Material de Lectura

Eugenio Montale



Selección, traducción y nota de Guillermo Fernández



VERSIÓN PDF


Intenciones (Entrevista imaginaria)


—…

—Si he comprendido bien su pregunta, Marforio, usted desea saber en qué momento, después de qué causa accidental, frente a qué cuadro de caballete pudo exclamar el fatídico: "¡Yo también soy pintor!" Cómo me decidí y reconocí en mi arte, que no ha sido la pintura. Es muy difícil decírselo. En mí no existió nunca una infatuación poética, ni deseo alguno de "especializarme" en ese sentido. En aquellos años casi nadie se ocupaba de la poesía. El último éxito que recuerdo de esa época fue Gozzano, pero los cono-cedores hablaban mal de él y yo también (equivoca-damente) compartía esa opinión. Los mejores literatos, que muy pronto se reunieron en torno de "La Ronda", pensaban que la poesía debía escribirse, a partir de entonces, en prosa. Recuerdo que cuando publiqué mis primeros versos en Primo Tempo, de Giacomo Debenedetti, fui acogido con ironía por mis pocos amigos (que estaban inmersos en la política, más o menos antifascistas todos, hacia 1922-1923). El mismo Gobetti, que publicó mi primer libro en 1925, no quedó muy satisfecho cuando le mandé un artículo político para su Revoluzione liberale. Él también creía, como lo siguen creyendo los numerosos Scrutatur y Babeuf del periodismo monárquico romano, que un poeta no puede ni debe meterse en política. Estaba equivocado; además, yo no estaba muy seguro de ser poeta.

—…

—¿Si lo estoy ahora? No lo sé. Por lo demás, la poesía es una de las tantas realidades de la vida. No creo que un poeta se halle por encima de otro indivi-duo que verdaderamente exista, que sea alguien. Yo también, a su debido tiempo, me procuré un barniz de psicoanálisis, pero sin recurrir a esas nociones muy pronto pensé, y aún lo pienso, que el arte es la forma de vida de quien verdaderamente no vive: una com-pensación o un sucedáneo. Con todo, eso no justifica ninguna turris eburnea deliberada: un poeta no debe renunciar a la vida. Es la vida la que se encarga de escapársele.

—...

—Escribí mis primeros versos siendo todavía un muchacho. Eran versos humorísticos, con rimas truncas y extrañas. Después, con la llegada del futurismo, escribí también algunos poemas de estilo fantaisiste o, si se quiere, grotesco-crepusculares. Pero no publicaba nada ni estaba seguro de mí. En ese tiempo estudiaba para debutar en la parte de Valentino en la ópera Faust de Gounod; aprendí además toda la parte de Alfonso XII en La Favorita y la de Lord Aston en Lucía. La experiencia, más que la intuición, de la unidad fundamental de las diversas artes debe haber entrado en mí por esa puerta. Los pronósticos eran excelentes, pero cuando murió mi maestro Ernesto Sivori, uno de los primeros y más aclamados Boccanegra, cambié de rumbo, incluso porque el insomnio no me daba tregua. Fue una experiencia muy útil: existe un problema de impostación aún fuera del canto, en toda obra humana. Y creo que sigo siendo uno de esos raros hombres de hoy que comprenden nuestro melodrama. Al de Verdi debemos la asombrosa reaparición, en pleno siglo XIX, de algunas chispas del genio de Dante y de Shakespeare. No importa si muy a menudo se confundía con el fuego de Víctor Hugo.

–…

–Sí, pronto pude conocer a algunos poetas ligures (no personalmente, si exceptuamos a Sbarbaro). A Ceccardo y Boine, entre otros. La parte de su obra en que ellos arraigaban en nuestro terruño representó, sin duda, una enseñanza para mí. Admiraba la fidelidad y el arte de Sbarbaro; pero Boine era poeta a medias y Ceccardo, que lo era cabalmente, nunca se dio cuenta de sus posibilidades. Vivía vuelto hacia el pasado, siempre necesitado de apoyos académicos. Nunca confesó que era un poeta puer y desconfió demasiado del niño que vivía en él. Pero ninguno de sus contemporáneos tuvo una voz comparable a la suya:

Clara felicidad de la ribera
cuando el manzano adelgaza su plata…

—…

—Cuando comencé a escribir los primeros poemas de Huesos de sepia tenía ciertamente conocimiento de la música nueva y de la nueva pintura. Había escuchado los Minstrels de Debussy, y en la primera edición del libro había algo que se esforzaba por representarla: Música soñada. Y había descubierto Los impresionistas del tan desacreditado Vittorio Pica. También debo agregar que después de los poemas grotescos escribí algunos sonetos entre filosóficos y parnasianos, del tipo de los de Cena (Homo). Pero en 1926 ya había compuesto el primer fragmento tout entier a sa proie attaché de Sestear pálido y absorto (cuya estrofa final modifiqué más tarde). La presa era, naturalmente mi paisaje.

—…

—No; en esa época ya sabía distinguir entre descripción y poesía. Era consciente de que la poesía no puede moler en el vacío y que no es posible lograr la concentración si antes no ha habido expansión. Expansión, no despilfarro. Un poeta no debe malgastar su voz solfeando demasiado; no debe perder esas cali-dades de timbre que después ya nunca encontrará. Es inútil escribir una serie de poemas cuando uno solo agota una situación psicológica determinada, una ocasión. En ese sentido, es prodigiosa la lección de Foscolo, un poeta irrepetible.

