De Palabras en reposo (1956 y 1966)
El orbe de la danza
Mueve los aires, torna en fuego su propia mansedumbre: el frío va al asombro y el resplandor a música es llevado. Nadie respira, nadie piensa y sólo el ondear de las miradas luce como una cabellera. En la sala solloza el mármol su orden recobrado, gime el río de ceniza y cubre rostros y trajes y humedad. Cuerpo de acontecer o cima en movimiento, su epitafio impera en la penumbra y deja desplomes, olas que no turban. Muertas de oprobio, en el espacio dormitan las familias, tristes como el tahúr aprisionado, y añora la mujer adúltera la caridad de ajena sábana. Bajo la luz, la bailarina sueña con desaparecer.
Responso del peregrino
I Yo, pecador, a orillas de tus ojos miro nacer la tempestad. Sumiso dardo, voz en la espesura, incrédulo desciendo al manantial de gracia; en tu solar olvida el corazón su falso testimonio, la serpiente de luz y aciago fallecer, relámpago vencido en la límpida zona de laúdes que a mi maldad despliega tu ternura.
Elegida entre todas las mujeres, al ángelus te anuncias pastora de esplendores y la alondra de Heráclito se agosta cuando a tu piel acerca su denuedo. Oh, cítara del alma, armónica al pesar, al luto hermana: aíslas en tu efigie el vértigo camino de Damasco y sobre el aire dejas la orla del perdón, como si ungida de piedad sintieras el aura de mi paso desolado. María te designo, paloma que insinúa páramos amorosos y esperanzas, reina de erguidas arpas y de soberbios nardos; te miro y el silencio atónito presiente pudor y languidez, la corona de mirto llevada a la ribera donde mis pies reposan, donde te nombro y en la voz flameas como viento imprevisto que incendiara la melodía de tu nombre y fuese, sílaba a sílaba, erigiendo en olas el muro de mi salvación. Hablo y en la palabra permaneces. No turbo, si te invoco, el tranquilo fluir de tu mirada; bajo la insomne nave tornas el cuerpo emblema del ser incomparable, la obediencia fugaz al eco de tu infancia milagrosa, cuando, juntas las manos sobre el pecho, limpia de infamia y destrucción de ti ascendía al mundo la imagen del laurel. Petrificada estrella, temerosa frente a la virgen tempestad. II Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos e impávida del rostro airado baje a ellos la furia del escarnio; aunque la ira en signo de expiación señale el fiel de la balanza y encima de su voz suspenda el filo de la espada incandescente, prolonga de tu barro mi linaje —contrita descendencia secuestrada en la fúnebre Pathmos, isla mía— mientras mi lengua en su aflicción te nombra la primogénita del alma. Ofensa y bienestar serán la compañía de nuestro persistir sentados a la mesa, plática y plática en los labios niños. Más un día el murmullo cederá al arcángel que todo inmoviliza; un hálito de sueño llenará las alcobas y cerca del café la espumeante sábana dirá con su oleaje: "Aquí reposa en paz quien bien moría." (Bajo la inerme noche, nada dominará el turbio fragor de las beatas, como acordes: "Ruega por él, ruega por él. . .") En ti mis ojos dejarán su mundo, a tu llorar confiados: llamas, ceniza, música y un mar embravecido al fin recobrarán su aureola, y con tu mano arrojarás la tierra, polvo eres triunfal sobre el despojo ciego, júbilo ni penumbra, mudo frente al amor. Óleo en los labios, llevarás mi angustia como a Edipo su báculo filial lo conducía por la invencible noche; hermosa cruzarás mi derrotado himno y no podré invocarte, no podré ni contemplar el duelo de tu rostro, purísima y transida, arca, paloma, lápida y laurel. Regresarás a casa y, si alguien te pregunta, nada responderás: sólo tus ojos reflejarán la tempestad. III Ruega por mí y mi impía estirpe, ruega a la hora solemne de la hora el día de estupor en Josafat, cuando el juicio de Dios levante su dominio sobre el gélido valle y lo ilumine de soledad y mármoles aullantes. Tiempo de recordar las noches y los días la distensión del alma: todo petrificado en su orfandad, cordero fidelísimo e inmóvil en su cima, transcurriendo por un inerte imperio de sollozos, lejos de vanidad de vanidades. Acaso entonces alce la nostalgia horror y olvidos, porque acaso el reino de la dicha sólo sea tocar, oír, oler, gustar y ver el despeño de la esperanza. Sola, comprenderás mi fe desvanecida, el pavor de mirar siempre el vacío y gemirás amarga cuando sientas que eres cristiana sepultura de mi desolación. Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso añorarás la tempestad.
