Material de Lectura

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Selección del autor

Nota de
Emmanuel Carballo



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Nota introductoria

 

En los primeros meses de 1967 propuse a Carlos Monsiváis que escribiera una novela para la Editorial Diógenes que acabábamos de fundar Rafael Giménez Siles y yo. A José Luis Cuevas le formulé la misma propuesta. Y les hice esta invitación sin que ninguno se dedicara a crear obras narrativas por un solo motivo: porque los dos oralmente contaban historias con limpieza y efectividad.

Monsiváis era un prosista en ascenso, pero entre sus intereses literarios inmediatos no figuraba el cuento ni la novela: redactaba crónicas, guiones radiofónicos y ensayos, y en esos tres campos hacía suyos algunos procedimientos de la prosa de ficción para cumplir de mejor manera sus propósitos. Veinte años después, Monsiváis todavía no escribe esa novela, aunque sí ha urdido un poco afortunado volumen de narraciones breves, Catecismo para indios remisos. Hoy ya no le propondría que escribiese una novela sino que se atreviera a escribir su autobiografía. Carlos aún no lo sabe, pero tiene pasta de memorialista.

Cuevas en ese entonces aún no descubría su capacidad literaria, que resultaba evidente para los lectores atentos del suplemento “México en la Cultura” del periódico Novedades. José Luis llegó a la literatura por el periodismo: todavía recuerdo como si hubiesen aparecido el domingo anterior, los memorables artículos con que justificaba sus puntos de vista pictóricos y arremetía contra los creadores de la Escuela Mexicana de Pintura, con los que tiene (sobre todo con Diego Rivera) varios puntos de contacto: el amor irrestricto por la autopublicidad, el amor (terco como ala de mosca) por las mujeres y la manera mítica de encarar el mundo y la vida.

Por momentos, en esos trabajos polémicos, Cuevas dejaba atrás el periodismo y se metía a saco dentro de la prosa narrativa cuando contaba pedazos de su vida, más próxima a la vanidad que a la modestia tal como la entienden las personas apocadas. También le ayudaron a convertirse en escritor las frecuentes entrevistas y conferencias que ha dado sobre sí mismo.

Si los textos narrativos pueden dividirse en dos grandes categorías: los de acción y los de introspección; los que responden a la pregunta ¿y luego? y los que contestan a esta otra, ¿por qué?, los textos de Cuevas están inscritos en la primera categoría.

Son textos en que se cuenta una historia, casi siempre en forma lineal, de principio a fin. Textos en los cuales invariablemente el narrador-protagonista relata una anécdota que le sucedió a él en el pasado inmediato (rara vez en el remoto) o en el presente.

Esta anécdota por lo general tiene que ver con el sexo y rara vez con el amor: el narrador-protagonista se acuesta con las mujeres porque le gustan, nunca porque haya nacido entre ellas y él ese sentimiento recíproco que se llama amor. No conoce la ternura, se deja ir por los vericuetos de la atracción. Casi nunca aparece en este tipo de anécdota el erotismo, sí constantemente la sexualidad. El narrador-protagonista se preocupa por el número de amantes, por el número de eyaculaciones que tiene con cada una de ellas, poco o nada le importa el contexto en que cohabita ni, tampoco, la biografía inmaterial de cada orgasmo. Tiene prisa. El amor es para él algo importante, pero no único ni definitivo.

El narrador-protagonista es desde la primera juventud una persona importante que dedica a su arte, la pintura, lo mejor de sí mismo. En cada texto da muestras del amor con que ejercita su oficio y del interés con que lo promueve. Es un artista, un gran artista, y, también, un promotor, un gran promotor. A ratos se dedica a construir el pedastal de su estatua y en otros descansa allá arriba, acostumbrándose desde ahora a la pose con que lo coagulará la historia.

Cuando no se dedica a la pintura, a acostarse con cuanta mujer se le para por enfrente, a autopromocionarse, a gozar de su fama y dinero, el narrador-protagonista tiene tiempo (poco tiempo) para contar a los lectores cómo fueron los escenarios sucesivos en que transcurrieron su adolescencia, juventud y madurez.

Se da tiempo, también, para dibujar con unos cuantos trazos sugerentes a algunas de las personas que han sido capitales en su vida: su esposa, sus hijas, su hermano, sus padres, los pintores compañeros de generación, sus amigos y enemigos (que cambian conforme se suceden las edades), los escritores de la mafia, los políticos y ciertos grandes artistas de México y el mundo.

En estos textos, que a veces son instantáneas, viñetas, relatos, los personajes, si se descuenta al narrador-protagonista, poseen escasa relevancia, prenden su luz por un momento y nunca vuelven a brillar. Cumplen papel de comparsas. Algo más sobre estas criaturas: no todas proceden de la realidad certificada; proceden muchas veces de la poderosa imaginación del narrador-protagonista. Quiero decir que estos textos no copian necesariamente la realidad sino que en ocasiones la violentan, la desintegran y la vuelven a armar conforme a los intereses y propósitos del narrador-protagonista.

A Cuevas, el narrador-protagonista, lo admiro tal como es: petulante, egocéntrico, extrovertido. Antes jugaba este juego en la vida cotidiana, ahora lo ha trasladado a la literatura con resultados positivos: es un narrador de la cabeza a los pies. Si se ordenaran de cierta manera estos relatos, publicados primeramente en un periódico capitalino, podrían integrar la novela que hace veinte años le propuse a José Luis para mi pequeña casa editora. 