—No me malinterprete. No niego que un poeta pueda o deba ejercitarse en su oficio en cuanto tal. Pero los mejores ejercicios son los internos, hechos de medi-tación y de lectura. Lecturas de todo género, no sólo de poesía: no es necesario que el poeta se pase el tiempo leyendo versos ajenos; pero tampoco se con-cebiría su ignorancia de todo lo que se ha hecho en su arte desde el punto de vista técnico. El lenguaje de un poeta es lenguaje historizado, un reporte. Tiene un valor en cuanto se opone o se diferencia de otros len-guajes. Naturalmente, el gran semillero de todo ha-llazgo poético se encuentra en el campo de la prosa. En otras épocas todo podía expresarse en versos, y estos versos parecían, y a veces lo eran, poesía. Hoy se dicen en verso sólo determinadas cosas.

—…

—No es fácil decirle cuáles. Desde hace mucho tiempo la poesía ha venido transformándose en un medio de conocimiento más que de representación. Con frecuencia se le solicita para un destino diferente y se quisiera volver a verla en las calles; pero aquéllos que muerden el anzuelo y bajan al ágora pronto son silbados.

—No; no pienso en una poesía filosófica, que difunda ideas. ¿Quién piensa ya en eso? Lo que el poeta necesita es buscar una verdad puntual, no una verdad general. Una verdad del poeta-sujeto que no abjure de la del hombre-sujeto empírico. Que cante lo que une al hombre a los otros hombres pero que no niegue lo que lo desune y lo vuelve único e irrepetible.

—…

—Ésas son palabras mayores, querido Marforio. Di-rectamente, conozco pocos textos del existencialismo; pero hace muchos años leí un libro de Chestov, un kirkegaardiano muy cercano a las posiciones de esta filosofía. Después de la otra guerra, en 1919, me satisfizo mucho el inmanentismo absoluto de Gentile, aunque descifraba mal la embrolladísima teoría del acto puro. Más tarde preferí el gran positivismo idea-lista de Croce; pero quizá en los que compuse Huesos de sepia (entre 1920 y 1925) influyó en mí la filosofía de los "contingentistas" franceses, la de Boutroux, sobre todo, que conocí mejor que Bergson. El milagro era para mí tan evidente como la necesidad. In-manencia y trascendencia son inseparables, y crearse un estado de ánimo de la perenne mediación de los dos términos, como propone el historicismo moderno, no resuelve el problema, o lo resuelve con un optimismo exhibicionista. Es necesario vivir la propia contradicción sin escapatorias, pero también sin en-contrar en ella demasiado placer. Sin hacer de ella un asunto de salón.

—…

—No; cuando escribía mi primer libro (un libro que escribí sin esfuerzo) no pensaba en esas ideas. Las intenciones que ahora le expongo son totalmente a posteriori. Obedecí a una necesidad de expresión musical. Quería que mi palabra fuera más adherente que la de los otros poetas que había conocido. ¿Más adherente a qué? Me parecía vivir bajo una campana de vidrio, y sin embargo sentía que me hallaba cerca de algo esencial. Un velo delgado, un hilo apenas me separaba del quid definitivo. La expresión absoluta hubiera sido la rotura de ese velo, de ese hilo: una explosión, el fin del engaño del mundo como representación. Pero éste era un límite inalcanzable. Y mi voluntad de adherencia permanecía musical, instin-tiva, no programática. Quería torcerle el cuello a la elocuencia de nuestra vieja lengua áulica, tal vez corriendo el riesgo de caer en una contraelocuencia.

—…

—De los simbolistas franceses conocía solamente la antología de Van Bever y Léautaud; después leí mu-cho más. Sin embargo, esas experiencias ya estaban en el aire y sabían de ellas aun los que no conocían los originales. Nuestros futuristas y los escritores de la revista literaria La Voce las habían aprendido y, con frecuencia, malinterpretado.

—…

—No; cuando publiqué el libro a nadie le pareció oscuro. Algunos lo encontraron atrasado, otros dema-siado documental, otros demasiado retórico y elo-cuente. En realidad era un libro difícil de situar. Con-tenía poemas que se hallaban fuera de las intenciones que he descrito, y poesías (como "Riberas"), que constituían una síntesis y una cura demasiado prema-tura, mostraban luego recaída o una desintegración ("Mediterráneo"). El tránsito hacia Las ocasiones está marcado por las páginas que agregué en 1928.

—…

—Es curioso que, más tarde, el libro le pareciera a alguien más sano y más concreto que el sucesivo. No obstante, lo escribí a regañadientes, y a menudo sin la calma y el desapego que muchos consideran necesario para el acto creativo. Tal vez actuaba en mí el antídoto clasicista, que no deja de vivir en los italianos. De joven no entendía a Dostoyevsky y hablaba de él casi del mismo modo en que lo hacían los rondistas. Prefiero libros como Adolphe, René, Dominique. Leía Maurice de Guérin. Y pronto comencé a descifrar algún soneto, alguna oda de Keats. Veía con claridad la diferencia que existe entre arte y documento; ahora me considero más cauto, menos capaz de lanzar juicios y excomuniones.

