Material de Lectura

Carlos Montemayor



Selección y nota introductoria de
Marco Antonio Campos



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Nota introductoria*

En su famoso poema "Le ricordanze", Giacomo Leopardi, con triste amargura, evoca —reclama— los espinosos días de juventud:

Né ni diceva il cor che l'età verde
Sarei dannato a consumare in questo
Natio borgo selvaggio, intra una gente Zotica, vil.
Recanati, el espacio natal, es visto como incivilizado, y su gente como vulgar y vil.

Umberto Saba amó a su hermosa Trieste, la vio áspera y no muy tratable ("scontrosa") y la llamó así, y la amó por eso o a pesar de eso. Jerez representó para Ramón López Velarde un pequeño edén perdido donde no quiso —no se decidió— a vivir una vida inocente y quieta, y adonde lo mejor fue no volver. Para Cavafis la ciudad fue Una y no podía el hombre salirse ni escaparse de ella para rehacer la vida, porque la ciudad lo seguiría y donde quiera el hombre volvería a echar a perder su vida como la echó a perder allí.

La vida en ciudad da sentido y significación especiales a palabras como familia, casa, amor, cultura, civilización, que en la poesía de Carlos Montemayor (Parral, 1947) se convierten en casa, esposa, hijos, amigos no siempre leales, la mujer que es ara y lecho, el aire milenario de los libros para vivir en los años. La ciudad es el centro de su poesía, o más preciso, cuatro ciudades se levantan en ella: la ciudad de fundación, la ciudad de los años de infancia, la ciudad de México, y una ciudad, resumen de vida y de belleza, que se halla exactamente en el fin de la tierra. Todas estas ciudades se unen en Una de la que él ha querido ser ciudadano.

La ciudad de fundación —lo intuyeron Teseo o Eneas— es la base original que puede llegar a ser una república, un reino, un imperio. Buscarla es explicarnos a la vez, y en alguna medida, la raíz del linaje y la raíz de la tierra. La ciudad primordial se vuelve así una historia y un mundo.

La segunda ciudad, la de los años de infancia, tiene nombre y perdura: Parral. Recordar es reconocer y reconocerse. Parral no es un sitio hostil, ni es hermosamente intratable, ni es un paraíso perdido, ni una ciudad que se traslada cruelmente para ver la destrucción de uno de sus hijos: es un sitio privilegiado y único para quien lo vivió y el cual debe revisitarse para saber lo que se vivió, oyó, gustó, olió, tocó, en los años en que todo era nuevo y blanco. Desde la punta de los cerros el hombre contempla el sitio natal y recoge imágenes como espigas: hilos de las conversaciones de la madre, el padre, la mina, el color negro de la plata, el polvo caliente del verano, las voces lejanas, el golpe del río, el viento con sus armas numerosas, el viento, el viento, el viento. ¿Qué es todo eso que ahora está y llama?, parece preguntarse Montemayor.

Poetas como Efraín Huerta, Rubén Bonifaz Ñuño y Jaime Sabines han descrito, con una caligrafía donde se unen en el papel el amor y el horror, la ciudad de México. Montemayor, cuya visión de la ciudad no es ajena a la de ellos, se ha visto en sus calles, plazas, edificios, almacenes, y ha visto también la vida de sus habitantes y la ha querido nombrar. Ha buscado comprender la gran ciudad, pero el horror apenas admite comprensión. Ante aquel pequeño pero claro orbe de infancia, las imágenes de la gran ciudad son oscuras, tristes, oprimentes. Para los poetas que vinieron de sitios hermosos de tierra adentro, la ciudad de México representa un círculo fascinante a donde sólo es posible dejarse caer. Es un sucio laberinto del que es casi imposible huir y donde se tocan y golpean inútilmente muros desolados creyendo que son puertas.