 

Emmanuel Carballo


Mercado de carne en Sausalito

 

Había regresado a San Francisco para firmar las ediciones de grabado que meses atrás había hecho para la Collectors Press. Como era mi costumbre, en esa época los viajes los efectuaba en barco. Era una delicia tomar un barco de la línea inglesa P and O en Acapulco, tomar el sol, comer bien y después desembarcar en San Francisco, con la mente descansada, la piel tostada y el ánimo dispuesto para el trabajo y la aventura. Me hospedé en el hotel Sir Francis Drake y apenas me encontraba abriendo mi equipaje cuando sonó el teléfono. Era una mujer y se identificó como Ruth. Me invitaba a una fiesta que esa misma noche tendría lugar en un barco anclado en el muelle. Ella misma pasaría a buscarme al hotel y me aseguraba que no iba a arrepentirme de asistir a la fiesta que reuniría a la gente más importante de San Francisco y de otras ciudades. Efectivamente: desde Nueva York habían venido más de cincuenta invitados para asistir a lo que se consideraba “la fiesta del año”. De Los Ángeles llegarían estrellas cinematográficas y después recordaría mi breve encuentro con Sharon Tate, que llegó sin Polansky, y con quien tuve oportunidad de intercambiar unas palabras, las suficientes como para advertir que era una mujer atemorizada. Observé que, mientras hablaba, miraba a menudo hacia atrás como si esperara a alguien. Le pregunté la razón de su inquietud y ella, en un susurro, me dijo que su angustia era el resultado de un sueño que había tenido en el que era perseguida por unos hombres que acababan destrozándola con un cuchillo.

Ruth era una mujer de belleza insólita. Pasó a recogerme en su pequeño auto europeo. Mientras nos dirigíamos a los muelles me informó brevemente sobre su vida: estaba casada con un hombre muy rico y era coleccionista. Ya habría oportunidad para que visitara su casa y conociera sus cuadros. Todos ellos de firmas cotizadísimas. El marido se encontraba en Europa.

En el barco, Ruth saludaba a todo mundo. Allí me presentó con Sharon Tate y con muchas otras luminarias del cine. También me introdujo con los dealers de pintura que habían venido de Nueva York. La trataban con gran deferencia; la consideraban una figura esencial que en sus visitas a Nueva York no dejaba de frecuentar las galerías donde siempre compraba cuadros de primer orden. Me encontré con algunos conocidos. Estaban mis editores y algunos dueños de galerías de San Francisco y Los Ángeles. Sin embargo, Ruth me acaparaba y cortaba mis conversaciones para llevarme a otro sitio y continuar presentándome a sus amigos, que eran casi todos los invitados. Al caminar por los pasillos pude advertir que en los camarotes había parejas que se abrazaban apasionadamente. No tenían ni siquiera el cuidado en correr las cortinas y aun llegué a notar mujeres desnudas. Una de ellas me resultó conocida. Se trataba de una famosa actriz, muy en boga en la década de los cincuentas. Me causó pena ver su cuerpo devastado por la edad, y aun me provocó cierta náusea y me abstuve de seguir atisbando por las ventanas.

En el comedor fui presentado a unos señores de frac. Estaban borrachos y apenas pudieron ponerse en pie para abrazar y besar a Ruth. Traían los labios pintados y dejaron sus huellas en las mejillas de mi amiga. Eran ya mayores y después volvería a encontrarlos de rodillas frente a un joven que los miraba con desdén. Ruth me había advertido que se trataba de prominentes productores de cine. Al final de la fiesta, uno fue encontrado muerto en uno de los camarotes. Me dijeron que se le halló tumbado sobre un enorme retrato de James Dean. Había muerto de un infarto masivo. Ruth me contó que ese hombre tenía una extraña manía: comprar ropa interior de mujeres del cine y ponérsela. Poseía una colección impresionante. La ropa la usaba sólo en las grandes ocasiones. Dicen que en la fiesta de barco se había puesto prendas de Marilyn Monroe. Al desnudar su cadáver descubrieron que eran de seda finísima y tenían el nombre de la estrella bordado preciosamente.

Me retiré con Ruth de la fiesta a las cuatro de la madrugada. Me pidió que la acompañara a un hotel de Tiburón. Al llegar descubrió a unos amigos del marido que por fortuna no alcanzaron a vernos; y salimos huyendo. Terminamos en el apartamento de una amiga en Sausalito que nos dejó entrar en una de las recámaras. Ahí permanecimos tres días y sus noches. La amiga aparecía de vez en cuando sólo para decir que tenía algo en la cocina para comer. Durante ese tiempo supe cosas sorprendentes de Ruth. Siendo extraordinariamente rica ejerció por vicio la prostitución en Hamburgo en el curso de un viaje que había efectuado con el marido. Los relatos de su experiencia eran espeluznantes. De allí surgió una serie de obras mías que titulé “Mercado de carne en Hamburgo”. La mujer se enamoró de mí y quiso prolongar nuestra estadía en Sausalito. No acepté. Con firmeza le pedí que me llevara a mi hotel de San Francisco, pues debía de empezar a firmar mis litografías.