—…

—Al cambiar de ambiente y de vida, cumplidos al-gunos viajes a otros países, no me atreví a releerme seriamente y sentí la necesidad de ir más a fondo. Hasta los treinta años no había conocido casi a nadie; ahora veía incluso a demasiada gente, pero mi soledad no era menor que cuando escribí Huesos de sepia. Intenté vivir en Florencia con el desapego propio de un extranjero, como un Browning; pero no contaba con los lansquenetes de la alcaldía feudal de la que yo dependía. Por lo demás, la campana de vidrio persistía a mi alrededor, y estaba seguro de que jamás se rompería. Tenía miedo de que persistiera en mí aquel dualismo entre lírica y glosa, entre poesía y prepara-ción, o impulso hacia la poesía de mis viejos ensayos (un contraste que, con actitud ensoberbecida, había advertido incluso en un Leopardi). No pensaba en una lírica pura en el sentido que más tarde tuvo incluso en Italia, en un juego de sugestiones sonoras, sino más bien en un fruto que debía contener sus motivos sin revelarlos, o mejor dicho, sin espetarlos. Si admitimos que en el arte existe una balanza entre lo exterior y lo interior, entre la ocasión y la obra-objeto, necesitaba expresar el objeto y callar la ocasión-estímulo. Un modo nuevo, no parnasiano, de sumergir al lector in medias res, una total absorción de las intenciones en los resultados objetivos. También en esto fui impulsado por el instinto y no por una teoría (me parece que aún no existía la de Eliot sobre el "correlato objetivo", en 1928, cuando mi "Arsenio" se publicó en Criterion). No creo que mi nuevo libro contradijera sustancialmente los resultados del primero: eliminaba de él algunas impurezas e intentaba destruir la barrera entre lo interno y lo externo, que me parecía inexistente incluso desde el punto de vista gnoseológico. Todo es interno y todo es externo para el hombre de hoy, sin que el llamado mundo sea necesariamente nuestra representación. Ahora vivimos con otra idea del tiempo y del espacio. En Huesos de sepia todo era atraído y absorbido por el mar en fermentación; más tarde vi que el mar estaba en todas partes, para mí, y que hasta las clásicas arquitecturas de las colinas toscanas eran movimiento y fuga. Y en mi nuevo libro proseguí mi lucha por lograr otra dimensión en nuestro pesado lenguaje polisílabo, que parecía rehusarse a una experiencia como la mía. Repito que la lucha no fue programática. Tal vez me ha asistido mi forzada y desagradable actividad de traductor. Con frecuencia he maldecido a nuestra lengua, pero en ella y por ella he llegado a reconocerme incurablemente italiano: y sin pesar.

—…

—El nuevo libro no era menos novelesco que el primero; sin embargo, el sentido de una poesía que se delinea, ver físicamente su formación, le daba a Huesos de sepia un sabor que algunos añoran. Si me hubiese detenido allí, repitiéndome, me habría equivo-cado, pero algunos estarían más satisfechos.

—…

Las ocasiones eran una naranja, o un limón al que faltaba un gajo: no precisamente el de la poesía pura en el sentido ya indicado, sino en el del pedal, de la música profunda y de la contemplación. Completé mi trabajo con los poemas de Finisterre, que representan mi experiencia, por decirlo así, petrarquesca. Proyecté a la Selvaggia, la Mandetta o la delia (llámela como quiera) de los Motetes sobre el fondo de una guerra cósmica y terrestre, sin finalidad ni razón, y me confié a ella, mujer o nube, ángel o petrel. El motivo ya estaba presente en las Nuevas estancias, escritas antes de la guerra. No se necesitaba mucho para ser profetas. Se trata de pocos poemas, nacidos en la pesadilla de los años 1940 y 1942, quizá los más libres que yo haya escrito, y pensaba que era evidente su relación con el tema central de Las ocasiones. Si hubiera orquestado y adelgazado mi tema, me habrían comprendido mejor. Pero yo no voy en busca de la poesía; espero que ella me visite. Escribo poco, con pocos retoques, cuando me parece imprescindible. Si ni siquiera así se evita la retórica, quiere decir que ella es inevitable (al menos en mi caso).


—El librito, con ese epígrafe de D'Aubigné que fla-gela a los príncipes sanguinarios, era impublicable en la Italia de 1943. Por eso lo publicaron en Suiza y salió poco antes del 25 de julio. En la reciente redición incluye algunos poemas "divagantes". En clave, terriblemente en clave. Entre los que agregué está "Iride", en el que la esfinge de las Nuevas estancias que había dejado el oriente para iluminar los hielos y las brumas del norte, vuelve a nosotros como conti-nuadora y símbolo del eterno sacrificio cristiano. Ella paga por todos, expía por todos. Y quien la reconoce es el Nestoriano, el hombre que conoce mejor las afinidades que unen a Dios con las criaturas encarna-das, no ya el bobo espiritualista o el inflexible y abs-tracto monofisita. Dos veces he soñado y vuelto a transcribir este poema: ¿cómo podía hacerlo más claro corrigiéndolo e interpretándolo arbitrariamente yo mismo? Creo que es el único que merece el mote de obscurisme que hace poco me aplicó Sinisgalli; pero aún así no me parece desechable.

—…

—El porvenir está en las manos de la Providencia, Marforio: puedo proseguir y puedo dejar de hacerlo mañana. No depende de mí. Un artista es un hombre necesitado, no elige libre elección. En este campo, más que en los otros, existe un efectivo determinismo. He seguido el camino que mi tiempo me imponía; mañana otros seguirán por caminos diferentes. Yo mismo puedo cambiar. He escrito siempre como un pobre diablo, no como un hombre de letras profesional. Carezco de la autosuficiencia intelectual que alguno podría atribuirme ni me siento investido de una misión importante. He tenido la noción de la cultura actual, pero ni siquiera la sombra de la cultura que hubiera deseado, y con la cual, probablemente, no hubiera escrito nunca un solo verso. Cuando di a la imprenta mis primeros poemas, me avergoncé de ellos durante mucho tiempo; ahora puedo hablar del asunto con indiferencia. Tal vez hubiera hecho mal en no escribirlos y en no haberlos dado a conocer. He vivido mi tiempo con el mínimo de cobardía posible para mis débiles fuerzas, pero hay quien ha hecho más, mucho más, aunque no haya publicado libros.


