Eugenio Montale |
Intenciones (Entrevista imaginaria) |
—… —Si he comprendido bien su pregunta, Marforio, usted desea saber en qué momento, después de qué causa accidental, frente a qué cuadro de caballete pudo exclamar el fatídico: "¡Yo también soy pintor!" Cómo me decidí y reconocí en mi arte, que no ha sido la pintura. Es muy difícil decírselo. En mí no existió nunca una infatuación poética, ni deseo alguno de "especializarme" en ese sentido. En aquellos años casi nadie se ocupaba de la poesía. El último éxito que recuerdo de esa época fue Gozzano, pero los cono-cedores hablaban mal de él y yo también (equivoca-damente) compartía esa opinión. Los mejores literatos, que muy pronto se reunieron en torno de "La Ronda", pensaban que la poesía debía escribirse, a partir de entonces, en prosa. Recuerdo que cuando publiqué mis primeros versos en Primo Tempo, de Giacomo Debenedetti, fui acogido con ironía por mis pocos amigos (que estaban inmersos en la política, más o menos antifascistas todos, hacia 1922-1923). El mismo Gobetti, que publicó mi primer libro en 1925, no quedó muy satisfecho cuando le mandé un artículo político para su Revoluzione liberale. Él también creía, como lo siguen creyendo los numerosos Scrutatur y Babeuf del periodismo monárquico romano, que un poeta no puede ni debe meterse en política. Estaba equivocado; además, yo no estaba muy seguro de ser poeta. —… —¿Si lo estoy ahora? No lo sé. Por lo demás, la poesía es una de las tantas realidades de la vida. No creo que un poeta se halle por encima de otro indivi-duo que verdaderamente exista, que sea alguien. Yo también, a su debido tiempo, me procuré un barniz de psicoanálisis, pero sin recurrir a esas nociones muy pronto pensé, y aún lo pienso, que el arte es la forma de vida de quien verdaderamente no vive: una com-pensación o un sucedáneo. Con todo, eso no justifica ninguna turris eburnea deliberada: un poeta no debe renunciar a la vida. Es la vida la que se encarga de escapársele. —... —Escribí mis primeros versos siendo todavía un muchacho. Eran versos humorísticos, con rimas truncas y extrañas. Después, con la llegada del futurismo, escribí también algunos poemas de estilo fantaisiste o, si se quiere, grotesco-crepusculares. Pero no publicaba nada ni estaba seguro de mí. En ese tiempo estudiaba para debutar en la parte de Valentino en la ópera Faust de Gounod; aprendí además toda la parte de Alfonso XII en La Favorita y la de Lord Aston en Lucía. La experiencia, más que la intuición, de la unidad fundamental de las diversas artes debe haber entrado en mí por esa puerta. Los pronósticos eran excelentes, pero cuando murió mi maestro Ernesto Sivori, uno de los primeros y más aclamados Boccanegra, cambié de rumbo, incluso porque el insomnio no me daba tregua. Fue una experiencia muy útil: existe un problema de impostación aún fuera del canto, en toda obra humana. Y creo que sigo siendo uno de esos raros hombres de hoy que comprenden nuestro melodrama. Al de Verdi debemos la asombrosa reaparición, en pleno siglo XIX, de algunas chispas del genio de Dante y de Shakespeare. No importa si muy a menudo se confundía con el fuego de Víctor Hugo. –… –Sí, pronto pude conocer a algunos poetas ligures (no personalmente, si exceptuamos a Sbarbaro). A Ceccardo y Boine, entre otros. La parte de su obra en que ellos arraigaban en nuestro terruño representó, sin duda, una enseñanza para mí. Admiraba la fidelidad y el arte de Sbarbaro; pero Boine era poeta a medias y Ceccardo, que lo era cabalmente, nunca se dio cuenta de sus posibilidades. Vivía vuelto hacia el pasado, siempre necesitado de apoyos académicos. Nunca confesó que era un poeta puer y desconfió demasiado del niño que vivía en él. Pero ninguno de sus contemporáneos tuvo una voz comparable a la suya: Clara felicidad de la ribera —… —Cuando comencé a escribir los primeros poemas de Huesos de sepia tenía ciertamente conocimiento de la música nueva y de la nueva pintura. Había escuchado los Minstrels de Debussy, y en la primera edición del libro había algo que se esforzaba por representarla: Música soñada. Y había descubierto Los impresionistas del tan desacreditado Vittorio Pica. También debo agregar que después de los poemas grotescos escribí algunos sonetos entre filosóficos y parnasianos, del tipo de los de Cena (Homo). Pero en 1926 ya había compuesto el primer fragmento tout entier a sa proie attaché de Sestear pálido y absorto (cuya estrofa final modifiqué más tarde). La presa era, naturalmente mi paisaje. —… —No; en esa época ya sabía distinguir entre descripción y poesía. Era consciente de que la poesía no puede moler en el vacío y que no es posible lograr la concentración si antes no ha habido expansión. Expansión, no despilfarro. Un poeta no debe malgastar su