Catecismo feminista
Raquel Tibol se queja: me dice que en mis Cuevarios insisto demasiado en hablar de “encamadas”. Esta observación también me ha sido hecha por algunos otros amigos o lectores anónimos que me abordan en la calle. Muchos preferirían que me ocupara de asuntos artísticos o políticos y dejara a un lado las experiencias de alcoba en las que, suponen, hay más de fantasía que realidad. Una señora de nombre Lorena me visitó la otra tarde en el estudio y lo primero que hizo fue reprocharme por mi manifiesta obsesión por las mujeres. Se confesó feminista y me calificó de macho mexicano. Por encontrarme atendiendo a otras personas en la sala de mi casa, la hice esperar cerca de una hora. No me sentí descortés, pues se había adelantado a la cita. Ese día había sido para mí especialmente fatigoso. Desde las seis de la mañana trabajaba. Primero, en los ensambles que Tasende me pidió para ser expuestos en la Feria Internacional de Chicago, y después, a terminar la gigantesca plancha de grabado que Ramón Carvallo y Leticia Arroni quieren presentar en el local de la Gráfica Contemporánea que abrirá sus puertas en Altavista 117, el 20 de marzo de este año (1986). A pesar de haber contado con la asistencia de Juan Berruecos, Martínez y Nunik Sauret, me fue imposible terminarla. Mis nervios están deshechos, pues hace apenas unos días regresé de Albuquerque, donde trabajé en unas litografías que me encargó el Tamarind Institute. Un caso urgente e imprevisto me obligó a permanecer dos días y dos noches en el hospital de la Universidad de Nuevo México. Fue una experiencia terrible que quizá relate en otra ocasión. Por ahora me limito a decir que si no hubiera sido por la amistosa intervención de Gustavo Sáinz y su esposa Alessandra, las cosas hubieran sido peor de lo que en realidad fueron. Ni siquiera me hubiera sido posible cumplir con el Tamarind y con el Museo Metropolitano de Nueva York, que también me comisionó otra litografía y que me vi forzado a hacer unas horas antes de tomar un avión de la compañía Southwest que me llevó a San Diego. (Por cierto que esta línea aérea, que sólo hace vuelos domésticos, tiene la originalidad de disfrazar a sus aeromozas de marcianas. Llevan unos gorritos con antenas, visten una ceñida camiseta y calzan zapatos tenis de colores vistosos. Cuando avanzan por los pasillos, lo hacen moviéndose al ritmo de una música. Las instrucciones para sujetarse los cinturones o lo que hay que hacer en caso de accidentes, lo hacen cantando. La Southwest promueve sus viajes anunciándolos como “cruceros del amor”, o algo así). Se empieza a hacer costumbre en mí recibir a las visitas en bata de noche. Lo que pasa es que me ducho tres o cuatro veces al día. Para disculparme siempre digo que vengo del jardín donde me encontraba tomando el sol. La gente acepta mi explicación aunque se trate de un día lluvioso. La señora Lorena que se definió como feminista y me esperaba en el estudio para entrevistarme, ya había consumido siete tazas de café. Inició su plática en francés y después la continuó en perfecto español. Dijo haberme conocido años atrás en la galería del Sena en París. Se trata de una activista defensora de los derechos de la mujer. Me confesó ser radical en sus ideas. La entrevista de esa tarde la publicaría en una revista de Buenos Aires pero lo que más le interesaba era iniciar una relación de trabajo que le permitiera frecuentar mi casa. El resultado de ese acercamiento será un libro diferente en el que se revelará al público mi mundo privado. La entrevista que me hizo para Argentina fue concisa. Después me tomó algunas fotos y le agradó que le posara en bata. Lorena es muy bella, no cabe la menor duda, pero un poco impertinente. Bertha subió al estudio para despedirse pues tenía que ir a casa de Jacqueline Sáinz, donde toma un curso sobre arte precolombino. Noté que no le agradó mucho el proyecto del libro y las futuras visitas de la señora, a la que miró con recelo y desconfianza. Bertha regresará hasta las diez de la noche, pues después de la clase, Jacqueline sirve una merienda. Miraba el reloj. La visita de Lorena se prolongaba demasiado y quería regresar a mi plancha de grabado. Aunque la presencia de una mujer hermosa es siempre grata, su conversación me fastidiaba. Sin preocuparme de ser poco gentil le recordé que esa tarde tenía otras cosas que atender. Sin consideración continuaba con su plática fastidiosa. Su fanático feminismo me ponía nervioso. Mi malhumor crecía. Su interminable discurso a favor de la liberación de las mujeres me ponía al borde de la histeria y no lo compensaba siquiera el movimiento de sus espléndidas piernas. Traté en algún momento de conducir la charla por terrenos más excitantes, para librarme del tedio. Empresa inútil. Continuó defendiendo su feminismo elemental. Suelo ser paciente con las mujeres porque siempre descubro en ellas, aun en las más tontas, algún ángulo interesante. Nunca me he topado con una mujer del todo despreciable. Una mujer me resulta seductora, incluso cuando practica trabajos rutinarios como cambiar los pañales a su bebé. Más atractiva puede resultarme una mujer al hablar de sirvientas y de escuelas de sus hijos, que una profesional del cabaret o del prostíbulo. Pero con Lorena perdí los estribos. Su catecismo feminista recitado durante horas, me tenía harto. Le di una bofetada. De sus ojos brotaron lágrimas. Reprochó mi conducta. Me acusó de nuevo de macho mexicano. Me sentí un miserable, traté de balbucear una disculpa. Inesperadamente me sujetó la cabeza y me besó en la boca. ¡Vámonos! —me dijo—. En su automóvil fuimos a la antigua carretera de Cuernavaca. Cuando regresé a la casa, poco después de las doce, Bertha estaba muy molesta conmigo.
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