José Luis Cuevas Selección del autor Nota de Emmanuel Carballo VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
En los primeros meses de 1967 propuse a Carlos Monsiváis que escribiera una novela para la Editorial Diógenes que acabábamos de fundar Rafael Giménez Siles y yo. A José Luis Cuevas le formulé la misma propuesta. Y les hice esta invitación sin que ninguno se dedicara a crear obras narrativas por un solo motivo: porque los dos oralmente contaban historias con limpieza y efectividad.
Emmanuel Carballo |
Mercado de carne en Sausalito
Había regresado a San Francisco para firmar las ediciones de grabado que meses atrás había hecho para la Collectors Press. Como era mi costumbre, en esa época los viajes los efectuaba en barco. Era una delicia tomar un barco de la línea inglesa P and O en Acapulco, tomar el sol, comer bien y después desembarcar en San Francisco, con la mente descansada, la piel tostada y el ánimo dispuesto para el trabajo y la aventura. Me hospedé en el hotel Sir Francis Drake y apenas me encontraba abriendo mi equipaje cuando sonó el teléfono. Era una mujer y se identificó como Ruth. Me invitaba a una fiesta que esa misma noche tendría lugar en un barco anclado en el muelle. Ella misma pasaría a buscarme al hotel y me aseguraba que no iba a arrepentirme de asistir a la fiesta que reuniría a la gente más importante de San Francisco y de otras ciudades. Efectivamente: desde Nueva York habían venido más de cincuenta invitados para asistir a lo que se consideraba “la fiesta del año”. De Los Ángeles llegarían estrellas cinematográficas y después recordaría mi breve encuentro con Sharon Tate, que llegó sin Polansky, y con quien tuve oportunidad de intercambiar unas palabras, las suficientes como para advertir que era una mujer atemorizada. Observé que, mientras hablaba, miraba a menudo hacia atrás como si esperara a alguien. Le pregunté la razón de su inquietud y ella, en un susurro, me dijo que su angustia era el resultado de un sueño que había tenido en el que era perseguida por unos hombres que acababan destrozándola con un cuchillo. |
Las caminatas
Camino por las mañanas. Lo hago a grandes pasos y casi no me fijo en el contorno. Antes miraba, ahora no: hay poco que ver. Camino para hacer ejercicio pero no busco los lugares adecuados. Salgo de mi casa por la mañana y emprendo la caminata hacia el periférico. A veces lo hago por el Camino del Desierto y llego hasta el cementerio Jardín. Allí siento que el aire es más puro. Mis pasos se aligeran y brinco entre las tumbas. Respiro hondo y busco la salud donde está la muerte. |
Conocer a Picasso
Quería conocer a Picasso. Verlo. Cruzar algunas palabras con él. Se me había dicho que en esos días se encontraba en París, en su estudio de la rue des Grands-Augustins. Algunas veces pasé por la puerta pero nunca me atreví a tocar. Tenía esperanza de verlo salir o entrar, y quizás entonces me atrevería a abordarlo. También era posible encontrarlo en un café de Saint-Germain-de-Pres, donde me decían que iba por las noches. No me sería difícil hablar con él, me dijo alguien que lo conocía. Bastaba con aproximarse a su mesa y decirle que era un artista latinoamericano que lo admiraba. El mismo me pediría que tomara una silla y que me sentara en su mesa. Le diría que era de México y él me preguntaría por los refugiados republicanos. Quizás haría recuerdos de Diego Rivera. Yo podría decirle que en la galería Loeb había una exposición de mis dibujos… Que me gustaría tanto que la visitara… De ahí podría iniciarse una amistad, sin importar la diferencia de edades y prestigio. Me invitaría a La Galloise y quizá permaneciera todo un verano en su palacio. El fotógrafo Duncan nos tomaría fotos juntos, tumbados en la arena. Sería presentado con Cocteau, Kahnweiller, Paul Eluard y Aragon. Sabartés acabaría tolerando mi presencia y quizá me contara sobre los muchos años que vivió en Guatemala. Me preguntaría por Luis Cardoza y Aragón. Si hubiera sido así, conservaría ahora muchas fotos con Picasso y sus amigos, abrazado yo del primero y caminando por las playas de Juan-les Pins. Ya estarían publicadas en libros y catálogos. |
El traje de Benítez
