A Joaquín-Armando Chacón que a los veinte años no conocía el mar.
Desde mi infancia recuerdo el mar como un gran golpe de agua profundo interminable porque la vida viene de más allá de sus entrañas. Mis ojos eran huérfanos de aquella luz cálida mojada en la suavidad de un pétalo de agua deshojado por la gracia marítima de Dios. Mis ojos —digo— eran huérfanos pero la sal calcárea hizo llover oscuridades olvidadas sobre su cauce abierto. Como un terco animal domeñado cedí a sus reclamos y mis ojos —estos ojos— descubrieron veranos enardecidos que se estrellaban en su rompeolas celeste. Desde entonces en su orilla navego Un granito de arena —cualquiera— es tierra prometida y desde allí campeo tempestades oteo el horizonte suelto amarras terrestres. (Las nubes bajan al mar a bañarse en sus olas surcan aguas coléricas como cisnes de mar que acortan las distancias desmoronando alturas.) Después proa a la mar la vida transcurría El viento era una ráfaga azul que se mecía al vaivén de la luz El agua del cielo mojaba a veces las palabras secretas por nacer que guiaban el timonel hacia puerto ninguno. Ahora sin vigía que atalaye la mar naufrago náufrago de mí mismo en sus profundidades Ahora que estos ojos —antes huérfanos— desportillan la luz sucumben asombrados en la fatuidad de sus aguas aleteo cualquier soplo de vida y me dispongo a vivir en su catedralicio cementerio
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