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Nota introductoria |
Esta antología reúne 27 poemas de tres libros: nueve de cada uno. El nueve es un número cabalístico en la tradición occidental, y el nueve, para los antiguos mexicanos, significaba todo. Los libros son: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978) y La ceniza en la frente (1989). Excluyo los poemas largos, cuyo tono y sentido no son el de la siguiente selección. Muertos y disfraces reúne poemas entre 1970 y 1974. Han pasado entre 15 y 19 años de la creación y formación de estas piezas, reconozco al joven que las escribió y no dejo de sentir alguna nostalgia triste por él, pero no podría escribir lo de entonces y como entonces. Pese a lo que se diga, nadie conoce mejor nuestros poemas que nosotros mismos; sé la idea que hay detrás, más o menos el curso de su desarrollo, cuando decidí cerrarlos. Lo que el autor no debe es juzgar sus textos; puede decir los que prefiere; éstos son los poemas que prefiero. De mi primera lírica dijo el poeta francés Jean-Clarence Lambert que habían nacido "entre la sangre y la pared, entre el dolor y la cólera"; es cierto; no fueron ajenos a esta revelación las fulguraciones rimbaudianas, especialmente de Una temporada en el infierno, y la indagación de las oscuridades y honduras del alma que hizo de sí mismo Vallejo en Poemas humanos, el único gran libro que escribió. Poemas humanos —verbal, musical, humanamente— me alecciona aún. Reviso aquí y allá otras influencias, y veo a Borges, de quien recreé ideas e imágenes, algo de Neruda, algo de Huidobro, algo de Ungaretti, algo del Cavalcanti y del Angiolieri. No la poesía de Ezra Pound, sino su ABC de lecturas y la idea de una poesía total en el espacio y los siglos fue el sello profundo que imprimió en mí. ¿Poco? En conjunto diría que ha sido piedra de fundamento. Por el 1972 cayó a mis manos, por un feliz azar, un libro recién publicado: El arte de la poesía, que es una selección de textos poundianos, que realizó y tradujo José Vázquez Amaral. Fue un libro radical en dos sentidos: de raíz y de extremos. Me dio una espléndida guía de lecturas de poetas y prosistas desde Grecia a nuestros días, que seguí casi en detalle. Estas lecturas me abrieron a la vez las ventanas del balcón para la escritura de Una seña en la sepultura, donde me veía y veía a otros en mí en sucesivas imágenes en los dorados siglos de los trovadores, sicilianos y stilnovistas espejeando con imágenes del tiempo actual. Por demás he anhelado o soñado que en mi poesía vivan no sólo el autor sino los numerosos Campos que habitan y sueñan en los siglos y en el planeta entero. Un poeta puede ser su linaje viéndose en innumerables espejos en tiempos numerosos. No sé si mínimamente lo he logrado. Las influencias no son siempre literarias; algo esencial han sido también paisajes y ciudades. La luz meridiana en el aire de las ciudades italianas y en el aire del mar griego me acompaña íntimamente en los instantes de la escritura. Influido por Blake y Rimbaud, creí en la adolescencia y juventud que el verdadero poeta está del lado del demonio; la juventud es un infierno que ya adultos lamentamos hasta las lágrimas haber perdido. Creo ahora más con Elytis, o quizá creo, que el verdadero poeta sueña el paraíso. Entre los veinte y treinta años leía autobiográficamente de La Commedia, el Infierno; entre los treinta y cuarenta, el Purgatorio, espero alguna vez leerme en la vida el Paraíso. Pero ese paso mental entre el infierno y el paraíso es quizás una de las contradicciones fundamentales que no es fácil resolver y que acaso sea imposible hacerlo. El muchacho y el hombre se hablan y se cruzan una y otra vez en el infierno y el paraíso. "Lo que perdura fúndanlo los poetas", dijo Hölderlin con gran poesía, y al escribirlo pensaba ante todo en Grecia, y acaso después, en los Testamentos judíos. Homero fue por siglos primaria y secundaria de los griegos y la tragedia y la comedia áticas educaron generaciones; las Escrituras lo siguen haciendo; no es gratuito recordar que tres de los medios de los antiguos mexicanos para preservar su historia fueron la pintura de códices, una poesía llena de colores vivos y melancólicos conceptos, y la memoria educada. Para la poesía moderna, en cambio, ha sido más importante labrar un objeto bello que un objeto bello y útil a la vez. La utilidad ha pasado a un plano secundario, por no decir casi inexistente. Cuando escribí en el 1972 el poema que abre Muertos y disfraces ("Declaración de inicio"), pensaba desde luego en el desarrollo emotivo de una persona por la poesía y no en la poesía como agente de cambio social. A esto apuntaba cuando escribí que no hacía nada concretamente, pero que hacía mucho en los ojos, el corazón y el alma de un hombre. La secreta labor interior de la poesía nos cambia —nos hace ver de otro modo— el mundo. Un ejemplo: aquellos que hemos leído con fervor las composiciones sobre sus lugares natales de Leopardi, Trakl y López Velarde, hallamos dos sitios que pueden o no ser simultáneos: el que está ante nuestros ojos y el que vemos con los ojos de ellos. Un segundo ejemplo: Cuando me viene a la memoria una línea de Eliot: "Not farewell, but far forward, voyagers", me devuelve una experiencia única en los meses finales del 1972 cuando viajaba por Europa y me repetía —cuántas veces la repetí— esa línea. O cuando leo de Ingeborg Bachmann: "In den Bäumen kann ich keine Bäume mehr sellen" ("En los árboles no puedo ver ya los árboles"), sé con tristeza exactamente lo que quiso decir porque lo viví por años. La poesía —dije líneas arriba— hace mucho en los ojos, el corazón y el alma de un hombre. La poesía toca todo; para mí la poesía toca todo; el mundo lo veo desde un fondo y una perspectiva poéticos. La poesía no sólo se halla en los versos, y yo no escribo versos todos los días; quisiera creer o soñar que en toda página que he escrito la poesía toca raíz. La poesía es del mundo la ventana del alma para ver más allá del mundo. "Nunca he sido tan desdichado como en mis versos", me respondió alguna vez Eduardo Lizalde, cuyo original orbe poético no ha sido apreciado muy bien. Quisiera decir lo mismo. Para mí es más fácil —como para la mayoría, creo— escribir en tiempos difíciles y en oscuros estados del corazón y del alma. Whitman, Neruda y Elytis supieron prepararse para cantar la felicidad; no todos tuvimos esa felicidad. En la poesía, desde distintos ángulos y de distintos modos, he dejado la huella de mi experiencia en la tierra. La experiencia en la tierra es todo: es la huella del camino que dejamos y que nos da a su vez el camino hacia Dios. Todo se hace en la tierra. Después pasaremos igual que las generaciones de hombres que pasaron como las hojas. |
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Salzburgo, abril 1989
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