Eugenio Montale











Publicado en La Rassegna d'ltalia, núm. 1, Milán, enero de pp. 84-89.

Huesos de sepia


No nos pidas la palabra que contenga por entero
Sestear pálido y absorto
Traeme el girasol que yo trasplanté
Muchas veces he hallado el dolor de vivir
Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio
Rechina la polea del pozo


No nos pidas la palabra que contenga por entero

 

No nos pidas la palabra que contenga por entero
nuestro ánimo sin forma y con letras de fuego
lo declare y resplandezca como el azafrán
perdido en medio de un campo polvoriento.

¡Ah, el hombre que se marcha tan seguro,
el amigo de todos y de sí mismo,
descuidando su sombra que el tórrido calor
imprime en un descascarado muro!

No nos pidas la fórmula que pueda abrirte mundos,
sí alguna sílaba torcida y seca como una rama.
Hoy podemos decirme sólo esto:
lo que no somos, lo que no queremos.

Sestear pálido y absorto

 

Sestear pálido y absorto
junto al candente muro de un huerto;
oír entre breñales y rastrojos
chasquidos de mirlos, deslices de sierpes.

En las grietas del suelo o en el algarrobo
espiar columnas de rojas hormigas
que ora se rompen, ora se entrecruzan
en lo alto de minúsculas gavillas.

Observar entre frondas el palpitar
Lejano de escamas de mar
mientras se alzan temblorosos crujidos
de cigarras desde los calvos picos.

Y andando bajo el sol deslumbrante
sentir con triste maravilla
cómo es toda la vida y su martirio
en este andar siguiendo una muralla
coronada con vidrios rotos de botella.

Traeme el girasol que yo trasplanté

 

Tráeme el girasol que yo trasplanté
en mi terreno quemado por la salina
y muestre todo el día a los azules espejeantes
del cielo la ansiedad de su rostro amarillento.

Las cosas oscuras tienden a la claridad,
se agotan los cuerpos en un fluir
de tintas: éstas en música. Desvanecerse
es entonces la dicha de las dichas.

Tráeme la planta que conduce
adonde surgen rubias transparencias
y evapora la vida como esencia;
tráeme el girasol enloquecido de luz.

Muchas veces he hallado el dolor de vivir

 

Muchas veces he hallado el dolor de vivir:
era el estrangulado arroyo gorgoteante,
era el arrugamiento de la hoja
que arde, era el caballo derribado.

No conocí más bienes que el prodigio
que otorga la divina Indiferencia:
era la estatua en la somnolencia
del mediodía, la nube y el halcón en lo alto.

Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio

 

Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio,
Árido, al volverme veré cumplirse el milagro:
la nada a mis espaldas, el vacío detrás
de mí, con un terror de borracho.

Luego, como en una pantalla, acamparán de pronto
árboles, casas y cerros para el consabido engaño.
Pero será muy tarde, y me iré silencioso
entre los hombres que no se vuelven, con mi secreto.

Rechina la polea del pozo

 

Rechina la polea del pozo,
el agua sube a la luz y ahí se funde.
Tiembla un recuerdo en el colmado balde;
en el círculo puro ríe una imagen.
Acero el rostro a evanescentes labios:
se deforma el pasado, envejece,
pertenece a otro...
Ah, vuelve a rechinar
la rueda y te devuelve al fondo lóbrego,
visión, una distancia nos separa.


Las ocasiones


Lo sabes: debo perderte otra vez y no puedo
La casa de los aduaneros
Estancias
Noticias desde el Amiata


Lo sabes: debo perderte otra vez y no puedo

 

Lo sabes: debo perderte otra vez y no puedo.
Como un golpe preciso me amotina
cada obra, cada grito, cada soplo
salino que se desborda
de los muelles y oscurece la primavera
de Sottoripa.

Pueblo de herrajes y arboladuras
salvajes en el polvo del atardecer.
Un largo zumbido llega de alta mar,
rasca los vidrios como uña. Busco el signo
extraviado, la única prenda que tuve
de ti.
Y es verdad el infierno.

La casa de los aduaneros

 

Tú no recuerdas la casa de los aduaneros
sobre el cantil a pico en la escollera:
desolada te espera desde la noche
en que entró el enjambre de tus pensamientos
y allí se detuvo, inquieto.

El ábrego fustiga desde hace años los viejos muros
y el sonido de tu risa ya no es dichoso:
la brújula gira enloquecida a la ventura
y el cálculo de los dados ya no resulta.
Tú no recuerdas; otro tiempo trastorna
tu memoria; un hilo se devana.

Aún sostengo una punta, pero la casa
se aleja y sobre el techo la veleta
ahumada gira sin piedad.
Sostengo una punta, pero te quedas sola
y no respiras aquí en la oscuridad.

¡Oh el horizonte en fuga, donde se enciende,
extraña, la luz de la nave petrolera!
¿El paso es éste? (Aún resurge el oleaje
sobre el precipicio que se derrumba...).
Tú no recuerdas ya la casa de esta
noche mía. Y no sé quién se va y quién queda.

Estancias
 


En vano busco el punto en que se movió
la sangre que te nutre, inacabable
repelerse de círculos más allá del breve
espacio de los días humanos,
que te dio la presencia en un tormento
de agonías que ignoras, viva en un pútrido
pantano de astro abisal, y ahora
es linfa que dibuja tus manos,
en el pulso te late inadvertida, el rostro
te inflama o decolora.

También la red menuda de tus nervios
recuerda levemente el viaje suyo
y si observo tus ojos, los consume
un fervor recubierto de un pasaje
turbulento de espuma que se espesa
o se rompe, y en el estruendo de las sienes
lo percibes diluyéndose en tu vida
como a veces se quiebra en el silencio
de una plaza dormida
un vuelo estrepitoso de palomas.