Pero lejos, más lejos, mucho más lejos, en la última lejanía, está la ciudad última y la última tierra. A ese lugar llamado Finisterra, el poeta llega, y allí, en el cuerpo desnudo de una mujer y en la ardiente contemplación múltiple del paisaje, mira y descubre en un ahora y siempre, en un instante y para siempre, todas las orientaciones, todas las navegaciones, todos los hechos y todas las cosas del mundo. Finisterra —en el que llamean y hablan voces del Walt Whitman planetario, del Fernando Pessoa de los poemas de largo viaje, del Ledo Ivo de respiración versicular— es el gran poema de Montemayor, y es una pieza que no se parece a las que ha hecho antes y ha escrito después. Finisterra es un solo y eléctrico verso exaltado que canta glorias y esplendores del mundo, de la vida, de los hombres. Oigámoslo un momento:

Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la
dulzura,
la permanencia de las rocas o el sol de tu verano,
Déjame, con ella, entenderlo.
Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde
con todo,
acariciarlo como los veleros que se remontan sobre
el mar
y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas,
como la gaviota que besa tu cuerpo
en el menor suspiro de la brisa marina.
No quiero ser ya el dolor de no ser siempre,
no quiero oír el paso fugaz del verso que se lamenta
de no ser
más cuando ya se ha dicho.
Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se
reconcilian con todas las cosas
y contemplan desde su océano convulso la luz de la
totalidad inmóvil,
la belleza de la dulzura inmortal de las cosas.

Como la ciudad que se levanta piedra a piedra, Montemayor ha levantado una obra poética verso a verso hasta hacer una ciudad de música.

 


Marco Antonio Campos

(Salzburgo, junio, 1989.)
* Nota: En alguna medida la selección que he hecho quiere seguir la dirección de las ciudades que Carlos Montemayor ha alzado en su obra. La selección propone al lector una caminata breve para empezar a conocerlas. (MAC).


I


Las armas y el polvo


Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris
Italiam fato profugus...
 
Virgilio


1

¿Para qué fundar nuevas ciudades?
En nuestro retraso ha de nacer algo valioso.

Hoy va la mujer en los labios y el alma,
para que no quede abandonada, Eneas.
Nuestros padres fundan ciudades que no entienden.

¿Para qué llegar a la cuna de los dardánidas?
Es tan hermoso ver la vida pudrirse en un mismo cuerpo.

Carga ahora tus dioses en la espalda;
carga los escombros de los padres;
pisa las venas de los laberintos
en que la sangre se aturde y nos estremece,
cuando la resaca cunde en los ojos,
cuando estallan como el mar las ciudades, los días, los
fracasos.


2

Este sueño que palpa una cicatriz que aún no aparece.
Este enfermo goce que se llama la mente.
Este no persuadirme de que presencio en la idea
algo más que un débil vapor de carne y sangre.
Sobre el viento arde la estación sin cenizas ni cuerpo,
como la hierba arde bajo la tierra.

Miro la calle,
la parte de ciudad en que persisto,
donde el anillo de las vidas es fresco y triste.
Miro la estación que llega,
la corriente del tiempo secando la ternura.
En otro tiempo he estado aquí.


3

¿Qué bocado insípido recorre la vida
hasta impregnarse de sabor?
¿Qué eco intenta decir al oído algo nuevo?
No hay nombres para conocernos,
nadie que se arrepienta de la soledad para siempre.
Te camino, te comprendo, Cartago.
Soy el instinto de vivir lo que vivo.


4

Canto nuestras armas:
el olvido, la amargura, el amor, la furia,
el envejecer, la carne.
Armas que nos desvanecen
para quedar vacíos, inasibles y desterrados;
que se desgastan
como los gajos de una naranja
y en la boca saben a polvo, a recuerdos.
Canto los días que me oscurecieron la vida, las caricias,
impidiéndome, con su memoria, amarte como la primera vez.
Canto al hombre prófugo de sí, de su casa, de su paz,
al hombre que carga sus universos destruidos
y lava en ellos sus ojos, sus labios,
y nunca cesa de olvidar.

Que el mar arroje una ola y nos cubra
con sus labios que no han bebido agua dulce durante
muchos años,
que palpe la cicatriz de los días
pudriéndose en nuestro cuerpo,
el amanecer que no permanece.
La guerra de vagar en medio de las calles
como si no hubiera calles, como si no hubiera soledad,
como si la muchedumbre fuese el abrazo o la risa.
La guerra asequible de que algo nos falta en el día.
Ser todo lo que no siente y lo que siente,
el eco de los ecos del viento
y las gaviotas hechas de espuma de olas que aprenden a
volar
y se estrellan en los ojos con un ruido de aletazos,
un ruido de armas que se golpean y desmenuzadas se
oxidan
en nuestra carne y su olvido.