Los ojos verdes
Solemnidad de tigre incierto, ahí en sus ojos vaga la tentación y un náufrago se duerme sobre jades pretéritos que aguardan el día inesperado del asombro en épocas holladas por las caballerías. Ira del rostro, la violencia es río que despeña en la quietud el valle, azoro donde el tiempo se abandona a una corriente análoga a lo inmóvil, bañada en el reposo al repetir la misma frase desde la sílaba primera. Sólo el sonar bajo del agua insiste con incesante brío, y el huracán acampa en la demora, desterrado que a la distancia deja un mundo de fatiga. Si acaso comprendiéramos, epílogo sería el pensamiento o música profana, acorde que interrumpe ocios como la uva aloja en vértigo el color y la penumbra alienta a la mirada. Vayamos con unción a la taberna donde aroma el humo que precede, bajemos al prostíbulo a olvidar esperando: porque al fin contemplamos la belleza.
Monólogo del viudo
Abro la puerta, vuelvo a la misericordia de mi casa donde el rumor defiende la penumbra y el hijo que no fue sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo que en ácidos estíos el rostro desvanece. Arcaico reposar de dioses muertos llena las estancias, y bajo el aire aspira la conciencia la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba en el descenso turbio. No podría nombrar sábanas, cirios, humo ni la humildad y compasión y calma a orillas de la tarde, no podría decir "sus manos", "mi tristeza", "nuestra tierra" porque todo en su nombre de heridas se ilumina. Como señal de espuma o epitafio, cortinas, lecho, alfombras y destrucción hacia el desdén transcurren, mientras vence la cal que a su desnudo niega la sombra del espacio. Ahora empieza el tiempo, el agrio sonreír del huésped que en insomnio, al desvelar su ira, canta en la ciudad impura el calcinado son y al labio purifican fuegos de incertidumbre que fluyen sin respuesta. Astro o delfín, allá bajo la onda el pie desaparece, y túnicas tornadas en emblemas hunden su ardiente procesión y con ceniza la frente me señalan.
Alabanza secreta
Sobre el azar alzaba su cabello súbito resplandor, y en avaricia alucinante hendía el porvenir como regresa el héroe, después de la batalla, dando al escudo sones de cansancio. Órbita del asombro, su mirar ornaba el viento fervoroso del "sí" antes de ser, en el venal recinto de los labios, hoguera sosegada por fácil devoción acrecentando escombros Entonces de su pecho a indiferencia las olas ascendían tristes cual la fidelidad, a lo variable ajenas, pálidas frente al muro en donde pétreos nombres revivían hazañas olvidadas. Muchos cruzaron la tormenta, muchos amanecían a su lado: azufre victorioso en inmortal historia acontecido, bestias rendidas para siempre al usurpar la cima del asedio. Acaso la soberbia apaciguaba el deplorable aliento entre la noche, la agonía abriendo en dos las aguas del orden sometido a la heredad polvosa, casi pavor análogo a la duda. Pero, sierpe segada, ebria de orgullo hería la avidez como si estar desnuda fuera perenne despojarse del pecado mortal, iluminada al ver el júbilo opacando el movimiento. Inmóvil a la orilla del torrente, yo era el aprendiz de la violencia, el sorprendido olivo y el laurel mudable, porque a solas solía renacer cuando salía del aquel inmundo cuarto. Despierta Débora en ocaso o eclipse erguido, ondea ahora hablando a media voz, por fin inmune al implacable sudor fluyendo en sed para el sediento o cólera labrada en el antiguo ariete. Perdida entre la gente, derrotado color en la penumbra, suelta el esquife hacia la nada, mas su imagen un cántico profiere, brisa o trueno pretérito sonando en el solar airado del cautivo.