voz solfeando demasiado; no debe perder esas cali-dades de timbre que después ya nunca encontrará. Es inútil escribir una serie de poemas cuando uno solo agota una situación psicológica determinada, una ocasión. En ese sentido, es prodigiosa la lección de Foscolo, un poeta irrepetible. —No me malinterprete. No niego que un poeta pueda o deba ejercitarse en su oficio en cuanto tal. Pero los mejores ejercicios son los internos, hechos de medi-tación y de lectura. Lecturas de todo género, no sólo de poesía: no es necesario que el poeta se pase el tiempo leyendo versos ajenos; pero tampoco se con-cebiría su ignorancia de todo lo que se ha hecho en su arte desde el punto de vista técnico. El lenguaje de un poeta es lenguaje historizado, un reporte. Tiene un valor en cuanto se opone o se diferencia de otros len-guajes. Naturalmente, el gran semillero de todo ha-llazgo poético se encuentra en el campo de la prosa. En otras épocas todo podía expresarse en versos, y estos versos parecían, y a veces lo eran, poesía. Hoy se dicen en verso sólo determinadas cosas. —… —No es fácil decirle cuáles. Desde hace mucho tiempo la poesía ha venido transformándose en un medio de conocimiento más que de representación. Con frecuencia se le solicita para un destino diferente y se quisiera volver a verla en las calles; pero aquéllos que muerden el anzuelo y bajan al ágora pronto son silbados. —No; no pienso en una poesía filosófica, que difunda ideas. ¿Quién piensa ya en eso? Lo que el poeta necesita es buscar una verdad puntual, no una verdad general. Una verdad del poeta-sujeto que no abjure de la del hombre-sujeto empírico. Que cante lo que une al hombre a los otros hombres pero que no niegue lo que lo desune y lo vuelve único e irrepetible. —… —Ésas son palabras mayores, querido Marforio. Di-rectamente, conozco pocos textos del existencialismo; pero hace muchos años leí un libro de Chestov, un kirkegaardiano muy cercano a las posiciones de esta filosofía. Después de la otra guerra, en 1919, me satisfizo mucho el inmanentismo absoluto de Gentile, aunque descifraba mal la embrolladísima teoría del acto puro. Más tarde preferí el gran positivismo idea-lista de Croce; pero quizá en los que compuse Huesos de sepia (entre 1920 y 1925) influyó en mí la filosofía de los "contingentistas" franceses, la de Boutroux, sobre todo, que conocí mejor que Bergson. El milagro era para mí tan evidente como la necesidad. In-manencia y trascendencia son inseparables, y crearse un estado de ánimo de la perenne mediación de los dos términos, como propone el historicismo moderno, no resuelve el problema, o lo resuelve con un optimismo exhibicionista. Es necesario vivir la propia contradicción sin escapatorias, pero también sin en-contrar en ella demasiado placer. Sin hacer de ella un asunto de salón. —… —No; cuando escribía mi primer libro (un libro que escribí sin esfuerzo) no pensaba en esas ideas. Las intenciones que ahora le expongo son totalmente a posteriori. Obedecí a una necesidad de expresión musical. Quería que mi palabra fuera más adherente que la de los otros poetas que había conocido. ¿Más adherente a qué? Me parecía vivir bajo una campana de vidrio, y sin embargo sentía que me hallaba cerca de algo esencial. Un velo delgado, un hilo apenas me separaba del quid definitivo. La expresión absoluta hubiera sido la rotura de ese velo, de ese hilo: una explosión, el fin del engaño del mundo como representación. Pero éste era un límite inalcanzable. Y mi voluntad de adherencia permanecía musical, instin-tiva, no programática. Quería torcerle el cuello a la elocuencia de nuestra vieja lengua áulica, tal vez corriendo el riesgo de caer en una contraelocuencia. —… —De los simbolistas franceses conocía solamente la antología de Van Bever y Léautaud; después leí mu-cho más. Sin embargo, esas experiencias ya estaban en el aire y sabían de ellas aun los que no conocían los originales. Nuestros futuristas y los escritores de la revista literaria La Voce las habían aprendido y, con frecuencia, malinterpretado. —… —No; cuando publiqué el libro a nadie le pareció oscuro. Algunos lo encontraron atrasado, otros dema-siado documental, otros demasiado retórico y elo-cuente. En realidad era un libro difícil de situar. Con-tenía poemas que se hallaban fuera de las intenciones que he descrito, y poesías (como "Riberas"), que constituían una síntesis y una cura demasiado prema-tura, mostraban luego recaída o una desintegración ("Mediterráneo"). El tránsito hacia Las ocasiones está marcado por las páginas que agregué en 1928. —… —Es curioso que, más tarde, el libro le pareciera a alguien más sano y más concreto que el sucesivo. No obstante, lo escribí a regañadientes, y a menudo sin la calma y el desapego que muchos consideran necesario