En ti converge, ignara, una aureola
de hilos; y alguno de ellos apareció
en otros: y hubo quien estremeció la noche
golpeado por un ala cándida en fuga,
y hubo quien descubrió larvas vagabundas
donde otro vio enjambres de muchachas
o entrevió, como rayo que se bifurca,
una arruga en la calma, y el embate
de las levas del mundo surgidas de un jirón
del azul lo cubrió, quejumbroso.

En ti vislumbro la última corola
de ceniza liviana que no dura,
en copos desplomada. Querida,
desquerida, ésa es tu índole.
Das en el blanco, lo atraviesas. ¡Oh el zumbido
del arco al distenderse, surco que ara
el oleaje y se cierra! Y ahora sube
la última burbuja. La condenación
acaso es la delirante, la amarga
oscuridad que cae sobre quien se queda.


Noticias desde el Amiata
 

El fuego de artificio del mal tiempo
será rumor de colmenas en la noche.
El cuarto tiene vigas
carcomidas y un olor de melones
se cuela entre las tablas. Las humaredas
mórbidas que remontan un valle
de elfos y de hongos hasta el cono diáfano
de la cima me empañan los cristales
y desde aquí te escribo, desde la mesa
remota, desde la celda de miel
de una esfera lanzada en el espacio
–y las jaulas cubiertas, el hogar
donde estallan las castañas, las venas
de salitre y de moho son el cuadro
donde muy pronto irrumpirás. ¡La vida
que te fabula es aún demasiado breve
si puede contenerte! Tu ícono abre
el fondo luminoso. Afuera llueve.

 

La tormenta y lo demás


La tormenta
En una carta no escrita
Mientras duermo
El arca
Día y noche
A mi madre
Dos en el crepúsculo
Viento sobre la Media Luna
Siria
La anguila
Pequeño testamento
El sueño del prisionero

 


La tormenta

 


Les princes n'ont point d'yeux pour voir ces grand's merveilles,
Leurs mains ne servent plus qu'à nous persécuter
...
(Agrippa D'Aubigné: "A Dieu".)

 

 

La tormenta que chorrea en las hojas
duras de la magnolia, los largos truenos
de marzo y el granizo

(te sorprenden los sonidos de cristal
en tu nido nocturno; de los oros
apagados en las caobas, en los cantos
de encuadernados libros; aún arde
una grana de azúcar en el cascarón
de tus párpados)

el rayo que confita
árboles y muros y los sorprende en esa
eternidad de instante –mármol, maná
y destrucción– que llevas esculpida
dentro de ti como condena y te une
a mí más que el amor, extraña hermana;
y aun el rudo estruendo, los sistros, el bramar
de panderetas sobre la fosa oscura,
el taconeo del fandango, y encima
el ademán violento...

Como cuando

te volviste y, con la mano, libre
la frente de la nube de cabellos,

te despediste –para entrar en la sombra.

 

En una carta no escrita


¿Por un hormigueo de albas, por pocos
hilos en que se enrede
el lazo de la vida y se engarce
en horas y años, hoy los delfines en parejas
cabriolan con sus hijos? Oh, que yo nunca escuché
nada de ti, que huya del esplendor
de tus pestañas. Otras cosas hay en la tierra.

No puedo huir ni asomarme de nuevo;
se demora la fragua bermeja
de la noche, la tarde se prolonga,
la plegaria es suplicio y aún no llega
hasta ti, entre las rocas las que emergen,
la botella desde el mar. La ola, vacía,
se estrella contra el cabo, en Finisterre.

Mientras duermo


El canto de las lechuzas, cuando un iris
con discontinuos latidos se deslíe,
los gemidos y los suspiros
de juventud, el error que de nuevo ciñe
las sienes y el horror vago de los cedros
agitados por el golpe de la noche –todo esto
puede volver a mí, desbordarse en los fosos,
irrumpir en los canales, despertarme
a tu voz. Punza el sonido de una
jiga cruel, el adversario baja
sobre su rostro la celada. Entra la luna
de amaranto en los ojos cerrados, es una nube
que se hincha; y cuando el sueño la transporta
más hondo aún, es sangre aún después de la muerte.

El arca


La tormenta primaveral ha trastornado
la sombrilla del sauce;
bajo el torbellino de abril
se ha enredado en el huerto el vellocino de oro
que oculta a mis muertos,
mis fieles perros, mis ancianas
sirvientas –a quienes, desde entonces,
(cuando el sauce era rubio y le arrancaba
los rizos con mi honda) han caído,
vivos, en la trampa. La tempestad
los reunirá, de seguro, bajo el techo
de antes, pero lejos, muy lejos
de esta tierra fulgurante, donde
hierven cal y sangre bajo la huella
del pie humano. Humea el cucharón
en la cocina, su ronda de reflejos
reúne caras huesosas, hocicos aguzados
y al fondo los protege la magnolia
si un soplo allí la arroja. La tormenta
primaveral inquieta mi arca
con un ladrido fiel, oh perdidos.
 

Día y noche


Hasta una pluma que vuela puede dibujar
tu figura, o el rayo que juega al escondite
entre los muebles, el reflejo del espejito
de un niño en los tejados. Sobre el perfil de los muros
residuos de vapor prolongan las agujas
de los álamos, y abajo, en el tripié, se encrespa
el papagayo del afilador. Luego la noche calurosa
en la plazuela, y los pasos, la incesante y dura
fatiga de hundirse para resurgir iguales
desde siglos o instantes, de pesadillas que no pueden
recuperar la luz de tus ojos en el antro
incandescente –y aun los mismos gritos y los interminables
llantos en la veranda
si de pronto retumba el golpe que te enciende
la garganta y aplasta las alas, oh peligrosa
anunciadora del alba,
y se despiertan claustros y hospitales
en un laceramiento de cornetas...