La imprevista
Mírame así, a la frente: deshacías en himnos la apariencia semejante al sueño, y la lujuria en el sudor ardía témpanos de mal, araba en oquedades los remordimientos. Cuando con esa voz de lejanías invocabas los sitios, las costumbres, era tu cabellera la humedad del alma en el verano, parecida a insomnios dilatados por la ausencia. Después de ti, el asombro del pecado y la virtud donde el placer concluye nada eran y en nada convertían el último solaz, el desafío ante el olor cansado de lo inmóvil. En la conciencia un muro desvanece la furia, la piedad, el movimiento, y de aquellos sollozos esparcidos en medio del relámpago el fulgor de su imagen anima las tinieblas. Deja el ayer, descúbrete en mis ojos: sobre el vacío caen las palabras y en su oscilar las horas resplandecen hasta tornarse en el espacio adonde asciende la mujer desconocida.
La noche del suicida
I
Alza la noche el salmo del olvido, en oquedades su oración desata ásperas melodías y al sonoro desfile el corazón suspende el fragoroso duelo. Con fría certidumbre desploma los linajes y levanta la tempestad soberbia de la muerte. Árbol de ráfaga sedienta, fluye de su aridez un turbio canto ardiendo entre las sombras, y a su vuelo las aguas del bautismo se arrepienten, lloran el largo tiempo, la familiar visita en deslumbrada tarde, la lenta juventud en ira absorta sobre el fúnebre espacio que me espera. No juegan ya los niños en la calle. Señora de crueldad, apaciguada ante el vencido párpado, a olas de traición cubre de arena el rostro, hacia el temor despeña el hálito mortal, la urna que contiene sinsabores, delicias, melancólicos mármoles yertos en museos, arcas de honra antigua y soledad, como abrasado huerto donde cae la frente del laurel. En vano al pronunciar de la palabra alienta el corazón espuma de áspides y música y en efímero reino aloja a veces lo que la vida arrastra en la marea: el orbe del sollozo, el añorar insomne y la caricia que corona en vano la tierra que nos da perpetuidad. Un eco solamente anima de fervores nuestro paso, eco de la pantera que en reposo es cólera dormida: a su inútil emblema inútilmente el labio invocará las formas doblegadas, el milagro de un cuerpo que incendiaba la penumbra, la furia de los dientes, a cierta hora hermosos, los cabellos perdidos, el sudor.
Todo en silencio a la quietud navega.
II
Rumores de la casa, niños que ahora sueñan con la calle, ademanes aún supervivientes y espigas que en promesa sucumbían hacia las ígneas rocas arrastran el sudario de quien sufre el pausado cerrar de las ventanas mientras del alba de su espectro brotan órbitas de fatiga, ladridos sobre espejos asombrados frente a su propia infamia. El alcohol engendra lejanías como el desnudo níquel de la estrella, desborda en el mantel corduras inocentes de blasfemias por siglos conducidas y el fulgurar de su guirnalda vuelca sal y vinagre, estruendos que custodian la humillación de aquel que llora los pecados. Solar de maldición, el valle nos consuela con amargas costumbres y derrama hedores de huracán ante la euforia de saber a solas cómo el espíritu entre sombras cruza hacinado en deseos muertos: labio de frases apagadas por la desilusión, breve catástrofe y envidia del cansancio que al amante despeña en un pavor de iluminadas olas. Si ávidamente bebo hasta mirar el fondo, ondas solemnes de inquietud delatan la máscara piadosa del que hace tiempo duerme al lado de sus padres, junto a fósforo y cal jugando a indiferencias, crédulo en horizontes que ordenan camposantos llenos de razas extinguidas y bocas despojadas por el remordimiento. Sobre el piso, en los muros, a la mesa perdura la ansiedad del asesino: relámpagos que vuelven, armonías ajenas al retorno, formas en yeso consumidas, narcóticos sedientos y nauseabundo olor de ardientes madrugadas. Río abajo descubro la cerveza, el denuesto, el humo del tabaco cegando los perfiles, la música estancada en húmedos salones, la ceniza cumpliendo lentamente entre sorbos y gráciles cumplidos. Luego al amanecer, después de ácida espera, cuando ardían los puentes del cansancio, la eternidad hollaban inánimes mujeres que pudren la palabra amor en las habitaciones. Látigo o escombro, peces que irrumpen, ciénegas de ocio o piedra o manantial daríanme lo mismo porque hoy nada espero, nadie llama a la puerta y nadie asiste al indemne crecer de noches sucias plagadas de baldías tentaciones. Escancio hasta el final, y adviene apenas el redoble de lo que nunca fue: confuso trascender de estíos sólo imaginados, huella de la mirada sobre el viento y mano, convertida en .árido esplendor. Como el día y la noche y la fatiga y el descanso a la hora de la siesta, como el hombre que lame la efigie de su duelo y arroja su albedrío a misteriosa identidad, aquí estamos clamando —imagen tras imagen— los hijos de los hijos desterrados, cubriendo la vergüenza de nuestras desventuras: polvo al polvo caído y otra vez espiga y sueño.