II

En las noches...
Memoria del verano
Quisiera ahora...
Memoria de la plata
Memoria del silencio
Memoria de las casas
Memoria de las noches
Memorias para las hermanas
Parral


En las noches...

En las noches, cuando era niño,
al salir de la casa me parecía sentir
que a lo lejos, del otro lado del río,
alguien levantaba las manos y me llamaba.
Yo trataba de escuchar esa voz
entre el ruido de la noche.
Pero las estrellas numerosas hacían ruido,
se congregaban ensordecedoras
como si el calor las hiciera brillar más.
Y la tierra también desprendía una voz
de piedras, de raíces, de días,
bajo el polvo caliente del verano.
Las luces de las casas parecían vivientes.
Todo tenía luz, todo era un lugar ocupado, milagroso.
Pero sólo yo oía, sentado en la tierra.
Oh dios mío, sólo yo oía, sentado en la tierra.
Sé que todavía esa noche, ahora, alguien levanta las
manos y me llama.

 


Memoria del verano


Era la tierra húmeda,
el caballo que pastaba,
el sonido del viento cuando la tarde era una sola vida,
la soledad que era la presencia real de las colinas y la hierba.
Era el verano. El azul se extendía como tierra de
promisión.
El sonido del viento en las colinas
era una reunión de fiesta, de mujeres cantando,
de niños bajando de los muros de iglesias envueltos en risas.
El viento sonaba a rebato sobre las piedras y los árboles y volaban los cuervos.
Las colinas doradas, ardientes, cual pechos de mujeres
que se han despojado de sus blusas,
se elevaban como la respiración de una amiga.
Me detuve bajo un árbol.
Se detuvo el día, la mente, el ruido de la tierra convertida
en sendero,
las piedras, las campanas de una aldea cercana.
Sólo seguí oyendo el viento,
como si se elevara la tierra de mis abuelos, de mis padres,
los recuerdos de mi infancia en esas mismas colinas,
las horas impasibles del verano.
El viento arrastró pensamientos, ruido, tierra,
y más allá, en la colina, vi cómo se posaron
sobre el polvo del silencio,
en el dorado lecho del verano que no es preciso recordar,
porque esperan, porque allá, en la colina que no veo,
esperan.




Quisiera ahora...

Quisiera ahora estar sentado
en una gran piedra bajo los árboles
y sentir el paso del viento...
O leer, o pensar, dejando pasar estas horas.
O a la orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarse
mientras yo lo contemplara, fumando.
O estar en un huerto fresco, en otoño,
cuando se varearan los nogales y las nueces cayeran
sobre la tierra como en mi infancia.
Sí, estar ahora en un huerto fresco
donde mi madre volviera a vivir
y se sentara a mi lado bajo la sombra,
a conversar de estos años,
a descansar del sol entre los nogales y los álamos
de nuestra casa antigua,
y aspirara la fragancia de las frutas,
el mismo aire que yo, el mismo aire que yo.
O quisiera subir a una montaña
desde donde pudiera contemplar
mis tentaciones reunidas,
postrándose a mis pies con todos sus reinos,
desplegando su persuasiva soledad.
Quisiera estar con mi hija
(pero no tengo una hija),
que cantara y bailara
y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia. Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios...
Pero estoy aquí,
contento con esta tristeza de mi memoria,
contento con mi cuerpo que siente la tarde.
Estoy aquí, esperando.
Oyendo las voces de las gentes que conversan,
el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa,
en las horas de esta tarde.
Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay
nadie
Estoy aquí, esperando,
como esperar algo que no llega,
como esperar a alguien que nunca dijo que vendría.

