1 ¿Para qué fundar nuevas ciudades? En nuestro retraso ha de nacer algo valioso. Hoy va la mujer en los labios y el alma, para que no quede abandonada, Eneas. Nuestros padres fundan ciudades que no entienden. ¿Para qué llegar a la cuna de los dardánidas? Es tan hermoso ver la vida pudrirse en un mismo cuerpo. Carga ahora tus dioses en la espalda; carga los escombros de los padres; pisa las venas de los laberintos en que la sangre se aturde y nos estremece, cuando la resaca cunde en los ojos, cuando estallan como el mar las ciudades, los días, los fracasos. 2 Este sueño que palpa una cicatriz que aún no aparece. Este enfermo goce que se llama la mente. Este no persuadirme de que presencio en la idea algo más que un débil vapor de carne y sangre. Sobre el viento arde la estación sin cenizas ni cuerpo, como la hierba arde bajo la tierra. Miro la calle, la parte de ciudad en que persisto, donde el anillo de las vidas es fresco y triste. Miro la estación que llega, la corriente del tiempo secando la ternura. En otro tiempo he estado aquí. 3 ¿Qué bocado insípido recorre la vida hasta impregnarse de sabor? ¿Qué eco intenta decir al oído algo nuevo? No hay nombres para conocernos, nadie que se arrepienta de la soledad para siempre. Te camino, te comprendo, Cartago. Soy el instinto de vivir lo que vivo. 4 Canto nuestras armas: el olvido, la amargura, el amor, la furia, el envejecer, la carne. Armas que nos desvanecen para quedar vacíos, inasibles y desterrados; que se desgastan como los gajos de una naranja y en la boca saben a polvo, a recuerdos. Canto los días que me oscurecieron la vida, las caricias, impidiéndome, con su memoria, amarte como la primera vez. Canto al hombre prófugo de sí, de su casa, de su paz, al hombre que carga sus universos destruidos y lava en ellos sus ojos, sus labios, y nunca cesa de olvidar. Que el mar arroje una ola y nos cubra con sus labios que no han bebido agua dulce durante muchos años, que palpe la cicatriz de los días pudriéndose en nuestro cuerpo, el amanecer que no permanece. La guerra de vagar en medio de las calles como si no hubiera calles, como si no hubiera soledad, como si la muchedumbre fuese el abrazo o la risa. La guerra asequible de que algo nos falta en el día. Ser todo lo que no siente y lo que siente, el eco de los ecos del viento y las gaviotas hechas de espuma de olas que aprenden a volar y se estrellan en los ojos con un ruido de aletazos, un ruido de armas que se golpean y desmenuzadas se oxidan en nuestra carne y su olvido.
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