Durante un par de días permanecí en el taller sin ver a nadie. Rehusé invitaciones. Me sentía muy fatigado, con ganas de terminar mi trabajo y regresar a México. Había prometido llamar a Ruth pero no lo hice. Ruth tampoco llamó. Firmé y numeré cientos de litografías. Un lunes por la mañana terminé mi trabajo. Por la tarde tomaría el barco que me regresaría a Acapulco. Bill Wagner había quedado en llevarme al muelle. Intenté comunicarme con Ruth pero el teléfono siempre sonó ocupado; quería despedirme. Ya en el auto con Bill Wagner, le dije que faltaba mucho para que mi barco zarpara y que había tiempo de detenernos en casa de Ruth para despedirme y de paso conocer su colección de arte de la que tanto me había hablado. Le indiqué la dirección: era en la calle Vallejo.

Un criado mexicano nos hizo pasar a la sala. Allí pude ver cuadros de enorme valor artístico. El lujo de la casa era superior al que yo había imaginado. El criado apareció de nuevo para decirme que subiera a la habitación de la señora donde ella me esperaba. Bill Wagner se quedó en la sala. Ruth estaba en la cama con el rimel de los ojos escurrido como si hubiera llorado. Me invitó a sentarme a su lado. El marido continuaba en Europa; todavía estaría ausente una semana más. Me pidió que le hiciera el amor pero no accedí. Me mostró una libreta donde tenía anotados los nombres de aquellos con los que se acostó en Hamburgo, así como el dinero que recibió de ellos. Eran cifras irrisorias. Ruth se cotizó bajísimo en su breve carrera de prostituta en Alemania. Me recordó los días que pasamos en Sausalito. Me preguntó si había sido feliz con ella. Asentí; me pidió que le entregara cincuenta dólares; era lo que le debía por los favores recibidos. Me quedé azorado. Por encima de la cama de Ruth había un cuadro de Picasso por el que posiblemente se habrían pagado cientos de miles de dólares. Saqué mi cartera y pagué. Ruth dejó el dinero en el buró y en la libretita escribió mi nombre, agregando la cifra y entre paréntesis, Sausalito. Con asombrosa frialdad me pidió que me retirara. Nunca volví a saber de ella.


Las caminatas

 

Camino por las mañanas. Lo hago a grandes pasos y casi no me fijo en el contorno. Antes miraba, ahora no: hay poco que ver. Camino para hacer ejercicio pero no busco los lugares adecuados. Salgo de mi casa por la mañana y emprendo la caminata hacia el periférico. A veces lo hago por el Camino del Desierto y llego hasta el cementerio Jardín. Allí siento que el aire es más puro. Mis pasos se aligeran y brinco entre las tumbas. Respiro hondo y busco la salud donde está la muerte.

Hace algunos años me gustaba caminar por Insurgentes. Desde San Ángel llegaba a la colonia del Valle y me detenía en casa de mi madre, en la calle Providencia. El regreso lo hacía también a pie. En una ocasión, me acompañó el padre Julián Pablo, salimos del Monumento a Obregón y llegamos en tres horas a la plaza de Santo Domingo. Con la conversación seguíamos el ritmo de nuestros pasos. Nunca nos detuvimos y mantuvimos la misma velocidad. Todo el trayecto hablamos de teología. Antes de llegar a la Plaza de Santo Domingo volví a ser creyente. Julián Pablo me había convencido. Me arrodillé frente a un Cristo y recé un Padre Nuestro. Después subiríamos hasta la cúpula y para celebrar mi fe recobrada llegamos al campanario y con júbilo tocamos la campana. Un padre dominico me regalaría una virgen que se encontraba arrumbada. La conservo en la sala de mi casa. Lo que no logré guardar para mi desdicha fue la fe.

Como yo, José María Tasende es también un gran caminante. Hemos cruzado ciudades enteras y hollado con nuestros pasos la arena de playas de mares y océanos. Cuando venía con frecuencia a México caminábamos por Insurgentes y la conversación giraba en torno al mercado artístico. Llegábamos hasta la Zona Rosa y hacíamos un descanso en la galería Misrachi de la calle Génova. Después comíamos en “La Góndola”, donde continuábamos hablando de cotizaciones de la obra artística.

Con Tasende iba por una de las grandes avenidas, no recuerdo cuál, cuando fuimos detenidos por una mujer acongojada. Estaba en la puerta de su casa. Nos pidió que le ayudáramos a bajar por la escalera a un anciano paralítico. En la casa no había nadie para auxiliarla. Nos prestamos gustosos y entramos a la casa. Pasamos a una sala minúscula donde descubrimos, para mi sorpresa, algunos grabados y viñetas de Julio Ruelas. También vimos paisajes y desnudos de Armando Núñez.

La señora nos ofreció algo de beber. Le llevaría —nos dijo— algunos minutos arreglar al enfermo. Después nos llamaría para que lo cargáramos y lo colocáramos en la silla de ruedas. Mientras consumíamos un jugo de naranja, Tasende me dijo que los precios de Ruelas andaban muy bajos. A Armando Núñez nunca lo había oído mencionar.

Pasaba el tiempo y la señora no regresaba. Tasende y yo empezamos a inquietarnos. Debíamos estar a cierta hora en un restaurante donde debíamos vernos con Eric van Aro, y con la que entonces era su esposa, la cantante Caterina Valente. Al ver el reloj advertimos que ya habían transcurrido dos horas. Empezamos a llamar a gritos a la señora. No respondió. Decidimos buscarla.