 


Memoria de la plata


Mi padre solía fumar en las noches
sentado afuera de la casa.
El calor del verano inundaba el mundo.
Todas las estrellas se reunían sobre nosotros
como si ninguna pudiera perderse.
Yo miraba el cerro de la mina
y a lo lejos escuchaba el sonido de los molinos,
el rumor subterráneo de metales, hombres y agua
herrumbrada.
Creía que la plata era blanca, brillante como la lluvia
en las noches,
o como los reflejos del río o del agua estancada junto
a las peñas;
aún creía que iluminaba a la mina como una gran
cascada.
Ignoraba que era negra,
que era un verano sofocante
como una espuma de asfixia o muerte,
y que los hombres caían como nuevas noches
en un túnel sin estrellas, sin viento,
sin un padre fumando al lado de ellos.


Memoria del silencio


Ahora nadie hay en la casa.
Es noche. Es tan solitariamente noche.
Me demoro escribiendo estas palabras
como si así permaneciera un momento más en el mundo
La casa parece escuchar el paso de los recuerdos,
el roce de la ropa sobre los muebles.
Me levanto y miro tras la ventana mucho tiempo.
Todo está quieto, silencioso,
como si la calle solitaria fuese un secreto,
como si en medio de la calle
mi vida estuviera esperando.


Memoria de las casas

Durante el verano, cuando anochece en mi pueblo,
todos se sientan afuera de las casas.
El verano es como un peldaño en que muchos hombres
se sientan al anochecer,
un peldaño en que la vida se ve como un paisaje amplio,
hermoso y saqueado,
al que se sientan a mirar
queriendo encontrar lo que no se entiende.
Y es como un recuerdo que no saben cuándo nace, como si una voz les dijera que están fuera, muy lejos,
y quisieran volver,
como si miraran a través de una ventana
y quisieran ser también lo que miran.


Memoria de las noches

En las noches de verano
cubría a mi pueblo un sonido de tierra, de piedras, de lugares
como si la verdad de las cosas fuera escuchar,
como si el verano sonara reunido en una inmensa espiga.
Recuerdo las noches así,
en que mi padre hablaba con mi madre
y al quedarse callados resurgían
las voces de todas las otras cosas.
Las noches en que nos inundaba la voz de la tierra y
las piedras,
el golpe del río sobre las peñas,
el olor del monte o de las ramas,
el calor del verano como un imborrable cuerpo.
Detrás del sonido de todas las cosas
parecía acercarse algo más eterno que nosotros,
un ser o una música que regresaban para siempre
(pero que ahí permanecen siempre).
Porque el universo bañaba con su voz
mi cuerpo en los más profundos sentidos.
Y acaso sea imposible, al otro lado del río,
al otro lado del sueño,
al otro lado del tiempo,
más allá del cuerpo que sabe las cosas,
escucharla.


Memoria para las hermanas

Estoy, otra vez, solo en el monte.
Miro mis pensamientos atropellarse como un día de fiesta.
El cielo es azul, sin nubes.
(Algo en tan inmenso azul está hablando).
A lo lejos, en las huertas,
junto a los niños que juegan,
caen las sombras de los nogales.
Y como un rumor de muchas tardes juntas,
de árboles o de voces,
siento que en el viento que traviesa el monte
pasa el mismo viento de hace muchas tardes.
Y me parece comprender que algo queda después de ese
viento.
Como si una tristeza elevara el polvo
de lo que deseo con todas las fuerzas de mi vida,
de todos los seres que he amado
y que permanecen bajo mis pensamientos, bajo mis
recuerdos,
Como si no nos fuéramos para siempre de los lugares
y algo quedara en nosotros de lo que hemos sido,
algo que no siente nostalgia y después del viento se queda,
como la tierra o las piedras.


