Las caminatas
Camino por las mañanas. Lo hago a grandes pasos y casi no me fijo en el contorno. Antes miraba, ahora no: hay poco que ver. Camino para hacer ejercicio pero no busco los lugares adecuados. Salgo de mi casa por la mañana y emprendo la caminata hacia el periférico. A veces lo hago por el Camino del Desierto y llego hasta el cementerio Jardín. Allí siento que el aire es más puro. Mis pasos se aligeran y brinco entre las tumbas. Respiro hondo y busco la salud donde está la muerte. Hace algunos años me gustaba caminar por Insurgentes. Desde San Ángel llegaba a la colonia del Valle y me detenía en casa de mi madre, en la calle Providencia. El regreso lo hacía también a pie. En una ocasión, me acompañó el padre Julián Pablo, salimos del Monumento a Obregón y llegamos en tres horas a la plaza de Santo Domingo. Con la conversación seguíamos el ritmo de nuestros pasos. Nunca nos detuvimos y mantuvimos la misma velocidad. Todo el trayecto hablamos de teología. Antes de llegar a la Plaza de Santo Domingo volví a ser creyente. Julián Pablo me había convencido. Me arrodillé frente a un Cristo y recé un Padre Nuestro. Después subiríamos hasta la cúpula y para celebrar mi fe recobrada llegamos al campanario y con júbilo tocamos la campana. Un padre dominico me regalaría una virgen que se encontraba arrumbada. La conservo en la sala de mi casa. Lo que no logré guardar para mi desdicha fue la fe. Como yo, José María Tasende es también un gran caminante. Hemos cruzado ciudades enteras y hollado con nuestros pasos la arena de playas de mares y océanos. Cuando venía con frecuencia a México caminábamos por Insurgentes y la conversación giraba en torno al mercado artístico. Llegábamos hasta la Zona Rosa y hacíamos un descanso en la galería Misrachi de la calle Génova. Después comíamos en “La Góndola”, donde continuábamos hablando de cotizaciones de la obra artística. Con Tasende iba por una de las grandes avenidas, no recuerdo cuál, cuando fuimos detenidos por una mujer acongojada. Estaba en la puerta de su casa. Nos pidió que le ayudáramos a bajar por la escalera a un anciano paralítico. En la casa no había nadie para auxiliarla. Nos prestamos gustosos y entramos a la casa. Pasamos a una sala minúscula donde descubrimos, para mi sorpresa, algunos grabados y viñetas de Julio Ruelas. También vimos paisajes y desnudos de Armando Núñez. La señora nos ofreció algo de beber. Le llevaría —nos dijo— algunos minutos arreglar al enfermo. Después nos llamaría para que lo cargáramos y lo colocáramos en la silla de ruedas. Mientras consumíamos un jugo de naranja, Tasende me dijo que los precios de Ruelas andaban muy bajos. A Armando Núñez nunca lo había oído mencionar. Pasaba el tiempo y la señora no regresaba. Tasende y yo empezamos a inquietarnos. Debíamos estar a cierta hora en un restaurante donde debíamos vernos con Eric van Aro, y con la que entonces era su esposa, la cantante Caterina Valente. Al ver el reloj advertimos que ya habían transcurrido dos horas. Empezamos a llamar a gritos a la señora. No respondió. Decidimos buscarla. Cruzamos algunos pasillos estrechos. De pronto oímos unos sollozos que salían de un cuarto cerrado. Tocamos discretamente y una voz acongojada nos pidió que entráramos. Encontramos una escena terrible: la mujer que nos había llamado estaba arrodillada al pie de una cama donde yacía el cuerpo de un anciano. Nos dijo que murió mientras lo acicalaba. Sobre el buró pude advertir un cepillo de pelo, un peine y un frasco de brillantina. También había botellas de perfume y un tubo de crema Nivea. El cadáver estaba muy bien peinado y su rostro brillaba por la crema que se le había aplicado. En un vaso con agua, que estaba en el suelo descansaba la dentadura postiza del anciano. La mujer nos miró y nos pidió que no la abandonáramos. Después tomó el teléfono que se encontraba sobre la cama e hizo varias llamadas a un médico y a otras personas. La mujer nos diría que el recién fallecido había expirado en el preciso momento en que hablaba por teléfono con su médico para explicarle que esa mañana se encontraba en perfectas condiciones y con muchos ánimos para hacer un paseo por Chapultepec con ella. La señora resultó ser la esposa del anciano. Me sorprendió que hubiera estado casada con ese anciano: era muy joven y linda. Tasende le pidió que le permitiera usar el teléfono para llamar al restaurante y explicar a los que nos esperaban que había surgido un imprevisto. Permanecimos con la viuda hasta que llegaron el médico y otras personas. Tasende se sentía indispuesto y había hecho varios viajes al baño. Esto me había permitido estar a solas con la señora. El entierro fue en el Panteón Jardín dos días después. Ella me pidió que la acompañara. Mientras cubrían de tierra la fosa, ella, en voz baja me pedía que la visitara al término de los rosarios. La relación con la viuda duró algunos meses. Los dibujos de Ruelas que tengo en mi casa fueron regalos suyos. Cuando camino y brinco entre las tumbas del cementerio Jardín, vuelve intensamente ese día en que allí, una mujer joven y hermosa, me juró amor eterno.
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