Cruzamos algunos pasillos estrechos. De pronto oímos unos sollozos que salían de un cuarto cerrado. Tocamos discretamente y una voz acongojada nos pidió que entráramos. Encontramos una escena terrible: la mujer que nos había llamado estaba arrodillada al pie de una cama donde yacía el cuerpo de un anciano. Nos dijo que murió mientras lo acicalaba. Sobre el buró pude advertir un cepillo de pelo, un peine y un frasco de brillantina. También había botellas de perfume y un tubo de crema Nivea. El cadáver estaba muy bien peinado y su rostro brillaba por la crema que se le había aplicado. En un vaso con agua, que estaba en el suelo descansaba la dentadura postiza del anciano. La mujer nos miró y nos pidió que no la abandonáramos. Después tomó el teléfono que se encontraba sobre la cama e hizo varias llamadas a un médico y a otras personas. La mujer nos diría que el recién fallecido había expirado en el preciso momento en que hablaba por teléfono con su médico para explicarle que esa mañana se encontraba en perfectas condiciones y con muchos ánimos para hacer un paseo por Chapultepec con ella. La señora resultó ser la esposa del anciano. Me sorprendió que hubiera estado casada con ese anciano: era muy joven y linda. Tasende le pidió que le permitiera usar el teléfono para llamar al restaurante y explicar a los que nos esperaban que había surgido un imprevisto.

Permanecimos con la viuda hasta que llegaron el médico y otras personas. Tasende se sentía indispuesto y había hecho varios viajes al baño. Esto me había permitido estar a solas con la señora.

El entierro fue en el Panteón Jardín dos días después. Ella me pidió que la acompañara. Mientras cubrían de tierra la fosa, ella, en voz baja me pedía que la visitara al término de los rosarios.

La relación con la viuda duró algunos meses. Los dibujos de Ruelas que tengo en mi casa fueron regalos suyos. Cuando camino y brinco entre las tumbas del cementerio Jardín, vuelve intensamente ese día en que allí, una mujer joven y hermosa, me juró amor eterno.


 

Conocer a Picasso

 

Quería conocer a Picasso. Verlo. Cruzar algunas palabras con él. Se me había dicho que en esos días se encontraba en París, en su estudio de la rue des Grands-Augustins. Algunas veces pasé por la puerta pero nunca me atreví a tocar. Tenía esperanza de verlo salir o entrar, y quizás entonces me atrevería a abordarlo. También era posible encontrarlo en un café de Saint-Germain-de-Pres, donde me decían que iba por las noches. No me sería difícil hablar con él, me dijo alguien que lo conocía. Bastaba con aproximarse a su mesa y decirle que era un artista latinoamericano que lo admiraba. El mismo me pediría que tomara una silla y que me sentara en su mesa. Le diría que era de México y él me preguntaría por los refugiados republicanos. Quizás haría recuerdos de Diego Rivera. Yo podría decirle que en la galería Loeb había una exposición de mis dibujos… Que me gustaría tanto que la visitara… De ahí podría iniciarse una amistad, sin importar la diferencia de edades y prestigio. Me invitaría a La Galloise y quizá permaneciera todo un verano en su palacio. El fotógrafo Duncan nos tomaría fotos juntos, tumbados en la arena. Sería presentado con Cocteau, Kahnweiller, Paul Eluard y Aragon. Sabartés acabaría tolerando mi presencia y quizá me contara sobre los muchos años que vivió en Guatemala. Me preguntaría por Luis Cardoza y Aragón. Si hubiera sido así, conservaría ahora muchas fotos con Picasso y sus amigos, abrazado yo del primero y caminando por las playas de Juan-les Pins. Ya estarían publicadas en libros y catálogos.

Como el encuentro casual con Picasso no se daba, recurrí a una amiga italiana que conocía —me dijo— a Maya Picasso. Ella visitaba con frecuencia a su padre y era bien recibida. Muchas veces llegaba con amigos y ni Sabartés ni Picasso lo objetaban. Yo debía tener presente que Picasso era un hombre muy accesible, sobre todo con los artistas jóvenes que acudían a él, como los enfermos visitan Lourdes con la esperanza de ser sanados. Cuando detectaba el talento, se entusiasmaba tanto que llevaba al joven a vivir durante un tiempo a su casa. Era lo que yo buscaba.

Una tarde, estando en la casa de mi amiga italiana, llamó ésta a la hija de Picasso. Después de breve introducción me pasó el teléfono. Maya estuvo muy cordial y me invitó a su apartamento para que conociera los cuadros que tenía de su padre. Allí mismo veríamos la manera de hacer una cita con él.

Con mi amiga italiana llegué al apartamento de Maya. Efectivamente: la colección de Picasso era digna de verse. Conservaba también, en cajas de cristal, muchos divertimentos que Picasso le había hecho con cajetillas de cerillos, para que jugara cuando era niña. Nos sirvió vino y queso y en la mesa me puse a hojear una libreta de apuntes de Picasso. Eran retratos de Maya y su madre. También había páginas escritas con lápices de colores en las que Picasso manifestaba su devoción paternal. Hacia el final del libro, había fotos pegadas y coloreadas con acuarelas. Al cerrar el libro, Maya me lo quitó de las manos y lo devolvió al arcón de donde lo había tomado y me dijo que intentaría hablar con su padre por teléfono y le preguntaría si le era posible recibirme. Contestó Sabartés y dijo que sería imposible llamarlo, porque se encontraba reposando pero que él podría tomar el mensaje. Maya dijo de qué se trataba y Sabartés contestó que en París difícilmente recibía visitas; de todos modos iba a preguntarle y que habría una respuesta si se repetía la llamada una hora después. Esperamos el tiempo convenido. Maya volvió a mostrarme cosas que conservaba de su padre. Había un retrato de ella a lápiz y el cabello estaba hecho con los cabellos dorados que Picasso le había cortado.