para el acto creativo. Tal vez actuaba en mí el antídoto clasicista, que no deja de vivir en los italianos. De joven no entendía a Dostoyevsky y hablaba de él casi del mismo modo en que lo hacían los rondistas. Prefiero libros como Adolphe, René, Dominique. Leía Maurice de Guérin. Y pronto comencé a descifrar algún soneto, alguna oda de Keats. Veía con claridad la diferencia que existe entre arte y documento; ahora me considero más cauto, menos capaz de lanzar juicios y excomuniones. —… —Al cambiar de ambiente y de vida, cumplidos al-gunos viajes a otros países, no me atreví a releerme seriamente y sentí la necesidad de ir más a fondo. Hasta los treinta años no había conocido casi a nadie; ahora veía incluso a demasiada gente, pero mi soledad no era menor que cuando escribí Huesos de sepia. Intenté vivir en Florencia con el desapego propio de un extranjero, como un Browning; pero no contaba con los lansquenetes de la alcaldía feudal de la que yo dependía. Por lo demás, la campana de vidrio persistía a mi alrededor, y estaba seguro de que jamás se rompería. Tenía miedo de que persistiera en mí aquel dualismo entre lírica y glosa, entre poesía y prepara-ción, o impulso hacia la poesía de mis viejos ensayos (un contraste que, con actitud ensoberbecida, había advertido incluso en un Leopardi). No pensaba en una lírica pura en el sentido que más tarde tuvo incluso en Italia, en un juego de sugestiones sonoras, sino más bien en un fruto que debía contener sus motivos sin revelarlos, o mejor dicho, sin espetarlos. Si admitimos que en el arte existe una balanza entre lo exterior y lo interior, entre la ocasión y la obra-objeto, necesitaba expresar el objeto y callar la ocasión-estímulo. Un modo nuevo, no parnasiano, de sumergir al lector in medias res, una total absorción de las intenciones en los resultados objetivos. También en esto fui impulsado por el instinto y no por una teoría (me parece que aún no existía la de Eliot sobre el "correlato objetivo", en 1928, cuando mi "Arsenio" se publicó en Criterion). No creo que mi nuevo libro contradijera sustancialmente los resultados del primero: eliminaba de él algunas impurezas e intentaba destruir la barrera entre lo interno y lo externo, que me parecía inexistente incluso desde el punto de vista gnoseológico. Todo es interno y todo es externo para el hombre de hoy, sin que el llamado mundo sea necesariamente nuestra representación. Ahora vivimos con otra idea del tiempo y del espacio. En Huesos de sepia todo era atraído y absorbido por el mar en fermentación; más tarde vi que el mar estaba en todas partes, para mí, y que hasta las clásicas arquitecturas de las colinas toscanas eran movimiento y fuga. Y en mi nuevo libro proseguí mi lucha por lograr otra dimensión en nuestro pesado lenguaje polisílabo, que parecía rehusarse a una experiencia como la mía. Repito que la lucha no fue programática. Tal vez me ha asistido mi forzada y desagradable actividad de traductor. Con frecuencia he maldecido a nuestra lengua, pero en ella y por ella he llegado a reconocerme incurablemente italiano: y sin pesar. —… —El nuevo libro no era menos novelesco que el primero; sin embargo, el sentido de una poesía que se delinea, ver físicamente su formación, le daba a Huesos de sepia un sabor que algunos añoran. Si me hubiese detenido allí, repitiéndome, me habría equivo-cado, pero algunos estarían más satisfechos. —… —Las ocasiones eran una naranja, o un limón al que faltaba un gajo: no precisamente el de la poesía pura en el sentido ya indicado, sino en el del pedal, de la música profunda y de la contemplación. Completé mi trabajo con los poemas de Finisterre, que representan mi experiencia, por decirlo así, petrarquesca. Proyecté a la Selvaggia, la Mandetta o la delia (llámela como quiera) de los Motetes sobre el fondo de una guerra cósmica y terrestre, sin finalidad ni razón, y me confié a ella, mujer o nube, ángel o petrel. El motivo ya estaba presente en las Nuevas estancias, escritas antes de la guerra. No se necesitaba mucho para ser profetas. Se trata de pocos poemas, nacidos en la pesadilla de los años 1940 y 1942, quizá los más libres que yo haya escrito, y pensaba que era evidente su relación con el tema central de Las ocasiones. Si hubiera orquestado y adelgazado mi tema, me habrían comprendido mejor. Pero yo no voy en busca de la poesía; espero que ella me visite. Escribo poco, con pocos retoques, cuando me parece imprescindible. Si ni siquiera así se evita la retórica, quiere decir que ella es inevitable (al menos en mi caso). —El librito, con ese epígrafe de D'Aubigné que fla-gela a los príncipes sanguinarios, era impublicable en la Italia de 1943. Por eso lo publicaron en Suiza y salió poco antes del 25 de julio. En la reciente redición incluye