III Isla de estrofas, sobre el alma crece el engañoso bronce del recuerdo; frente a la noche yergue su despojo la estéril vanidad; en las tinieblas yace —arpa caída sobre el polvo—, dilata las riberas y en túmulo callado las convierte, como lecho encendido por la imagen de una mujer que sueña. Larga espuma vagando en alta mar o águila azorada, ante el solaz de la apariencia ondea la memoria, baña de horror los últimos instantes y el cansado cristal de su mentir evoca la desierta jornada, escalera sin fin que no conduce, inmóvil en la orilla de un tiempo desolado. Todo en su llamarada es fértil consunción, ciego que se deslumbra en su vacío cuando al cerrar los ojos nace un mundo de aromas que corroen superficies, ardiente en avidez mas serenado por el secreto impulso de su cieno. Satélites turbados, los sentidos ceden al resplandor y las solemnes rosas funerales descienden sobre alguien que no existe sobre alguien que abandona la ciudad rumbo al río del nunca más volver y a la espalda el estrépito consume, en destruida patria, el óleo de la gloria, antiguo barro donde la conciencia vivía soledades y esperanzas. Ante el postrero engaño —lejos de la amistad—, lamentaciones, ayes corrompidos, arcángeles y luz descansarán bajo la frente. Columnas como serafines, ruinas abiertas al asombro, amaneceres día a día colmados de tristeza de súbito caerán y su salobre musgo, perdido en la aflicción de la derrota, anegará los sordos rumores corporales. Leve humedad será nuestra elegía y ejércitos de sombra sitiarán para siempre el nombre que llevamos. Porque sólo un imperio, el del olvido, esplende su olear como la fiel paloma sobre el agua tranquila de la noche.
El viaje de la tribu
Otoño sitia el valle, iniquidad desborda, y la sacrílega colina al resplandor responde en forma de venganza. El polvo mide y la desdicha siente quien galopa adonde todos con furor golpean: prisionero asistir al quebrantado círculo del hijo que sorprende al padre contemplando tras la ventana obstruida por la arena. Sangre del hombre víctima del hombre asedia puertas, clama: "Aquí no existe nadie", mas la mansión habita el bárbaro que busca la dignidad, el yugo de la patria interrumpida, atroz a la memoria, como el marido mira de frente a la mujer y en el cercano umbral la huella ajena apura el temblor que precede al infortunio. Hierro y codicia, la impotente lepra de odios que alentaron rapiñas e ilusiones la simiente humedece. Al desafío ocurren hermano contra hermano y sin piedad tornan en pausa el reino del estigma: impulsa la soberbia el salto hacia el vacío que al declinar del viento el águila abandona figurando una estatua que cayó. Volcada en el escarnio del tropel la tarde se defiende, redobla la espesura ante las piedras que han perdido los cimientos. Su ofensa es compasión cuando pasamos de la alcoba dorada a la sombría con la seguridad de la pavesa: apenas un instante, relámpago sereno cual soldado ebrio que espera la degradación. De niños sonreímos a la furia confiando en el rencor y a veces en la envidia ante el rufián que de improviso se despide y sin hablar desciende de la bestia en busca del descanso. El juego es suyo. máscara que se aparta de la escena, catástrofe que ama su delirio y con delicia pierde el último vestigio de su ira. Vino la duda y la pasión del vino, cuerpos como puñales, aquello que transforma la juventud en tiranía: los placeres y la tripulación de pecados. Un estallar alzaba en la deshonra el opaco tumulto y eran las cercanías ignorados tambores y gritos y sollozos a los que entonces nadie llamó "hermanos". Al fin creí que el día serenaba su propia maldición. Las nubes, el desprecio, el sitio hecho centella por la amorosa frase, vajilla, aceite, aromas, todo era un diestro apaciguar al enemigo, y descubrí después sobre el naufragio tribus que iban, eslabones de espuma dando tumbos ciegos sobre un costado del navío.