Dejamos pasar más de una hora para llamar de nuevo. Otra vez contestó Sabartés. Le pasó el teléfono a su patrón para que hablara con Maya. Súbitamente el teléfono me fue pasado y me quedé paralizado al oír la voz de Picasso. La oía distante e irreal. Comenzó hablándome en un francés muy deficiente para después decirme palabras en español. Con torpeza le dije que me gustaría que visitara mi exposición que se presentaba en la galería Loeb. Su respuesta me llenó de sorpresa: la había visitado un día antes y le había parecido excelente. Tanto que había adquirido dos de mis obras. Que además me había dejado un saludo en la libreta de la galería. No sabía qué decir. Ya no me atreví a pedirle que me recibiera en su casa Lo único que llegué a articular fue un débil “gracias”, que posiblemente no llegó a oír. Colgué el teléfono. Al día siguiente fui recibido en la galería Loeb con grandes muestras de alegría: efectivamente Picasso había visitado mi exposición y había adquirido dos de mis obras. También había dejado estampadas unas líneas en la libreta. Una empleada la traía en las manos y me la entregó abierta. Ahí pude ver la inconfundible caligrafía de Picasso diciéndome que continuara dibujando. Que pintores había muchos pero grandes dibujantes muy pocos. Después venía la firma, la fecha y el dibujo de un fauno sonriente. Pedí que me regalaran la hoja pero Edouard Loeb no quiso. El autógrafo le pertenecía. Formaba parte de la historia de la galería. Se me prometió una fotografía de la página para que la conservara de recuerdo.

Poco después me fui de París, sin haber intentado acercarme a Picasso aunque pude haberlo hecho a través de Jean Cassou, quien había escrito sobre mí. Edouard Loeb nunca me envió lo prometido. Perdí todo contacto con su galería. Hace algunos años un coleccionista de Texas me dijo que había visto el autógrafo de Picasso subastándose en la Sotheby’s de Londres.

 


 

El traje de Benítez

 

Escribo estas líneas postrado en la cama, con fiebre muy alta. Ayer comenzó el malestar. Nada alarmante al principio. Nunca pensé que al llegar la noche estuviera con temperatura tan elevada y con dolores tan intensos en diferentes partes del cuerpo. Hasta ahora me he resistido a llamar al médico. Prefiero afrontar solo la enfermedad, ateniéndome a mis precarios conocimientos de la medicina. Como sea, conozco bien mi organismo y con mis libros de medicina, sobre todo el vademecum, casi siempre acierto. Hoy he roto tres termómetros. Resulta que al sacudirlos, para bajar el nivel del mercurio, los estrellé contra el buró. En el segundo accidente me herí el dedo índice y tuve que pedirle a Bertha que me diera un alfiler desinfectado, pues se me ocurrió que podía tener enterrada una esquirla de vidrio y me estuve escarbando la carne sin encontrar nada pero esto provocó un mayor desangramiento. Esto no es grave: me apliqué un poco de Colubiazol y después cubrí mi dedo con un curita. Bertha y Mariana están muy preocupadas con mi súbita enfermedad, pues el sábado 18 de octubre será la boda y me quieren sano y en pie para ese día. Yo les he dicho que no hay de qué preocuparse. Estas enfermedades como llegan se van. Desde hace años no recuerdo ninguna dolencia que me haya durado más de una semana. Mis males son muy aparatosos pero duran poco. Hace dos semanas me indispuse. Estaba trabajando como jurado en un certamen de acuarela cuando un dolor intenso en el abdomen me impidió moverme e incluso respirar. Me quedé inmovilizado en una silla. María Victoria Llamas llamó rápidamente a un médico amigo suyo y fui trasladado a su consultorio de inmediato, pues podía tratarse de una apendicitis, ya que el dolor era más intenso del lado derecho y aumentaba cuando levantaba la pierna. Tras una breve auscultación el médico desechó la idea que me preocupaba y me mandó una medicina contra una colitis de origen nervioso. El dolor desapareció pronto pero en cambio me alarmé e indigné cuando se me cobraron cuarenta y un mil pesos por unos pocos minutos de atención médica.

Alguien me ha comentado que estos problemas de salud pueden deberse a la nerviosidad que me ocasiona la boda de Mariana. Puede ser. El traje que me mandé hacer no me gusta nada. Me resisto a ponérmelo en ocasión tan importante. Me siento ridículo en él. El sastre fracasó rotundamente, a pesar de sus pretensiones de ser el sastre de los presidentes. En días pasados Georgina y Fernando Benítez nos invitaron a comer a Bertha, a Mariana y a mí, para tratar el asunto de mi traje. Fernando es un hombre de gran elegancia y fui con la seguridad de que me daría solución a mi problema. Me pidió que lo acompañara a su recámara y de su clóset sacó varios de sus trajes que puso sobre la cama. Me dijo que me los probara. El primero resultó demasiado estrecho pero el segundo me quedó impecable. Es negro y elegantísimo. Después me hizo probar una camisa que pareció hecha a mi medida y mi “ajuar” con unos tirantes grises y una deslumbrante corbata roja. “Estás elegantísimo, hermanito”, me dijo Benítez, y ya vestido con su ropa bajamos para que Georgina, Bertha y Mariana me vieran. Casi no me reconocieron. Durante una hora fui objeto de comentarios. Se me prohibió que me quitara el traje a la hora de pasar a la mesa. Me cubrí con una servilleta el pecho y con otra las piernas, pues temía mancharme. Realmente me sentía otro, tenía conciencia de mi buen ver y mis movimientos se hicieron lentos y aristocráticos. Cambié aun el tono de la voz y mi conversación fue más culta. Todo esto porque mi cuerpo estaba dentro de un traje de Fernando Benítez. Incluso él llegó a decirme que parecía su hermano menor y descubrimos que el color de nuestros ojos es el mismo. Cuando nos levantamos de la mesa, para ir a la biblioteca, sentí que caminaba como Fernando. Le pedí que el día de la boda me acompañara en la iglesia de Chimalistac para que lleváramos hasta el altar a Mariana. Accedió gustoso. Él también se pondrá un traje negro como el que me ha dado y yo sentiré que camino con mi doble.

