Entre el verano del desierto, entre el ardiente viento de las costas que aspiran a bañar el desierto, entre la ensenada donde la ciudad deposita su beso de sombra sobre el calor de las playas. Entre muros cubiertos por la humedad y cuerpos que deambulan eufóricos por el día y la cerveza. Entre el aroma salobre donde la vida escucha lentamente sus sueños erosionando sentidos. Entre el cielo desnudo y calcinado, sólo tan blanco como la arena de las playas y las cuevas, firme como las rocas entre abismos marinos, acariciado por la espuma y las embarcaciones ligeras. Entre las piedras, la resaca y los cerros que elevan su ancianidad poderosa sobre la hierba y los reptiles que se adormecen bajo el llamado grave y ensordecedor de las ballenas refugiadas en las bahías. Entre el vuelo sabio y orgulloso de los pelícanos y las gaviotas que se alejan de nuestras manos cuando quisiéramos sentir tan sólo un instante de su vuelo de espuma. Entre el verde oleaje que estalla contra la blancura de las playas y de las rocas, que despedaza su espuma contra peñascos, blancos como los sueños de todos los que han muerto y han vuelto a vivir y han vuelto a besar la muerte. Entre el Océano que estrecha contra sí mismo, contra su pecho ubicuo, contra su sexo esparcido en cada gota de su Océano, el mar final de nuestro Golfo, el mar que alguna vez todos seremos, y se derrumba en él, respirando en el oleaje, con su semen de espuma, de peces y de rocas. Entre las horas que se transforman en una fragancia verde, entre la sangre que no se escucha por el estrépito de las olas contra las peñas, aquí donde el aire es luz y sal y aroma de todo lo que es posible, caigo, me sumerjo, grito enardecido, como si toda mi piel se hubiera levantado entre los mares, como si todos los corazones que he amado estallaran sobre las costas, y beso el suelo en que ambos nos convertimos en el otro, en el cuerpo sudado, amargo y salobre que nos cubre, donde brotaron todos los seres que una vez, en el encuentro de Finisterra, conocimos. Canto el odio, canto el rencor que estrella sus espadas enfurecidas contra el mar que lidia con los soles, arrojando las mareas contra las playas y las rocas como si alcanzara el desierto y los astros, salando la tierra como si quisiera cegar los ojos de los astros. Canto el odio de los amores que no tenemos ya entre los brazos y persisten como ecos en caracoles rotos y vacíos; la furia con que cada uno desentierra en otro lecho los amores que en sí mismo aún escucha; la marea ascendiendo en su isla espoleada por el mar gritando por los cuerpos futuros, por los amores futuros, por los sexos futuros. Persistir como el Océano nocturno en su marejada, bajo la luna nueva que enfría las sábanas húmedas por nuestro sudor, sólo por el nuestro, entre impacientes noches de rencores y dulzuras. Canto la furia de que los cuerpos se separen, de que su encuentro no sea eterno y estruendoso como el de los mares en Finisterra; la furia de que los cuerpos amen intensa y demencialmente pero sus sexos se deshagan como arena salada y dolida entre la pálida y húmeda noche de los sentidos; la furia de no ser por siempre, de que no tengan los cuerpos la altura de nuestra soberbia y nuestra dureza, acantilados donde el otro mar que nos ama despedace su espuma como dos bocas bajo su indomable fuerza: mar que se abre con su aroma de siglos y en el cuerpo de una mujer es todos los cuerpos y en los brazos sudorosos y mordidos y lacerados es todos los abrazos. Canto el triunfo, la ira de dos cuerpos que estallan de ceguera y de luz, brillantes en la noche que erosiona al amor y a los lechos. Las espaldas donde los planetas se reflejan hipnotizados por el combate de nuestros cuerpos desnudos, del beso primordial de los sexos en que se desencadena el oleaje de todas las vidas, de todos los astros, sembrando recuerdos permanentes en cuerpos perecibles. Son los labios incólumes de la luz, de la noche, de las mujeres con pezones relucientes como astros sin cesar llamando, titilando desde un inmemorial paraíso. Mujeres con su sexo rutilante y oscuro como vacíos estelares que permanecen insaciados en el espacio, mostrando su incesante abismo, su incomparable oscuridad. La angustia de que el amor se derrumbe en el lecho como un oleaje exhausto, de que nos sintamos a salvo y en tierra firme oyendo entre las sábanas el ulular del pasado sin saber que es también el del futuro, cuando sienten los cuerpos que algo permanece bajo el dolor, en su deslumbrante instante. Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la dulzura, la permanencia de las rocas o el sol de tu verano, la firmeza del cielo sobre los mares. Déjame, con ella, entenderlo. Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde con todo, acariciarlo como los veleros que se remontan sobre el mar y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas, como la gaviota que besa tu cuerpo en el menor suspiro de la brisa marina. No quiero ser ya el dolor de no ser siempre, no quiero oír el paso fugaz del verso que se lamenta de no ser más cuando ya se ha dicho. Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se reconcilian con todas las cosas y contemplan desde su océano convulso la luz de la totalidad inmóvil, la belleza de la dulzura inmortal de las cosas. Déjame por un momento más cantar, Finisterra, ahora que mi cuerpo oye, y siente, y ama. Cantar que este aire sobre el mar es como un cuerpo, que el vuelo del pelícano sobre la brisa es un encuentro de cuerpos, que el brillo de las olas bajo el sol calcinante es un abrazo, un ser desnudo que nos llama a grandes voces, que el calor sofocante e implacable del sol es el calor de un cuerpo. Cantar que los ojos que miran el encuentro de los mares atraviesan entre millares de cuerpos y gozan su cercanía sudorosa; que las costas y las peñas son la forma firme y durable de una desnudez implacable y dulce; que la sombra que cae de las cuevas, de los acantilados, es un cuerpo que se reclina en la arena, como yo me reclino sobre mi amiga. Cantar que Finisterra eleva su cuerpo de rocas y se arquea sobre sus aguas como si el encuentro de océanos fuera un grito permanente elevándose sobre el mar, ahuecándose como un cuerpo convulso por sus sentidos. Cantar así, como si tus rocas lanzaran para siempre, durante todas las noches y todas las mañanas, brotando de la espuma y del oleaje, un grito de amor, visceral, profundo, que desde el fondo vierte en espuma un goce irrespirable y deja el paso abierto a la vida, a la brisa donde por siempre cantará el instante nítido de la espuma, como una mujer que se abre de horizonte a horizonte y nos ve naufragar en un madero de deseos, sed, hambre, sueños. Aunque no sea perenne como el encuentro de tus mares, aunque no sean mis ojos los que sobre la arena rueden con los granos rutilantes de los fósiles y la sal, dame de tu espumoso mar y de tu verde oleaje, de tu inmensidad convulsionada y amarga; dame tu dulzura de cuerpos amantes, de sudorosos veranos y sudorosas mañanas, de tus voces que tañen a rebato en cada ola; dame la dulzura con que el mar ante tus costas arroja la espuma sobre tu espalda como brazos y manos colmados de versos blancos, de versos salobres que se endulzan en las bocas, de peces maravillosos que en las bocas se besan y ciegan. Dame un momento, uno sólo Finisterra, en que tu encuentro resuene en mi cuerpo convulso en el otro cuerpo, en que tu rumor y tu oleaje que se estrella en las costas sea mi rumor y estallido en el otro cuerpo, en que mi mar, mi océano, se despedace y se convierta en la blancura hirviente de otra espuma seminal y eterna: así, en ese instante en que tus océanos se juntan, en que se exalta la espuma, déjame decir que este grito espumante es para siempre, que será mi voz para siempre, oh que será mi voz para siempre.
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