algunos poemas "divagantes". En clave, terriblemente en clave. Entre los que agregué está "Iride", en el que la esfinge de las Nuevas estancias que había dejado el oriente para iluminar los hielos y las brumas del norte, vuelve a nosotros como conti-nuadora y símbolo del eterno sacrificio cristiano. Ella paga por todos, expía por todos. Y quien la reconoce es el Nestoriano, el hombre que conoce mejor las afinidades que unen a Dios con las criaturas encarna-das, no ya el bobo espiritualista o el inflexible y abs-tracto monofisita. Dos veces he soñado y vuelto a transcribir este poema: ¿cómo podía hacerlo más claro corrigiéndolo e interpretándolo arbitrariamente yo mismo? Creo que es el único que merece el mote de obscurisme que hace poco me aplicó Sinisgalli; pero aún así no me parece desechable. —… —El porvenir está en las manos de la Providencia, Marforio: puedo proseguir y puedo dejar de hacerlo mañana. No depende de mí. Un artista es un hombre necesitado, no elige libre elección. En este campo, más que en los otros, existe un efectivo determinismo. He seguido el camino que mi tiempo me imponía; mañana otros seguirán por caminos diferentes. Yo mismo puedo cambiar. He escrito siempre como un pobre diablo, no como un hombre de letras profesional. Carezco de la autosuficiencia intelectual que alguno podría atribuirme ni me siento investido de una misión importante. He tenido la noción de la cultura actual, pero ni siquiera la sombra de la cultura que hubiera deseado, y con la cual, probablemente, no hubiera escrito nunca un solo verso. Cuando di a la imprenta mis primeros poemas, me avergoncé de ellos durante mucho tiempo; ahora puedo hablar del asunto con indiferencia. Tal vez hubiera hecho mal en no escribirlos y en no haberlos dado a conocer. He vivido mi tiempo con el mínimo de cobardía posible para mis débiles fuerzas, pero hay quien ha hecho más, mucho más, aunque no haya publicado libros. |
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Publicado en La Rassegna d'ltalia, núm. 1, Milán, enero de pp. 84-89. |
Huesos de sepia
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No nos pidas la palabra que contenga por entero nuestro ánimo sin forma y con letras de fuego lo declare y resplandezca como el azafrán perdido en medio de un campo polvoriento. ¡Ah, el hombre que se marcha tan seguro, el amigo de todos y de sí mismo, descuidando su sombra que el tórrido calor imprime en un descascarado muro! No nos pidas la fórmula que pueda abrirte mundos, sí alguna sílaba torcida y seca como una rama. Hoy podemos decirme sólo esto: lo que no somos, lo que no queremos. |
Sestear pálido y absorto junto al candente muro de un huerto; oír entre breñales y rastrojos chasquidos de mirlos, deslices de sierpes. En las grietas del suelo o en el algarrobo espiar columnas de rojas hormigas que ora se rompen, ora se entrecruzan en lo alto de minúsculas gavillas. Observar entre frondas el palpitar Lejano de escamas de mar mientras se alzan temblorosos crujidos de cigarras desde los calvos picos. Y andando bajo el sol deslumbrante sentir con triste maravilla cómo es toda la vida y su martirio en este andar siguiendo una muralla coronada con vidrios rotos de botella. |
Tráeme el girasol que yo trasplanté en mi terreno quemado por la salina y muestre todo el día a los azules espejeantes del cielo la ansiedad de su rostro amarillento. Las cosas oscuras tienden a la claridad, se agotan los cuerpos en un fluir de tintas: éstas en música. Desvanecerse es entonces la dicha de las dichas. Tráeme la planta que conduce adonde surgen rubias transparencias y evapora la vida como esencia; tráeme el girasol enloquecido de luz. |
Muchas veces he hallado el dolor de vivir: era el estrangulado arroyo gorgoteante, era el arrugamiento de la hoja que arde, era el caballo derribado. No conocí más bienes que el prodigio que otorga la divina Indiferencia: era la estatua en la somnolencia del mediodía, la nube y el halcón en lo alto. |
Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio, Árido, al volverme veré cumplirse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí, con un terror de borracho. Luego, como en una pantalla, acamparán de pronto árboles, casas y cerros para el consabido engaño. Pero será muy tarde, y me iré silencioso entre los hombres que no se vuelven, con mi secreto. |
Rechina la polea del pozo, el agua sube a la luz y ahí se funde. Tiembla un recuerdo en el colmado balde; en el círculo puro ríe una imagen. Acero el rostro a evanescentes labios: se deforma el pasado, envejece, pertenece a otro... Ah, vuelve a rechinar la rueda y te devuelve al fondo lóbrego, visión, una distancia nos separa. |
Las ocasiones