A mi madre


Ahora que el coro de las codornices
te acaricia en el sueño eterno, rota,
feliz bandada en fuga hacia las colinas
vendimiadas del Mesco, ahora que la lucha
de los vivientes arrecia, si tú cedes
como una sombra los despojos
(y no es una sombra,
oh gentil, no es lo que tú crees)
¿quién te protegerá? La calle despejada
no es una vía, sólo dos manos, un rostro,
aquellas manos, aquel rostro, el gesto de una
vida que no es otra sino ella misma,
sólo esto te ubica en el elíseo
lleno de almas y voces en que vives;

y es también la pregunta que tú dejas
un gesto tuyo a la sombra de las cruces.

Dos en el crepúsculo



Entre tú y yo fluye en el mirador
claridad submarina que deforma
el perfil de las colinas y tu rostro.
Amputado de ti, cada gesto tuyo
está en un fondo huidizo; entra sin huella
y se esfuma, en el medio que colma
cada surco y se cierra a tu paso:
tú aquí, conmigo, en este aire que baja
para sellar
el torpor de las piedras.
Y yo, derribado
bajo el poder que gravita en torno, cedo
al sortilegio de no reconocer
en mí nada que me sea ajeno; si levanto
el brazo apenas, el acto resulta
distinto, se rompe en un cristal, ignota
y empañada su memoria, y el gesto
deja de pertenecerme;
si hablo, escucho atónito esa voz
que desciende a su gama más remota
o apagada en el aire que la deja en vilo.

Como en el punto que resiste a la última
consunción del día,
dura el extravío; luego un soplo
reconforta los valles en un frenético
movimiento que en las frondas suscita
un tintineo que se dispersa
entre veloces humaredas y las primeras luces
dibujan ya los muelles.

...Entre nosotros
caen sin peso las palabras. Te miro
en un blando reverbero. No sé
si te conozco; sé que jamás estuve
separado de ti como sucede en este regreso
tardío. Pocos instantes han quemado
todo en nosotros: menos dos caras, dos
máscaras que graban, con esfuerzo,
una sonrisa.

Viento sobre la Media Luna


El gran puente no llevaba hacia ti.
A una orden tuya te habría dado alcance
navegando hasta en las aguas de las cloacas.
Pero mis fuerzas, con el sol en los cristales
de las verandas, se iban debilitando.

El hombre que predicaba en la Media Luna
me preguntó: "¿Sabes dónde está Dios?" Lo sabía
y se lo dije. Meneó la cabeza y se esfumó
en el torbellino que arrastró hombres y casas
y los alzó a las alturas, sobre la pez.

Siria


Decían los antiguos que la poesía
es escala hacia Dios. Acaso no es así
cuando me lees. Pero bien conozco el día
que por ti rencontré la voz, suelto
en un rebaño de nubes y de ágiles
cabras que en un peñasco deshojaban
zarzales y carrizos, y los rostros demacrados
de la luna y del sol se fundían,
el motor averiado y una flecha
de sangre en una peña señalaba
el camino de Aleppo.

La anguila


La anguila, la sirena
de los mares fríos que deja el Báltico
para llegar a nuestros mares
y estuarios, a los ríos
que remonta en lo profundo, bajo adversas
corrientes, de arroyo en arroyo y luego
de acequia en acequia, adelgazados,
cada vez más adentro, más en el corazón
de la peña, filtrándose
por pantanos de cieno, hasta que un día
una luz que surge desde los castaños
enciende sus destellos en charcos de agua muerta,
en los fosos que bajan
desde los saltos de los Apeninos a la Romaña;
la anguila, antorcha, fusta,
flecha de Amor en la tierra
que sólo nuestros barrancos o resecos
riachuelos pirenaicos llevan de nuevo
a paraísos de fecundación;
el alma verde que busca
vida allá donde sólo
acecha la desolación y la sequía,
la centella que dice
todo comienza cuando todo parece
carbonizarse, muñón sepultado;
el iris breve, gemelo
del que engarzan tus pestañas
y reluces intacto entre los hijos
del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú
no pensar que es tu hermana?

Pequeño testamento


Esto que de noche centellea
en el casco de mi pensamiento,
huella madreperlácea de caracol
o esmeril de vidrio machacado,
no es luz de iglesia o de taller
que alimente
clérigo rojo, o negro.

Sólo puedo dejarte
este iris como testimonio
de una fe que impugnaron,
de una esperanza que ardió más lenta
que un duro raigón en el hogar.
Conserva su polvo en tu polvera
cuando, apagadas ya todas las lámparas,
se convierta la sardana en infernal
y un receloso Lucifer en una prora descienda
del Támesis, del Hudson, del Sena,
agitando sus alas de betún, semi–
tronchadas por la fatiga, para decirte: llegó la hora.
No es una herencia, un amuleto
que aguante el topetón de los monzones
en la telaraña de la memoria;
pero una historia no perdura sino en la ceniza
y persistir es sólo la extinción.
La contraseña era justa: quien la reconoce
no puede equivocarse al reencontrarte.
Cada quien reconoce a los suyos: la altivez
no era la fuga, la humildad no era
cobarde, el tenue resplandor allá abajo
no era el de un cerillo que se frota.

El sueño del prisionero

Albas y noches se distinguen aquí por pocos indicios.