Parral

Subo al monte de mi pueblo.
Subo a la parte más alta del monte,
encima de mis recuerdos, encima de mi vida.
El mundo y la tarde me rodean
y parecen la casa de mi infancia cuando había fiesta.
Es luz, huertas, hierba,
mineros saliendo de las minas,
madereras quietas,
ganado que entra otra vez al pueblo,
nogales erguidos entre álamos y sauces a la orilla del río.
Todo parece posible desde aquí.
Parece posible desear los veranos
en que todos los niños regresábamos del río,
en que nos mojaba los sueños con su corriente
porque pasaba no sólo con su agua
sino con todas las cosas del mundo;
todos los seres, toda la corpulencia del universo
nos cubría entre el olor de agua y de hojas y de verano
(aún muchas noches después, bajo la almohada,
pasaba el mundo en el murmullo de esa corriente). Parece posible sentir desde aquí
los membrillos donde jugábamos,
las huertas donde se agazapaba la frescura
de los veranos,
como si las tardes nos revelaran un secreto del mundo
y un recuerdo atravesara mi cuerpo desde una vida que
no era mía.
En un largo sueño, en un inmenso cuerpo
subíamos por los árboles en las tardes
hasta las más altas ramas calientes:
como besar ancianas manos, como aspirar
el olor querido de una casa que ya no existe,
como escuchar una voz muy a lo lejos, en el campo,
el leve viento y el calor inundaban mi pueblo,
inundaban el universo.
Y desde esa alta rama veíamos
todos los pueblos como el nuestro
(y no había pueblos que no fueran como el nuestro).
Los cuervos volaban sobre el río y sobre las huertas como si supieran toda nuestra vida;
éramos tan niños que no podíamos gritar que todo
permaneciera
junto a nosotros.
La tarde es amplia, segura,
aquí, en lo alto del monte.
Estoy solo.
Amo este monte como si estuviera en lo alto de la música que
amo.
Enrojecen lentamente las nubes, la tierra, las colinas.
Cae la tarde llamando a sus últimas horas.
El atardecer es como un gran árbol rojo cubriéndonos
con su sombra.
El viento recorre mis ojos, la hierba,
desprende un rumor como si fuese el nombre de algo
que amamos,
como los ecos lejanos de una fiesta en las huertas
o alguien que muy lejos grita de una colina a otra.
La tarde enrojecida, luminosa,
como si fuera la única fuente de todas las cosas,
la única explicación.
Pareciera que desde hace millares de años es la misma.
Y cuando el viento pasa sobre las cosas
(y también sobre las que no están),
abre un rumor de invisibles ramas
brotando de su árbol, de su origen.

Para Nikíforos Brettakos




Una vez miramos

Una vez miramos mis hermanas y yo durante horas
el río que pasaba junto a la huerta de nuestra casa.
Sé que ese río, ahora, a muchas ciudades de distancia, pasa en este momento por sus almas,
sigue pasando esta noche, diáfano, por sus ojos.
Y va dejando un rumor de pueblos, de familias,
un rumor de vetas de oro recorriendo la tierra,
un sentimiento que insiste en volver,
en amar, en desbordarse como desde otro luminoso río
que aún ahora, a muchas vidas de distancia,
sigue pasando por otras almas, llamándonos desde sus
luminosas aguas.


III


1

Miro los árboles elevándose sobre las casas,
el árbol de trueno colmado de retoño en su tronco,
emergiendo de un cobertizo,
y sobre el muro, una hiedra antigua.
Siento el aire frío en el patio,
la presencia húmeda de la lluvia que caerá durante la noche.
Siento el paso sosegado de la tarde sobre mi cuerpo, sin
prisa,
sin el movimiento de los niños que oímos dentro de la casa.
Las puertas de madera son antiguas
y en la habitación de juegos, donde hace algunos momentos
miré a una de las niñas abrazando a mi hijo,
la puerta es de cristal y madera.
Sé que él no volverá a perder
este olor viejo de la casa,
este olor antiguo de muros y de techos,
un viento de lluvia próxima golpeando en las ventanas
y el abrazo de la niña imprimiendo su aroma de seis años,
el recuerdo de seis años que hundirá sus raíces
para persistir, esfumada ya, con su olor, en sus sueños.
Y yo, mientras converso de gentes que desconozco, de
amigos que desconocen,
de lugares que dejamos asomarse junto al sabor del
café, avanzando con el paso imperceptible con que se pudre
la vida de los seres humanos,
siento que mientras mi padre conversaba con otros
amigos,
en alguna tarde de lluvia, o en alguna mañana sin lluvia, en
alguna casa ajena de minutos íntimos, viví lo mismo; trato de
recordar y meto las manos al fondo de la niebla,
al fondo de la ropa que gastó mi cuerpo,
al fondo de las cosas y los juguetes rotos y los juguetes
que no estuvieron conmigo,
al fondo de los días y sus vestigios,
y sólo siento una risa fugaz, su paso efímero,
su aroma cercano, sin egoísmo, rondándome
como la mujer próxima que aún no conozco, como la
muerte o el amor.