Desde la cama oigo la lluvia que no ha dejado de caer desde hace cinco horas. Interrumpo por ratos la redacción de estas páginas para mirar con melancolía los chorros de agua. El patio se ha anegado. Bertha dice que está cayendo granizo pero yo no lo veo. Siento que la fiebre empieza a bajar. Ya no me duele el cuerpo. Miro el traje negro que usaré en la boda. Está frente a mí en una silla. Me incorporo y me visto con él. Voy al vestidor y me contemplo en el espejo. A pesar de mi rostro demacrado por la fiebre que tiende a desaparecer me veo elegantísimo. Vuelvo a la cama con intención de reposar. Me acuesto después de regresar el traje a la silla. Quiero sanar pronto. Me impaciento porque todavía faltan muchos días para la boda. No sé si vayan a confundirme con mi doble. Tal vez.

 


 

La amante de Varsovia

 

Hace aproximadamente diez años se presentó en el Museo Nacional de Varsovia una exposición retrospectiva de mi trabajo. No pude asistir a la apertura. Tenía que terminar unas obras que me habían pedido para la Documenta de Kassel y hacer unos dibujos para la revista francesa Connaissance des Arts. Todo esto me obligaba a permanecer en mi estudio parisiense de la calle Lord Byron. Sin embargo mucho del éxito de esa muestra se debió a mi amistad con una polaca: Elzbieta Dzikowska, a quien conocí hace muchos años cuando me visitó en mi estudio de la colonia Del Valle para hacerme una entrevista para Kontynenty, que se publica en Varsovia. Aquella vez llegó acompañada del director de teatro Ludwig Margules, quien fungió como intérprete. Era la primera vez que Elzbieta venía a México y no hablaba español. Dos semanas después me llamaría por teléfono para despedirse y la conversación que tuvimos fue en español. Quedé sorprendido de su talento excepcional para los idiomas. Poco después regresó a México, y en mi casa conoció al entonces Presidente de México, Luis Echeverría, a quien después acompañaría en varias giras y publicaría muchas entrevistas que tuvo con él.

Elzbieta fue prácticamente mi comisaria en la exposición que se presentó en Varsovia y movilizó la prensa para que se ocupara de ella. Cuidó también que la instalación fuera óptima. Casi todos los días recibía alguna carta de ella dándome pormenores de lo que pasaba y me enviaba recortes de prensa y cartas que se recibían en el museo dirigidas a mí. En el tiempo que la exposición estuvo abierta una mujer, que se llamaba Danuta, me escribió tarjetas y cartas casi a diario. Elzbieta me las hacía llegar en los paquetes. Las conservé sin leerlas en París —no había quién me las tradujera— en un cofrecito mexicano que tenía en mi mesa de trabajo. Las cartas venían perfumadas y estaban escritas en una caligrafía perfecta, que, sin embargo, note que iba sufriendo poco a poco una transformación. Los últimos comunicados estaban escritos con cierto descuido y los trazos eran temblorosos. No sé por qué pero cada vez quema llegaba un paquete de Varsovia, lo primero que hacía era buscar las cartas de Danuta, cuya escritura me resultaba indescifrable. Sin embargo la insistencia de escribirme, las alteraciones que sufría la letra, me llevaron a imaginar que algo grave le sucedía a aquella mujer de quien nada sabía. En una ocasión le pregunté por teléfono a Elzbieta si sabía quién era la misteriosa corresponsal. Me contestó que no sabía nada de los admiradores anónimos que me escribían diario. Ella sólo recogía la correspondencia del museo y no miraba ni siquiera el nombre de los remitentes. No quise que abriera las cartas de Danuta cuando éstas llegaban, pues pensaba que podrían contener algo personal y secreto que sólo debía ser conocido por mí. Ya encontraría en París a alguien, que con la mayor reserva, me revelara el contenido de las cartas. No exagero, en dos meses tenía coleccionadas en mi cofrecito 50 cartas y diez tarjetas de Danuta. Yo le respondía enviándole catálogos de mis exposiciones con un saludo escrito en francés. Todas las noches, antes de irme a la cama, miraba las cartas y aspiraba su perfume. Imaginaba que esas palabras incomprensibles para mí, eran expresión de una pasión amorosa, nacida ante la contemplación de mi obra. De vez en cuando Bertha, miraba el contenido del cofrecito y sin darle mucha importancia me decía que ya eran muchas las cartas que me había enviado “la amante de Varsovia”.