El zig-zag de los estorninos sobre las almenas
en días de batalla, mis únicas alas;
un filo de aire polar
el ojo del carcelero en la mirilla;
crac de nueces aplastadas, un aceitoso
chisporroteo desde las cavas, asados
reales o supuestos –pero la paja es oro,
la rojiza linterna es el hogar
si durmiendo me imagino a tus pies.

La purga data desde siempre, sin un porqué.
Dicen que quien abjura y accede
puede salvarse de esta matanza de ocas;
que quien se injuria a sí mismo, pero traiciona
y vende carne de otros, se sirve con el cucharón
en vez de terminar en el paté
destinado a los dioses pestilenciales.

Tardo de entendimiento, llagado
por la punzante yacija, me he confundido
con el vuelo de la polilla que machaca
mi suela contra el suelo de ladrillos,
con los cambiantes kimonos de las luces
expuestas en la aurora de los torreones;
he husmeado en el viento la chamusquina
de las rosquillas en el horno,
me he mirado a mi alrededor, he suscitado
iris en horizontes de telarañas
y pétalos en el armazón de las rejas;
me he levantado, he vuelto a caer
en el fondo, donde el siglo es el minuto

–los pasos y los golpes se repiten,
y aún ignoro si estaré en el festín
como embutidor o embutido. Larga es la espera.
Mi sueño de ti no ha terminado.


Satura


Xenia II
La muerte de Dios
A un jesuita moderno
El Arno en Rovezzano
Vine al mundo


Xenia II

 

1.

La muerte no te importaba.
Ya habían muerto tus perros y el médico
de los locos, llamado el tío demente;
también tu madre y su "especialidad"
de arroz con ranas, triunfo milanés;
también tu padre que, en una miniatura,
día y noche me vigila desde el muro.
Sin embargo la muerte no te importaba.

Yo tenía que ir a los funerales
escondido en un taxi, manteniéndome lejos
para evitar fastidios y lágrimas. Tampoco
te importaba la vida y sus ferias
de vanidades y avideces, y mucho menos
la universal gangrena que transforma
en lobos a los hombres.

Una tabula rasa de no haber existido
un punto incomprensible para mí
y este punto te importaba.

2.

A menudo te acordabas (yo poco) del señor Cap.
"Lo vi en el autocar, en Ischia, sólo dos veces.
Es un abogado de Klagenfurt, el que manda felicitaciones.
Debía venir a visitarnos".

Vino por fin, le digo todo, queda compungido;
a él también le parece catastrófico. Guarda silencio,
farfulla, se alza rígido y se inclina. Asegura
que mandará felicitaciones.
Es extraño
que sólo te entendieran personas inverosímiles.
¡El abogado Cap! Qué nombrecito. ¿Y Celia?¿Qué pasa?

3.

Hemos extrañado mucho el calzador,
el cuernito de fierro enmohecido que siempre
estaba con nosotros. Parecía una indecencia
llevar tal horror entre los similores y chucherías.
Debe de haber sido en el Danieli que olvidé
guardarlo en la maleta o en la bolsa.
Seguramente Hedia, la camarera,
lo arrojó al Gran Canal. ¿Cómo habría podido
escribir para que buscaran aquel pedazo de fierro?
Había que salvar un prestigio (el nuestro)
y Hedia, la fiel, tuvo que hacerlo.

4.

Con astucia,
saliendo de las fauces de Mongibello
o de postizas dentaduras de nieve,
revelabas increíbles parentescos.

Mangano lo advirtió, el buen quirurgo,
quien, descubierto, había sido macanero
de las camisas negras. Y sonrió.

Así eras: dulzura y horror en una misma música
aun hallándote al borde del barranco.

5.

De tu brazo bajé por lo menos un millón de escaleras
y ahora que ya no estás hay un vacío en cada peldaño.
Aun así fue breve nuestro largo viaje.
El mío sigue todavía, pero ya no necesito
trasbordos ni reservaciones,
las trampas, los desaires de quien piensa
que lo visible es la realidad.

Dándote el brazo bajé un millón de escaleras
no porque con cuatro ojos tal vez se viera mejor.
Contigo las bajé porque sabía que, de ambos,
las verdaderas y únicas pupilas, aunque empañada,
eran las tuyas.

La muerte de Dios

 

Todas las religiones del Dios único
son lo mismo: varían los cocineros y las cocciones.
Así rumiaba, y me distraje cuando
vertiginosamente resbalaste
en la escalera de caracol de la Périgourdine
y al llegar abajo reíste a carcajadas.

Fue una buena velada con un solo instante
de espanto. Incluso el papa,
en Israel, dijo la misma cosa
pero se arrepintió cuando le informaron
que el sumo Marginado, si acaso existió,
había caducado.

A un jesuita moderno
 


Paleontólogo y cura, hombre de mundo
ad abundantiam, si quieres convencernos
de que un barrunto nuestro se desprende de la costra
de acá abajo, menos costra que papilla,
para luego alojarse en la noósfera
que envuelve a las otras esferas, o es un condominio
y está en el tiempo(!),
te diré que la piel se me eriza
cuando te escucho. El tiempo no concluye
porque ni siquiera ha comenzado.
Dios es también un recién nacido. Es cosa nuestra hacerlo
vivir o pasárnosla sin él; cosa nuestra matar
al tiempo, porque en él no es posible
la existencia.


