo crecido de sus hombros y sus brazos como sensibles ramas. Probad el sabor de sus labios y su lengua, el salino sudor en sus costados y las frescas redomas de su pecho para toda la sed. Mirad su no tocado vientre, su pubis de virgen sobre la aguda clave de sus muslos eregidos en una cálida arquitectura aérea desde sus pies como pequeños racimos, y su pelvis, miradla, digna de acunar a vuestro primogénito, a vuestro hijo póstumo. ¡Cien dracmas por la hija del rey! Alto cielo corintio. El golfo hierve bajo los crepúsculos. En la colina y frente a ella, yo, el vagabundo pródigo, a través de un trozo de mármol esculpo la diosa. III Giovanni Cartusiano —mi nombre hacia el fin de aquel siglo— el arrogante hereje quemado entre disturbios en Ravenna, en su Historia Verissima de Colomba della Domenica narra nuestro amor, y el de Columba dici Dominicae en la antigua Roma, el de aquella vestal amante del liberto que ejercía la magia —aquel año permutaba y vituperaban mis nombres. Leedle, es un libro veraz. Lo escribió un siglo después de que la repudiada esposa de Girolamo, el turbulento y desdichado pretendiente Abruzo —mi fortuna de entonces—, destrozó la estatua de la Peristerá porque su rostro era el de Colomba — ¡Y de quién podía ser! Sólo de sí y de Colomba, la descendiente de Colomba, y de sus propios desatinos, no escribió. Y de nuevo el tiempo y nosotros. Las negras vestiduras del Inquisidor compareciendo, aquí, ante el tribunal de la Nueva España —la impiedad de mi sino entre el intolerable olor de los cirios, de la infamia y de la humedad, en no contrito holocausto de su juventud y su lecho al dictar, palabra a palabra y callando su nombre, la confesión. Pero los días se precipitan. En L'Île de France Colombe du Dimanche muere en la guillotina, y yo, el calumniado, me doy muerte a las puertas del Club de los Jacobinos. ¿Cómo recordarlo? ¿Y a quién? Sólo a ella, en la hora prevista, al mirarnos bajo la tarde, como siempre, como antes, como a la eternidad, como aquel día entre un confuso clamor de Arcontes, de marinos y de esclavos en el Ágora.
IV Sí, en la hora prevista, el odiado, y no como un hombre mortal sino como un ser indomable e invencible, avasallando el tiempo, impenetrable a la muerte. En este lugar sin horizontes, en la ciudad en donde se prohíbe los festivales del deseo, y los Augures indagan sólo el nombre del futuro Cónsul, una figura color de ágata llega inadvertida, extraviada en la luz y no entre las hogueras de antaño emerge y la contemplo en su apasionado orgullo. Cuando aparece cubierta con un flámeo y asume el atavío y la potestad de sus atributos la preserva de agravios su invulnerable fragilidad. Y pregunto: —¿Recuerdas! Ella vuelve el rostro. Mirándome mi frente marcada por la temeridad me salva al concederme sus dones inminentes, inicia el más leve ademán, como en la tarde de Corinto ante aquel vagabundo a quien redimió en el deseo y el amor. ¡Oh dios, oh dioses!
(1957)
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