Cuando terminé mis compromisos en París, gestioné a través de Elzbieta un viaje a Polonia. Fui invitado por el gobierno de ese país y el viaje lo hice en compañía de mi hija Ximena. Pedía que en mi programa se incluyera una permanencia de tres días en Krakovia y mostré también interés en visitar Auchswitz.

Cuando llegué a Varsovia ya estaba mi exposición cerrada pero el impacto que había causado en los artistas polacos había sido muy grande. Pude confirmarlo cuando los visité en sus estudios y en la Sociedad de Artistas Plásticos de Polonia. El gobierno había puesto a mi disposición un intérprete que hablaba el español por haber vivido algunos años en Cuba. Él nos llevó a Ximena y a mí a Krakovia y a Auchswitz.

Fue una experiencia terrible visitar este ex campo de exterminio. Esa noche, en nuestro cuarto del hotel Orbi en Krakovia, Ximena se pasó abrazada de mí llorando sin consuelo. Ni ella ni yo pudimos dormir. Ya en la madrugada dibujé algunos autorretratos en el hotel, en los que expresé toda la angustia que me había producido contemplar ese museo del horror con sus vitrinas escalofriantes, donde pueden verse montañas de cabellos, anteojos y maletas de aquellos judíos que llegaron allí para encontrar la muerte. Por ser invitado especial se me permitió visitar los archivos y revisar documentación que muy pocos conocen…

En casa de Elzbieta Dzikowska conocí a Román Samsel, quien me hizo una larga entrevista, que después publicó en un libro titulado Bunt i Gwalt, que recoge testimonios de artistas latinoamericanos como Pablo Neruda, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Vargas Llosa, Julio Cortázar y otros.

Las cartas de Danuta no las llevé pero sí su dirección. Después de la entrevista con Román, que había sido durante el almuerzo, le pedí a mi guía que me llevara a esa dirección. A Ximena la paseaban ese día por la ciudad los hijos de unos amigos. Nos veríamos hasta la noche para cenar.

La misteriosa Danuta vivía en un suburbio de Varsovia. Su apartamento estaba en el tercer piso de una casa estropeada. Eran de esos pocos edificios que se habían mantenido en pie durante el bombardeo de Varsovia. Tocamos la puerta y una mujer nos abrió: era Danuta. Mi guía le explicó quién era yo y ella me abrazó llorando. Nos hizo pasar. Vivía sola. Era viuda desde hacía algunos años, y sin ser muy joven, conservaba una figura espléndida y su rostro era hermoso. Haciendo caso omiso del guía me tiró sobre un sofá y me apretaba sobre su cuerpo. Besaba mi cara y mis manos. Me decía palabras incomprensibles para mí. El intérprete se mantenía a prudente distancia. Yo hubiera preferido que se acercara para que pudiera decirme en español todas aquellas palabras que brotaban de Danuta de modo incontenible. Yo sentía hacia aquella mujer una gran simpatía. Bruscamente se levantó y jalándome de la mano me llevó para que viera el resto del apartamento. En su recámara, pude ver el cartel de mi exposición en el Museo, así como muchas fotos mías que había arrancado de los catálogos que desde París le había enviado. No exagero si digo que Danuta había instalado un altar encima de su cama para tenerme presente y adorarme. Digo esto porque el recinto estaba iluminado con múltiples veladoras, colocadas ellas debajo de mis imágenes. Me pidió que la amara. Había llanto y súplica en su mirada.

Una hora después dejé la casa de Danuta. Tuve que despertar a mi guía, a quien encontré profundamente dormido en el sillón donde se había quedado. Danuta me entregó una carta que estaba fechada tres días antes. Con señas me dio a entender que no quería que me la tradujera nadie de Polonia. La guardé en la bolsa de mi abrigo.

Ya en París, llamé a Marek, amigo polaco de Juan Soriano para que me tradujera las cartas de Danuta. No lo había hecho antes, porque Marek había estado ausente de la ciudad. A su espléndida casa del Boulevard San Martin le llevé el cofrecito donde guardaba el papel que Danuta me había entregado al despedirme de ella.

En sus cartas Danuta me hablaba de la impresión que mi exposición le había producido. Mientras la exposición estuvo abierta no dejó de visitarla un solo día, e incluso suspendió la asistencia a su empleo para poder pasarse horas enteras en el museo. Frente a mis obras tomaba su almuerzo. Cuando la exposición cerró sintió un dolor terrible: era como si hubiera perdido al amante, según expresaba en una de las cartas que escribió con rasgos temblorosos. En la última carta que me entregó al despedirse me comunicaba algo terrible: su decisión de quitarse la vida. Pedí a Marek que me dejara usar su teléfono. Hablé con alguno de mis amigos en Varsovia. Expliqué lo que sucedía. Pedí que se comunicaran de inmediato a la casa de Danuta. Di el teléfono de Marek para que me llamaran cuando tuvieran noticias. Esperé dos horas.

Han pasado ya algunos años y al recordar a Danuta me vuelve el mismo desconsuelo.