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Lo sabes: debo perderte otra vez y no puedo. Como un golpe preciso me amotina cada obra, cada grito, cada soplo salino que se desborda de los muelles y oscurece la primavera de Sottoripa. Pueblo de herrajes y arboladuras salvajes en el polvo del atardecer. Un largo zumbido llega de alta mar, rasca los vidrios como uña. Busco el signo extraviado, la única prenda que tuve de ti. Y es verdad el infierno. |
Tú no recuerdas la casa de los aduaneros sobre el cantil a pico en la escollera: desolada te espera desde la noche en que entró el enjambre de tus pensamientos y allí se detuvo, inquieto. El ábrego fustiga desde hace años los viejos muros y el sonido de tu risa ya no es dichoso: la brújula gira enloquecida a la ventura y el cálculo de los dados ya no resulta. Tú no recuerdas; otro tiempo trastorna tu memoria; un hilo se devana. Aún sostengo una punta, pero la casa se aleja y sobre el techo la veleta ahumada gira sin piedad. Sostengo una punta, pero te quedas sola y no respiras aquí en la oscuridad. ¡Oh el horizonte en fuga, donde se enciende, extraña, la luz de la nave petrolera! ¿El paso es éste? (Aún resurge el oleaje sobre el precipicio que se derrumba...). Tú no recuerdas ya la casa de esta noche mía. Y no sé quién se va y quién queda. |
Estancias |
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Noticias desde el Amiata |
El fuego de artificio del mal tiempo será rumor de colmenas en la noche. El cuarto tiene vigas carcomidas y un olor de melones se cuela entre las tablas. Las humaredas mórbidas que remontan un valle de elfos y de hongos hasta el cono diáfano de la cima me empañan los cristales y desde aquí te escribo, desde la mesa remota, desde la celda de miel de una esfera lanzada en el espacio –y las jaulas cubiertas, el hogar donde estallan las castañas, las venas de salitre y de moho son el cuadro donde muy pronto irrumpirás. ¡La vida que te fabula es aún demasiado breve si puede contenerte! Tu ícono abre el fondo luminoso. Afuera llueve. |
La tormenta y lo demás
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Les princes n'ont point d'yeux pour voir ces grand's merveilles, Leurs mains ne servent plus qu'à nous persécuter... (Agrippa D'Aubigné: "A Dieu".)
La tormenta que chorrea en las hojas |
¿Por un hormigueo de albas, por pocos hilos en que se enrede el lazo de la vida y se engarce en horas y años, hoy los delfines en parejas cabriolan con sus hijos? Oh, que yo nunca escuché nada de ti, que huya del esplendor de tus pestañas. Otras cosas hay en la tierra. No puedo huir ni asomarme de nuevo; se demora la fragua bermeja de la noche, la tarde se prolonga, la plegaria es suplicio y aún no llega hasta ti, entre las rocas las que emergen, la botella desde el mar. La ola, vacía, se estrella contra el cabo, en Finisterre. |
El canto de las lechuzas, cuando un iris con discontinuos latidos se deslíe, los gemidos y los suspiros de juventud, el error que de nuevo ciñe las sienes y el horror vago de los cedros agitados por el golpe de la noche –todo esto puede volver a mí, desbordarse en los fosos, irrumpir en los canales, despertarme a tu voz. Punza el sonido de una jiga cruel, el adversario baja sobre su rostro la celada. Entra la luna de amaranto en los ojos cerrados, es una nube que se hincha; y cuando el sueño la transporta más hondo aún, es sangre aún después de la muerte. |
La tormenta primaveral ha trastornado la sombrilla del sauce; bajo el torbellino de abril se ha enredado en el huerto el vellocino de oro que oculta a mis muertos, mis fieles perros, mis ancianas sirvientas –a quienes, desde entonces, (cuando el sauce era rubio y le arrancaba los rizos con mi honda) han caído, vivos, en la trampa. La tempestad los reunirá, de seguro, bajo el techo de antes, pero lejos, muy lejos de esta tierra fulgurante, donde hierven cal y sangre bajo la huella del pie humano. Humea el cucharón en la cocina, su ronda de reflejos reúne caras huesosas, hocicos aguzados y al fondo los protege la magnolia si un soplo allí la arroja. La tormenta primaveral inquieta mi arca con un ladrido fiel, oh perdidos. |
Hasta una pluma que vuela puede dibujar tu figura, o el rayo que juega al escondite entre los muebles, el reflejo del espejito de un niño en los tejados. Sobre el perfil de los muros residuos de vapor prolongan las agujas de los álamos, y abajo, en el tripié, se encrespa el papagayo del afilador. Luego la noche calurosa en la plazuela, y los pasos, la incesante y dura fatiga de hundirse para resurgir iguales desde siglos o instantes, de pesadillas que no pueden recuperar la luz de tus ojos en el antro incandescente –y aun los mismos gritos y los interminables llantos en la veranda si de pronto retumba el golpe que te enciende la garganta y aplasta las alas, oh peligrosa anunciadora del alba, y se despiertan claustros y hospitales en un laceramiento de cornetas... |