Salón de baile
Música y noche arden renovando el espacio, inundan sobre el cieno las áridas pupilas, relámpagos caídos al bronce que precede la cima del letargo. De orilla a orilla flota la penumbra siempre reconocible, aquella que veían y hoy miramos y habrán de contemplar en el dintel donde una estrella elude la catástrofe, airosa ante el insomnio donde nacen la música y la noche como si un viento o la canción dejaran restos de su humedad. Puesta la boca sobre el polvo por si hay esperanza o por si acaso, en el placer la arcilla anima la memoria y la conservación violenta de la especie. Porque amados del himno y las tinieblas, aprendiendo a morir, los cuerpos desafían el sosiego: descienden sierpes, águilas retornan con áspero sopor, y en lucha contra nadie tejen la sábana que aguarda como la faz al golpear un paño oscuro hace permanecer el miedo en una fatiga inagotable. Sudores y rumor desvían las imágenes, asedian la avidez frente al girar del vino que refleja la turba de mujeres cantando bajo el sótano. A humo reducidos los ojos de la esclava, alud que en vano ruega, ahí holgará la estirpe confundida por bárbaros naufragios, desoyendo la espuma de la afrenta, el turbio eco al compartir con islas que desoían armonías la sofocante forma del lecho vencedor. Desde su estanque taciturno increpan los borrachos el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas la tiranía agolpa un muro de puñales. Sobre la roca inerte se disipa el nombre que grabó la cautelosa bestia: asolada la máscara en la sombra, tranquilo escombro que antes del desplome ignora la espesura colmada de la herrumbre, en su orfandad exige, implora, accede al signo de la vid propicia a la simiente. Cuando cede la música al fervor de la apariencia, grises como las sílabas que olvida el coro, casi predestinados se encaminan los rostros a lo eterno. Vuelve la espada a su lugar, arrastra hacia el asombro de Caín el dócil resplandor del movimiento, impulsos y distancias mezclan la misma ola y sólo en su heredad persisten los borrachos, vulnerables columnas que prefieren del silencio elegido la sapiencia de la desesperanza.
El proscrito
Agua reverdecida, la palabra que fue apariencias turba nuevamente: catástrofe encima de la cal, ávida vid que apresurada cae de vuelo a onda a eterna superficie hendiendo el demorado ardor de la quietud. Donde el hastío los naufragios cubre, su exhalación levanta en vendaval y sílabas la sombra en torno del corcel desfallecida; asciende y con fragor los rostros atraviesa: bandera que en delirio despereza de escoria la centuria afín al delator que pudre la alabanza.
Solo te quedarás, precario amante hablando al sol insomne, y la desdicha un hueco hará en la alcoba al despertar sin un resuello cerca ni ver cómo la infancia alienta el vaho que prosigue. El vacío quizá, la desnudez contaminada, el sábado perenne, la vileza febril de acariciar los hijos de la hermana menor, diente con diente anegarán el lecho de cortinas cerradas tras el rumor de las visitas.
Mártir sin pueblo, pasaré la tarde anclado en la espesura, inerme ante la ley pero forjando estíos sobre el vasto acontecer que aloja testimonios, ardiendo en cantos como arenas donde silba el soplo que rescata a la serpiente.
De la armonía bajaré a escuchar lejanas mansedumbres: "Mi esposa, mis criaturas", mecánica indolencia que el miedo trueca en vanidad de tigre saltando seriamente de orfandad a consuelo: ni altares ni sepulcros, sólo dioses en cuya piel acecha la tempestad en muro blanqueado.
Encomiéndate a Dios, regresa a casa a compartir la adversa atmósfera vencida porque el trigo no cae en tierra y nada haría perdurar ahora hierros que en la pradera devastan la cordura. Rostro para una vida larga, comparece a la mesa de los justos a hacerles compañía, y deja la mansión adonde hollados por el polvo llegan ruidos del último banquete como dormita el viento absorto en la llanura.
Yacen todos con honra, circundados de hiel bajo la herrumbre de aplazados días, en cotidianas órbitas sin antes ni después, con el pesar que al salteador aturde, oculto en el recodo del camino, sin furia ni piedad, confiado a la esperanza. Disipan, en sarcófagos, laureles y el nombre que heredaron pone coto a las hordas; no saben del desastre nacido de un mirar que se desvía porque el amargo amor de su costumbre aloja el pez de las escamas apagadas. Si abrieran el portal, piadosamente los contemplaría.
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