2

Es noche.
Oigo a lo lejos, sobre las calles,
el golpe solitario y humano de la lluvia cayendo a oscuras.
Mi amiga duerme a mi lado.
Tengo en las manos, bajo la lámpara encendida, un libro.
Horas antes, cuando atravesamos en automóvil las calles de
México,
vimos en las esquinas familias de obreros,
ancianas, niños, esposas jóvenes
protegiendo a sus hijos bajo una cornisa,
mientras miraban pasar las luces de automóviles, de
patrullas,
de camiones colmados de pasajeros,
de las horas lluviosas de la noche del veinticuatro de abril.
Antes aún, con mi hijo, estuvimos en casa de los abuelos;
él jugó a construir figuras con sus juguetes de madera,
a construir molinos de viento, gallos, dinosaurios, tortugas,
árboles quietos y duros como las piedras del mundo.
Y antes aún,
tanto como si no hubiese sido este día,
como si no hubiese sido yo, sino hace muchos años,
vi el amanecer, a solas,
surgiendo como si lo retuviera la vida;
como si su sangre fuera sólo recordar el mundo,
el susurro melodioso y oprimente de la ciudad.
Pero estoy aquí, junto a mi amiga que duerme,
bajo la lámpara encendida, a las dos de la madrugada,
oyendo la lluvia caer a ciegas desde el fondo de la noche,
destruyendo su multitud sobre las calles.
Me incorporo. Dejo la cama y atravieso las habitaciones.
Llego a la puerta. Abro. Siento el olor húmedo, la lluvia fría,
y mi cuerpo que huele a sudor y a la desnudez de mi amiga,
a los treinta años de persistir en mí,
de persistir en calles de otras ciudades,
a pesar de amigos y de recuerdos.
Miro bajo la lluvia los automóviles estacionados.
Es la lluvia que ahora me reconoce y me toca,
que se une a este instante y a este frío
por su insistencia, por su derrumbe.
La miro caer sobre esta calle, ahora, esta noche,
y detrás de mí, la casa, los libros donde el tiempo se
agolpa sin lluvia, con sed,
donde las voces de muchos hombres se callan,
aquietadas por otro rumor que los oprime y en que
se apoyan.
Y la lluvia mezcla su lodo, su negrura, su frialdad,
y como se moja mi cuerpo se mojan las calles,
como se mojan mis cabellos se mojan los que en alguna
esquina cruzan hacia su casa,
o hacia ninguna mujer y ninguna casa.
Como se mojan mis pies se mojan los suelos sin ladrillos
ni madera.
Como se moja mi vida se han de reblandecer las viviendas de
México.
Como se mojan mi pensamiento y mis versos
se han de mojar los cuerpos del mundo en que la sangre
persiste como esta lluvia,
en que la sangre persiste numerosa y sin nombre, fría y
viviente,
oscura y sin esperar recompensa ni resurrección.


3

Hoy, a la sombra de la ciudad,
mirando por la ventana la noche de lluvia,
tratando de escuchar algo más que el ruido de los autos
o la respiración de los que duermen en el mismo edificio;
asomado para tratar de distinguir otros lugares, otros años;
a solas, oyendo que llueve sobre calles que quisieran
permanecer para siempre;
recordando sin prisa cuándo he encontrado en las
mujeres amigas la tierra luminosa;
aquí, en este instante habitado por muchos,
pensando en la mujer que hace unos momentos se ha ido,
quieto junto a la ventana,
como si afuera pudieran volver a reunirse
todos los que una vez estuvieron conmigo,
miro a solas la transparencia humana,
miro la noche humana.


4

El latido de mi sangre
es un puño que toca desde otra puerta.
Un día de lluvia, al amanecer,
abrirá el que llama.