 

 


 

Catecismo feminista

 

Raquel Tibol se queja: me dice que en mis Cuevarios insisto demasiado en hablar de “encamadas”. Esta observación también me ha sido hecha por algunos otros amigos o lectores anónimos que me abordan en la calle. Muchos preferirían que me ocupara de asuntos artísticos o políticos y dejara a un lado las experiencias de alcoba en las que, suponen, hay más de fantasía que realidad. Una señora de nombre Lorena me visitó la otra tarde en el estudio y lo primero que hizo fue reprocharme por mi manifiesta obsesión por las mujeres. Se confesó feminista y me calificó de macho mexicano. Por encontrarme atendiendo a otras personas en la sala de mi casa, la hice esperar cerca de una hora. No me sentí descortés, pues se había adelantado a la cita. Ese día había sido para mí especialmente fatigoso. Desde las seis de la mañana trabajaba. Primero, en los ensambles que Tasende me pidió para ser expuestos en la Feria Internacional de Chicago, y después, a terminar la gigantesca plancha de grabado que Ramón Carvallo y Leticia Arroni quieren presentar en el local de la Gráfica Contemporánea que abrirá sus puertas en Altavista 117, el 20 de marzo de este año (1986). A pesar de haber contado con la asistencia de Juan Berruecos, Martínez y Nunik Sauret, me fue imposible terminarla.

Mis nervios están deshechos, pues hace apenas unos días regresé de Albuquerque, donde trabajé en unas litografías que me encargó el Tamarind Institute. Un caso urgente e imprevisto me obligó a permanecer dos días y dos noches en el hospital de la Universidad de Nuevo México. Fue una experiencia terrible que quizá relate en otra ocasión. Por ahora me limito a decir que si no hubiera sido por la amistosa intervención de Gustavo Sáinz y su esposa Alessandra, las cosas hubieran sido peor de lo que en realidad fueron. Ni siquiera me hubiera sido posible cumplir con el Tamarind y con el Museo Metropolitano de Nueva York, que también me comisionó otra litografía y que me vi forzado a hacer unas horas antes de tomar un avión de la compañía Southwest que me llevó a San Diego. (Por cierto que esta línea aérea, que sólo hace vuelos domésticos, tiene la originalidad de disfrazar a sus aeromozas de marcianas. Llevan unos gorritos con antenas, visten una ceñida camiseta y calzan zapatos tenis de colores vistosos. Cuando avanzan por los pasillos, lo hacen moviéndose al ritmo de una música. Las instrucciones para sujetarse los cinturones o lo que hay que hacer en caso de accidentes, lo hacen cantando. La Southwest promueve sus viajes anunciándolos como “cruceros del amor”, o algo así).

Se empieza a hacer costumbre en mí recibir a las visitas en bata de noche. Lo que pasa es que me ducho tres o cuatro veces al día. Para disculparme siempre digo que vengo del jardín donde me encontraba tomando el sol. La gente acepta mi explicación aunque se trate de un día lluvioso.

La señora Lorena que se definió como feminista y me esperaba en el estudio para entrevistarme, ya había consumido siete tazas de café. Inició su plática en francés y después la continuó en perfecto español. Dijo haberme conocido años atrás en la galería del Sena en París. Se trata de una activista defensora de los derechos de la mujer. Me confesó ser radical en sus ideas. La entrevista de esa tarde la publicaría en una revista de Buenos Aires pero lo que más le interesaba era iniciar una relación de trabajo que le permitiera frecuentar mi casa. El resultado de ese acercamiento será un libro diferente en el que se revelará al público mi mundo privado. La entrevista que me hizo para Argentina fue concisa. Después me tomó algunas fotos y le agradó que le posara en bata. Lorena es muy bella, no cabe la menor duda, pero un poco impertinente. Bertha subió al estudio para despedirse pues tenía que ir a casa de Jacqueline Sáinz, donde toma un curso sobre arte precolombino. Noté que no le agradó mucho el proyecto del libro y las futuras visitas de la señora, a la que miró con recelo y desconfianza. Bertha regresará hasta las diez de la noche, pues después de la clase, Jacqueline sirve una merienda.

Miraba el reloj. La visita de Lorena se prolongaba demasiado y quería regresar a mi plancha de grabado. Aunque la presencia de una mujer hermosa es siempre grata, su conversación me fastidiaba. Sin preocuparme de ser poco gentil le recordé que esa tarde tenía otras cosas que atender. Sin consideración continuaba con su plática fastidiosa. Su fanático feminismo me ponía nervioso. Mi malhumor crecía. Su interminable discurso a favor de la liberación de las mujeres me ponía al borde de la histeria y no lo compensaba siquiera el movimiento de sus espléndidas piernas. Traté en algún momento de conducir la charla por terrenos más excitantes, para librarme del tedio. Empresa inútil. Continuó defendiendo su feminismo elemental. Suelo ser paciente con las mujeres porque siempre descubro en ellas, aun en las más tontas, algún ángulo interesante. Nunca me he topado con una mujer del todo despreciable. Una mujer me resulta seductora, incluso cuando practica trabajos rutinarios como cambiar los pañales a su bebé. Más atractiva puede resultarme una mujer al hablar de sirvientas y de escuelas de sus hijos, que una profesional del cabaret o del prostíbulo. Pero con Lorena perdí los estribos. Su catecismo feminista recitado durante horas, me tenía harto. Le di una bofetada. De sus ojos brotaron lágrimas. Reprochó mi conducta. Me acusó de nuevo de macho mexicano. Me sentí un miserable, traté de balbucear una disculpa. Inesperadamente me sujetó la cabeza y me besó en la boca. ¡Vámonos! —me dijo—. En su automóvil fuimos a la antigua carretera de Cuernavaca. Cuando regresé a la casa, poco después de las doce, Bertha estaba muy molesta conmigo.