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Segundo fragmento |
Para Paul Blackburn
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Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguido, el implacable,
irrumpe, lo grita sordamente, y me enfrenta. (Lo reconocí hace tiempo, a lo lejos, mudo y solitario sobre el talud en la cima de la montaña, lo reconocí una noche, jadeante y enconado a través del desierto, lo reconocí una mañana en Praga, a las puertas del Hrad, en un mendigo edificante y astroso, y otro día en un patíbulo de Madrid, consumido, indomable ante la abyección y el tumulto. Me llama hoy, como aquella tarde en los muelles de Génova. Quizá deba narrarlo. Zarpamos. Su eminencia lucía cota, yelmo y espada, e impartía suntuosas bendiciones hacia el bauprés. La noche encendió los fuegos de San Telmo, y el Mediterráneo bullía acuchillado por nuestra proa. Lo trajeron al alba. Había destrozado con sus puños el rostro de su compañero de banco y de cadena. En el muelle, un día antes, oí gritar mi nombre desde la fila de los galeotes. Y era él. Nos miramos Me enfrentó sobre las cabezas sucias, y sus ojos tenían una expresión insobornable de ansiedad y rebelión. La misma de aquel día, en otro mundo y en otro tiempo, cuando esperó en lo alto de las fortificaciones, y era el último, no el sobreviviente, pero sí el último con el arco en la mano, y me miraba, a través del incendio de la destrucción, a través de toda esperanza me miraba ascender, y mi ejército y su pueblo nos miraban, y los muertos fueron testigos. Esculpido contra la luz me esperó. Cuando llegué a él, me enfrentó en silencio, y su derrota y mi victoria no existían en sus ojos. A su lado, a unos pasos, la tarde sembraba el más bello rostro de la doncella. Sí, en los ojos de él no existían su derrota y mi victoria. ¡Nadie fue nunca investido de tal orgullo! Me enfrentó, y me reconocía. Entonces la señaló, y en su lengua extraña pronunció tierna y lentamente su nombre. Ella y yo nos miramos, y la reconocí. Después, como un dios proscrito se lanzó de lo alto sobre las humeantes ruinas. Esa noche, los hombres y las mujeres de su pueblo se arrancaron los ojos. Torné a mi padre, sin rehenes, sin botín ni trofeos, y él nos contempló, a ella, a mí, en silencio; convocó al pueblo e hizo ofrendas nocturnas en la luna nueva, sacrificó siete jaguares al sol y una doncella noble en el crepúsculo. —Lavamos nuestros cuerpos con su sangre—, y la tercera noche la poseí. Estuve en ella, en su frenética docilidad, anegado en el humor ritual de su deseo. En los escombros del Palacio de los Adivinos, cinco estelas de piedra perpetúan esta historia, y la de mi reinado, en la selva de Tabasco, y mi perfil acuña el perfil del invicto en su perfil, el suyo en la tarde última sobre las fortificaciones. Lo trajeron al alba. Me decían su falso nombre y le acusaban. Miré tan sólo su hombro izquierdo el signo indeleble que llevo en el mío desde mi nacimiento, el de un nombre indescifrable y su linaje perseverante, tan remoto como nuestra vocación de amor y sufrimiento. Ordené que desataran sus manos. No rehuía mis ojos, y no obstante, lo descubrió bajo el astrolabio –el camafeo de ónix y su rostro, el de ella. Llevó una mano a su costado, hurgó, y con vehemente lentitud tiró sobre mi mesa un tejo de obsidiana con su rostro, también el de ella, en relieve, y pronunció de nuevo, con obstinada y áspera ternura, el mismo nombre, como en la tarde de su derrota y de su muerte. Él, que preservó su virginidad para el aniversario de las Fundaciones y abdicó de su privilegio funeral para entregarla a mi custodia, emergía a través del océano y del tiempo con el estigma de su renunciación, y no a demandarme sino a abolir, en un designio más inclemente que todo cuanto yo podía tolerar. Una violencia inmemorial nos poseyó al acecho de nuestro amor y de nuestra muerte. Pero en el Mediterráneo, el alba, contra el Hado y el Azar, ante él, a quien sólo el amor y la humillación intimidaban, asumí para siempre nuestro irreconciliable destino. Y no podía ceder. Desde la puerta me enfrentó al partir, y le ahogaban su orgullo y una salvaje resignación. Yo no podía ceder. Mi furia arrasó las islas y los puertos del Egeo bajo los ineficaces exorcismos de Su Eminencia, y entre sus agobiadas oraciones rescaté en Nicea la Túnica inconsútil y en San Juan de Acre la venera perdida de Godofredo. Dejé a mi espalda la victoria y la devastación. Me precedía la fama en su leyenda de crueldad y de coraje hacia una gloria efímera. Y regresé a ella, a mi lecho nocturno, a su cuerpo, a los ritos secretos de nuestro amor, a nuestro deseo incorruptible). Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguidor, irrumpe, lo grita sordamente, y me enfrenta. A vida y muerte en nuestro destino encarnizado, la eternidad se consume un día más, y no existe una hora para mi renuncia y la restitución. Contra el Azar y el Hado, contra una piedad irredimible, yo no puedo ceder. (1966)
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