Escribo estas líneas postrado en la cama, con fiebre muy alta. Ayer comenzó el malestar. Nada alarmante al principio. Nunca pensé que al llegar la noche estuviera con temperatura tan elevada y con dolores tan intensos en diferentes partes del cuerpo. Hasta ahora me he resistido a llamar al médico. Prefiero afrontar solo la enfermedad, ateniéndome a mis precarios conocimientos de la medicina. Como sea, conozco bien mi organismo y con mis libros de medicina, sobre todo el vademecum, casi siempre acierto. Hoy he roto tres termómetros. Resulta que al sacudirlos, para bajar el nivel del mercurio, los estrellé contra el buró. En el segundo accidente me herí el dedo índice y tuve que pedirle a Bertha que me diera un alfiler desinfectado, pues se me ocurrió que podía tener enterrada una esquirla de vidrio y me estuve escarbando la carne sin encontrar nada pero esto provocó un mayor desangramiento. Esto no es grave: me apliqué un poco de Colubiazol y después cubrí mi dedo con un curita. Bertha y Mariana están muy preocupadas con mi súbita enfermedad, pues el sábado 18 de octubre será la boda y me quieren sano y en pie para ese día. Yo les he dicho que no hay de qué preocuparse. Estas enfermedades como llegan se van. Desde hace años no recuerdo ninguna dolencia que me haya durado más de una semana. Mis males son muy aparatosos pero duran poco. Hace dos semanas me indispuse. Estaba trabajando como jurado en un certamen de acuarela cuando un dolor intenso en el abdomen me impidió moverme e incluso respirar. Me quedé inmovilizado en una silla. María Victoria Llamas llamó rápidamente a un médico amigo suyo y fui trasladado a su consultorio de inmediato, pues podía tratarse de una apendicitis, ya que el dolor era más intenso del lado derecho y aumentaba cuando levantaba la pierna. Tras una breve auscultación el médico desechó la idea que me preocupaba y me mandó una medicina contra una colitis de origen nervioso. El dolor desapareció pronto pero en cambio me alarmé e indigné cuando se me cobraron cuarenta y un mil pesos por unos pocos minutos de atención médica. |
La amante de Varsovia
Hace aproximadamente diez años se presentó en el Museo Nacional de Varsovia una exposición retrospectiva de mi trabajo. No pude asistir a la apertura. Tenía que terminar unas obras que me habían pedido para la Documenta de Kassel y hacer unos dibujos para la revista francesa Connaissance des Arts. Todo esto me obligaba a permanecer en mi estudio parisiense de la calle Lord Byron. Sin embargo mucho del éxito de esa muestra se debió a mi amistad con una polaca: Elzbieta Dzikowska, a quien conocí hace muchos años cuando me visitó en mi estudio de la colonia Del Valle para hacerme una entrevista para Kontynenty, que se publica en Varsovia. Aquella vez llegó acompañada del director de teatro Ludwig Margules, quien fungió como intérprete. Era la primera vez que Elzbieta venía a México y no hablaba español. Dos semanas después me llamaría por teléfono para despedirse y la conversación que tuvimos fue en español. Quedé sorprendido de su talento excepcional para los idiomas. Poco después regresó a México, y en mi casa conoció al entonces Presidente de México, Luis Echeverría, a quien después acompañaría en varias giras y publicaría muchas entrevistas que tuvo con él. |
Catecismo feminista
Raquel Tibol se queja: me dice que en mis Cuevarios insisto demasiado en hablar de “encamadas”. Esta observación también me ha sido hecha por algunos otros amigos o lectores anónimos que me abordan en la calle. Muchos preferirían que me ocupara de asuntos artísticos o políticos y dejara a un lado las experiencias de alcoba en las que, suponen, hay más de fantasía que realidad. Una señora de nombre Lorena me visitó la otra tarde en el estudio y lo primero que hizo fue reprocharme por mi manifiesta obsesión por las mujeres. Se confesó feminista y me calificó de macho mexicano. Por encontrarme atendiendo a otras personas en la sala de mi casa, la hice esperar cerca de una hora. No me sentí descortés, pues se había adelantado a la cita. Ese día había sido para mí especialmente fatigoso. Desde las seis de la mañana trabajaba. Primero, en los ensambles que Tasende me pidió para ser expuestos en la Feria Internacional de Chicago, y después, a terminar la gigantesca plancha de grabado que Ramón Carvallo y Leticia Arroni quieren presentar en el local de la Gráfica Contemporánea que abrirá sus puertas en Altavista 117, el 20 de marzo de este año (1986). A pesar de haber contado con la asistencia de Juan Berruecos, Martínez y Nunik Sauret, me fue imposible terminarla. |