El Arno en Rovezzano
 

Los grandes ríos son la imagen del tiempo
impersonal y cruel. Observados desde un puente
declaran su nulidad inexorable.
Sólo el recodo titubeante de algún pantanoso
carrizal, algún espejo
que reluzca entre tupidos rastrojales y musgos
puede revelar que el agua, como nosotros, piensa en sí
misma antes de convertirse en remolino y rapiña.
Tanto tiempo ha pasado, nada ha sucedido
desde que te cantaba en el teléfono "tú,
que te haces la dormida" con la triple carcajada.
Era un relámpago tu casa vista desde el tren, asomándose
al Arno como el árbol de Judas
que deseaba protegerla. Quizá exista todavía o
sólo sea una ruina. Toda llena,
me decías, de insectos, inhabitable.
Ahora tenemos otro comfort, otro
desconsuelo.

Vine al mundo
 

Vine al mundo en una época tranquila.
Muchas puertas se abrían, que hoy están cerradas.
Dormía el Alma Mater. ¿A quién se le ocurrió
despertarla?

Sin embargo
no fueron tan horrendos los huracanes del porvenir,
si aún era posible caminar, cogerse de la mano,
reconocerse.

Y si no era fácil moverse entre los héroes
de la guerra, del vicio, de la desdicha,
ellos tenían un rostro; ahora ni siquiera existe
el modo de evitar las trampas. Son demasiadas.

Las infinitas cerrazones y aperturas
pueden tener un sentido para quien está del único
lado que de verdad cuenta, el del titiritero.
Pero éste no demanda la colaboración
de quien ignora sus fines y su oficio.

¿Y quién está de ese lado? Si existe, creo
que se aburre más que nosotros. Con otros ojos
veremos a más de uno paseándose
entre nosotros con menos aburrimiento y más disgusto.


Diario del '71 y del '72



Para terminar

 

Recomiendo a mis herederos
(si los hubiere) en materia literaria,
lo que es improbable, que hagan
una hermosa fogata con todo lo concerniente
a mi vida, a mis hechos y a lo que no hice.
No soy un Leopardi, dejo poco por quemar
y ya es demasiado vivir con porcentaje.
Viví al cinco por ciento, no aumenten
la dosis. En cambio, muy a menudo, llueve
sobre mojado.



Cuaderno de cuatro años


Lacustre
Un poeta


Lacustre

 

Todavía otro Erebo para hacerte
más candente
y ocultarte para siempre en mi vida,
nudo que jamás ha podido desatarse.
Balsas y azufre –relámpagos inocultables–
a la deriva en un canal neblinoso,
no para embarcarnos, sino para el lúbrico
encostalamiento de hombres y de hielo.
No para ti ni para mí, si un punzón de diaspro
graba en nosotros el blasón de quien resiste.

Un poeta

 

Poco hilo me queda, pero espero hallar el modo
de dedicarle al próximo tirano
mis pobres cármenes. No me dirá que me corte las venas
como Nerón a Lucano. Querrá una loa espontánea
que brote de un corazón agradecido
y la tendrá en abundancia. Asimismo podré
dejar huella perdurable. En poesía
lo que cuenta no es el contenido
sino la Forma.

Nota del traductor
 

Para fortuna nuestra, el mismo poeta ligur se ocupó en varias ocasiones de poner en claro su posición ante la vida y las contingencias históricas –de la historia italiana y de las corrientes literarias–, asimismo de sus pretensiones y procedimientos estilísticos durante el prolongado ejercicio de su trabajo poético. La en-trevista imaginaria "Intenciones", cuyo título deja en-trever cierto dejo de irónica modestia, de seguro la escribió para poner los puntos sobre muchas íes sosla-yadas por los entrevistadores, más interesados en atizar la constante polémica que siempre suscitaron la figura y las obras de Eugenio Montale. Incluyo aquí como prólogo dicha "entrevista", consciente de que ningún crítico podría conocer y ahondar mejor en las Intenciones de un poeta que dominó, con o sin razón, durante muchos decenios, el panorama de la poesía italiana.

Con el propósito de ampliar un poco el horizonte restringido que de su obra nos han dado los preceden-tes traductores de Montale –ofreciéndonos, por lo general, casi la misma lista de poemas–, he incluido en esta breve antología algunos poemas que, a mi enten-der, se publican por vez primera en español, por lo menos en México, y que nos ayudan a comprender mejor su manera de entender la existencia. Desde luego, y no podía ser de otro modo, aparecen aquí la mayor parte de los poemas que, de acuerdo con el consenso de crítica y lectores italianos, constituyen la parte fundamental de su obra.

Eugenio Montale nació en Santa Margherita Ligure, Genova, el 12 de octubre de 1896; murió en Milán en 1981. Premio Nobel de Literatura en 1975. Además de su labor de poeta, prosista, crítico y ensayista literario, el poeta genovés fue un excelente traductor de T.S. Eliot, Jorge Guillen, W. Shakespeare, H. Melville, A. Wilson y P. Corneille. En el volumen Sobre la poesía están reunidos todos los ensayos literarios y artículos periodísticos sobre este tema, publicados generalmente en el diario Il Corriere della Sera, de Milán. Es un libro imprescindible para conocer no sólo las fobias y las empatías de Montale, sino también los meandros de la cultura italiana de esos tiempos, en los que el autor fue uno de los protagonistas capitales.

Para la presente traducción me he servido de los textos que aparecen en Tutte le poesie, la edición completiva publicada en 1977 por Amoldo Mondadori Editore.


Guillermo Fernández

 

Bibliografía del autor:

Ossi di seppia, Ed. Gobetti, Torino, 1925.
Le occcasioni, Ed. Einaudi, Torino, 1939.
La bufera e altro, Ed. Neri Pozza, Venezia Satura, Ed. Mondadori,
Milano, 1971.
Diario del '71 e del '72, Ed. Mondadori, Milano, 1973.
Quaderno di quattro anni, Ed. Mondadori, Milano, 1977.
Tutte le poesie, Ed. Mondadori, Milano, 1977.