La garza sin sombras
Apego de lo nosotros Jerusalén celeste Comunión
Apego de lo nosotros
Para Guadalupe
Di, di tú: para qué tantos amaneceres. Qué año es, era. Te previne: podría aparecer una pera de agua en el albaricoquero cargado de frutos, hacerse escarlata la savia del rosal; sonreías. Y ahora reímos, rompemos a reír a carcajadas, blusón de lino, faja sepia con un emblema geométrico, también te previne: y ves, un arpa en el peral del patio, ¿arpa? Tres años que no llueve y debajo del albaricoquero hiede a humedad: a gusaneras fortísimas que devoran cuanto cae, devorarían la propia lluvia si cayera. Si cayera, recordaríamos aquel tren de vida metódico que tanto nos gustaba: mojar las galletas de anís en el café retinto (yo te enseñé a decir, café retinto y carretero; sonreías): mojar. Qué seres tranquilos. Y toda tu admiración volcada en aquella frase que nos resumía: “es que sabemos administrarnos bien.” No digas que no te previne, había tantas señales: el varaseto que apareció roto inexplicablemente el peldaño que faltó de pronto a la escalera de coger los frutos ¿del peral, del albaricoquero? Cómo: yo lo supe, yo lo supe. Mira, dormías aún y me quedé de pronto (tan temprano) en la arista en altas celosías en la revuelta de un arco hacia arriba, quizás aún dormitas: dos lustros, o dos décadas, ¿pasaron? Qué hubo. Qué del segundo movimiento andante sostenuto, ¿recuerdas que por aquella época descubrimos los poemas del amado Sugawara No Michizane, amantísima? Amantísima, del arpa desciendas, de los instrumentos de cuerda desciendan tus dedos numerosísimos que me toquen al hombro, que me prevengan: la mesa, está servida. El plato de cerámica granadina con las galletas de anís y frente por frente los dos tazones de café tinto. Servida la mesa e imitábamos como si hubiera un mayordomo yo fui tu mayordomo y mayordoma (“la mesa está servida, Señora”), ¿te acuerdas? Qué miedo le cogimos al plato cómo pudo resbalársete de la mano el plato el número siete la luz crecer de la luna al entrar por el enrejado de la ventana, irisar bajo la campana de cristal las flores del albaricoquero las flores del peral, flor de tul flor de cera toda esta habitación esta mesa servida.
Jerusalén celeste
La mariposa blanca rozó mis prados, un domingo: prados en que estoy implicado, llenos de amargón. A la derecha la laguna que aún me convoca y yo me niego; he de vivir: engordar y reír, enrojecer como un burgomaestre cachetudo, Hals. Qué vi a la izquierda: tráfico. La automotriz irrealidad de las ciudades, yo por mí me cambié y vi plumones: qué felices que fuimos cuando descubrí el domingo de los amargones y cocinaste al aire libre un pernil grande que tenía la forma de un huso, lo adornaste a base de clavo y maíz, papas hermosas de Idaho; jugaron al salto de la suiza nuestras hijas: eran dos las mariposas celestiales y si fueran tres hubiera dado igual que fueran cuatro, trenzas y cabellos al caracolillo hilvanados de azul y amarillo en toda la brotación de mis prados: a la comba, nuestras hijas subieron altísimamente a nuestra primera gran convocatoria que fue en el cielo, amada: de la cintura te agarré y me provocó subir contigo al árbol de cuatro troncos añosos, no hubo manera: qué lindo, fracasamos. Reíste de la cintura para abajo y me dejé llevar por tus anchas pasarelas japonesas, tu viejo puente español de argamasa y piedra, nos picó una hormiga: sonreímos; la hinchazón y aquel timbre a músicas lejanas nos amedrentó como si hubieran caminado las niñas sobre las aguas de la laguna a la derecha y por la izquierda de pronto hubiera rezongado el destructor de la ciudad tachonada.
Comunión
He de entrar en las trojes: he de ver el incendio. Un pan de agua cocinaré en esas trojes, una pizca de sal apagará el incendio. La línea viva, la vi. No vaciló la llama: aire. En los trigales. Mi hermano, por fin lo tomaré del brazo al salir de las trojes: en el umbral de los trigales. Vino del incendio, vino conmigo. La ampolla en los callos rezuma a benjuí a hermosas naftas rosáceas como llamaradas en el iris de mi hermano. Ambos, de pana y corbata. Los dos con buenas botas de tafilete y buenos cinturones de cuero. Los dos, con ojales. Hemos salido de las trojes, mi hermano: y tal parece esta vejez que acabáramos de entrar. Tan barbados. En nombre de estas barbas la encarnación del agua.
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