3. Cinco pintores
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No veo bosque habitado, aunque nunca alcanzado, en el mapamundo terrorífico de los hombres, que nos interpele mejor que ése en el que Lam junta sus criaturas enflacadas por el nerviosismo del arte, y sin embargo refrescadas por la expansión natural del pintor pasando la barrera del aire. Pienso en Miró a través de los pesados sismos del espíritu que dejan miles de hendiduras a su paso sin que un solo pedazo de universo se desprenda formalmente. Chatarra rugiente, figura esculpida, mesa plácida ya no ruedan a lo lejos, ya no son sino grietas y promesas hieráticas. Evoco a Miró, habitante de la granja de abajo, pintando, grabando y atareándose, al ras de la pared rocosa hechizada. Pintor vivaracho y desprovisto de costumbres. Sobre la rueda afiladora de la felicidad, él es el sembrador de recompensas y de chispas. Y en los pliegues del luto él tiene bellezas para reanimar a Osiris. A este saltimbanqui sutil, desde hace ya mucho tiempo, la mecánica celeste le enseñó sus exuberancias, su laberinto y sus tiovivos. Y este 12 de abril de 1961 Miró es agraciado. Mejorar lo que hace un meteoro no es gran cosa cuando uno no quema. Miró arde, corre, nos da y arde.
“¡Maravíllense! ¡Rápido, maravíllense!”, nos gritaron los pintores impresionistas al finalizar su cuadro.
El surrealismo, en su periodo ascendente, tenía, según creemos, una necesidad absoluta de Max Ernst; primero para iluminarse a lo largo del trazo de su propia flecha, y enseguida para aglutinarse y extenderse circularmente. Max Ernst, brincando a Hegel, le imprimió lo que el impresionable y combativo Breton esperaba de un maravilloso —palabra usada y manoseada— salido del norte, venido del este, maravilloso que en las pinturas de Cranach y de Grünewald subyace en su dibujo no cortesano y su preparación mercurial. La femme 100 têtes, una vez que la hemos leído y mirado (amado), enrolla y desenrolla el gran país de nuestros ojos cerrados. Así la obra de Max Ernst parece hecha no de extrañeza uninominal, sino de materiales hipnóticos y de alquimias liberantes. Acordémonos de su cuadro, La Révolution la nuit, que ilustra de manera ejemplar lo que no pensó ilustrar: las Poesías, que no son poesías, de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. |