IV

Finisterra


Entre el verano del desierto,
entre el ardiente viento de las costas
que aspiran a bañar el desierto,
entre la ensenada donde la ciudad deposita su beso de
sombra
sobre el calor de las playas.
Entre muros cubiertos por la humedad
y cuerpos que deambulan eufóricos por el día y la cerveza.
Entre el aroma salobre donde la vida
escucha lentamente sus sueños erosionando sentidos.
Entre el cielo desnudo y calcinado,
sólo tan blanco como la arena de las playas y las cuevas,
firme como las rocas entre abismos marinos,
acariciado por la espuma y las embarcaciones ligeras.
Entre las piedras, la resaca y los cerros que elevan
su ancianidad poderosa sobre la hierba
y los reptiles que se adormecen bajo el llamado
grave y ensordecedor de las ballenas
refugiadas en las bahías.
Entre el vuelo sabio y orgulloso de los pelícanos
y las gaviotas que se alejan de nuestras manos
cuando quisiéramos sentir tan sólo un instante de su
vuelo de espuma.
Entre el verde oleaje que estalla
contra la blancura de las playas y de las rocas,
que despedaza su espuma contra peñascos,
blancos como los sueños de todos los que han muerto
y han vuelto a vivir y han vuelto a besar la muerte.
Entre el Océano que estrecha contra sí mismo, contra
su pecho ubicuo,
contra su sexo esparcido en cada gota de su Océano,
el mar final de nuestro Golfo,
el mar que alguna vez todos seremos,
y se derrumba en él, respirando en el oleaje,
con su semen de espuma, de peces y de rocas.
Entre las horas que se transforman en una
fragancia verde,
entre la sangre que no se escucha por el estrépito de
las olas contra las peñas,
aquí donde el aire es luz y sal y aroma de todo lo que es
posible,
caigo, me sumerjo, grito enardecido,
como si toda mi piel se hubiera levantado entre los mares,
como si todos los corazones que he amado estallaran
sobre las costas,
y beso el suelo en que ambos nos convertimos en el otro,
en el cuerpo sudado, amargo y salobre que nos cubre,
donde brotaron todos los seres
que una vez, en el encuentro de Finisterra, conocimos.

Canto el odio, canto el rencor que estrella sus espadas
enfurecidas contra el mar que lidia con los soles,
arrojando las mareas contra las playas y las rocas
como si alcanzara el desierto y los astros,
salando la tierra como si quisiera cegar los ojos de los
astros.
Canto el odio de los amores que no tenemos ya entre los
brazos
y persisten como ecos en caracoles rotos y vacíos;
la furia con que cada uno desentierra en otro lecho
los amores que en sí mismo aún escucha;
la marea ascendiendo en su isla espoleada por el mar
gritando por los cuerpos futuros,
por los amores futuros, por los sexos futuros.
Persistir como el Océano nocturno en su marejada,
bajo la luna nueva que enfría las sábanas
húmedas por nuestro sudor, sólo por el nuestro,
entre impacientes noches de rencores y dulzuras.

Canto la furia de que los cuerpos se separen,
de que su encuentro no sea eterno y estruendoso
como el de los mares en Finisterra;
la furia de que los cuerpos amen intensa y
demencialmente
pero sus sexos se deshagan como arena salada y dolida
entre la pálida y húmeda noche de los sentidos;
la furia de no ser por siempre,
de que no tengan los cuerpos la altura de nuestra
soberbia y nuestra dureza,
acantilados donde el otro mar que nos ama despedace
su espuma
como dos bocas bajo su indomable fuerza:
mar que se abre con su aroma de siglos
y en el cuerpo de una mujer es todos los cuerpos
y en los brazos sudorosos y mordidos y lacerados es
todos los abrazos.
Canto el triunfo, la ira de dos cuerpos
que estallan de ceguera y de luz,
brillantes en la noche que erosiona al amor y a los lechos.
Las espaldas donde los planetas se reflejan
hipnotizados por el combate de nuestros cuerpos
desnudos,
del beso primordial de los sexos en que se desencadena
el oleaje de todas las vidas, de todos los astros,
sembrando recuerdos permanentes en cuerpos perecibles.
Son los labios incólumes de la luz, de la noche, de las
mujeres
con pezones relucientes como astros
sin cesar llamando, titilando desde un inmemorial paraíso.
Mujeres con su sexo rutilante y oscuro
como vacíos estelares que permanecen insaciados en el
espacio,
mostrando su incesante abismo, su incomparable oscuridad.
La angustia de que el amor se derrumbe en el lecho
como un oleaje exhausto,
de que nos sintamos a salvo y en tierra firme
oyendo entre las sábanas el ulular del pasado
sin saber que es también el del futuro,
cuando sienten los cuerpos que algo permanece bajo
el dolor,
en su deslumbrante instante.

Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la dulzura,
la permanencia de las rocas o el sol de tu verano,
la firmeza del cielo sobre los mares.
Déjame, con ella, entenderlo.
Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde con
todo,
acariciarlo como los veleros que se remontan sobre el mar
y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas,
como la gaviota que besa tu cuerpo
en el menor suspiro de la brisa marina.
No quiero ser ya el dolor de no ser siempre,
no quiero oír el paso fugaz del verso que se lamenta
de no ser
más cuando ya se ha dicho.
Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se
reconcilian con todas las cosas
y contemplan desde su océano convulso la luz de la
totalidad inmóvil,
la belleza de la dulzura inmortal de las cosas.

Déjame por un momento más cantar, Finisterra,
ahora que mi cuerpo oye, y siente, y ama.
Cantar que este aire sobre el mar es como un cuerpo,
que el vuelo del pelícano sobre la brisa es un encuentro
de cuerpos,
que el brillo de las olas bajo el sol calcinante es un abrazo,
un ser desnudo que nos llama a grandes voces,
que el calor sofocante e implacable del sol es el calor
de un cuerpo.
Cantar que los ojos que miran el encuentro de los mares atraviesan entre millares de cuerpos
y gozan su cercanía sudorosa;
que las costas y las peñas
son la forma firme y durable de una desnudez implacable
y dulce;
que la sombra que cae de las cuevas, de los acantilados,
es un cuerpo que se reclina en la arena,
como yo me reclino sobre mi amiga.

Cantar que Finisterra eleva su cuerpo de rocas
y se arquea sobre sus aguas
como si el encuentro de océanos fuera un grito
permanente elevándose sobre el mar,
ahuecándose como un cuerpo convulso por sus sentidos.
Cantar así, como si tus rocas lanzaran para siempre,
durante todas las noches y todas las mañanas,
brotando de la espuma y del oleaje,
un grito de amor, visceral, profundo,
que desde el fondo vierte en espuma un goce irrespirable
y deja el paso abierto a la vida,
a la brisa donde por siempre cantará el instante nítido
de la espuma,
como una mujer que se abre de horizonte a horizonte
y nos ve naufragar en un madero de deseos, sed, hambre,
sueños.

Aunque no sea perenne como el encuentro de tus mares,
aunque no sean mis ojos los que sobre la arena rueden
con los granos rutilantes de los fósiles y la sal,
dame de tu espumoso mar y de tu verde oleaje,
de tu inmensidad convulsionada y amarga;
dame tu dulzura de cuerpos amantes, de sudorosos
veranos y sudorosas mañanas,
de tus voces que tañen a rebato en cada ola;
dame la dulzura con que el mar ante tus costas
arroja la espuma sobre tu espalda
como brazos y manos colmados de versos blancos,
de versos salobres que se endulzan en las bocas,
de peces maravillosos que en las bocas se besan y ciegan.
Dame un momento, uno sólo Finisterra,
en que tu encuentro resuene en mi cuerpo convulso en
el otro cuerpo,
en que tu rumor y tu oleaje que se estrella en las costas
sea mi rumor y estallido en el otro cuerpo,
en que mi mar, mi océano, se despedace y se convierta
en la blancura hirviente de otra espuma seminal y eterna:
así, en ese instante en que tus océanos se juntan,
en que se exalta la espuma,
déjame decir que este grito espumante es para siempre,
que será mi voz para siempre,
oh que será mi voz para siempre.