Ahora que el coro de las codornices te acaricia en el sueño eterno, rota, feliz bandada en fuga hacia las colinas vendimiadas del Mesco, ahora que la lucha de los vivientes arrecia, si tú cedes como una sombra los despojos (y no es una sombra, oh gentil, no es lo que tú crees) ¿quién te protegerá? La calle despejada no es una vía, sólo dos manos, un rostro, aquellas manos, aquel rostro, el gesto de una vida que no es otra sino ella misma, sólo esto te ubica en el elíseo lleno de almas y voces en que vives; y es también la pregunta que tú dejas un gesto tuyo a la sombra de las cruces. |
Entre tú y yo fluye en el mirador claridad submarina que deforma el perfil de las colinas y tu rostro. Amputado de ti, cada gesto tuyo está en un fondo huidizo; entra sin huella y se esfuma, en el medio que colma cada surco y se cierra a tu paso: tú aquí, conmigo, en este aire que baja para sellar el torpor de las piedras. Y yo, derribado bajo el poder que gravita en torno, cedo al sortilegio de no reconocer en mí nada que me sea ajeno; si levanto el brazo apenas, el acto resulta distinto, se rompe en un cristal, ignota y empañada su memoria, y el gesto deja de pertenecerme; si hablo, escucho atónito esa voz que desciende a su gama más remota o apagada en el aire que la deja en vilo. Como en el punto que resiste a la última consunción del día, dura el extravío; luego un soplo reconforta los valles en un frenético movimiento que en las frondas suscita un tintineo que se dispersa entre veloces humaredas y las primeras luces dibujan ya los muelles. ...Entre nosotros caen sin peso las palabras. Te miro en un blando reverbero. No sé si te conozco; sé que jamás estuve separado de ti como sucede en este regreso tardío. Pocos instantes han quemado todo en nosotros: menos dos caras, dos máscaras que graban, con esfuerzo, una sonrisa. |
El gran puente no llevaba hacia ti. A una orden tuya te habría dado alcance navegando hasta en las aguas de las cloacas. Pero mis fuerzas, con el sol en los cristales de las verandas, se iban debilitando. El hombre que predicaba en la Media Luna me preguntó: "¿Sabes dónde está Dios?" Lo sabía y se lo dije. Meneó la cabeza y se esfumó en el torbellino que arrastró hombres y casas y los alzó a las alturas, sobre la pez. |
Decían los antiguos que la poesía es escala hacia Dios. Acaso no es así cuando me lees. Pero bien conozco el día que por ti rencontré la voz, suelto en un rebaño de nubes y de ágiles cabras que en un peñasco deshojaban zarzales y carrizos, y los rostros demacrados de la luna y del sol se fundían, el motor averiado y una flecha de sangre en una peña señalaba el camino de Aleppo. |
La anguila, la sirena de los mares fríos que deja el Báltico para llegar a nuestros mares y estuarios, a los ríos que remonta en lo profundo, bajo adversas corrientes, de arroyo en arroyo y luego de acequia en acequia, adelgazados, cada vez más adentro, más en el corazón de la peña, filtrándose por pantanos de cieno, hasta que un día una luz que surge desde los castaños enciende sus destellos en charcos de agua muerta, en los fosos que bajan desde los saltos de los Apeninos a la Romaña; la anguila, antorcha, fusta, flecha de Amor en la tierra que sólo nuestros barrancos o resecos riachuelos pirenaicos llevan de nuevo a paraísos de fecundación; el alma verde que busca vida allá donde sólo acecha la desolación y la sequía, la centella que dice todo comienza cuando todo parece carbonizarse, muñón sepultado; el iris breve, gemelo del que engarzan tus pestañas y reluces intacto entre los hijos del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú no pensar que es tu hermana? |
Esto que de noche centellea en el casco de mi pensamiento, huella madreperlácea de caracol o esmeril de vidrio machacado, no es luz de iglesia o de taller que alimente clérigo rojo, o negro. Sólo puedo dejarte este iris como testimonio de una fe que impugnaron, de una esperanza que ardió más lenta que un duro raigón en el hogar. Conserva su polvo en tu polvera cuando, apagadas ya todas las lámparas, se convierta la sardana en infernal y un receloso Lucifer en una prora descienda del Támesis, del Hudson, del Sena, agitando sus alas de betún, semi– tronchadas por la fatiga, para decirte: llegó la hora. No es una herencia, un amuleto que aguante el topetón de los monzones en la telaraña de la memoria; pero una historia no perdura sino en la ceniza y persistir es sólo la extinción. La contraseña era justa: quien la reconoce no puede equivocarse al reencontrarte. Cada quien reconoce a los suyos: la altivez no era la fuga, la humildad no era cobarde, el tenue resplandor allá abajo no era el de un cerillo que se frota. |
Albas y noches se distinguen aquí por pocos indicios. El zig-zag de los estorninos sobre las almenas en días de batalla, mis únicas alas; un filo de aire polar el ojo del carcelero en la mirilla; crac de nueces aplastadas, un aceitoso chisporroteo desde las cavas, asados reales o supuestos –pero la paja es oro, la rojiza linterna es el hogar si durmiendo me imagino a tus pies. La purga data desde siempre, sin un porqué. Dicen que quien abjura y accede puede salvarse de esta matanza de ocas; que quien se injuria a sí mismo, pero traiciona y vende carne de otros, se sirve con el cucharón en vez de terminar en el paté destinado a los dioses pestilenciales. Tardo de entendimiento, llagado por la punzante yacija, me he confundido con el vuelo de la polilla que machaca mi suela contra el suelo de ladrillos, con los cambiantes kimonos de las luces expuestas en la aurora de los torreones; he husmeado en el viento la chamusquina de las rosquillas en el horno, me he mirado a mi alrededor, he suscitado iris en horizontes de telarañas y pétalos en el armazón de las rejas; me he levantado, he vuelto a caer en el fondo, donde el siglo es el minuto –los pasos y los golpes se repiten, y aún ignoro si estaré en el festín como embutidor o embutido. Larga es la espera. Mi sueño de ti no ha terminado. |
Satura
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1. La muerte no te importaba. Ya habían muerto tus perros y el médico de los locos, llamado el tío demente; también tu madre y su "especialidad" de arroz con ranas, triunfo milanés; también tu padre que, en una miniatura, día y noche me vigila desde el muro. Sin embargo la muerte no te importaba. Yo tenía que ir a los funerales escondido en un taxi, manteniéndome lejos para evitar fastidios y lágrimas. Tampoco te importaba la vida y sus ferias de vanidades y avideces, y mucho menos la universal gangrena que transforma en lobos a los hombres. Una tabula rasa de no haber existido un punto incomprensible para mí y este punto te importaba. 2. A menudo te acordabas (yo poco) del señor Cap. "Lo vi en el autocar, en Ischia, sólo dos veces. Es un abogado de Klagenfurt, el que manda felicitaciones. Debía venir a visitarnos". Vino por fin, le digo todo, queda compungido; a él también le parece catastrófico. Guarda silencio, farfulla, se alza rígido y se inclina. Asegura que mandará felicitaciones. Es extraño que sólo te entendieran personas inverosímiles. ¡El abogado Cap! Qué nombrecito. ¿Y Celia?¿Qué pasa? 3. Hemos extrañado mucho el calzador, el cuernito de fierro enmohecido que siempre estaba con nosotros. Parecía una indecencia llevar tal horror entre los similores y chucherías. Debe de haber sido en el Danieli que olvidé guardarlo en la maleta o en la bolsa. Seguramente Hedia, la camarera, lo arrojó al Gran Canal. ¿Cómo habría podido escribir para que buscaran aquel pedazo de fierro? Había que salvar un prestigio (el nuestro) y Hedia, la fiel, tuvo que hacerlo. 4. Con astucia, saliendo de las fauces de Mongibello o de postizas dentaduras de nieve, revelabas increíbles parentescos. Mangano lo advirtió, el buen quirurgo, quien, descubierto, había sido macanero de las camisas negras. Y sonrió. Así eras: dulzura y horror en una misma música aun hallándote al borde del barranco. 5. De tu brazo bajé por lo menos un millón de escaleras y ahora que ya no estás hay un vacío en cada peldaño. Aun así fue breve nuestro largo viaje. El mío sigue todavía, pero ya no necesito trasbordos ni reservaciones, las trampas, los desaires de quien piensa que lo visible es la realidad. Dándote el brazo bajé un millón de escaleras no porque con cuatro ojos tal vez se viera mejor. Contigo las bajé porque sabía que, de ambos, las verdaderas y únicas pupilas, aunque empañada, eran las tuyas. |
Todas las religiones del Dios único son lo mismo: varían los cocineros y las cocciones. Así rumiaba, y me distraje cuando vertiginosamente resbalaste en la escalera de caracol de la Périgourdine y al llegar abajo reíste a carcajadas. Fue una buena velada con un solo instante de espanto. Incluso el papa, en Israel, dijo la misma cosa pero se arrepintió cuando le informaron que el sumo Marginado, si acaso existió, había caducado. |
A un jesuita moderno |
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El Arno en Rovezzano |
Los grandes ríos son la imagen del tiempo impersonal y cruel. Observados desde un puente declaran su nulidad inexorable. Sólo el recodo titubeante de algún pantanoso carrizal, algún espejo que reluzca entre tupidos rastrojales y musgos puede revelar que el agua, como nosotros, piensa en sí misma antes de convertirse en remolino y rapiña. Tanto tiempo ha pasado, nada ha sucedido desde que te cantaba en el teléfono "tú, que te haces la dormida" con la triple carcajada. Era un relámpago tu casa vista desde el tren, asomándose al Arno como el árbol de Judas que deseaba protegerla. Quizá exista todavía o sólo sea una ruina. Toda llena, me decías, de insectos, inhabitable. Ahora tenemos otro comfort, otro desconsuelo. |
Vine al mundo |
Vine al mundo en una época tranquila. Muchas puertas se abrían, que hoy están cerradas. Dormía el Alma Mater. ¿A quién se le ocurrió despertarla? Sin embargo no fueron tan horrendos los huracanes del porvenir, si aún era posible caminar, cogerse de la mano, reconocerse. Y si no era fácil moverse entre los héroes de la guerra, del vicio, de la desdicha, ellos tenían un rostro; ahora ni siquiera existe el modo de evitar las trampas. Son demasiadas. Las infinitas cerrazones y aperturas pueden tener un sentido para quien está del único lado que de verdad cuenta, el del titiritero. Pero éste no demanda la colaboración de quien ignora sus fines y su oficio. ¿Y quién está de ese lado? Si existe, creo que se aburre más que nosotros. Con otros ojos veremos a más de uno paseándose entre nosotros con menos aburrimiento y más disgusto. |
Diario del '71 y del '72
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Recomiendo a mis herederos |
Cuaderno de cuatro años
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Todavía otro Erebo para hacerte más candente y ocultarte para siempre en mi vida, nudo que jamás ha podido desatarse. Balsas y azufre –relámpagos inocultables– a la deriva en un canal neblinoso, no para embarcarnos, sino para el lúbrico encostalamiento de hombres y de hielo. No para ti ni para mí, si un punzón de diaspro graba en nosotros el blasón de quien resiste. |
Poco hilo me queda, pero espero hallar el modo de dedicarle al próximo tirano mis pobres cármenes. No me dirá que me corte las venas como Nerón a Lucano. Querrá una loa espontánea que brote de un corazón agradecido y la tendrá en abundancia. Asimismo podré dejar huella perdurable. En poesía lo que cuenta no es el contenido sino la Forma. |
Nota del traductor |
Para fortuna nuestra, el mismo poeta ligur se ocupó en varias ocasiones de poner en claro su posición ante la vida y las contingencias históricas –de la historia italiana y de las corrientes literarias–, asimismo de sus pretensiones y procedimientos estilísticos durante el prolongado ejercicio de su trabajo poético. La en-trevista imaginaria "Intenciones", cuyo título deja en-trever cierto dejo de irónica modestia, de seguro la escribió para poner los puntos sobre muchas íes sosla-yadas por los entrevistadores, más interesados en atizar la constante polémica que siempre suscitaron la figura y las obras de Eugenio Montale. Incluyo aquí como prólogo dicha "entrevista", consciente de que ningún crítico podría conocer y ahondar mejor en las Intenciones de un poeta que dominó, con o sin razón, durante muchos decenios, el panorama de la poesía italiana. Con el propósito de ampliar un poco el horizonte restringido que de su obra nos han dado los preceden-tes traductores de Montale –ofreciéndonos, por lo general, casi la misma lista de poemas–, he incluido en esta breve antología algunos poemas que, a mi enten-der, se publican por vez primera en español, por lo menos en México, y que nos ayudan a comprender mejor su manera de entender la existencia. Desde luego, y no podía ser de otro modo, aparecen aquí la mayor parte de los poemas que, de acuerdo con el consenso de crítica y lectores italianos, constituyen la parte fundamental de su obra. Eugenio Montale nació en Santa Margherita Ligure, Genova, el 12 de octubre de 1896; murió en Milán en 1981. Premio Nobel de Literatura en 1975. Además de su labor de poeta, prosista, crítico y ensayista literario, el poeta genovés fue un excelente traductor de T.S. Eliot, Jorge Guillen, W. Shakespeare, H. Melville, A. Wilson y P. Corneille. En el volumen Sobre la poesía están reunidos todos los ensayos literarios y artículos periodísticos sobre este tema, publicados generalmente en el diario Il Corriere della Sera, de Milán. Es un libro imprescindible para conocer no sólo las fobias y las empatías de Montale, sino también los meandros de la cultura italiana de esos tiempos, en los que el autor fue uno de los protagonistas capitales. Para la presente traducción me he servido de los textos que aparecen en Tutte le poesie, la edición completiva publicada en 1977 por Amoldo Mondadori Editore. |
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Bibliografía del autor: |
Ossi di seppia, Ed. Gobetti, Torino, 1925. Le occcasioni, Ed. Einaudi, Torino, 1939. La bufera e altro, Ed. Neri Pozza, Venezia Satura, Ed. Mondadori, Milano, 1971. Diario del '71 e del '72, Ed. Mondadori, Milano, 1973. Quaderno di quattro anni, Ed. Mondadori, Milano, 1977. Tutte le poesie, Ed. Mondadori, Milano, 1977. |